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Chantal se había cansado pronto de buscar desde el malecón a Jean-Marc y había decidido esperarlo en la habitación, presa de una gran somnolencia. Para no estropear el placer del reencuentro, se le antojó tomar enseguida un café. Cambió entonces de dirección y se encaminó hacia un pabellón de hormigón y cristal que abrigaba un restaurante, un bar, una sala de juegos y algunas tiendas.

Entró en el bar; la música, muy alta, la sobrecogió. Contrariada, avanzó no obstante entre dos filas de mesas. En la gran sala vacía, dos hombres la miraron de arriba abajo: uno, joven, apoyado en la barra, vestido de negro como cualquier camarero; el otro, de más edad, forzudo, en camiseta, de pie al fondo del local.

Tenía la intención de sentarse y le dijo al forzudo:

¿Podrían bajar la música?

El hombre dio unos pasos hacia ella:

—Perdone, no la he oído.

Chantal le miró los brazos musculosos y tatuados: un cuerpo desnudo y tetudo de mujer rodeado por una serpiente.

Ella repitió (recogiendo velas):

—La música, ¿podría bajarla un poco?

El hombre contestó:

—¿La música? ¿Es que no le gusta?

Chantal vio cómo el joven, que se había deslizado detrás de la barra, aumentaba el volumen.

El hombre del tatuaje se acercó aún más a Chantal. Su sonrisa le parecía maligna. Se rindió:

—¡No, no tengo nada contra su música!

—Estaba seguro —dijo el tatuado— de que le gustaría. ¿Qué desea?

—Nada —contestó Chantal—, sólo quería mirar. Se está bien en su local.

—Entonces, ¿por qué no se queda? —dijo a su espalda, con una voz desagradablemente suave, el joven vestido de negro que una vez más había cambiado de lugar: se había plantado en medio de las dos filas de mesas, en el único paso hacia la salida. El tono melifluo de su voz provocó en ella algo parecido al pánico. Siente que ha caído en una trampa que, dentro de un instante, se cerrará sobre ella. Quiere actuar con rapidez. Para salir tendrá que pasar por donde el joven le cierra el paso. Como si hubiera decidido tirarse de cabeza a su desgracia, se pone en marcha. Al ver ante ella la sonrisa dulzona del joven, siente palpitar su corazón. Tan sólo en el último momento él se aparta y la deja pasar.