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La corona de Francia

AÑO 1593

El más genial y simpático de todos los adversarios de Felipe II era, sin duda, Enrique IV, rey de Francia. Achaparrado, de anchas espaldas, ojos vivos y chispeantes, nariz ganchuda y famosa perilla corta, rebosaba energía y astucia, ingenio y amabilidad. Enrique atraía hacia sí, como un imán, a las personas todas, incluso a las que no lo querían bien, pues poseía el don de ignorar los sentimientos y comportamientos de enemistad. A un enemigo, prisionero, lo invitaba, sin más preámbulos, a que correspondiera a un abrazo; a otro le echaba sobre los hombros, con una sonrisa, el pañuelo de seda blanca símbolo de su partido; a un tercero le contaba, con simulada risa, situaciones cómicas; a un cuarto, como consecuencia de su magnanimidad, lo convertía de la noche a la mañana en un hombre rico. Un hombre de esta clase resulta difícil de comprender. De lejos se lanzan contra él gritos de furia y se echan pestes de su persona; pero cuando él mismo aparece, todo se vuelve abrazos, apretones de manos, aclamaciones y risas. Y a los pocos enemigos que se obstinan en su hostilidad, ordena que de ningún modo se les moleste. Esta postura de Enrique, en estos casos, no era en absoluto una astuta jugada bien meditada en una partida de ajedrez; era honrada y sincera. Los adversarios reconocían esta honestidad; era algo muy distinto a las calculadas y peligrosas amabilidades de los últimos Valois.

Enrique era especialmente mimado por las mujeres. Los nombres de la bella Corisande de Gramont y de la gentil Gabrielle d’Estrées son inolvidables. Tan solo con su propia esposa, Margarita, tuvo serias dificultades, lo cual, por otra parte, era muy comprensible. Se casó en segundas nupcias con la complaciente regordeta y un tanto indolente María de Médicis, que le dio un hijo que subiría al trono con el nombre de Luis XIII y fundaría, a la sombra de Richelieu, la hegemonía de Francia sobre los demás estados europeos.

Cuando Enrique echaba una mirada atrás a su vida pasada, lo que no hacía con frecuencia, pues estaba demasiado ocupado, podía acordarse entre otras cosas de aquella hora en la que en cierto castillo de Montaigne, que estaba agradablemente situado entre los viñedos de Périgord, se había sentado frente al señor del castillo —un hombre pequeño y gris, de cara curtida y rasgos un tanto judaicos—. Este hombre, Miguel de Montaigne, cuyos astutos ojos oscuros eran lo único vivo en su rostro casi momificado, había conversado con Enrique en un tono ligero de hombre de mundo: de los cálculos de riñón había pasado a hablar de ciertos caníbales de América del Sur, cuyo modo de vivir admiraba. De los envidiables caníbales la conversación había tornado, extensa, a todos los temas posibles, entre otros a la cuestión de por qué las muchachas rencas tenían fama de durar más en el negocio puramente corporal del amor, y, finalmente, a cuestiones teológicas y asuntos de Estado. En este punto Enrique, que hasta entonces había escuchado sonriente y solo a medias las entretenidas y algo ridículas manifestaciones de su gris anfitrión, prestó atención, pues aquel hombre pequeño había sido por dos veces alcalde de Burdeos.

Para su asombro, Enrique observó que Montaigne explicaba con claridad y lógica lo que él mismo había considerado o barruntado siempre como oscuro sin poder expresarlo: que la gran guerra civil vivida en Francia durante casi treinta años entre católicos y protestantes hubiera resultado al mismo tiempo lamentable y tragicómica en el fondo. A fin de cuentas, de lo que se hablaba era de cosas de las que ningún hombre, con la mejor voluntad, puede llegar a saber nada determinado; se trataba de asuntos teológicos y metafísicos ante los que lo oportuno es mantener un criterio absolutamente claro y sincero, puesto que todas las soluciones posibles, dada la debilidad y la estrechez del entendimiento humano, solamente pueden ser, en todos los casos, asideros provisionales, nunca la verdad última, que solo está en Dios y únicamente es comunicada al hombre a través de la gracia, por la luz interior. Era, por tanto —decía Montaigne—, una verdadera locura querer resolver con guerras, persecuciones, leyes, decretos y ejecuciones la cuestión del hombre interior y sus relaciones con Dios. Más aún —añadió acariciándose la rala perilla—, fue la cobardía y la inseguridad interna, y no precisamente el valor y el convencimiento firme, lo que impulsó a los hombres de los dos bandos religiosos a la crueldad para con sus adversarios.

