El pirata
AÑO 1581
El capitán William Kidd, comparado con el más grande pirata de Inglaterra, Francis Drake, era tan solo un pobre hombre. Además de que Drake alcanzó un extraordinario éxito en la profesión elegida, lo cual no puede decirse de Kidd por mucho empeño que se ponga, nunca cometió la imprudencia de actuar contra barcos y propiedades inglesas. Kidd fue ahorcado y Drake, en cambio, fue recibido con honores por la reina Isabel y elevado a la nobleza. Kidd continúa siendo considerado como un criminal, recordado juntamente con asesinos, ladrones y prostitutas, mientras que Drake, aún hoy, es celebrado como héroe nacional admirado por la agradecida Inglaterra. Y, sin embargo, Drake fue un gran salteador, saqueador de los barcos de una nación con la que su propio país estaba en paz; faltó un pelo para que Inglaterra se lanzara a una guerra a causa de sus audaces robos en alta mar y en posesiones españolas.
Drake era un hombre de un estilo distinto al del desdichado Kidd. Drake era esbelto, de estatura media y de rostro bien recortado, de ojos rasgados grises y alta frente, orejas finas y bien colocadas y un cabello oscuro espeso y rizado. En la época en que cometía los robos más audaces tenía treinta y dos años. Por el contrario, Kidd era rechoncho, de anchas espaldas, cara inexpresiva, mejillas fofas y caídas y ojos de mirar cansado. Drake era un rey a bordo. Bien es verdad que siempre vestía como los marinos de su tiempo: calzones amplios, camisa grande y abierta en el cuello y ancho cinturón de cuero; pero en la cabeza llevaba un gorro de color rojo vivo con cerco de oro. Y cuando se sentaba a la mesa con sus capitanes se hacían oír los cuernos. Si uno de sus capitanes intentaba desertar, hacía que un Tribunal de Mar nombrado por él mismo lo condenara a muerte; lo ejecutaba por su propia mano, después de, como era costumbre, disculparse ante el condenado, alegando la dura necesidad, y haberse secado las lágrimas una y otra vez. Por el contrario, en la Adventure Galley de Kidd se sucedían los motines uno tras otro, las tripulaciones se codeaban con su capitán como con un inferior hasta que Kidd perdía la paciencia y acababa matando a uno de un estacazo.
En una mañana de diciembre, mientras caían sobre el brumoso Canal húmedos copos de nieve, Francis Drake se hacía a la mar en Plymouth con una pequeña escuadra. A la nave almirante, el Pelikan, de ciento veinte toneladas, con tres palos y veinte cañones, la seguían el Elisabeth, de ochenta toneladas, dos barcazas y una pinaza. En conjunto, las tripulaciones sumaban tan solo ciento sesenta y cuatro hombres. Con viento norte de popa, todas las velas desplegadas y bien hinchadas, la escuadra tomó rumbo sur y en el asombroso tiempo de doce días alcanzó las islas de Cabo Verde, donde Drake se dedicó enseguida a su propio negocio y abordó a varios mercantes españoles y portugueses. Luego dirigió la proa de sus naves hacia el suroeste, hacia el Atlántico sur y alcanzó la costa este de Sudamérica, a 33 grados latitud sur. Navegó a lo largo de la costa, deteniéndose algunos días en la desembocadura del Plata, llegando finalmente al extremo occidental del estrecho de Magallanes, que entonces era el único paso occidental conocido hacia el océano Pacífico.
Corría el mes de agosto, la época que se creía más arriesgada para emprender una travesía por la frecuencia de escollos. A una niebla impenetrable siguieron espesas tormentas de nieve. El frío era tan intenso que había que relevar a los ateridos vigías cada cuarto de hora. A ambos costados, las peladas montañas de la inhóspita Tierra de Fuego contemplaban el paso de las naves, cuyo número había quedado reducido a tres, pues Drake había mandado incendiar una barcaza, y una pequeña pinaza había desaparecido mucho tiempo antes.
