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El Escorial

AÑO 1598

Dijo Hölderlin en alguna ocasión que la ola de la vida nunca se habría elevado tan majestuosamente si no se le hubiera opuesto siempre la vieja roca gris del destino. La vieja roca gris del destino que, en la historia de la segunda mitad del siglo XVI, demasiado movida y catastrófica, está constituida por el criterio espiritual, el poderío, la lenta pero perseverante política de Felipe y de España. Alrededor de la roca hispánica se rompen con estruendo y espumeantes las agitadas aguas de nuevas energías, juveniles y esperanzadas; a causa de la dura resistencia de la roca se van formando las jóvenes naciones de Inglaterra, Francia y los Países Bajos y también las fuertes personalidades de Isabel, de Guillermo de Orange, de Enrique IV. Entre la roca y las olas no hay entendimiento, no hay concesiones, no hay conciliación.

Todos los grandes acontecimientos históricos de la época, y también la mayor parte de los pequeños, tienen su núcleo español. Incluso en la vida cotidiana, en el vestir, en ciertas costumbres, en el baile, en el arte, en las formalidades de los tribunales y reuniones de los consejos, en las medidas de orden táctico de los generales, en los modos del tráfico diplomático, España estaba siempre presente; incluso en los países protestantes. Y en este período, el rey de este país tan influyente, tanto que llegaba hasta dictar usos y modas a los enemigos, había pasado a ser un anciano, pequeño y encorvado, que, apoyado en su bastón, paseaba cojeando por las galerías de El Escorial, vestido de negro, acompañado a veces de una bella y joven dama, a veces de un joven quinceañero, su hijo Felipe, un muchacho más bien corpulento, de cabello rojo y prominente labio inferior y a quien su padre obligaba a dedicarse más y más a los asuntos políticos. Pero el joven Felipe era mucho más aficionado a la danza, la música, los caballos y los perros que a los aburridos discursos de los consejeros Maura, Chinchón e Idiáquez, quienes siempre le venían con asuntos que le obligaban a pensar. Cuando padre e hijo paseaban por los corredores, el anciano rey tenía la desagradable costumbre de hacer al joven, sin previo anuncio, preguntas tales como cuántos habitantes tiene Valladolid, quién es el presidente de la Casa de Contratación de Sevilla; cuántas veces por quién y en qué cuantía se han aumentado los impuestos en Flandes; en qué situación se encuentran las relaciones entre el arzobispo de Toledo y el santo padre, por una parte, y la corona de España por otra.

El joven Felipe farfullaba algo incoherente. El rey le lanzaba una mirada penetrante y le decía que esperaba que se las entendiera mejor con su libro de oraciones que con los asuntos de Estado. El muchacho asentía. El rey le despedía con un ademán y el joven besaba la mano de su padre y regresaba, con un suspiro de liberación, a sus perros, a sus caballos y escopetas mientras el rey lo veía marchar pensativo, balanceando lentamente la cabeza.

Felipe lamentaba no poder dejar la corona de España a su hija Isabel; lo lamentaba no solamente por su hija, sino porque temía por España, por el pueblo español, por la penosa obra de su larga vida, pues su hijo —de esto se había dado cuenta hacía tiempo— no era malo, no era desobediente, pero, desgraciadamente, tampoco tenía capacidad ni voluntad y, después de la muerte del padre, sería un juguete en manos de aquellos que quisieran aliviarlo de la carga de los asuntos de Estado y del mundo católico. Por otra parte, Felipe se retiraba cada vez con más frecuencia de los negocios. El Consejo de Estado, en el que se sentaba el joven sucesor, sin duda más como elemento decorativo que por razones de utilidad, conocía tan bien la voluntad, la orientación y el carácter del rey que fallaba las decisiones de Felipe sin que el propio rey tuviera que decir una palabra. Solo a veces, en ocasiones especiales, como cuando el favorito de la reina Isabel, Essex, atacó y saqueó Cádiz en un golpe de mano o cuando Enrique IV se alió con Mauricio de Orange, hijo del asesinado Guillermo, el Consejo se vio obligado a pedir al rey que orientara y decidiera. De no ser en estos casos, todo marchaba por sí solo como una rueda, impulsado por la fuerza de la costumbre de cincuenta años. Era la burocracia la que ahora gobernaba en España, no el rey, que, cansado, se desentendía de estos asuntos.

