16

Apenas una hora después, al llegar a casa, Jean-Marc enseñó a Chantal una esquela de defunción:

—La encontré esta mañana en el buzón. F. ha muerto.

Chantal casi se alegró de que otra carta, más grave, encubriera el ridículo de la suya. Tomó del brazo a Jean-Marc, lo condujo a la sala de estar y se sentó frente a él.

—Su muerte te ha afectado después de todo —dijo Chantal.

—No —dijo Jean-Marc—, o tal vez lo que me afecta es que no me afecte.

—¿Ni siquiera ahora se lo perdonas?

—Se lo he perdonado todo. Pero no se trata de eso. Te comenté aquel curioso sentimiento de felicidad que sentí cuando decidí, entonces, dejar de verle. Me sentía frío como un témpano y me alegraba por ello. Pues bien, su muerte no ha cambiado nada.

—Me asustas. De verdad, me asustas.

Jean-Marc se levantó para ir a buscar una botella de coñac y dos vasos. Luego, tras sorber un trago, prosiguió:

—Hacia el final de mi visita al hospital, empezó a contarme sus recuerdos. Me repitió algo que debí de decir cuando tenía dieciséis años. En aquel momento comprendí el único sentido de la amistad tal como se practica hoy. La amistad le es indispensable al hombre para el buen funcionamiento de su memoria. Recordar el propio pasado, llevarlo siempre consigo, es tal vez la condición necesaria para conservar, como suele decirse, la integridad del propio yo. Para que el yo no se encoja, para que conserve su volumen, hay que regar los recuerdos como a las flores y, para regarlos, hay que mantener regularmente el contacto con los testigos del pasado, es decir, con los amigos. Son nuestro espejo, nuestra memoria; sólo se les exige que le saquen brillo de vez en cuando para poder mirarnos en él. ¡Pero me importa un comino lo que yo hacía en el liceo! Lo que más deseé siempre, desde mi primera juventud, tal vez desde mi infancia, era otra cosa: la amistad como valor superior, por encima de todos los demás. Me gustaba decir: entre la verdad y el amigo, elijo siempre al amigo. Lo decía para provocar, pero lo pensaba en serio. Sé que hoy esta consigna se ha vuelto arcaica. Podía valer para Aquiles, el amigo de Patroclo, para los mosqueteros de Alejandro Dumas, incluso para Sancho Panza, que era un verdadero amigo para su amo, pese a todos sus desacuerdos. Pero ya no lo es para nosotros. Mi pesimismo va tan lejos que estoy dispuesto hoy a preferir la verdad a la amistad.

Tras saborear otro sorbo de coñac, continuó:

—La amistad era para mí la prueba de que existe algo más fuerte que la ideología, que la religión, que la nación. En la novela de Dumas, los cuatro amigos se encuentran a veces en bandos opuestos, obligados a luchar entre sí. Pero eso no altera su amistad. No paran de ayudarse, secretamente, con astucia, burlándose de la verdad de sus respectivos bandos. Han puesto su amistad por encima de la verdad, de la causa, de las órdenes superiores, por encima del rey, por encima de la reina, por encima de todo.

Chantal le acarició la mano y, tras una pausa, él añadió:

—Dumas escribió la historia de los mosqueteros dos siglos después de la época en que ocurren los hechos. ¿Sentiría ya la nostalgia del universo perdido de la amistad? ¿O es la desaparición de la amistad un fenómeno más reciente?

—No sabría decírtelo. Para las mujeres, la amistad no es un problema.

—¿A qué te refieres?

—A lo que he dicho. La amistad es un problema de los hombres. Es su forma de romanticismo. No la nuestra.

Jean-Marc tragó otro sorbo de coñac antes de retomar el hilo de su pensamiento:

—¿Cómo habrá nacido la amistad? Seguramente como una alianza contra la adversidad, alianza sin la cual el hombre habría quedado desarmado frente al enemigo. Tal vez ya no se plantee la necesidad vital de semejante alianza.

—Siempre habrá enemigos.

—Sí, pero son invisibles y anónimos. Las burocracias, las leyes. ¿Qué puede hacer por ti un amigo cuando deciden construir un aeropuerto delante de tus ventanas o cuando te despiden? Quien te apoye, si es que te apoya, será sin duda alguien anónimo e invisible, una organización de ayuda social, una asociación para la defensa del consumidor, un bufete de abogados. La amistad ya no se somete a pruebas que den fe de ella. Las circunstancias ya no se prestan a buscar a un amigo herido en el campo de batalla, ni a desenvainar el sable para defenderlo de algún bandolero. Atravesamos nuestra vida sin mayores peligros, pero también sin amistad.

—Si eso es verdad, deberías haberte reconciliado con F.

—Creo sinceramente que él no hubiera entendido mis reproches si se los hubiera explicado. Cuando los demás me criticaron, no dijo nada. Pero tengo que reconocer que él consideró su silencio como un acto de valentía. Me dijeron que hasta había presumido de no haber sucumbido a la psicosis que se creó contra mí y de no haber dicho nada que pudiera perjudicarme. Tenía, pues, la conciencia tranquila y debió de sentirse dolido cuando, sin más, dejé de verle. Me equivoqué al pedirle algo más que neutralidad. Si se hubiera atrevido a defenderme contra aquellos resentidos y desalmados, habría corrido él mismo el riesgo de caer en desgracia y de atraerse conflictos y problemas. ¿Cómo pude exigirle eso siendo él amigo mío? ¡Yo mismo no me porté como un amigo! Mejor dicho, lo traté con descortesía. Porque la amistad vaciada de su antiguo contenido se ha convertido hoy en un pacto de mutua atención o, a lo sumo, en un pacto de cortesía. Y es una descortesía pedirle a un amigo algo que pudiera perjudicarle o resultarle desagradable.

—Pues sí, así es. Pero convendría que lo dijeras sin amargura. Sin ironía.

—Te lo digo sin ironía. Es así y punto.

—Si te odian, si te echan la culpa de algo, si te despiden, la gente que te conoce puede reaccionar de dos maneras: unos irán a unirse a la chusma; otros, discretamente, harán como si no supieran ni oyeran nada, de tal manera que podrás seguir viéndoles y hablándoles. Entre los segundos, entre los discretos y considerados están tus amigos. Amigos en el sentido moderno de la palabra. Escucha, Jean-Marc, sé lo que te digo, lo he sabido siempre.