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—Cuando F. me recordó esa frase que al parecer dije siendo aún adolescente, me pareció totalmente absurda.

—Pues no —le dijo Chantal—, conociéndote, seguro que la dijiste. Todo encaja. Acuérdate de lo que te pasó en medicina.

Nunca había subestimado el mágico momento en que un hombre elige su profesión. Consciente de que la vida es demasiado corta como para que esa elección sea reparable, le había angustiado comprobar que, espontáneamente, ninguna profesión le atraía. Examinó con escepticismo el abanico de posibilidades que se le ofrecía: ser fiscal, y dedicar toda la vida a perseguir a los demás; ser maestro, y convertirse en víctima de niños mal educados; cualquier especialidad técnica, sabiendo que todo progreso, salvo alguna pequeña ventaja, genera enormes estragos; la charlatanería de las ciencias humanas, a la vez sofisticada y hueca; arquitectura de interiores (le atraía por el recuerdo de su abuelo, que había sido carpintero), totalmente al servicio de las modas que él aborrecía; farmacia, reducidos los pobres farmacéuticos a vender cajas y frascos. Cuando se preguntaba qué profesión elegiría para toda la vida, en su fuero interior caía en el más incómodo de los silencios. Si, finalmente, eligió medicina fue más por un ideal altruista que por obedecer a una secreta preferencia: consideraba la medicina como la única ocupación indiscutiblemente útil al hombre, y cuyo progreso técnico no genera efectos negativos graves.

Las decepciones no tardarían en llegar. En segundo, tuvo que pasarse el día en la sala de disecciones: sufrió un choque del que jamás se repuso: era incapaz de mirar de frente a la muerte; poco después, reconoció que la verdad era aún peor: era incapaz de enfrentarse a un cuerpo: a su irreparable e irresponsable imperfección; al reloj que rige su descomposición; a la sangre, a las entrañas y a su dolor.

Debía de tener dieciséis años cuando le habló a F. del asco que le producía el movimiento de los párpados. Cuando decidió estudiar medicina, tenía diecinueve; en ese momento, al haber firmado ya el pacto del olvido, no recordaba lo que le había dicho a F. tres años antes. Peor para él. Ese recuerdo podría haberle puesto sobre aviso. Podría haberle hecho comprender que su elección a favor de la medicina era del todo teórica y suponía un completo desconocimiento de sí mismo.

De modo que estudió medicina durante tres años hasta que abandonó con un sentimiento de naufragio. ¿Qué elegir después de aquellos años perdidos? ¿A qué agarrarse si en su fuero interno permanecía tan mudo como antes? Bajó por última vez la escalinata exterior de la facultad con la sensación de que iba a encontrarse solo en el andén por el que habían pasado ya todos los trenes.