En la pantalla, en primer plano, aparece un trasero en posición horizontal, hermoso y sexy. Una mano lo acaricia con ternura, saboreando la piel de aquel cuerpo desnudo, complaciente, entregado. Luego la cámara se aleja y se ve, en una cuna, el cuerpo entero: es un bebé sobre el que se inclina su madre. En la siguiente secuencia, ella lo incorpora y sus labios entreabiertos besan la boca blanda, húmeda y abierta del pequeño. En ese momento la cámara se acerca, y el mismo beso, aislado, en primer plano, se convierte de pronto en un sensual beso de amor.
En este punto, Leroy congeló la imagen:
—Vamos siempre a la búsqueda de una mayoría. Como los candidatos presidenciales de Estados Unidos durante la campaña electoral. Colocamos un producto en el mágico círculo de las imágenes que puedan reunir a una mayoría de compradores. Y, a la caza de esas imágenes, tendemos a sobrevalorar el sexo. Les advierto: sólo una pequeña minoría disfruta realmente de vida sexual.
Leroy hizo una pausa para saborear la sorpresa que ha causado en el reducido grupo de colaboradores que convoca cada semana para comentar una campaña publicitaria, un anuncio o un cartel. Saben desde hace tiempo que lo que más halaga a su jefe es que se muestren asombrados y no conformes a la primera. Por eso, una señora distinguida, con los dedos avejentados y cubiertos de anillos, se atrevió a contradecirle:
—¡Todos los sondeos dicen lo contrario!
—Por supuesto —dijo Leroy—. Si alguien le pregunta, mi querida señora, acerca de su sexualidad, ¿le diría usted la verdad? Aunque el que le hace esa pregunta no conozca su nombre, aunque se la formule por teléfono y no pueda verla, usted le mentirá: «¿Le gusta follar?». «¡Vaya si me gusta!». «¿Cuántas veces?». «Seis veces al día». «¿Le gusta hacer marranadas?». «¡Me vuelven loca!». ¡Simples patochadas! El erotismo, comercialmente hablando, es algo ambiguo, porque todo el mundo ansia tener una vida erótica, pero también es cierto que a todo el mundo le horroriza porque es portadora de desgracias, frustraciones, envidias, complejos y sufrimientos.
Volvió a pasarles la misma secuencia del anuncio televisivo; Chantal mira cómo los labios húmedos rozan en primer plano los otros labios húmedos y cae en la cuenta (es la primera vez que se da cuenta de una manera tan clara) de que Jean-Marc y ella nunca se besan de esa manera. Ella misma se sorprende: ¿será cierto?, ¿nunca se habrán besado así?
Sí, una vez. Cuando todavía ni se habían intercambiado los nombres. En el gran salón de un hotel de montaña, entre gente que bebía y charlaba, se dijeron trivialidades, pero el tono de sus voces les dio a entender que se deseaban el uno al otro y se retiraron a un pasillo desierto, donde, sin decirse nada, se besaron. Ella abrió la boca y deslizó su lengua en la de Jean-Marc, dispuesta a lamer todo cuanto encontrara en su interior. La dedicación con la que obraban sus lenguas no respondía a un impulso sensual, sino a la prisa por dar a conocer al otro que estaban dispuestos a amarse, enseguida, entera y salvajemente, sin pérdida de tiempo. Sus salivas no tenían nada que ver con el deseo o el placer, fueron simples mensajeras. Ninguno de los dos tenía el valor de decir abiertamente y en voz alta «quiero hacer el amor contigo, ahora, enseguida», y dejaban que las salivas hablaran por ellos. Por eso, durante el abrazo amoroso (que siguió al primer beso unas horas después), sus bocas, probablemente (ella ya no se acuerda, pero, a distancia, está casi segura), ya no se buscaban, ya no se tocaban, ya no se lamían y ni siquiera caían en la cuenta de aquel escandaloso desinterés recíproco.
Leroy volvió a congelar el anuncio:
—La clave está en encontrar las imágenes que mantengan el atractivo erótico sin poner en evidencia las frustraciones. Éste es el punto de vista que nos interesa de esta secuencia: aguijoneamos la imaginación sexual, pero enseguida la desviamos hacia el terreno de la maternidad. Porque el íntimo contacto corporal, la ausencia de secretos personales, la fusión de salivas no son exclusivos del erotismo adulto, todo esto está ya en la relación del bebé con su madre, en esa relación que es el paraíso terrenal de todos los gozos físicos. Por cierto, se han conseguido imágenes de la vida de un feto en el vientre de una futura madre.
Pues bien, en una posición acrobática, que sería para nosotros imposible de imitar, el feto practicaba una felación con su propio minúsculo órgano. Ya ven, la sexualidad no es exclusiva de los cuerpos jóvenes y bien plantados que tanta envidia suscitan. La autofelación de un feto enternecerá a todas las abuelas del mundo, incluso a las más amargadas y puritanas. Porque el bebé es el más poderoso, el más completo, el más seguro denominador común de todas las mayorías. Y un feto, queridos amigos, es más que un bebé, ¡es un hiper-bebé, un super-bebé!
Y una vez más les pasa el anuncio, y Chantal, una vez más, siente esa ligera repugnancia ante el contacto de dos bocas húmedas. Recuerda que, según le han contado, en China y en Japón la cultura erótica no conoce el beso con la boca abierta. El intercambio de salivas no es, pues, una fatalidad del erotismo, sino un capricho, una desviación, una cochinada específicamente occidental.
Una vez terminada la proyección, Leroy concluyó:
—La saliva de las mamás, ¡éste es el ungüento que enganchará a esa mayoría que queremos convertir en compradora de la marca Rubachoff!
Entonces, Chantal corrige su vieja metáfora: no es un perfume de rosas, inmaterial, poético, lo que atraviesa a los hombres, sino salivas, materiales y prosaicas, que con su ejército de microbios pasan de boca en boca entre dos amantes, del amante a su esposa, de la esposa a su bebé, del bebé a su tía, de la tía, camarera en un restaurante, a un cliente en cuya sopa ha escupido, del cliente a su esposa, de la esposa a su amante y, así en adelante, a otras muchas bocas, de tal manera que cada uno de nosotros está sumergido en un mar de salivas que se mezclan y nos convierten en una sola comunidad de salivas, una sola humanidad húmeda y unida.