Pero no se mantenía del todo inactivo Felipe. Eran los asuntos de la fe los que ahora más que nunca le reclamaban. La oración, la misa, la confesión, la contemplación de las reliquias, la meditación y la lectura de libros religiosos. Al igual que su padre Carlos se había retirado cada vez con más frecuencia a su propio Yuste, así él lo haría al gigantesco mausoleo de El Escorial, la construcción granítica situada en las últimas estribaciones rocosas del Guadarrama. Más que nunca tomaba por modelo a su padre. Como todo lo que Felipe hacía, esto lo hacía con la esperanza en la resurrección y en el reencuentro con el amado difunto y de un modo insistente y minucioso. Con frecuencia se pasaba horas observando a los monjes celebrantes y a los cantores. Conocía todas y cada una de las palabras, cada movimiento, cada gesto, cada nota y ¡ay! del infeliz que se permitiera cometer el más pequeño error; podía contar con que el rey lo haría llamar y le reconvendría con severidad, no a gritos, pero sí con palabras cortantes, mortificadoras. Porque si Felipe atendía con la mirada de Argos a la más mínima infracción contra el ceremonial de su corte, mucho más atendía a este otro ceremonial que le era debido a ese más alto Señor de los cielos. Las formalidades de los sacramentos, las palabras y las melodías de los himnos, tenían que ser las precisas. Aquí en San Lorenzo, que casi era un «San Felipe», solamente existía una distancia: la inmensa distancia entre el Todopoderoso y su débil criatura, distancia que únicamente podía salvarse mediante la más correcta obediencia al ceremonial.

Pero por encima de este acercamiento detallista a Dios, Felipe no descuidaba el modo atrayente con el que el mismo Hijo de Dios había puesto en el corazón de sus discípulos y oyentes la aproximación al Creador mediante el amor a los hombres. Y así vemos al anciano nuevamente inclinado sobre su inevitable escritorio ocupado en la creación de hospitales para enfermos pobres. Con grandes rasgos de su pluma, que se habían hecho un tanto temblones, escribía el viejo rey a su modo cansino y cuidadoso:

Ante todo, los enfermeros, el cocinero y demás personas que sirven a los enfermos, tienen que mostrar paciencia y amor. Antes de acostar a los enfermos hay que lavarlos y cortarles la barba y los cabellos. Se les dará una nueva camisa y se lavarán sus ropas para que se encuentren limpios cuando abandonen el hospital. Aquellos que tengan llagas deben ser puestos aparte para que no contagien a los demás o les molesten con el olor. A los moribundos se les administrarán los santos óleos en una habitación separada para que los otros no se sientan afectados por ello. Si un enfermo está en la agonía, se tocará la campana a fin de que en la aldea y en el convento se rece por él y no muera como un animal.

La frase decisiva estaba escrita: «… que no muera como un animal». El rey se expresa sin sentimentalismo; da sencillas instrucciones prácticas que culminan en las que aluden a la existencia metafísica del hombre en contraposición a una pura existencia animal. Uno capta enseguida la eterna preocupación de Felipe por las almas de los difuntos, incluso las de sus enemigos, cuyo recuerdo se mira con asombro en los documentos de la época. Los ojos de Felipe, tan agudos para conocer las cosas de este mundo, están siempre dirigidos al otro. Felipe, en su larga y agitada vida, ha cometido sin duda muchos pecados, particularmente según nuestros principios morales, que son esencialmente distintos de aquellos del siglo XVI. Pero de uno, del pecado mortal de nuestro tiempo, nunca se vio inculpado. Nunca consideró ni trató al hombre como simple instrumento para conseguir fines no humanos, como algo anónimo sin un destino. Si bien se aferraba, minucioso y testarudo, a su dignidad como rey, estaba por otra parte dispuesto a conceder con verdadera preocupación a cada uno su dignidad como hombre, criterio que muestra su expresión simbólica en la tradicional ceremonia del lavatorio de pies, en la que el rey del imperio español, en determinado día anterior a la Pascua, lavaba los pies a doce mendigos.

