¡Cuántas veces le habrá pasado lo de confundir el aspecto físico del ser amado con el de otro!
Y siempre seguido del mismo asombro: ¿será tan ínfima, pues, la diferencia entre ella y las demás? ¿Por qué es incapaz de reconocer la silueta del ser al que más quiere en el mundo, del ser que él considera incomparable? Abre la puerta de la habitación. Por fin, la ve. Esta vez, sin la menor duda, es ella, pero tampoco se le parece del todo. Su rostro ha envejecido; su mirada es extrañamente malvada. Como si la mujer a la que había hecho señas en la playa debiera sustituir, a partir de entonces y para siempre, a la que ama. Como si debiera ser castigado por no ser capaz de reconocerla.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ha ocurrido?
—Nada, nada —dijo ella.
—¿Cómo que nada? Estás completamente cambiada.
—He dormido muy mal. Casi no he dormido y he tenido una mañana horrible.
—¿Una mañana horrible? ¿Por qué?
—Por nada, realmente por nada.
—Dímelo.
—De verdad, no es nada.
El insiste. Ella acaba por decir:
—Los hombres ya no se vuelven para mirarme.
Él la mira, incapaz de comprender lo que dice, lo que quiere decir. ¿Está triste porque los hombres ya no se vuelven para mirarla? Quiere decirle: ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Yo, que te he buscado por kilómetros de playa, yo, que he gritado tu nombre llorando y que soy capaz de correr tras de ti por todo el planeta?
Pero no lo dice. En cambio, repite, lentamente, en voz baja, las palabras que ella acaba de pronunciar:
—Los hombres no se vuelven para mirarte. ¿Es eso realmente lo que te pone triste?
Ella se ruboriza. Se ruboriza como hace tiempo él no la ha visto ruborizarse. Ese rubor parece traicionar deseos inconfesados. Deseos de tal violencia que Chantal no puede contenerlos y repite:
—Sí, los hombres ya no se vuelven para mirarme.