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Subió a la habitación, le costó dormirse y se despertó en medio de la noche después de un largo sueño, poblado exclusivamente de personas relacionadas con su pasado: su madre (muerta hace mucho tiempo) y sobre todo su ex marido (no había vuelto a verle en años y no se le parecía, como si el director del sueño se hubiera equivocado al hacer el casting); él iba con su hermana, dominadora y enérgica, y con su nueva mujer (nunca la ha visto; sin embargo, en el sueño no le cupo la menor duda de que era ella); al final, él le hacía, vagas proposiciones eróticas y su nueva mujer besó a Chantal con fuerza en la boca intentando deslizar su lengua entre los labios. Siempre le han producido cierto asco dos lenguas lamiéndose una a otra. De hecho, ese beso fue lo que la despertó.

El malestar que le provocó el sueño era tan desmesurado que se esforzó por descifrar el motivo. Lo que tanto la había turbado, pensaba, era la supresión, urdida por el sueño, del tiempo presente. Porque ella se aferra apasionadamente a su presente, que por nada en el mundo cambiaría por el pasado o por el porvenir. Por eso no le gustan los sueños: imponen una inaceptable igualdad entre las distintas épocas de una misma vida, una contemporaneidad niveladora de todo cuanto el hombre ha vivido; no tienen en cuenta el presente, negándole su posición de privilegio. Como en el sueño de esa noche: todo un periodo de su vida había quedado aniquilado: Jean-Marc, su piso en común, todos los años compartidos con él; en su lugar, se habían arrellanado el pasado, las personas con las que ha roto desde hace tiempo y que han intentado atraparla en la red de una trivial seducción sexual. Sentía en la boca los labios húmedos de una mujer (que, por cierto, no era fea; el director del sueño, al elegir la actriz, había sido bastante exigente) y eso le resultaba hasta tal punto desagradable que en plena noche fue al cuarto de baño para lavarse la cara y hacer gárgaras durante un buen rato.