Tal vez debido a esa hipersensibilidad suya en esos momentos de extrañeza, se le había quedado tan fuertemente grabada la frase «los hombres ya no se vuelven para mirarme»: al pronunciarla, Chantal le pareció irreconocible. Esa frase no le iba. Y su cara, como malvada, como avejentada, tampoco le iba. Primero, habían reaccionado los celos: ¿cómo podía quejarse de que los demás ya no se interesaban por ella cuando aquella misma mañana él había estado dispuesto a matarse en la carretera con tal de acudir lo antes posible a su lado? Sin embargo, menos de una hora después, había terminado por decirse: todas las mujeres miden el paso del tiempo según el interés o el desinterés que los hombres manifiestan por su cuerpo. ¿No sería ridículo sentirse ofendido por eso? No obstante, aun sin sentirse ofendido, no estaba de acuerdo. Porque el mismo día de su primer encuentro había visto asomar en su cara la huella aún leve del paso del tiempo. Su belleza, que entonces le llamó la atención, no la hacía más joven de lo que correspondía a su edad; podría decir más bien que su edad hacía que su belleza fuera aún más elocuente.
La frase de Chantal le daba vueltas en la cabeza y él imaginó la historia de su cuerpo: anduvo perdido entre millones de otros cuerpos hasta el día en que una mirada de deseo se detuvo sobre él y lo rescató de la nebulosa multitud; más adelante, las miradas se multiplicaron y abrasaron aquel cuerpo que desde entonces atraviesa el mundo como una antorcha; son tiempos de luminosa gloria, pero pronto las miradas empiezan a escasear, la luz a apagarse poco a poco hasta el día en que aquel cuerpo, traslúcido, luego transparente, luego invisible, pasee por las calles como una pequeña nada ambulante. En el trayecto que conduce del primero al segundo estado de invisibilidad, la frase «los hombres ya no se vuelven para mirarme» es la luz roja que indica el comienzo de la progresiva extinción del cuerpo.
Por mucho que él le dijera que la quiere y la encuentra guapa, su mirada de enamorado no le serviría de consuelo. Porque la mirada del amor es la mirada del aislamiento. Jean-Marc pensaba en la amorosa soledad de dos viejos seres que han pasado a ser invisibles para los demás: triste soledad que anuncia la muerte. No, lo que ella necesita no es la mirada del amor, sino un aluvión de miradas indiscriminadas, desconocidas, groseras, concupiscentes, que se detengan fatal e inevitablemente sobre ella sin simpatía, sin ternura ni cortesía. Esas miradas la mantienen en la sociedad de los humanos. La mirada del amor la arrebata de ella.
Con remordimiento, pensaba en los comienzos vertiginosamente rápidos de su amor. No había tenido que conquistarla: desde el primer instante ella se había dejado conquistar. ¿Volverse para mirarla? ¿Para qué? Desde el principio ella había estado a su lado, frente a él, cerca de él. Desde el principio él había sido el más fuerte y ella la más débil. Esa desigualdad se asentaba en los cimientos de su amor. Desigualdad justificable, desigualdad inicua. Era más débil porque era mayor que él.