18

Aquella noche, en el barullo de motores y bocinas, Chantal volvió cansada a casa. Ansiando un poco de silencio, abrió el portal y oyó voces de obreros y martillazos. El ascensor estaba averiado. Al subir, sentía cómo la invadían las odiosas oleadas de calor, y los martillazos que retumbaban en toda la caja del ascensor eran como un redoble de tambores al compás de los sofocos, que los exasperaba, los amplificaba, los glorificaba. Empapada en sudor, se detuvo ante la puerta del piso y esperó un minuto para que Jean-Marc no la viera con aquella máscara roja.

«El fuego del crematorio me presenta su tarjeta de visita», se dijo. Aquella frase nunca se le había cruzado por la cabeza; le vino sin saber cómo. De pie ante la puerta, en medio del incesante ruido, se la repitió varias veces. No le gustó esa frase, su carácter ostentosamente macabro le pareció de mal gusto, pero no consiguió borrarla.

El martilleo cesó por fin, el acaloramiento empezó a atenuarse, de modo que entró. Jean-Marc la besó, pero, mientras le contaba algo, volvieron a retumbar los golpes, aunque amortiguados. Se sentía acosada, sin poder ocultarse en lugar alguno. Con la piel humedecida, dijo sin ninguna lógica:

—El fuego del crematorio es la única manera de no dejar nuestro cuerpo a merced de nadie.

Se percató de la mirada sorprendida de Jean-Marc y cayó en la cuenta de la incongruencia que acababa de decir; enseguida se puso a hablar del anuncio que había visto y de lo que Leroy les había comentado, y sobre todo del feto fotografiado en el vientre materno. Que, en una posición acrobática, consiguió una especie de masturbación tan perfecta que ningún adulto podría lograr.

—Un feto con vida sexual, ¡imagínate! No es consciente de nada, carece de individualidad, no percibe nada, pero conoce ya la pulsión sexual y, tal vez, el placer. De modo que nuestra sexualidad es anterior a la conciencia de nosotros mismos. Nuestro yo todavía no existe, pero ya aparece la concupiscencia. Pues fíjate, ¡esta idea ha conmovido a todos mis compañeros! Ante el feto masturbador, ¡tenían todos lágrimas en los ojos!

—¿Y tú?

—Oh, a mí me repugnó. Sí, Jean-Marc, me repugnó.

Extrañamente emocionada, se abrazó a él, lo estrechó entre sus brazos y permaneció así unos segundos.

Luego continuó:

—¿Te das cuenta? Incluso en el vientre de la madre, que dicen que es sagrado, no estás a salvo. Te filman, te espían, te examinan mientras te masturbas, examinan esa pobre masturbación de feto. No te escapas de ellos mientras vives, todo el mundo acaba enterándose. Pero tampoco te escapas antes de nacer. Como tampoco te escaparás una vez muerto. Recuerdo que leí hace tiempo en un periódico que sospecharon de un hombre que había vivido con el nombre de un gran aristócrata ruso exiliado. Para desenmascararlo, sacaron de la tumba los restos de una campesina que se suponía era su madre. Disecaron sus huesos, examinaron sus genes. ¡Me gustaría saber qué noble causa les ha dado el derecho de desenterrar a esa pobre mujer! ¡De hurgar en su desnudez, esa desnudez absoluta, la suprema desnudez del esqueleto! Mira, Jean-Marc, todo eso me repugna, sólo siento repugnancia. ¿Conoces la historia de la cabeza de Haydn? Se la cortaron con el cadáver aún caliente para que un científico medio loco pudiera escarbar en su cerebro y encontrar el lugar preciso en el que se sitúa el genio de la música. ¿Y la historia de Einstein? Había dispuesto en su testamento muy concretamente que quería ser incinerado. Siguieron sus instrucciones, pero su fiel y devoto discípulo se negó a vivir sin la mirada del maestro. Antes de incinerarlo, le quitó los ojos al cadáver y los puso en alcohol en una botella para que le miraran hasta el momento en que él mismo muriera. Por eso te he dicho que, para escapar de ellos, sólo nos queda el fuego del crematorio. Es la única muerte absoluta. Y no quiero ninguna otra. Jean-Marc, quiero una muerte absoluta.

Tras una pausa, los martillazos volvieron a retumbar en la sala.

—Sólo incinerada tendré la certeza de no oírles nunca más.

—Chantal, ¿qué te pasa?

Ella le miró, luego le dio la espalda, presa de nuevo de una gran emoción. Esta vez no tanto por lo que acababa de decir ella misma como por el tono de voz de Jean-Marc, tan atento con ella.