Jean-Marc tuvo un sueño: siente miedo por Chantal, la busca, corre por las calles y, por fin, la ve, de espaldas, mientras camina y se aleja. Corre tras ella y grita su nombre. Está ya a pocos pasos cuando ella vuelve la cabeza, y Jean-Marc, estupefacto, tiene ante sí otra cara, una cara ajena y desagradable. No obstante, no es otra persona, es Chantal, su Chantal, no le cabe la menor duda, pero su Chantal con la cara de una desconocida, y eso es atroz, insoportablemente atroz. La abraza, la estrecha entre sus brazos y le repite entre sollozos: ¡Chantal, mi pequeña Chantal, mi pequeña Chantal!, como si quisiera, al repetir esas palabras, insuflar su antiguo aspecto perdido, su identidad perdida, a aquella cara transformada.
Ese sueño lo despertó. Chantal ya no estaba a su lado en la cama; oyó los ruidos de todas las mañanas en el cuarto de baño. Todavía bajo el efecto del sueño, sintió la urgente necesidad de verla. Se levantó y fue hacia la puerta entreabierta. Allí se detuvo y, al igual que un mirón ávido de sorprender una escena íntima, la observó: sí, era Chantal tal como la había conocido: inclinada sobre el lavabo, se cepillaba los dientes, escupía saliva mezclada con pasta y se entregaba a su tarea de un modo tan cómico e infantil que Jean-Marc sonrió. Luego, como si sintiera su mirada, Chantal dio media vuelta y, al verlo en el marco de la puerta, se enfadó y acabó por dejarse besar en la boca todavía toda blanca.
«¿Pasarás a buscarme esta noche por la agencia?», le preguntó.
Hacia las seis, él entró en el vestíbulo, recorrió el pasillo y se detuvo delante de su despacho. La puerta estaba entreabierta, como la del cuarto de baño por la mañana. Vio a Chantal con dos mujeres, sin duda compañeras de trabajo. Pero ya no era la misma de la mañana; hablaba más alto, en un tono al que él no estaba acostumbrado, sus gestos eran más rápidos, más cortantes, más dominantes. Por la mañana, en el cuarto de baño, había reencontrado al ser que acababa de perder durante la noche y que, en ese final de tarde, volvía a alterarse bajo sus ojos.
Entró. Ella le sonrió. Pero aquella sonrisa era como de cartón piedra, y Chantal parecía paralizada. Desde hace unos veinte años, besarse en las dos mejillas se ha convertido en Francia en un gesto convencional casi obligatorio y, por eso, engorroso para los que se quieren de verdad. Pero ¿cómo se elude ese gesto convencional cuando el encuentro se da en público y uno no quiere que los demás crean que no se entiende con su pareja? Incómoda, Chantal se acercó y le ofreció las dos mejillas. El gesto le salió artificial y los dos se sintieron en falso. Salieron y, sólo tras un buen rato, ella volvió a ser para él la Chantal que conocía.
Siempre ocurre lo mismo: desde el instante en que vuelve a verla hasta el instante en que la reconoce tal como la ama transcurre cierto tiempo. Cuando se encontraron por primera vez, en un pueblo de montaña, tuvo la suerte de poder aislarse con ella casi enseguida. Si antes de ese encuentro a solas él la hubiera tratado un tiempo tal como era con los demás, ¿habría reconocido en ella al ser amado? Si la hubiera conocido tan sólo con la cara que muestra a sus compañeros, a sus jefes, a sus subordinados, ¿le habría emocionado y deslumbrado esa cara?