Para identificar a su corresponsal, Chantal miró discreta, pero atentamente, a su alrededor. En la esquina había un bar: lugar ideal para quien quisiera espiarla; desde allí se ve el portal de su casa, las dos calles por las que pasa todos los días y la parada del autobús. Entró, se sentó, pidió un café y examinó a los clientes. Vio en la barra a un joven, quien, al entrar ella, había desviado la mirada. Era un cliente habitual al que conocía de vista. Se acordó incluso de que, hacía tiempo, sus miradas se habían cruzado con frecuencia y que, más adelante, simularon no verse.
Chantal preguntó un día por él a una vecina. «¡Si es el señor Dubarreau!». «¿Dubarreau o Du Barreau?». La vecina no había podido decírselo. «Y su nombre, ¿lo sabe usted?». No, no lo sabía.
Du Barreau, las iniciales coincidían. De ser así, su admirador no sería un tal Charles-Didier ni un tal Christophe-David; la «d» tan sólo representaría la preposición y Du Barreau no tendría un nombre compuesto. Cyrille du Barreau. Mejor aún: Charles. Se imagina a una familia de aristócratas provincianos arruinados. Una familia risiblemente orgullosa de su preposición. Escenifica a Charles du Barreau apoyado en la barra, haciendo gala de su indiferencia, y se dice que aquella preposición le va como un guante, corresponde perfectamente a su actitud displicente.
Poco después, Chantal camina por la calle con Jean-Marc, y Du Barreau se acerca de frente. Ella lleva el collar rojo. Es un regalo de Jean-Marc, pero, como le parece demasiado llamativo, lo lleva pocas veces. Se da cuenta de que se lo ha puesto porque Du Barreau lo encuentra bonito. Él debía de ir pensando (¡y con razón!) que se lo ha puesto por y para él. La mira de pasada, ella también lo mira y, pensando en el collar, se ruboriza. Está segura de que él se ha dado cuenta de que el rubor le ha bajado hasta el pecho. Pero ya han pasado de largo, él ya se ha alejado de ellos y Jean-Marc, de pronto sorprendido, le dice: «¡Te has puesto roja! ¿Por qué? ¿Qué te pasa?».
Ella también se sorprende; ¿por qué se habrá ruborizado? ¿Por vergüenza de prestar demasiada atención a ese hombre? ¡Pero si la atención que le presta no es sino una insignificante curiosidad! Dios mío, ¿por qué últimamente se ruborizará tantas veces, con tanta facilidad, como una adolescente?
En efecto, se ruborizaba mucho cuando era adolescente; entonces iniciaba el recorrido psicológico de la mujer, y su cuerpo, que empezaba a convertirse en un estorbo, le daba vergüenza. Una vez adulta, olvidó ruborizarse. Luego, los sofocos, con sus oleadas de calor, le anunciaron el final del recorrido, y su cuerpo, una vez más, volvió a darle vergüenza. Al despertar de nuevo el pudor, volvió a ruborizarse.