Era mediado el verano cuando el anciano rey sintió que se acercaba su fin. En contra de la voluntad de sus médicos insistió en ser trasladado a El Escorial. Al igual que su antepasado Rodolfo de Habsburgo, quiso, como decía, entrar todavía vivo en su casa, la casa del sueño eterno. Lentamente, durante seis días, con largas detenciones y descansos, se iban dejando atrás las escasas leguas que separan Madrid de El Escorial. Ya de nuevo en su pequeña habitación de blancas paredes, el rey se sentía maravillosamente reconfortado y, después de pasados algunos días, expresó su deseo de que le llevaran a recorrer el lugar, para contemplar todos los detalles del gigantesco edificio, el cual, como él pensaba, era la más completa y la más lograda expresión de su voluntad y de su espíritu, de su legado personal a la posteridad, su autobiografía en granito.

Y así se hizo. A través de sus largos y blancos corredores de bajo techo abovedado, avanzaba el cortejo, casi sin ruido: el rey de las hundidas mejillas, en su silla real, con su pequeño gorro negro sobre sus níveos cabellos y, junto a él, a su lado, los clérigos con amplios hábitos, los pajes, jovencillos ataviados con ropas negras, los nobles, con sus espadas en cuyas empuñaduras destellaba la luz del sol.

En su silla, Felipe iba pensando en lo que allí había encontrado cuando por primera vez pisó el lugar. Un desierto de granito, unas pobres praderas para unas enflaquecidas cabras, algunos pinos, azules campanillas, andrajosos zagales que le miraban fijamente con ojos asustados. Nuevamente se vio allí arriba, sentado en la roca de granito caliente por el sol, la que el pueblo aún llama «la Silla del Rey», silencioso durante horas y contemplando cómo se iba alzando allí, en el desierto, a su mandato, el edificio planeado. La idea de la creación le ardía en el corazón mientras un fresco viento estival del Guadarrama le refrescaba la frente. Allí abajo veía, muy pequeños, los pesados carros tirados por treinta, cuarenta bueyes de ancha cornamenta que transportaban los pesados bloques de granito desde las quebradas de Pealejos. Oía los gritos de los boyeros en el claro y cálido aire perfumado por los pinos; las voces y las risas de los obreros que, a miles, trabajaban con afán allí abajo; y alcanzaba a ver la pequeña figura de Juan Bautista de Toledo reunido con Lucas de Escalante y Juan de Minjares, los arquitectos, inclinados sobre los planos. Bautista, como de costumbre, muy excitado y sin dejar de moverse.

El anciano, en su silla de manos, suspiró de tal forma que los pajes lo miraron conmovidos. Él no recordaba haber recuperado nunca en su vida tanta felicidad como la que sintió sentado allá sobre aquella roca. Cierto era que también allí había tenido entonces preocupaciones, especialmente a causa del maestro Juan de Herrera, que casi era tan brusco como el famoso Miguel Ángel con el santo padre y nunca mostraba humildad ante el rey si se trataba de alguna modificación en los planos. Y luego los obreros; se habían comportado como auténticos españoles, nunca como humildes siervos de su faraón, más bien inclinados a amotinarse y a amenazar con marcharse todos a casa. Era cierto que los rayos solares tenían una particular manera de quemar en aquella calva planicie. El azote de las tormentas y las lluvias no lograba aumentar la alegría del trabajo. Al fin se había extendido entre ellos el rumor de que, de noche, Satanás, en forma de perro con alas, hacía notar su aullante y funesta presencia en lo que había de ser El Escorial. Entonces se necesitaba todo el arte de convencer, todo el humor del viejo fray Antonio de Villacastín para apaciguar a la gente.

