3

F. era un antiguo amigo de Jean-Marc, se conocían desde los tiempos del liceo; compartían las mismas opiniones, se compenetraban en todo y habían permanecido en contacto hasta el día en que hace muchos años Jean-Marc, brusca y definitivamente, dejó de quererle y de verle. Cuando se enteró de que F. se encontraba muy enfermo en un hospital de Bruselas, no sintió ningunas ganas de visitarle, pero Chantal insistió en que fuera.

Al ver a su antiguo amigo se sintió abrumado: lo había conservado en la memoria tal como era en el liceo, un chico frágil, siempre impecablemente vestido, dotado de una finura natural ante la que Jean-Marc se sentía como un rinoceronte. Los rasgos sutiles, afeminados, que entonces hacían que F. pareciera más joven de lo que en realidad era, ahora lo avejentaban: su rostro le pareció grotescamente pequeño, hecho un ovillo, arrugado, como la cabeza momificada de una princesa egipcia muerta hace cuatro mil años; Jean-Marc miraba sus brazos: uno, inmovilizado por la aguja de un gota a gota clavada en la vena, el otro haciendo grandes gestos para apoyar sus palabras. Cuando lo veía gesticular, siempre había tenido la impresión de que, en relación con su cuerpo diminuto, los brazos de F. eran aún más pequeños, minúsculos, como los brazos de una marioneta. Esta impresión se acentuó aún más aquel día, porque aquellos gestos infantiles se acomodaban muy mal a la gravedad del tema que trataba: F. le contaba el estado de coma en el que estuvo sumido durante varios días antes de que los médicos le devolvieran a la vida: «Habrás oído alguna vez lo que cuenta la gente que ha sobrevivido a su muerte. Tolstói, por ejemplo, habla de eso en un cuento. Del túnel con una luz al final. De la atractiva belleza del más allá. Pues te diré una cosa, no hay ninguna luz, te lo juro. Y lo peor es que no estás inconsciente. Lo entiendes todo, lo oyes todo, sólo que ellos, los médicos, no se dan cuenta y hablan de cualquier cosa delante de ti, incluso de lo que no deberías oír. Que estás perdido. Que tu cerebro está jodido».

Se quedó un momento en silencio. Luego: «No quiero decir que mi mente estuviera perfectamente lúcida. Era consciente de todo, pero todo quedaba algo deformado, como en un sueño. De vez en cuando el sueño se convertía en pesadilla. Sólo que, en la vida, una pesadilla termina rápidamente, te pones a gritar y te despiertas, pero yo no podía gritar. Y eso fue lo más terrible: no poder gritar. Ser incapaz de gritar en medio de una pesadilla».

Se calló otra vez. Luego: «Nunca le tuve miedo a la muerte. Ahora, sí. No consigo quitarme la idea de que después de muerto te quedas vivo. Que estar muerto es vivir una pesadilla infinita. Pero dejémoslo. Dejémoslo. Hablemos de otra cosa».

Antes de llegar al hospital, Jean-Marc estaba seguro de que ni el uno ni el otro podría eludir el recuerdo de su ruptura y que se vería obligado a decirle a F. unas palabras de reconciliación nada sinceras. Pero sus temores habían sido vanos: la idea de la muerte convertía en hueras todas las demás. Por más que F. quisiera pasar a otro tema, seguía hablando de su cuerpo doliente. Este relato sumió a Jean-Marc en la depresión, pero no despertó en él afecto alguno.