Cuando la escuadra, después de muchos peligros y fatigas, llegó por fin al océano Pacífico, a lo que entonces se conocía como mar del Sur, las naves se vieron sorprendidas por una fuerte corriente del norte que desplazó al Pelikan seiscientas millas hacia el sur, hacia el absolutamente desconocido mar Antártico. La segunda barcaza se hundió con toda la tripulación y la Elisabeth navegaba a la deriva. Aunque Drake había indicado a su capitán un lugar en la costa de Chile como punto de reunión, este prefirió regresar a Inglaterra por el camino más corto.
El Pelikan se quedó solo. La tripulación invernó en una de las islas de la Tierra de Fuego, donde los indígenas se mostraron francamente hospitalarios. En noviembre, la primavera del sur, Drake se hizo a la vela hacia el norte, a lo largo de la costa occidental americana. El primer botín importante lo encontró en Valparaíso. Había allí un barco español recién llegado de Perú. Los españoles, que, a excepción de las balsas de pequeñas velas de los nativos, no habían visto en el mar del Sur otros barcos distintos de los propios, se alegraron al divisar la enseña en señal de saludo; hicieron batir los tambores y prepararon un banquete para los supuestos compatriotas. Su desengaño fue grande cuando los ingleses les sorprendieron amenazándolos con remos, lanzas y espadas y se lanzaron sobre la cubierta en la que los dejaron encadenados. No le gustaba a Drake el derramamiento de sangre. Los españoles salieron con vida, atemorizados y con alguna herida leve. Pero el preciado cargamento, en parte barras de oro con un peso de cuatrocientas libras, fue trasladado a la cubierta del Pelikan para desaparecer luego en las bodegas del inglés. También fue saqueada la propia colonia de Valparaíso. Los habitantes ya habían huido; tan solo se encontraron algunas valiosas piezas de altares de las pequeñas iglesias de la colonia y barriles de vino que a la dotación del Pelikan produjeron mayor alegría que incluso las barras de oro.
Con buen humor y la alegría proporcionada por los agradables vinos españoles, el viaje continuó rumbo norte. El siguiente punto que tocó la nave fue Tarapacá. En su playa había un cargamento de plata dispuesto para ser trasladado a España en el próximo barco español. Junto a él, disfrutando del merecido descanso del mediodía, vigilantes y cargadores roncaban plácidamente. Sin mediar discusión alguna, el cargamento, en parte compuesto de barras de oro con un peso de cuatrocientas libras, fue trasladado a la cubierta del Pelikan. Cuando aún se estaba llevando a cabo esta tarea, apareció una larga caravana de llamas cargadas con plata que también desapareció en la panza del Pelikan. El producto de una sola tarde de sol: plata por valor de cuatrocientos mil ducados de oro.
Después de Tarapacá se llegó a Arica, donde se cargaron otras cincuenta y siete barras de plata. Finalmente se llegó a Lima, donde se hubo de sufrir un desengaño: allí sí había barcos, pero sin carga. Con algún esfuerzo se pudieron encontrar varios cofres con monedas de plata y diversos fardos de seda y lino. Drake estaba profundamente consternado por tener que contentarse con aquellas pequeñeces. Pero de boca de los apurados españoles oyó algo que le hizo estirar sus pequeñas orejas: un barco español, Nuestra Amada Señora de la Concepción, había zarpado de Lima hacía unos días; llevaba a bordo el producto de todo un año de las minas de plata peruanas, varias barras de oro y unos cajones con joyas y obras de arte. Los españoles habían cometido el error de la conocida campesina que puso todos sus huevos en una cesta; se sentían tan seguros en el extenso mar del Sur que la Amada Señora nunca navegaba escoltada por navíos de guerra. Drake hizo encallar las naves españolas para estar seguro de no ser perseguido y se lanzó a la búsqueda de la valiosa Amada Señora. De camino abordaron otro barco que llevaba un buen botín. Drake se disponía a retener esta nave, pero en el horizonte aparecieron las velas de los navíos de guerra del virrey, enviados para cerrar el paso al inglés. Drake dejó en libertad al barco apresado y los españoles pusieron rumbo a Lima en busca de más ayuda.