No es necesario decir de qué modo esta tranquila y amena conversación con Montaigne influyó posteriormente en Enrique, pues su inclinación a la tolerancia estaba muy arraigada en él. Pero a la distancia de más de tres siglos, parece casi como si Enrique IV hubiera puesto en práctica, afortunadamente para Francia, lo que Miguel de Montaigne, allí en su torre, entre los viñedos, inclinada su cabeza gris sobre los grandes infolios de sus clásicos, había descifrado, discurrido y concebido: la idea de la tolerancia.

Enrique III, el último de los Valois, favorito de su madre, Catalina de Médicis, había salido de la escena de la Historia en medio de un caos de asesinatos y revueltas. Bajo su débil reinado se había prolongado, sin variaciones, la furiosa guerra civil. Junto a la división religiosa del pueblo francés existía aún la otra, la de los partidarios de cada una de las tres dinastías, Valois, Guisa y Borbón, que luchaban por la corona de la desdichada Francia. El que se mostró más cruel fue Enrique de Guisa, caudillo y mariscal de la Liga católica, el hombre que en una noche tenebrosa había mandado asesinar al anciano Coligny. A este hombre ambicioso, salvaje y belicoso lo llamaban le Balafré, el de la cicatriz, a causa de un destrozo que sufrió en la cara en una batalla.

Al hombre de la cicatriz le llegó su hora en el castillo de Blois, donde murió acuchillado, por orden de Enrique III, a manos de su guardia suiza. Tan grande era la vitalidad de Guisa que, con siete cuchilladas mortales en su cuerpo y con los asesinos materialmente colgados de sus ropas, pudo arrastrarse hasta la cama del tembloroso rey, ante la que se desplomó sin decir palabra. Al igual que Guisa había estado ocasionalmente ante el cadáver de Coligny, ahora estaba Enrique delante del cuerpo sin vida del hombre de la cicatriz.

—¡Dios santo! ¡Qué grande es! —dijo sonriendo—. Ahora parece aun más grande que cuando estaba vivo.

Conforme a la Ley Sálica, por la que la corona se transmitía por línea masculina, era ahora rey de Francia, por derecho propio, Enrique de Navarra, de la línea colateral de los Borbones. Enrique III, agonizante, le había confirmado este derecho y había pedido a sus adeptos que se pusieran de parte de su primo. Pero la múltiple división de Francia en cuanto a dinastías y religiones presentaba una grave dificultad. Enrique era hugonote, hugonote por partida doble, por llamarlo así, pues, después de San Bartolomé, se había visto obligado a convertirse al catolicismo y, más tarde, había abjurado de esta religión. Pero nueve décimas partes del pueblo francés eran católicos. ¿Se podía pensar, era justo y, sobre todo, era posible que un pueblo católico se inclinara ante un rey protestante, ante un hereje?

No. Era total y absolutamente imposible. Así lo decidió la Liga bajo la nueva jefatura del duque de Mayena, el gordo y asmático hermano del asesinado Enrique de Guisa. Imposible, decidió el parlamento de París, que era fanáticamente leal a la causa católica. Pero los hugonotes, y también los adeptos a Enrique III, aunque en su mayoría eran católicos, no lo encontraron en modo alguno imposible. Los que eran católicos lamentaban en su interior que Enrique fuera hugonote; pero, ante todo, era el sucesor legal al trono. La amplia mayoría del pueblo francés, católica o protestante, estaba harta de la inacabable guerra civil y así sucedió que las provincias del norte y del centro se pusieron, unánimes, al lado de Enrique, al tiempo que, en el sur y en el este del país, crecía de día en día el número de sus partidarios.

Dos semanas después del asesinato de Guisa moría Catalina de Médicis, próxima a cumplir los setenta años. Nueve meses más tarde fue asesinado Enrique III a manos de un monje fanático. El extravagante rey, de aspecto italiano, con sus largos cabellos, sus pendientes, sus dedos cubiertos de anillos, que gustaba vestir ropas de mujer y que, a la vez, miraba con agrado a las mujeres vestidas de hombre, este hombre perverso, cobarde, cruel y aficionado al juego, era el último miembro de la casa de Valois. Con él no solo se extinguía su dinastía, sino también su época: el Renacimiento francés.

