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Jean-Marc piensa en eso desde su último encuentro con F.: los ojos: ventanas del alma; centro de la belleza de un rostro; punto en el que se concentra la identidad de un individuo; y, a la vez, instrumento que permite ver y que debe ser constantemente lavado, humedecido, tratado con un líquido salino especial. Un movimiento de lavado mecánico entorpece, pues, regularmente la mirada, lo más maravilloso que el hombre posee. Al igual que un limpiaparabrisas entorpece la visión a través del cristal de un coche. Hoy, además, se puede regular la velocidad del limpiaparabrisas con pausas de diez segundos, que son, aproximadamente, las del ritmo de un párpado.

Jean-Marc mira los ojos de las personas con quienes habla e intenta observar el movimiento de los párpados; comprueba que no es fácil. No estamos acostumbrados a tomar conciencia de la existencia de los párpados. Se dice: No hay nada que yo no mire con mayor frecuencia que los ojos de los demás y, por lo tanto, los párpados y su movimiento. Sin embargo, no retengo ese movimiento. Lo elimino de los ojos que tengo ante mí.

Y añade: Dios, haciendo chapuzas en su taller, llegó, por casualidad, a ese modelo de cuerpo en el que nos vemos obligados a convertirnos en alma por un breve periodo de tiempo. ¡Lamentable destino el de ser alma de un cuerpo hecho a la ligera, cuyos ojos no pueden mirar sin ser lavados cada diez o veinte segundos! ¿Cómo creer que quienquiera que esté ante nosotros es un ser libre, independiente, dueño de sí mismo? ¿Cómo creer que su cuerpo es la fiel expresión de un alma que lo habita? Para poder creerlo, hubo que olvidar el perpetuo parpadeo de los ojos. Hubo que olvidar el taller de chapuzas del que provenimos. Dios mismo nos lo ha impuesto.

Entre la infancia y la adolescencia de Jean-Marc hubo seguramente un corto periodo de tiempo durante el cual desconocía este pacto de olvido y en el que, aturdido, miraba deslizarse los párpados sobre los ojos: comprobó que el ojo no es una ventana por la que se ve un alma, única y milagrosa, sino una chapuza que alguien, desde tiempos inmemoriales, había puesto en funcionamiento. Debió de ser una conmoción para él ese instante de repentina lucidez adolescente. «Te detuviste», le había dicho F., «me miraste de arriba abajo y me dijiste en un curioso tono firme: A menudo me basta con ver cómo parpadean los ojos…». No se acordaba. Había sido una conmoción destinada al olvido. Y, efectivamente, lo habría olvidado para siempre si F. no se lo hubiera recordado.

Sumido en sus pensamientos, volvió a casa y abrió la puerta de la habitación de Chantal. Ella estaba ordenando algo en su armario cuando a Jean-Marc le apetecía ver cómo sus párpados le lavaban los ojos, esos ojos que para él eran la ventana de un alma inefable. Fue hacia ella, la tomó por los codos y le miró los ojos; en efecto, parpadeaban, incluso con bastante rapidez, como si se supiera sometida a un examen.

Los párpados subían y bajaban rápido, demasiado rápido, mientras Jean-Marc intentaba revivir la misma sensación de aquel joven de dieciséis años en quien ese mecanismo ocular había producido una exasperante decepción. Pero más que decepción, la velocidad anormal de los párpados y la repentina irregularidad de su movimiento le inspiraban ternura: en el limpiaparabrisas de los párpados de Chantal él veía el ala de su alma, el ala que se agitaba, que temblaba, presa del pánico. Su emoción, como un relámpago, fue tan brusca que la estrechó entre sus brazos.

Luego, al apartarla ligeramente, vio su rostro confuso, asustado, alarmado. Le dijo:

—Quería ver los párpados, que te lavan la córnea como un limpiaparabrisas lava el cristal de un coche.

—No entiendo ni una palabra de lo que dices —contestó ella, repentinamente relajada.

Entonces él le habló del recuerdo olvidado que el amigo de antaño le había evocado.