A la altura de Quito, ceñidos a la costa en la que Pizarro y su gente estuvieron a punto de morir de hambre, los ingleses avistaron a la Amada Señora. Con su pesada carga de metales preciosos parecía estar inmóvil sobre las aguas, impulsada por la suave brisa del sur. La vista de la víctima provocó el júbilo a bordo del Pelikan; cada marinero, cada grumete, se sentía ya inmensamente rico. Lo que más importaba a Drake era no hacer nada que provocara la desconfianza de los españoles y buscaran acaso la manera de huir por tierra desapareciendo con el oro y las joyas en los intrincados manglares. Hizo llenar con agua del mar los toneles de vino, cuyo contenido, dada la capacidad bebedora de la tripulación, había seguido el camino de todo vino, y los remolcó amarrados a la popa a fin de conseguir cierto freno a la mayor velocidad de su navío. Cuando se hizo de noche y la oscuridad se extendía por el mar, los toneles fueron recuperados. Solo entonces fue cuando el Pelikan empezó en serio la persecución.
Todo era gris, y en el horizonte, por el este, la gigantesca línea de los Andes se hacía visible por su claro perfil cuando Drake se aproximó hasta tener al alcance de la voz a la Amada Señora. A gritos ordenó al español que pusiera proa al viento; pero el español no entendió la orden o la tomó como una broma sin gracia y siguió su rumbo trabajosamente sin preocuparse. Drake ordenó lanzar una andanada contra la Amada Señora a la vez que los arqueros ingleses llenaban de flechas la cubierta. El palo mayor cayó hecho pedazos sobre cubierta con gran estruendo y causando muchas bajas en los españoles, entre ellos el propio capitán de la nave, Juan de Antón, quien, enseguida, agitó con vehemencia un lienzo blanco para indicar que no quería más cañonazos ni más flechas y que entregaría el barco, la carga e incluso él mismo y sus hombres al pirata.
El botín fue gigantesco. Según el gobierno español, consistía en plata, oro y joyas por valor de millón y medio de ducados de oro, o sea, unos siete millones y medio de dólares. Además del botín, también fue llevado a bordo del Pelikan el capitán español; allí se le curaron cuidadosamente las heridas y comió con regio lujo en compañía de Drake al son de las trompetas. Drake enseñó su nave a su involuntario huésped, quien se asombró de lo exiguo de su dotación, la cual consistía en cincuenta hombres armados y treinta y cinco marinos y grumetes. El barco mismo, aunque algo maltrecho por el viaje, le pareció bueno, limpio y bien equipado con toda clase de elementos y herramientas necesarios, muchos de los cuales eran de procedencia española. Durante la estancia en su nave, Drake dio al español un recado para el virrey de Perú, a quien paternalmente quería advertir, ni más ni menos, de que se abstuviera de hacer ejecutar a ningún prisionero inglés. En el caso de que el virrey se mostrara sordo a estas palabras, por cada inglés ejecutado serían ahorcados quinientos españoles, cuyas cabezas enviaría enseguida al virrey a fin de que le movieran a las oportunas reflexiones filosóficas.
El español escuchó atentamente estas palabras y preguntó a Drake cómo pensaba salir de las aguas españolas. Drake, sonriente, respondió que el honorable huésped habría de perdonarlo, ya que le era imposible comunicar la ruta que seguiría, por razones de seguridad personal, y que solamente podía decirle que, en su modesta opinión, creía tener tres caminos para pasar desde el mar del Sur a Inglaterra. El capitán español quedose pensativo ante la respuesta, pues según su idea solamente había dos pasos: uno por el estrecho de Magallanes y el otro por el cabo de Buena Esperanza. Miró asustado, casi tembloroso: pensaba que Drake, al referirse a un tercer paso, estaba pensando en el istmo de Panamá y que el terrible inglés no tenía otra intención que la de saquear el mismo territorio, atravesar el istmo y embarcar en Nombre de Dios, rumbo a Inglaterra, en naves robadas a los españoles, bien él solo, bien con la ayuda de cómplices que allí le estuvieran esperando. Drake se dio cuenta de la inquietud de su huésped y enseguida le ofreció otro vaso de vino, levantándose para brindar a la salud de su católica majestad de España. Sonaron los cuernos y el español, en su fuero interno, admitía que a pesar de todo el singular personaje era en el fondo un hombre de gran cortesía.
