Camino del mar, Jean-Marc pasó por una parada de autobús. Sólo había una joven con tejanos y camiseta; aun sin gran entusiasmo, movía muy claramente las caderas como si bailara. Cuando se acercó, vio que tenía la boca abierta de par en par: bostezaba larga, insaciablemente; aquel hueco descomunal se balanceaba mecido por el cuerpo que, maquinalmente, bailaba. Jean-Marc se dijo: Baila, pero se aburre. Llegó al malecón; más abajo, en la playa, vio a unos cuantos hombres que, con la cabeza hacia atrás, soltaban cometas en el aire. Lo hacían con pasión y Jean-Marc recordó su vieja teoría: hay tres tipos de aburrimiento: el aburrimiento pasivo: la chica que baila y bosteza; el aburrimiento activo: los aficionados a las cometas; y el aburrimiento rebelde: la juventud que quema coches y rompe escaparates.
Más lejos en la playa, unos niños entre doce y catorce años, con grandes cascos de colores, demasiado pesados para sus pequeños cuerpos, se aglomeraban alrededor de unos extraños carricoches: en la cruz que forman dos barras metálicas habían fijado una rueda delantera y dos ruedas traseras; en el centro, una caja alargada y baja en la que un cuerpo puede deslizarse recostado; encima, un mástil que sostiene una vela. ¿Por qué llevarán cascos los niños? Es sin duda un deporte peligroso. Sin embargo, se dijo Jean-Marc, los que corren peligro con esos aparatos conducidos por niños son sobre todo los paseantes; ¿por qué no se les ofrece un casco a ellos también? Porque aquellos que se resisten a los placeres organizados son desertores de la gran lucha común contra el aburrimiento y no merecen ni atención ni casco.
Bajó los peldaños hacia la playa y atentamente pasó revista a la orilla ahora lejana del mar; se esforzó por distinguir a Chantal entre las alejadas siluetas de ociosos; al fin, la reconoció: acababa de detenerse para contemplar las olas, los veleros, las nubes.
Pasó al lado de unos niños que un monitor iba acomodando en los speed-sail que empezaban a moverse lentamente trazando círculos. Alrededor, otros carricoches se desplazaban ya a toda velocidad. Tan sólo una vela atada a un cable garantiza la buena dirección del vehículo y permite, al virar, evitar a los paseantes. Pero ¿puede un aficionado aún torpe controlar realmente la vela? ¿Nunca desobedecerá aquel trasto la voluntad del piloto?
Jean-Marc iba mirando los speed-sail cuando vio que uno de ellos se dirigía como un bólido hacia Chantal, y se le arrugó la frente. Un hombre mayor iba recostado dentro como un astronauta en un cohete. En aquella posición horizontal no puede ver nada de lo que ocurre delante. ¿Será Chantal capaz de evitarlo? Echó pestes contra ella, contra su naturaleza demasiado despreocupada, y aceleró el paso.
Ella dio media vuelta. Seguramente no vería a Jean-Marc, pues seguía a paso lento, el paso de una mujer inmersa en sus pensamientos que camina sin mirar a su alrededor. A él le habría gustado gritarle que no fuera tan distraída, que prestara atención a aquellos estúpidos carricoches que recorren la playa. De pronto, imagina su cuerpo atropellado por el speed-sail; la ve tirada en la arena, cubierta de sangre, mientras el carricoche se aleja por la playa y él corre hacia ella. Está tan conmocionado por esa imagen que se pone realmente a gritar el nombre de Chantal; el viento sopla con fuerza, la playa es inmensa y nadie oye su voz, de modo que puede entregarse a esta especie de teatro sentimental y, con lágrimas en los ojos, manifestar a gritos su angustia por ella; con el rostro crispado por la mueca del llanto, vive durante unos segundos el horror de su muerte.
Luego, sorprendido él mismo por ese curioso ataque de histeria, la vio a lo lejos paseando con indolencia, apacible, tranquila, encantadora, infinitamente conmovedora, y se sonrió de la comedia de duelo que acababa de representarse a sí mismo, sonrió sin reprochárselo, pues la muerte de Chantal lo acompaña desde que empezó a quererla; y entonces sí se puso a correr haciéndole señas con la mano. Pero ella se detuvo otra vez, otra vez se situó frente al mar, y miraba a lo lejos los veleros sin percatarse del hombre que agitaba la mano por encima de su cabeza.
¡Por fin! Al volverse hacia donde venía él, pareció verlo; lleno de felicidad, Jean-Marc levantó una vez más el brazo. Pero ella no le hacía caso y se detuvo, siguiendo con la mirada la larga línea del mar que acariciaba la arena. Ahora que estaba de perfil, él pudo comprobar que lo que había tomado por su moño era un pañuelo atado a la cabeza. A medida que se acercaba (con un paso de pronto mucho menos apresurado), aquella mujer que había tomado por Chantal se volvía vieja, fea e irrisoriamente otra.