24

Llegaron otras cartas y se vio cada vez menos capaz de pasarlas por alto. Eran inteligentes, decentes, no eran ridículas ni inoportunas. Su corresponsal no pedía nada, no era en absoluto insistente. Tenía la sabiduría (o la astucia) de dejar en la sombra su propia personalidad, su vida, sus sentimientos, sus deseos. Era un espía: escribía sólo sobre ella. No eran cartas de seducción, sino de admiración. Y, de haber seducción, había sido concebida como un largo trayecto. La carta que acababa de recibir era sin embargo más temeraria: «Durante tres días la he perdido de vista. Cuando he vuelto a verla, su porte tan ágil, tan enaltecido, me ha maravillado. Se parecía usted a una llama que, para existir, debe bailar y elevarse. Más esbelta que nunca, caminaba como rodeada de llamas, llamas alegres, báquicas, ebrias, salvajes. Al pensar en usted, cubro su cuerpo desnudo con un manto hecho de llameantes hebras. Envuelvo su cuerpo blanco con un manto color carmín cardenal. Y, así arropada, la conduzco a una habitación roja, a una cama roja, ¡mi roja cardenal, mi bellísima cardenal!».

Unos días después Chantal se compró un camisón rojo. De vuelta a casa, se miró en el espejo. Se miraba desde todos los ángulos, levantaba lentamente el bajo del camisón y se sentía más esbelta que nunca, su piel nunca había sido tan blanca.

Llegó Jean-Marc. Se sorprendió de verla, con un camisón rojo magníficamente entallado, caminar hacia él con paso coqueto y seductor, rodearle, rehuirle y acercársele para enseguida huir otra vez. Dejándose seducir por el juego, la persiguió por toda la casa. De inmediato se vio en la inmemorial situación del hombre que persigue, fascinado, a una mujer. Ella corre alrededor de la gran mesa redonda, embriagada a su vez por la imagen de la mujer que corre delante de un hombre que la desea, luego se escapa hacia la cama y levanta el camisón hasta el cuello. Jean-Marc la quiere aquel día con inesperada y renovada fuerza. De pronto, Chantal tiene la impresión de que hay alguien allí, en la habitación, alguien que los observa con enloquecida atención, ve su rostro, el rostro de Charles du Barreau, quien le ha impuesto ese camisón, quien le ha impuesto ese acto de amor, y, al imaginárselo, grita de gozo.

Ahora respiran el uno junto al otro, y la imagen del que la espía la excita; susurra en el oído de Jean-Marc algo sobre un manto color carmín que cubre su cuerpo desnudo para atravesar, cual bellísima cardenal, una iglesia atestada de gente. Al oírlo, él la abraza y, mecido por las oleadas de fantasías que ella no deja de susurrarle, le hace el amor.

Luego, todo vuelve a la calma; sólo queda ante sus ojos, en un rincón de la cama, el camisón rojo, arrugado por sus cuerpos. Ante sus ojos entornados, esa mancha roja se convierte en un arriate de rosas que exhala el frágil perfume casi olvidado, el perfume de rosas que desea abrazar a todos los hombres.