Cuando Chantal tenía dieciséis, diecisiete años, le encantaba una metáfora; ¿la habría inventado ella misma, o la habría oído, o leído? Poco importa: ella quería ser un perfume de rosas, un perfume expansivo y avasallador, quería traspasar así a todos los hombres y, por mediación de los hombres, abrazar al mundo entero. Perfume expansivo de rosas: metáfora de la aventura. Esa metáfora había brotado en el umbral de su vida adulta como la promesa romántica de una dulce promiscuidad, como una invitación al viaje a través de los hombres. Pero, por naturaleza, no había nacido mujer de muchos amantes, y ese sueño vago, lírico, pronto quedó adormecido en su matrimonio, que prometía ser tranquilo y feliz.
Mucho tiempo después, cuando ya había dejado a su marido y vivía desde hacía unos años con Jean-Marc, se reunió un día con él a la orilla del mar: cenaron al aire libre, en un entarimado sobre el agua; de esa cena ella conserva un recuerdo de intenso blancor; los tablones, las mesas, las sillas, los manteles, todo era blanco, las farolas estaban pintadas de blanco e irradiaban una luz blanca contra el cielo veraniego, a punto de oscurecer, en el que la luna, blanca también, lo blanqueaba todo. Y, en ese baño de blancura, ella sentía una insoportable nostalgia de Jean-Marc.
¿Nostalgia? ¿Cómo podía sentir nostalgia si lo tenía delante? ¿Cómo se puede sufrir por la ausencia de alguien que está presente? (Jean-Marc sabría contestar: se puede sentir nostalgia en presencia del ser amado si vislumbras un porvenir en el que el ser amado ya no está; si la muerte, invisible, del ser amado ya está presente).
Durante esos minutos de extraña nostalgia a la orilla del mar, Chantal recordó de repente a su hijo muerto y una oleada de felicidad la invadió. Pronto la asustaría ese sentimiento. Pero nadie puede hacer nada contra los sentimientos, ahí están y escapan a cualquier censura. Uno puede reprocharse tal acto, tal palabra pronunciada, pero no puede reprocharse un sentimiento, simplemente porque no tiene poder alguno sobre él. El recuerdo de su hijo muerto la llenaba de felicidad y sólo podía preguntarse por el significado de aquel sentimiento. La respuesta estaba clara: significaba que su presencia al lado de Jean-Marc era absoluta y que podía ser absoluta precisamente gracias a la ausencia de su hijo. Era feliz porque su hijo había muerto. Sentada frente a Jean-Marc, tenía ganas de decirlo en voz alta, pero no se atrevía. No estaba segura de su reacción, temía que él la tomara por un monstruo.
Saboreaba la total ausencia de aventuras. Aventura: manera de abrazar el mundo. Chantal ya no quería abrazar al mundo. Ya no quería el mundo.
Saboreaba la felicidad de no tener aventuras, de no desear aventuras. Recordó su metáfora y, al igual que en una película acelerada, vio cómo se marchitaba una rosa a toda velocidad hasta no quedar de ella más que un delgado tallo, negruzco, y hasta perderse para siempre en el universo blanco de aquella velada: la rosa diluida en el blancor.
Aquella misma noche, antes de dormirse (Jean-Marc ya estaba dormido), se acordó una vez más de su hijo muerto y de nuevo ese recuerdo vino asociado a aquella escandalosa oleada de felicidad. Se dijo entonces que su amor por Jean-Marc era una herejía, una transgresión de las leyes no escritas de la comunidad humana, de la que iba alejándose; se dijo que debía mantener en secreto la desmesura de su amor para no suscitar la enconada indignación de los demás.