¿Será realmente tan frío, tan insensible? Un día, hace muchos años, se enteró de que F. lo había traicionado; puede que la palabra sea demasiado romántica, seguramente exagerada, sin embargo, aquello le trastornó: en una reunión, en su ausencia, todo el mundo criticó a Jean-Marc y, más adelante, estas críticas acabaron por costarle el puesto. F. estaba presente en esa reunión. Estaba allí y no dijo ni una sola palabra en defensa de Jean-Marc. Sus minúsculos brazos, tan dados a gesticular, no hicieron el menor movimiento en favor de su amigo. Jean-Marc, que no quería equivocarse, averiguó que, efectivamente, F. había permanecido mudo. Cuando lo supo con toda certeza, se sintió unos minutos infinitamente dolido; luego, decidió no volver a verle nunca más; e inmediatamente después le sorprendió un sentimiento de alivio, inexplicablemente gozoso.
F. terminaba el relato de sus desgracias cuando, tras un momento de silencio, su rostro de princesita momificada se iluminó:
—¿Te acuerdas de nuestras conversaciones en el liceo?
—No mucho —dijo Jean-Marc.
—Siempre te escuché como a mi maestro cuando hablabas de chicas.
Jean-Marc intentó recordar, pero no encontró en su memoria rastro alguno de las conversaciones de antaño:
—¿Qué podría decir un chiquillo de dieciséis años sobre las chicas?
—Me veo de pie delante de ti —prosiguió F.—, diciendo algo sobre las chicas. ¿Te acuerdas? Siempre me ha chocado mucho que un cuerpo bonito sea una máquina de secreción; te dije que soportaba mal ver sonarse a una chica. Y todavía te veo: te detuviste, me miraste de arriba abajo y me dijiste en un curioso tono de entendido, sincero y firme: ¿Sonarse? ¡Si yo apenas puedo superar el asco de unos ojos que parpadean, de ese movimiento de los párpados sobre la córnea! ¿Te acuerdas?
—No —respondió Jean-Marc.
—¿Cómo has podido olvidarlo? El movimiento de los párpados. ¡Qué idea más rara!
Pero Jean-Marc decía la verdad; no se acordaba. Por otra parte, ni siquiera intentaba rebuscar en su memoria. Pensaba en otra cosa: ésta es la verdadera y única razón de ser de la amistad: ofrecer un espejo en el que el otro pueda contemplar su imagen de antaño, que, sin el eterno bla-bla-bla de los recuerdos entre compañeros, se habría borrado desde hacía tiempo.
—Los párpados. ¿De verdad no te acuerdas?
—No —dijo Jean-Marc, y luego, para sí, en silencio: ¿Por qué no quieres comprender que me importa un comino el espejo que me ofreces?
El cansancio había caído sobre F., que permaneció callado como si el recuerdo de los párpados lo hubiera agotado.
—Tienes que dormir —dijo Jean-Marc, y se levantó.
Al salir del hospital, sintió el irresistible deseo de estar con Chantal. Si no hubiera estado tan extenuado, se habría ido enseguida. Antes de llegar a Bruselas, había planeado un copioso almuerzo al día siguiente en el hotel y volver en coche tranquilamente, sin prisas. Pero, después del encuentro con F., puso el despertador a las cinco de la mañana.