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Siempre es ella quien, por la mañana, sale la primera del piso y abre el buzón; deja las cartas dirigidas a Jean-Marc y recoge las suyas. Aquella mañana encontró dos cartas: una a nombre de Jean-Marc (la miró furtivamente: el matasellos era de Bruselas), la otra a su nombre, pero sin dirección ni sello. Alguien debió de depositarla personalmente. Como tenía prisa, la metió sin abrir en el bolso y se apresuró hacia el autobús. Una vez sentada, abrió el sobre; la carta consistía en una única frase: «La sigo como un espía, es usted bella, muy bella».

Su primer sentimiento fue desagradable. Alguien, sin pedirle permiso, quería intervenir en su vida, atraer sobre él su atención (su capacidad de atención es limitada y no tiene suficiente energía para ampliarla) y, en definitiva, importunarla. Luego se dijo que, al fin y al cabo, era una tontería. ¿Qué mujer no ha recibido algún día un mensaje parecido? Releyó la carta y se dio cuenta de que la señora de al lado también podía leerla. Volvió a meterla en el bolso y echó un vistazo a su alrededor. Vio gente sentada, mirando distraídamente por la ventana, dos jovencitas que se reían, un joven negro cerca de la salida, una mujer, sumergida en un libro, a quien sin duda le esperaba un largo trayecto.

Ella acostumbra a ignorar a todo el mundo en el autobús. Por culpa de aquella carta se sintió observada y observó a su vez. ¿Habrá siempre alguien que la mira fijamente como ese negro de hoy? Como si supiera lo que ella acababa de leer, éste le sonrió. ¿Y si fuera el autor del mensaje? Rechazó enseguida aquella idea demasiado absurda y se levantó para bajar en la siguiente parada. Tendría que pasar junto al negro, que obstruía el paso hacia la salida, y eso la incomodó. Cuando estuvo a poca distancia, el autobús frenó y por un instante ella intentó recuperar el equilibrio; el negro, que seguía mirándola, se echó a reír. Ella se apeó y se dijo: No coqueteaba; se burlaba.

Durante todo el día oyó esa risa burlona como un mal presagio. En su despacho miró la carta en dos o tres ocasiones y, al volver a casa, se preguntó qué debía hacer con ella. ¿Guardarla? ¿Para qué? ¿Enseñarla a Jean-Marc? Eso le habría puesto en un apuro, ¡como si ella quisiera presumir! Entonces ¿qué?, ¿destruirla? Eso es. Fue al baño e, inclinada sobre el retrete, miró la superficie líquida; rompió en pedacitos el sobre, los arrojó a la taza, tiró de la cadena, pero volvió a doblar la carta y se la llevó a la habitación. Abrió el armario y la metió debajo de sus sostenes. Al hacerlo, volvió a oír la risa burlona del negro y se dijo que era como todas las demás mujeres; sus sostenes, de pronto, le parecieron vulgares y tontamente femeninos.