La gran dificultad que se le presentaba a la Liga era la de decidir quién había de ser rey en el caso de que no lo fuera Enrique. Había un anciano, un cardenal Borbón, tío de Enrique, al que la Liga, a espaldas suyas, proclamó rey con el nombre de Carlos X; pero murió el anciano no sin antes haber cometido la falta de tacto de otorgar su bendición como rey a su sobrino. Los varones de la casa de Guisa pensaban, todos ellos, en sí mismos, pero sabían que, por su obstinación, por su orgullo, no podían contar con el favor del pueblo francés. Entretanto, en El Escorial no había cesado la actividad de siempre. Ante el anciano Felipe se abrían unas inmensas perspectivas. Con la pierna derecha extendida sobre un pequeño escabel (que aún hoy se muestra a los visitantes del Real Sitio), sentado en un sillón de cuero, pensativo, planeaba y dictaba a una de sus hijas, su predilecta. Ella estaba sentada en el escritorio del rey, inclinada la cabeza sobre el papel y, de vez en cuando, si Felipe hacía una pausa, se volvía hacia su padre. La mayoría de las veces el rey asentía a lo que ella decía. Le agradaba y le emocionaba que Isabel encontrara la forma correcta de expresar sus ideas antes de que él mismo las hubiera manifestado. Era como un monólogo, no había nada que aclarar; siempre quedaba todo claramente entendido. Los pensamientos del rey volaban al pasado y recordaba con cuánta frecuencia la casa de Habsburgo-Borgoña había destinado mujeres a los más altos puestos del Estado. Y, en la mayoría de los casos, para su provecho. La tía abuela Margarita de Austria, la tía María de Hungría, la medio hermana Margarita de Parma, su propia hija Juana, todas ellas habían demostrado su capacidad. Aquella muchacha que estaba allí, su hija, era una estadista, casi como él mismo. Y esta era la secreta ambición de su vejez; ella llevaría sobre su cabeza una corona real, no por matrimonio, no por ser esposa de un rey, sino por derecho propio. Para ella había extendido la mano hacia la corona de Inglaterra. El destino se la había negado. Ahora le tocaba a la corona de Francia.

No era solamente el deseo de elevar a su hija lo que había hecho saltar de su cama de enfermo al gotoso monarca; era más el miedo a ver Francia en manos de protestantes. Pues entonces, no podía caber la menor duda, los Países Bajos, completamente rodeados, se perderían definitivamente para España. No podía pensarse que Enrique, el viejo protegido y aliado de Isabel de Inglaterra, llegara a reinar al otro lado de los Pirineos amenazando no solo a los Países Bajos, sino también a la misma España. La vieja enemistad de la casa de Habsburgo-Borgoña frente a Francia, enemistad que había amargado la vida de su padre y que a él mismo había puesto en dificultades en los primeros años de su reinado, era algo que Felipe difícilmente soportaba y provocaba que se le hincharan las venas de sus hundidas y blancas sienes. Pero había algo, y esto le tranquilizaba: ¿no era su hija, la niña amada, una auténtica Valois lo mismo que era una auténtica Habsburgo? ¿No era hija de Isabel de Valois, la esposa que tan pronto se le fue? ¿No era nieta de Enrique II, el último rey que realmente había reinado en Francia, que no fue un juguete en manos de insolentes partidos?

Era cierto que en Francia estaba en vigor la Ley Sálica; pero la voluntad de España, la terrible necesidad, la salud de la Iglesia, eran mucho más que una antigua ley.

En aquel silencioso cuarto de paredes blancas, que por su sencillez tenía algo de celda monacal, con el suave rasgo de la pluma de ganso, se estaban escribiendo cartas que, una vez selladas, serían enviadas a París, a Roma, a Viena y a Bruselas. En París, Mendoza, el gran coleccionista de escritos árabes, debía solicitar una entrevista con Mayena; la mano de Isabel no estaba aún comprometida y la casa de Guisa era ambiciosa. En Roma, el santo padre, Sixto V, persona sumamente terca, debía declarar la invalidez de la Ley Sálica. En Viena debían cuidarse de que los hugonotes alemanes no prestaran ninguna ayuda a Enrique. En Bruselas, Alejandro Farnesio debía ser informado y mantenerse dispuesto a traspasar la frontera francesa para unirse a la Liga. Y finalmente otra carta más a Londres; una carta a los agentes secretos. España exigía información precisa sobre todos los barcos y tropas que salieran de los puertos del Canal.