Y luego los pintores. Constituían una raza especial que siempre había disfrutado del silencioso favor de Felipe. Pero no se podía confiar en ellos, ni siquiera en el dulce Alonso Sánchez Coello, con sus grandes y soñadores ojos negros, al que tantas veces había contemplado mientras trabajaba ante el caballete y al que había llegado a llamar «mi querido hijo Alonso».

El anciano se evadió de sus recuerdos y miró a su alrededor. La silla se detuvo; estaban en la iglesia. Se descubrió y con trabajo se inclinó; ya no podía arrodillarse; sus rodillas estaban plagadas de llagas y heridas purulentas. Miró hacia el altar mayor de San Lorenzo, al alto retablo coronado por la crucifixión, con un san Juan lloroso y una doliente María sufriendo en silencio. El rey contempló durante largo rato el cuadro, juntas las blancas manos. A su alrededor, arrodillados, los pajes.

Luego miró en torno suyo. Contempló los fuertes pilares de granito que soportaban la cúpula, joya y centro de El Escorial que en su día diseñara Herrera. Las pinturas de Giordano[8] lanzaban reflejos de la recia luz del mediodía de Castilla: la adoración de los reyes, la concepción de María, el Juicio Final: místicos acontecimientos indecibles, no del mundo, no de la Historia, sino de la vida interior del alma humana. Si el rey miraba a su derecha, allí se podía ver él mismo, de rodillas, en bronce, de unas dimensiones superiores a las de su natural complexión, el rostro vuelto hacia el altar, con tres de sus esposas —la pobre María Tudor también aquí— y su difunto hijo don Carlos. A la izquierda de la nave, su padre, de hinojos, en igual postura, con la madre y las tías y María, la hermana. Ante él, bajo el altar mayor, Felipe adivinaba la cámara con los sarcófagos de los padres muertos. Sentía que él les pertenecía y un negro anhelo invadía su frágil corazón. Pero en este anhelo se mezclaba quedo, apenas perceptible, el orgullo de sentir aquella iglesia como suya, tan inherente a él, una imagen de su espíritu, un cosmos en pequeño.

El cortejo siguió adelante. Si San Lorenzo era el núcleo vivo de este mundo de piedra, era también sobre todo lo que estaba a la espera de él, como algo propio o, al menos, merecido, bien conocido desde tiempo atrás. Él sabía de dónde procedía todo aquello. Aquellos bronces vinieron de Zaragoza, el blanco mármol de las paredes llegó de las salvajes sierras de Filabres: el mármol negro de los suelos, de Andalucía; las sólidas vigas de los techos, de los bosques de Cuenca y Segovia. Los artísticos bordados de las sabanillas y manteles habían sido realizados durante años por las monjas de los conventos españoles en un trabajo cansado y cegador; los tapices multicolores y alegres de las paredes eran debidos a viejos maestros de Gante, Brujas y Roubaix; las altas rejas de las puertas y el resto de los herrajes procedían de los sudorosos forjadores de Valladolid; los innumerables candelabros, lámparas e incensarios, de los latoneros de Toledo. El arte, la habilidad, la perseverancia de las gentes de España, Portugal, Italia, los Países Bajos, Francia y Austria habían llenado estas estancias de obras maravillosas. Y por una y otra parte, suficientemente raros para este mundo del barroco temprano, había objetos de México, de Guatemala, de Perú, de Filipinas, de aquellos lugares lejanos, esas islas orientales que tenían nombre alusivo al rey y en las que, sencillamente, con ayuda de los jesuitas, se había fundado el colegio, para muchachas, de Santa Potenciana. Relucían los raros trabajos en oro y plata de Perú; tapices y cobertores de suaves colores que armonizaban perfectamente unos con otros, estaban tejidos con lanas de llamas y vicuñas de los rojizos pueblos de los Andes. Los tapices mexicanos, hechos de plumas, irradiaban la intensa luz de sus colores escarlata y verde. Por una y otra parte aparecían nuevos trabajos de bronce de los maestros de Florencia y Milán. En las paredes colgaban las obras maestras de la pintura flamenca de la primera época. Allí estaba el impresionante Desprendimiento de la cruz de Rogier Van der Weyden que Felipe había rescatado de la iglesia de Nuestra Señora, en Lovaina. Recordaba que el barco que trajo el cuadro a España se hundió en la costa, pero las olas habían arrojado la pintura a la orilla, sin que sufriera deterioro. También estaban allí colgados cuadros de Jerónimo, el Bosco, el maestro de Hertogenbosch, El carro de heno y El Jardín de las Delicias, de gran tamaño.

