1

Un hotel en una pequeña ciudad a la orilla del mar normando que habían encontrado por casualidad en una guía. Chantal llegó el viernes por la tarde para pasar allí una noche a solas, sin Jean-Marc, que se reuniría con ella al día siguiente a mediodía. Dejó una pequeña maleta en la habitación, salió y, tras un corto paseo por calles desconocidas, volvió al restaurante del hotel. A las siete y media, la sala aún estaba vacía. Se sentó a una mesa a la espera de que alguien la atendiera. Al otro lado, cerca de la puerta de la cocina, dos camareras estaban en plena conversación. Como odiaba elevar la voz, Chantal se levantó, atravesó la sala y se detuvo junto a ellas; pero estaban demasiado enzarzadas en su tema: «Te digo que hace ya diez años de eso. Los conozco. Es terrible. Y no ha dejado ningún rastro. Ninguno. Lo dijeron en la tele». Y la otra: «¿Qué habrá podido pasarle? Nadie tiene la menor idea. Eso es lo más horrible. —¿Un crimen?—. Ya lo han registrado todo por los alrededores. —¿Un secuestro?—. Pero ¿quién? ¿Y por qué? No era nadie, ni rico ni importante. Los he visto por la tele. Sus hijos, su mujer. Estaban desesperados. ¡Imagínate!».

De pronto se fijó en Chantal:

—¿Conoce ese programa de televisión sobre gente que de pronto desaparece un día? Se llama Perdido de vista.

—Sí —dijo Chantal.

—Tal vez haya visto lo que le pasó a los Bourdieu. Son de por aquí.

—Sí, es espantoso —dijo Chantal sin saber cómo desviar aquella conversación sobre una tragedia hacia una vulgar cuestión de comida.

—Usted querrá cenar —dijo por fin la otra camarera.

—Sí.

—Ahora mismo llamo al maître, vaya a sentarse.

Su compañera añadió algo más:

—¡Imagínese! Alguien a quien quiere desaparece y nunca sabrá lo que le ha ocurrido. ¡Es para volverse loco!

Chantal volvió a su mesa; el maître vino al cabo de cinco minutos; ella encargó una cena fría, muy simple; no le gusta comer sola; ¡odia comer sola!

Mientras partía el jamón en el plato no podía poner freno a los pensamientos que habían desencadenado los comentarios de las camareras: en este mundo donde cada uno de nuestros pasos está controlado y queda grabado, donde los grandes almacenes disponen cámaras para vigilarnos, donde la gente se pasa la vida dándose codazos, donde los hombres no pueden ni siquiera hacer el amor sin que al día siguiente les interroguen investigadores y encuestadores («¿dónde hace usted el amor?», «¿cuántas veces por semana?», «¿con o sin preservativo?»), ¿cómo puede alguien escapar de esa vigilancia y desaparecer sin dejar rastro? Sí, conoce bien ese programa con un título que le horroriza, Perdido de vista, el único programa que la desarma por su sinceridad, por su tristeza, como si una intervención ajena, salida de quién sabe dónde, hubiera forzado a la televisión a renunciar a toda frivolidad. En tono grave, el presentador solicita a los espectadores que aporten cualquier testimonio que pueda ayudar a descubrir al desaparecido. Al final de la emisión, enseñan una tras otra las fotos de todos los «perdidos de vista» de los que se ha hablado en emisiones anteriores; algunos siguen sin encontrarse desde hace ya muchos años.

Chantal imagina que un día perderá así a Jean-Marc. Que no sabrá nada de él, que no le quedará más remedio que imaginar. No podría siquiera suicidarse, pues el suicidio sería traicionarle, negarse a esperar, perder la paciencia. Estaría condenada a vivir hasta el final de sus días en un horror sin tregua.