Felipe se frotaba las manos de abultadas venas. En el juego extraordinariamente sugestivo que se desarrollaba lejos, en el que Europa era el tablero, Felipe era el rey; su hija, la dama; los alfiles, sus embajadores; las torres, las ciudades y fortalezas; los peones, los Tercios de Farnesio que se iban acercando. En este juego diplomático, en el que lo que se jugaba era la corona de Francia, el rey se había olvidado de su gota y habría bajado la pierna enferma del escabel si su hija no hubiera saltado para sujetarla. El rey suspiró resignado; la hija quiso besarle la mano para consolarlo. La retiró, ya que el rey le ofrecía la arrugada mejilla, que olía a la esencia de naranja que Felipe gustaba de usar.

En la tienda, sobre la que el viento de la noche hacía ondear el estandarte con las lises, se encontraba acostado el rey Enrique. Le gustaba dormir en las tiendas y, medio inconsciente, escuchar los pasos y las contraseñas de los centinelas, el impaciente piafar de los caballos, sentir el olor de la avena y del cuero. Pero en esta noche no podía dormir; continuamente volvía a venirle a la mente el mismo grave pensamiento. Cuando cerraba los ojos, era como si millones de ojos del pueblo de Francia estuvieran esperando su decisión. Era la más grave decisión de su vida.

Cerca, tras unas cortinas, estaban sus hombres de confianza: Rosny, que más tarde sería conde de Sully, y Agripa d’Aubigné, el poeta. Rosny decía:

—Es verdaderamente lamentable que el jefe sea tan mezquino en sus recompensas y piense tan poco en sus viejos camaradas.

—¿Qué? ¿Qué dices? —preguntó Agripa ya medio dormido. Enrique se incorporó en su lecho y gritó:

—Rosny dice que soy un avaro y un desagradecido. —Tras la cortina se hizo un silencio de desconcierto. Enrique, con una sonrisa, dijo—: Rosny, ven aquí. —Rosny se echó encima apresuradamente su capa y salió de detrás de la cortina—. Coge un almohadón, amigo, y acércate a mí, muy cerca. —Rosny se arrodilló junto al lecho—. Rosny, no puedo dormir. Francia no me deja sosiego. No puedo continuar con esta guerra; no puedo dejar que maten a más franceses, no puedo incendiar y arrasar más ciudades y pueblos de Francia, no puedo arrasar más tierra francesa. Rosny, quiero la paz; quiero ser el rey de toda Francia, no solo de una parte de ella.

—La paz —murmuró Rosny—, la paz la queremos todos. Todos tenemos ya bastante.

—Todos la quieren —replicó Enrique—; pero son todos tan tercos como si tuvieran en la cabeza un puño cerrado en lugar de cerebro. Hay que ceder, Rosny, te digo. O ya no habrá más Francia, tan solo un destrozado campo de batalla de españoles, ingleses y alemanes. Y, puesto que soy el rey, debo estar dispuesto a sacrificarme. Rosny: soy hugonote y siempre querré a los hugonotes; pero estoy dispuesto a pasarme a la fe católica. Por la salvación de mi pueblo estoy dispuesto a ello. —Rosny calló. Miró al rey y observó que sus ojos se llenaban de lágrimas—. No quiero una respuesta hoy, Rosny. Dentro de un par de días te llamaré y podrás comunicarme entonces tu estúpida ocurrencia, pues he observado que siempre llamas así a tus mejores consejos. Buenas noches, Rosny.

La conversión de Enrique IV a la fe católica, la zambullida, como él mismo lo llamaba en una carta a Gabrielle d’Estrées, decidió la suerte de Francia. Era el telón del final de la tragedia de treinta años de autodesgarramiento de Francia. Lo que no habían podido decidir las lanzas de Ivry, la ayuda de Isabel, lo que no había logrado la caballería pesada del coronel Schomberg, lo decidió la bendición del arzobispo de Bourges, que recibió a Enrique en la escalinata de la iglesia de Saint Denis, después de que este hubiera hecho profesión de fe en la apostólica Iglesia de Roma. La guerra, de repente, se había quedado sin objetivo, puesto que nadie, en el fondo, dudaba de que solo Enrique era el legítimo rey. Ni los parisinos, que a millares se habían apresurado a llegar a Saint Denis; ni el parlamento de París, que enseguida empezó a hacerse oír, con audacia y muy terminantemente, en favor de Enrique; ni el grueso Mayena, que acaso se sentía feliz de que los ambiciosos sueños de su casa se hubieran quedado de repente en nada.