Ya había llegado a la biblioteca, con los grandes facistoles y los voluminosos globos terráqueos en el centro de las alargadas salas. En las paredes, en librerías, estaban los libros cuidadosamente desempolvados y cuidados por los monjes de oscuros hábitos. El padre José de Sigüenza, hombre muy erudito, se acercó a la silla de manos del rey y, con una profunda inclinación, abrió ante él varios libros, ya que sabía que el rey los tenía en gran estima. Allí estaba el Libro de Oraciones de la bisabuela del rey, la gran Isabel, que un monje, en un trabajo de varias decenas de años, había escrito e ilustrado. Allí estaba el Salterio de su padre, el emperador Carlos, las Cantigas en loor a la Virgen María, que habían pertenecido a su antepasado Alfonso el Sabio. Había también Evangelios escritos en griego, del siglo X, miniaturas de aquella época en la que cada día se esperaba el fin del mundo. Respirando con dificultad, el anciano monarca indicó al padre José que no le enseñara más libros, ni los escritos persas y árabes, ni los valiosos ejemplares del Corán que Mendoza le había regalado.

Llegaron al distante refectorio del monasterio de San Lorenzo, donde los monjes de la Orden de San Jerónimo se encontraban en pie, alineados ante las mesas. Satisfecho, aunque cansado, Felipe los miró. Conocía los nombres de la mayor parte de ellos. Aquí tomó el rey algo de alimento y acercó con cuidado a sus labios secos una copa de vino tinto al tiempo que el lector, en la elevada cátedra, leía un capítulo de la Vida de los Santos.

Después, por la tarde, cuando el rey había descansado un rato sin poder conciliar el sueño, continuó la marcha. Avanzaron con lento paso por las blancas arcadas del claustro en cuyo centro murmuraba una fuente de agua clara procedente de la sierra de Guadarrama. Por delante de la estancia de las infantas llegaron a los jardines que se extendían largamente hacia el sur. Los jardineros estaban ocupados con los espaldares y los frutales; de cualquier parte llegaba el cantar de una moza y unas risas lejanas. El verano, la mejor estación del año. Ya habían florecido muchas plantas, pero el perfume de las rosas se percibía aún por encima del espejo de los estanques poblados de peces y en los que una y otra vez se formaban círculos concéntricos cuando la abierta boca de una carpa buscaba afanosa algún insecto acuático. Le trajeron al rey un clavel blanco, su flor favorita. Con ademán cansado se acercó la flor para olerla. De la lejanía, más allá de terrazas y arboledas, donde estaban. La Granjilla y El Campillo, que en parte eran cortijo y en parte palacio de recreo, llegaban los alegres y excitados ladridos de los perros de caza. El rey recordaba cuántas veces había trepado con los perros por las pendientes de aquellos montes yendo a la caza de faisanes, perdices y liebres, pues aquel era un paraje en el que abundaban estos animales. Se imaginó que una vez más bebía el agua helada de los arroyos, se sentaba en un lecho de agujas de pino y escuchaba, en el silencio de la tarde, el arrullo de las palomas torcaces mientras se iba alargando sobre el dorado suelo del bosque la sombra de los árboles.

