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Su hijo tenía cinco años cuando ella lo enterró. Más tarde, durante unas vacaciones, su cuñada le dijo: «Estás demasiado triste. Tienes que tener otro hijo. Sólo así lo olvidarás». El comentario de su cuñada le destrozó el corazón. Hijo: existencia sin biografía. Sombra que desaparece rápidamente en su sucesor. Pero ella no quería olvidar a su hijo. Defendía su irremplazable individualidad. En contra del porvenir ella defendía un pasado, el pasado desatendido y menospreciado del pobre pequeño muerto. Una semana después, su marido le dijo: «No quiero que te deprimas. Tenemos que tener enseguida otro hijo. Luego, olvidarás». Olvidarás: ¡no intentaba siquiera buscar otra fórmula! Entonces fue cuando nació en ella la decisión de dejarle.

Para ella estaba claro que su marido, hombre más bien pasivo, no hablaba por sí mismo, sino en nombre de los intereses más generales de la gran familia dominada por su hermana. Ésta vivía entonces con su tercer marido y dos hijos nacidos de matrimonios anteriores; había conseguido mantener buenas relaciones con sus ex maridos y agruparlos a su alrededor y junto a las familias de sus hermanos y primas. Aquellas multitudinarias reuniones se celebraban durante las vacaciones en una enorme casa de campo; había intentado introducir a Chantal en la tribu para que se integrara en ella progresiva e imperceptiblemente.

Fue allí, en aquella gran casa, donde su cuñada y luego su marido le exhortaron a tener otro hijo. Y allí, en una pequeña habitación, donde ella se negó a hacer el amor con él. Cada una de sus insinuaciones eróticas le recordaba la campaña familiar en favor de un nuevo embarazo, y la idea de hacer el amor con él se convirtió en grotesca. Tenía la impresión de que todos los miembros de la tribu, abuelas, papás, sobrinos, sobrinas, primas, escuchaban detrás de la puerta, inspeccionaban en secreto las sábanas de su cama, acechaban un cansancio matutino. Todos se adjudicaban el derecho de mirarle la barriga. Incluso los sobrinos más pequeños habían sido reclutados como mercenarios en aquella guerra. Uno de ellos le dijo:

—Chantal, ¿por qué no te gustan los niños?

—¿Por qué crees que no me gustan? —contestó ella fríamente, con brusquedad.

No supo qué decir. Irritada, ella continuó:

—¿Quién te ha dicho que no me gustan los niños?

Y el sobrinito, ante la severidad de su mirada, contestó en un tono a la vez tímido y contundente:

—Si te gustaran los niños, podrías tener uno.

A la vuelta de aquellas vacaciones, ella actuó con determinación: primero se empeñó en encontrar un trabajo. Antes de que naciera su hijo, había sido maestra. Como era un trabajo mal pagado, renunció a él y prefirió un empleo que no respondiera a sus deseos (le gustaba la enseñanza) pero que estuviera tres veces mejor remunerado. Tenía mala conciencia por traicionar sus gustos por dinero, pero qué remedio, era la única manera de obtener su independencia. Sin embargo, para obtenerla, no bastaba con el dinero. También necesitaba un hombre, un hombre que fuera la viva encarnación de otra vida, porque, aunque quisiera, con frenesí, liberarse de su vida anterior, no podía imaginar ninguna otra. Tuvo que esperar unos años antes de encontrar a Jean-Marc. Quince días después, le pedía el divorcio a su marido, a quien pilló por sorpresa su decisión. Entonces fue cuando su cuñada, con una mezcla de admiración y hostilidad, la llamó Tigresa: «Te quedas quieta, nadie sabe lo que piensas y, de repente, te lanzas». Al cabo de tres meses Chantal compró un piso donde, descartando cualquier idea de matrimonio, se instaló con su amor.