¡Jaque a la Dama! ¡Jaque al Rey! El juego se desarrollaba de modo muy distinto a como Felipe lo había imaginado. Para él estaba absolutamente claro que Enrique, en el fondo, seguía siendo el mismo hereje de antes; que la inesperada conversión del hombre, que ya había cambiado tres veces de fe, lo había hecho solamente por razones diplomáticas; pero tenía que admirar la sorprendente jugada del adversario. Sin embargo Felipe no abandonaba aún la partida. Reclamó ante Sixto V en Roma, pero el santo padre apenas podía ocultar su satisfacción por el acto de Enrique. Era cierto que Felipe era el paladín de la Iglesia y Enrique un católico muy poco digno de fiar; pero el papa, en secreto, temía cualquier incremento del poderío de España; temía que Felipe, más aún que su padre lo había sido, llegara a ser el dominador de Europa, uno de aquellos cesares de la Edad Media que, a pesar de su indudable fe católica, habían tenido a mal traer, con frecuencia, a los obispos de Roma. ¿Cómo le fueron las cosas al desdichado Clemente VII cuando, temblando, en su sede del castillo de Santangelo, mandaba fundir la tiara de Cellini mientras los luteranos lansquenetes de la católica majestad saqueaban y arrasaban Roma? No. Era mejor así. El santo padre creía en el equilibrio de fuerzas en el que él mismo podía hacer que oscilara el fiel de la balanza. Ni en sueños se le ocurrió querer humillar a Francia por amor a España. Cuando el embajador se hubo retirado, dijo al camarero:

—En el cielo hay más júbilo por un pecador arrepentido que por mil justos. Yo no puedo cambiarlo.

Felipe intentó inyectar nueva sangre en la Liga; envió subsidios y sobornos, pero solo en cantidades más bien reducidas. La Liga reaccionaba sin mucha fuerza; aún contaba con París, la capital de la nación; pero, en el fondo, estaba muerta. Los franceses estaban hartos de batirse por España. El juego había terminado.

El nuevo tentáculo que lanzaba Felipe en favor de la hija amada no había llegado a ser tan caro como el que había dirigido hacia la corona de Isabel Tudor. Solo ocasionó una indiscutible pérdida. En la abadía de Saint Waast, en Arras, murió Alejandro Farnesio, duque de Parma, gran mariscal de Felipe, a consecuencia de una herida que había sufrido durante el sitio a una pequeña ciudad francesa.

El conde de Brissac, gobernador de París, que tenía muy claro lo que el pueblo de la capital deseaba, abrió a Enrique las puertas de la ciudad. Bajo la lluvia de marzo, escuchando los truenos de la tormenta que se avecinaba, apareció el rey ante la Puerta de Saint Denis y recibió las llaves de la ciudad. Aún reinaba la oscuridad; eran las tres o las cuatro de la madrugada. Débilmente podían distinguirse las blancas bandas y las blancas plumas de los realistas. Cuando el pueblo despertó el rey ya estaba dentro. A millares se agrupaba el gentío en la rue de St. Honoré, en el mercado des Innocents, en el puente de Notre Dame, la mayoría lloraba; las madres levantaban en alto a sus pequeños.

—Hacedlos venir —decía Enrique—; quieren ver a su rey.

Los soldados mantenían las lanzas inclinadas hacia el suelo para dar a entender que, como el rey decía, no se había tomado París por la violencia, sino por un acto de voluntad de sus ciudadanos.

En la ciudad quedaban todavía algunos miles de españoles al mando del duque de Feria y de don Diego de Ibarra. No se sentían a gusto; esperaban ser atacados y destrozados por fuerzas superiores. Pero Enrique les concedió una retirada honrosa siempre que prometieran no alzarse en armas contra Francia. Aliviados, respiraron tranquilos.

Desde una ventana que daba a la Puerta de Saint Denis, Enrique los vio marchar. Ellos se dieron cuenta de la presencia de su pequeña y amable figura y prorrumpieron en gritos de júbilo; lanzas y estandartes se inclinaron y muchos sombreros se alzaron para saludar al monarca con muestras medio de respeto medio de burla.

—Marchad, señores míos, y saludad en mi nombre a vuestro rey, pero no regreséis nunca a Francia —dijo Enrique quitándose el ancho sombrero adornado con la pluma blanca.

La corona de Francia, de la que Mayena, en una ocasión, había mandado quitar y destruir las joyas, lucía restaurada, con todo su brillo, sobre una cabeza francesa.