«¡Oh! ¡Si uno pudiera volver a ser joven! ¡Si se pudiera tener de nuevo esperanza de vida! —pensaba el rey—. El mundo, este mundo de jardines es demasiado bello; este mundo de bosques, de páramos olorosos, de ardientes rocas de granito bajo el sol en lo alto… El mundo del verano, de la noche, con el claro cielo de Castilla, con el quedo errar de las estrellas… Ya no puedo permitirme escuchar este canto de sirena de la tierra hispana. Debo ya prepararme para la muerte que impaciente me espera. Tengo que poner cera en mis oídos, como Ulises; tengo que cerrar los ojos porque, si no lo hago, me ablando y acabo llorando como un viejo mentecato».

—Tengo frío; quiero irme a casa —dijo el rey a los que le rodeaban.

Los viejos ojos, muy abiertos a pesar del fuerte sol, iban contemplando, casi con ansiedad, los verdes frutos de los árboles, los arbustos, las flores, los estanques, hasta que se cerró la pesada puerta de El Escorial tras la silla que lo transportaba con un suave balanceo. Después de haber visto muchas más cosas, la Sala de Embajadores, la cámara de la reina, el colegio, los patios, llegaron a la Sala de las Batallas. Las largas paredes ofrecían cuadros de batallas y de ahí el nombre que se daba a la sala.

«¿España? —murmuraba el rey—, ¡España! Orgullo español, poderío español, dignidad española, fe española. —Movía los labios sin emitir una sola palabra—. Ya no puedo pensar en España; tengo que prepararme para la muerte. El moribundo se pertenece a sí mismo. La muerte es mía».

—A mi habitación —dijo con un susurro volviéndose hacia los pajes.

Felipe murió su propia muerte. Apenas hubo, en su larga vida, algo que fuera tan suyo como su muerte. Es su muerte la que le desveló por completo cómo había sido su vida.

Murió como había vivido. Lleno de firmeza, de una calma estoica, lentamente, como retardándose, pero, en el fondo, decidido por completo, como si en la muerte tuviera que vérselas con un adversario político particularmente astuto y peligroso, un enemigo que reunía en sí, al mismo tiempo, la hipocresía de Isabel con la astucia de Orange y la osadía repentina de Enrique IV.

La agonía de Felipe duró quince días. Y fue terrible. El débil cuerpo se le fue cubriendo de llagas y de úlceras purulentas que le producían un doloroso tormento.

Al principio, los médicos intentaron hacerlas desaparecer. Le abrieron la rodilla. El rey soportó la operación sin un grito; solo de vez en cuando, algún gemido. A su lado, arrodillado, estaba fray Diego de Yepes, que leía para él un pasaje de la Pasión. Después de la primera intervención, los médicos renunciaron a realizar más operaciones puesto que el caso parecía no dar lugar a esperanzas y querían ahorrar al paciente más sufrimientos.

Cuando Felipe oyó a su confesor decir que, según las previsiones humanas, moriría pronto, dijo:

—Entonces, demos gracias a Dios.

Mostró una alegría sincera y pidió hacer la confesión de toda su vida, la que exigiría unos tres días. A sabiendas, por su propia voluntad, dijo no haber hecho nunca daño a nadie.

El pobre cuerpo se había ido transformando, cada vez más, en una llaga total y maloliente. Ya no se le podían mudar las ropas de la cama debido a que cualquier movimiento le producía grandes dolores al enfermo. El fétido olor, la falta de aseo, proporcionaba nuevos tormentos al rey, que siempre había observado una minuciosa pulcritud. Durante las noches insomnes le acompañaban los monjes. Le leían los Evangelios. Los himnos, las vidas de los santos. Y luego llegaban, con larga procesión solemne, las numerosas reliquias que se guardaban en El Escorial: trozos de hábitos, huesos y cabellos de santos que en su día sufrieron martirio.

