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Cansada después de una mala noche, Chantal salió del hotel. Camino del mar se cruzó con unos turistas domingueros. Los grupos reproducían todos el mismo esquema: el hombre empujaba un carrito con un bebé, la mujer caminaba a su lado; el rostro del hombre era bonachón, atento, sonriente, un poco azorado y siempre dispuesto a inclinarse sobre el niño, a quitarle los mocos y a calmar sus gritos; el rostro de la mujer era desganado, distante, presumido, incluso a veces (inexplicablemente) malvado. Chantal vio reproducirse este esquema con distintas variantes: el hombre, al lado de una mujer, empujaba el carrito y al mismo tiempo, en una mochila especial, llevaba un bebé a la espalda; el hombre, al lado de una mujer, empujaba el carrito, llevaba un niño sobre los hombros y otro en una mochila en el pecho; el hombre, al lado de una mujer, sin carrito, llevaba a un niño cogido de la mano y a otros tres encima, a la espalda, en el pecho y sobre los hombros. Y, finalmente, vio a una mujer, sin hombre, que empujaba un carrito con mucho más vigor que un hombre, de tal manera que Chantal, que caminaba en la misma acera, tuvo que apartarse de un salto para evitarlo.

Chantal se dice: Los hombres se han papaisado. Ya no son padres, tan sólo papás, lo cual significa: padres sin la autoridad de un padre. Se imagina coqueteando con un papá que empuja el carrito con un bebé y lleva además otros dos, uno a la espalda y otro en el pecho; aprovechando un momento en que la mujer se hubiera detenido delante de un escaparate, le propondría al marido una cita al oído. ¿Qué haría? El hombre, convertido en árbol de niños, ¿podría todavía volverse para mirar a una desconocida? ¿Acaso los bebés colgados de su espalda y de su pecho no se pondrían a berrear protestando por aquel movimiento inoportuno? Esta idea le parece divertida y la pone de buen humor. Se dice: Vivo en un mundo en el que los hombres nunca más se volverán para mirarme.

Luego, entre otros paseantes matutinos, llegó al malecón: la marea estaba baja; ante ella se extendía en un kilómetro la llanura de arena. Hacía mucho tiempo que no volvía a la orilla del mar normando, y desconocía las actividades que estaban de moda y se practicaban allí: las cornetas y los speed-sail. Cometa: tela coloreada, tensada sobre un armazón peligrosamente duro, soltada al viento; con la ayuda de dos hilos, uno en cada mano, la dirigen en todas direcciones, de modo que sube y baja, da volteretas, emite un temible ruido parecido al de un gigantesco tábano y, de vez en cuando, cae de bruces en la arena como un avión que se estrella. Sorpresa, Chantal comprobó que sus propietarios no eran niños ni adolescentes, sino casi todos adultos. Y nunca mujeres, siempre hombres. Sí, ¡eran papás! ¡Papás sin niños, papás que habían conseguido escapar de sus mujeres! No corrían hacia sus amantes, corrían en la playa ¡para jugar!

Se le ocurrió de pronto otra pérfida manera de seducir: acercarse por detrás al hombre que sostiene los dos hilos y que, con la cabeza hacia atrás, observa el ruidoso vuelo de su juguete, y susurrarle al oído una proposición erótica con palabras muy obscenas. ¿Su reacción? No le cabe la menor duda: sin mirarla, le espetaría: ¡Déjame en paz! ¿No ves que estoy ocupado?

Es cierto, los hombres nunca más se volverán para mirarla.

Volvió al hotel. En el aparcamiento vio el coche de Jean-Marc. En recepción se enteró de que había llegado hacía al menos media hora. La recepcionista le entregó un mensaje: «He llegado antes de lo previsto. Salgo a buscarte. J. M.».

—Ha salido a buscarme —suspiró Chantal—. Pero ¿adónde?

—El señor dijo que usted estaría seguramente en la playa.