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A la mañana siguiente, Chantal encontró un sobre en el buzón, con la letra del desconocido. La carta había perdido ya toda su lacónica levedad. Parecía una larga acta notarial. «El sábado pasado», había escrito su corresponsal, «a las nueve veinticinco, usted salió de su casa más pronto que otros días. Acostumbro a seguirla en su trayecto hasta el autobús, pero esta vez usted tomó la dirección opuesta. Llevaba una maleta y entró en una tintorería. La dueña debe de conocerla y tal vez tenerle simpatía. La observé desde la calle: como si la hubiera despertado de su somnolencia, se le encendió la cara, seguramente usted le hizo alguna broma, oí su risa, risa que usted provocó y en la que creí ver reflejado su rostro. Luego, salió con la maleta llena. ¿Serían jerséis, manteles o ropa interior? En todo caso, su maleta me pareció algo artificialmente añadido a su vida». Describe su vestido y su collar alrededor del cuello. «Jamás le había visto antes ese collar. Es bonito. El rojo le sienta bien. La ilumina».

La carta está firmada: C. D. B. Eso la intriga. La primera no llevaba firma, de modo que Chantal había pensado que aquel anonimato era, por decirlo así, sincero. Un desconocido que le envía un saludo y desaparece poco después. Pero una firma, incluso abreviada, manifiesta la intención de darse a conocer, poco a poco, lenta pero inevitablemente. C. D. B., repitió ella para sí sonriendo: Cyrille-Didier Bourguiba. Charles-David Barberousse.

Reflexionó sobre el texto: ese hombre debió de seguirla por la calle; «la sigo como un espía» había escrito en la primera carta; tendría, pues, que haberlo visto. Pero ella mira sin interés el mundo a su alrededor, y aquel día menos aún, ya que Jean-Marc iba con ella. Por otra parte, él y no ella fue quien hizo reír a la dueña de la tintorería y quien llevó la maleta. Lee de nuevo esas palabras: «Su maleta me pareció algo artificialmente añadido a su vida». ¿Cómo «añadida a su vida», si Chantal no llevaba la maleta? Esa cosa «añadida a su vida» ¿acaso no era el propio Jean-Marc? ¿Quiso su corresponsal meterse así, indirectamente, con su amor? Luego, divertida, se da cuenta de la comicidad de su reacción: es capaz de defender a Jean-Marc incluso ante un amante imaginario.

Al igual que la primera vez, no sabía qué hacer con la carta, y el baile de la duda volvió a repetirse siguiendo los mismos pasos: contempló la taza del retrete donde se dispuso a tirarla; rompió en pedacitos el sobre que desapareció tragado por el agua; dobló acto seguido la carta, se la llevó a la habitación y la deslizó debajo de sus sostenes. Al inclinarse sobre la estantería de la ropa interior, oyó abrirse la puerta. Cerró rápidamente el armario y se dio la vuelta: Jean-Marc estaba en el umbral. Lentamente él va hacia ella y la mira como nunca antes lo había hecho, con una mirada desagradablemente concentrada, y, cuando se acerca a ella, la toma por los codos y, manteniéndola a unos centímetros de su cuerpo, sigue mirándola. Confundida, es incapaz de decir nada. Cuando esa confusión ya es insoportable, él la estrecha entre sus brazos y dice riendo: «Quería ver los párpados que te lavan la córnea como un limpiaparabrisas lava el cristal de un coche».