Entretanto, el desafortunado Amada Señora había sido puesto en condiciones de navegar medianamente. El capitán fue conducido a bordo con todos los honores. Drake se quitó su rojo capuz, inclinose y ordenó lanzar un cañonazo en saludo de despedida. Hecho esto, la Amada Señora, notoriamente más ligera, puso proa hacia el sur mientras el Pelikan continuaba su ruta hacia el norte.
Transcurridos algunos días, volvieron a aparecer en el horizonte los navíos de guerra españoles. En cubierta se movía ahora un gran número de soldados, que, cuando divisaron al Pelikan surcando despreocupadamente las olas, se atemorizaron como si hubieran avistado al mismo diablo. Singularmente sospechoso era que el inglés no se diera de inmediato a la fuga. La explicación de que Drake llevara ahora consigo la pesada carga de los metales preciosos no convencía. Los españoles presumían una estratagema diabólica. Regresaron a tierra en busca de más refuerzos, pero solamente consiguieron que el virrey estuviera a punto de sufrir un ataque de apoplejía a causa de su indignación ante la cobardía de sus subordinados y por el mucho miedo al pensar en lo que le diría al anciano de El Escorial.
Drake, después de haber saqueado algunos barcos y colonias, llegó a la bahía de Canoa en el deshabitado y desértico sur de California. Atracó allí el Pelikan, limpió su casco de algas y moluscos, lo calafateó de nuevo y lo dejó en buenas condiciones para navegar.
Continuó Drake su ruta hacia el norte. El tercer paso del que había hablado no era el istmo de Panamá, sino uno que se suponía había al noroeste y que estaba siendo buscado febrilmente en aquellos días, como también más tarde. La mente humana no podía admitir que no hubiera en América del Norte un paso semejante al estrecho de Magallanes y ya se pensaba haber encontrado su extremo oriental en la desembocadura del río San Lorenzo.
Llegó al grado 43 de latitud norte. Siempre encontraba tierra a su derecha: altas montañas inmensas y bosques inmensos. Como quiera que el frío se hacía sentir y la tripulación comenzaba a padecerlo, viró en redondo y atracó en el paraje que hoy es San Francisco. Allí los indígenas lo tomaron por un dios. Y así decidió continuar su regreso a Inglaterra por el cabo de Buena Esperanza, pensando que el estrecho de Magallanes estaría vigilado por los españoles. Sirviéndose de algunas cartas marinas que había cogido al capitán español, tomó rumbo a las Molucas. En la isla Ternata, al sur de las Célebes, hizo calafatear de nuevo el Pelikan. En la costa de Java encalló la nave, pero la marea se encargó de ponerla de nuevo a flote y capitán y tripulación se recuperaron del susto. Durante el percance, el capellán perdió el ánimo y rompió a gritar lamentándose. Como castigo se le tuvo encadenado en cubierta durante todo un día, después de que Drake, sentado sobre un cofre y sosteniendo en sus manos un par de sandalias y en son de broma, lo declarara excomulgado de la Iglesia de Cristo, como si él fuera el papa del mar, y hubiera confiado al pasmado eclesiástico a la tutela de Satán, entre el júbilo de la tripulación.
Sin más incidencias, el Pelikan dobló el cabo de Buena Esperanza y entró en el puerto de Plymouth después de una ausencia de casi tres años.