De vez en cuando, el rey, súbitamente, se preocupaba de los negocios. Incluso en esos días, con la muerte ante él, desgarrado por los tormentos, no le abandonaba la prudencia, el cuidado de los detalles, la eterna minuciosidad que ahora actuaba de un modo sublime. Distribuyó gran cantidad de regalos, cuyo valor conocía perfectamente, en razón a la excelencia de quien iba a recibirlos; determinó con exactitud los honorarios de los médicos y les dio instrucciones para el sepelio de su cadáver hasta los más mínimos detalles. Así, entre otras cosas, ordenó que el catafalco con el cuerpo amortajado no fuera instalado a mucha altura (conocía la suntuosidad de los castellanos) por razones de economía doméstica, ya que, de hacerlo así, el blanco techo de la iglesia se ennegrecería con el humo de tantos cirios. Era casi un aldeano quien estaba muriendo, un campesino suizo, flamenco o español, con el rostro enflaquecido del que sobresalía un tanto la nariz; un campesino obstinado, calculador, buen administrador.

Los trabajos del cálido día habían quedado atrás; los dolores continuaban, la muerte llegaba lenta, en silencio, sin mucho ruido.

El viernes 11 de septiembre el rey bendijo a sus llorosos hijos, al infante don Felipe, a la infanta Isabel y su esposo Alberto. Apenas sin voz encomendó a la joven pareja el bienestar de los Países Bajos como último legado.

Por la tarde del día 12 se supo que ya la muerte estaba cerca. Las palabras del Evangelio de san Juan llenaban la estancia. Altas dignidades de la Iglesia, sencillos monjes, duques, gentiles hombres de cámara, permanecían en pie en la habitación. El aire era denso y los cirios ardían con una luz mortecina y temblona. A la puerta, vestidos de negro, abiertas las piernas, los fornidos alabarderos reales, las alabardas cruzadas como si quisieran impedir la entrada de la muerte. Junto al lecho del moribundo estaba sentado el patriarca de España, el arzobispo de Toledo.

Hacia las dos de la madrugada, el arzobispo quiso poner en las manos del rey una de las velas benditas del altar de la Virgen de Guadalupe.

—Aún no es el momento —dijo Felipe.

Una hora más tarde, refiriéndose a la vela, dijo sin casi voz:

—Dádmela, que ya es la hora.

Con la vela consagrada en una mano y en la otra el pequeño crucifijo que su padre tuvo en las suyas, en Yuste, a la hora de su muerte, continuó durante algún rato su dolorosa agonía.

A ratos se le cerraban los ojos. Ya se le creía muerto, pero si alguien intentaba quitarle el crucifijo, sus manos se aferraban más fuerte al pequeño trozo de madera negra. Los ojos, tras esa cruz, miraban a la lejanía. Quizá se veía de nuevo en el corazón de España, en Ávila, la ciudad santa, siendo muchacho; quizá escuchaba —medio desatado ya de este mundo— la voz tanto tiempo extinguida de su querida madre leyéndole la inscripción, la antigua inscripción esculpida sobre la pared de la casa de Pedro de Ávila y María de Córdoba: «Donde una puerta se cierra, otra se abre».

Eran las cinco de la madrugada cuando Felipe exhaló tres leves suspiros, casi como de un niño. Luego, cerró los ojos.

A través de los largos y sobrios corredores blancos llegaban a El Escorial los primeros resplandores de la mañana. Desde los altos del Guadarrama, el fresco aire matutino rizaba la negra superficie de los estanques. De un peral se desprendía una hoja amarillenta en oblicua caída hacia el suelo.

Reinaba un gran silencio. Pero al poco rato, de repente, comenzaron a hablar las lenguas de bronce de las sólidas campanas de San Lorenzo. Y los sones y los ecos del vibrante metal se trasladaban del pueblo a la ciudad, de las catedrales a los monasterios. Llenaban España desde las alturas nevadas del Pirineo hasta la roca gris de Tarik; desde las costas del verde océano Atlántico hasta las orillas del Mediterráneo cubiertas de palmeras. Como por arte de magia volaron sus sones más allá de los mares y de las tierras. Notre Dame de París, Santa Gúdula de Bruselas, San Esteban en Viena, el Duomo de Milán, la basílica Lateranense de Roma, todas ellas recibieron el mensaje, quedaron enteradas y lo transmitieron a su vez. Y la noticia fue llevada en los navíos a todas partes: a Florida, a México, a Perú, a Chile, a Manila.

Felipe ya no estaba en el mundo.