¿Habrá tenido realmente lugar ese encuentro malogrado por el que ya son incapaces de abrazarse? ¿Recuerda aún Chantal esos instantes de incomprensión? ¿Recuerda aún la frase que inquietó a Jean-Marc? No mucho. El episodio cayó en el olvido como otros miles. Unas dos horas más tarde, almuerzan en el restaurante del hotel y hablan alegremente de la muerte. ¿De la muerte? El jefe de Chantal le ha pedido que pensara una campaña publicitaria para las pompas fúnebres Lucien Duval.
—No te rías —dijo ella riendo.
—¿Y no se ríen ellos?
—¿Quiénes?
—Pues tus compañeros de trabajo. ¡Hacer publicidad de la muerte! La idea misma ya es descaradamente graciosa. ¡Vaya con el viejo trotskista de tu director! A ti siempre te ha parecido inteligente.
—Es inteligente. Lógico como un bisturí. Sabe de Marx, de psicoanálisis, de poesía moderna. Le gusta contar que, en la literatura de los años veinte, en Alemania o no sé dónde, había una escuela poética de lo cotidiano. Según él, la publicidad responde a posteriori a esa corriente poética. Convierte en poesía los simples objetos de la vida. Gracias a ella lo cotidiano se ha puesto a cantar.
—¿Y qué hay de inteligente en esas tonterías?
—El tono de cínica provocación con el que lo dice.
—¿Se ríe o no se ríe tu jefe cuando te encarga la publicidad de la muerte?
—Sonríe con una sonrisa distante; eso siempre queda elegante y, cuanto más poderoso eres, más te sientes obligado a ser elegante. Pero su sonrisa distante nada tiene que ver con una risa como la tuya. Y él es muy sensible a ese matiz.
—Entonces ¿cómo puede soportar la tuya?
—Pero, Jean-Marc, ¿tú qué crees? Yo no me río. No olvides que tengo dos caras. He aprendido a extraer de eso cierto placer, a pesar de que no es nada fácil tener dos caras. ¡Exige esfuerzo y disciplina! Deberías comprender que todo lo que hago, de buena o mala gana, lo hago con la ambición de hacerlo bien. Aunque sólo sea para no perder mi empleo. Y es muy difícil trabajar lo mejor que puedes y al mismo tiempo despreciar tu trabajo.
—Oh sí, tú eres capaz, tú puedes hacerlo, eres genial —dijo Jean-Marc.
—Sí, es cierto, puedo tener dos caras, pero no quiero ponérmelas al mismo tiempo. Contigo me pongo la cara burlona. Cuando estoy en la oficina, me pongo la cara seria. Por ejemplo, a mí me llegan las solicitudes de empleo de quienes aspiran a trabajar con nosotros. Me toca a mí dar una opinión positiva o negativa. Algunos, en su solicitud de trabajo, se expresan en un lenguaje perfectamente moderno, con todos los lugares comunes, en la jerga adecuada, con todo el debido optimismo. No necesito verles ni hablar con ellos para saber que los odio. Pero sé que son ellos los que se dedicarán a fondo a su trabajo. Luego están los que, sin duda, en otros tiempos, se hubieran dedicado a la filosofía, a la historia del arte, a la enseñanza del francés, pero que hoy, a falta de otra cosa, casi con desesperación, buscan un trabajo en nuestra empresa. Sé que secretamente desprecian el puesto que solicitan y que por lo tanto son mis semejantes.
Y tengo que decidir.
—¿Y cómo lo haces?
—A veces recomiendo al que me cae simpático y otras al que se entregará a su trabajo. Actúo a medias: traiciono a veces a la empresa y a veces me traiciono a mí misma. Soy doblemente traidora. Y no considero ese estado de doble traición como una derrota, sino como una hazaña. Porque ¿durante cuánto tiempo seré capaz de mantener mis dos caras? Es agotador. Llegará un día en que ya sólo tendré una cara. La peor de las dos, por supuesto. La seria. La que consiente. ¿Me querrás todavía?
—Nunca perderás tus dos caras —dijo Jean-Marc.
Ella sonríe y levanta el vaso de vino:
—¡Ojalá!
Brindan, beben y luego dice Jean-Marc:
—Confieso que casi te envidio por hacer publicidad de la muerte. A mí, desde mi más tierna infancia, me han fascinado los poemas sobre la muerte. Aprendí muchísimos de memoria. Puedo recitarte algunos, si quieres. Podrían servirte. Por ejemplo, esos versos de Baudelaire, seguro que los conoces:
Capitana inmortal. Es la hora, zarpemos[1].
Nos aburre esta tierra, levad anclas, oh Muerte.
—Los conozco, los conozco —le interrumpe Chantal—. Están muy bien, pero a nosotros no nos sirve.
—¿Por qué? ¡Si a tu viejo trotskista le gusta la poesía! ¿Y qué mejor consuelo para un moribundo que decirse «nos aburre esta tierra»? Estoy viendo ya esas palabras escritas en neón en la puerta de los cementerios. Para tu publicidad bastaría con modificarlas ligeramente: «Nos aburre esta tierra. Lucien Duval, capitán inmortal, le ayuda a levar anclas».
—Pero a mí no me toca gustar a los agonizantes. No son los que solicitarán los servicios de Lucien Duval. Y los vivos que entierran a sus muertos no quieren celebrar la muerte, sino gozar de la vida. Métetelo bien en la cabeza: nuestra religión radica en el elogio de la vida. La palabra «vida» es la reina de las palabras. La palabra reina rodeada de otras grandes palabras. ¡La palabra «aventura»! ¡La palabra «porvenir»! ¡La palabra «esperanza»! A propósito, ¿sabes cuál es el nombre en clave de la bomba atómica que arrojaron sobre Hiroshima? ¡Little Boy! ¡El que inventó esa clave es un genio! Mejor, imposible. Little Boy, niño pequeño, chiquillo, chaval, no hay palabra más tierna, más conmovedora, más preñada de porvenir.
—Sí, ya lo veo —dijo Jean-Marc, encantado—. La vida misma que planea sobre Hiroshima en la persona de un little boy que vierte sobre las ruinas la orina de oro de la esperanza. Así es como inauguraron la posguerra. —Y recogiendo su vaso, concluye—: ¡Brindemos!