Resulta difícil contemplar sin admiración y sin simpatía este periplo de piratería y de descubrimiento, esta primera vuelta al mundo de un navío inglés, así como también la figura de Francis Drake. Esta simpatía, sin embargo, no la compartió en modo alguno ni España ni su rey. Por esta parte tan solo se pensaba que había que soportar, junto con los incalculables perjuicios, la burla del mundo contemporáneo. Se trataba de un gigantesco insulto el que el herético inglés, con una insignificante nave y un puñado de hombres, hubiera desafiado a la más fuerte potencia naval de la época y hubiera arrebatado al tesoro español, sin especial violencia, casi con placidez, millones de pertenencias.
El embajador de España en Londres, Mendoza, no perdió tiempo en hacerse presentar ante Isabel y exigir, en muy grave tono, que se restituyera a España inmediatamente el botín que se había cobrado el Pelikan y que Drake y su gente fueran ahorcados sin demora a fin de recuperar totalmente el honor español.
Isabel recibió al embajador en un tono de amistad. Escuchó intranquila las palabras de Mendoza, moderadas y frías, que sonaban en sus oídos con la oculta amenaza de una guerra. Se encontraba en una situación difícil; su primer consejero, Burleigh, así como algunos otros cargos del Estado, opinaban que era perjudicial envolver a Inglaterra en una peligrosa contienda a causa de estas piraterías. Pero, por otra parte, Isabel ya había visto las joyas, cuyo brillo le había cegado sus ojos. La gran cantidad de oro y plata podía ser empleada de un modo admirable; ella, como principal asociada de Drake, consideraba el tesoro trabajosamente adquirido propiedad del todo suya. No pensaba tampoco, ni por asomo, en hacer ahorcar a su leal Drake, sino que lo quería levantar en alto de un modo totalmente distinto. Pero Mendoza era cada vez más explícito; no tenía pelos en la lengua al lanzar sus amenazas. Pensó ella que acaso debía retirarse, ofendida en su dignidad, y dejar al enojoso español sin respuesta. Pero se quedó, y amablemente dijo que Felipe, como esposo de la difunta María, era su amado hermano. Llegó a ponerse un poco sentimental. Con ello intentaba averiguar contra quién iban dirigidos los preparativos bélicos que estaban teniendo lugar en Cádiz. Mendoza no era mal contrincante en este duelo diplomático; no hubo golpe al que no respondiera con un contragolpe. Y llevaba ventaja, pues Felipe era el ofendido y solamente exigía justicia y equidad por boca de su embajador.
La reina, empero, con su largo vestido artísticamente bordado con serpientes y dragones vomitando fuego, tenía escondido y olvidado un triunfo que puso en la mesa al mes siguiente. Se llamaba Alençon, un enano feo con la cara picada de viruelas y nariz burlona casi partida en dos, al cual ella llamaba ma petite grenouille, su pequeña rana. Este duque de Alençon era el hijo menor de Catalina de Médicis y hermano del rey de Francia. Al igual que en muchas otras ocasiones, la reina jugaba con la idea de un matrimonio; un matrimonio entre Isabel y Alençon significaba una alianza con Francia. Y ¿qué sería de los Países Bajos? ¿Cómo podría seguir luchando el valeroso Alejandro Farnesio si Inglaterra y Francia se aliasen?, ¿…si las provincias flamencas estuvieran rodeadas por Francia, en el sur, por Inglaterra en el oeste, por Guillermo de Orange en el norte y por los protestantes alemanes en el este? «No puede ir tan lejos en el juego —se decía Felipe—, yo no puedo poner en peligro los Países Bajos». Pero en lo profundo de su corazón de rey permanecía vivo el recuerdo de las fechorías de Drake. Y la particular postura de su real hermana inglesa no podía pasar al olvido. Antes o después, probablemente después, se produciría la gran ruptura con Inglaterra. La cuenta de débitos aumentaba más y más. El rey esbozó una sonrisa. Había aprendido a esperar y creía saber que llegaba su hora, hora que también sería la hora de Inglaterra.
Mientras tanto, eran mucho menos importantes las preocupaciones de Drake que las de su reina. Repartió, cual un príncipe, sobornos entre los miembros del parlamento y pasó buenas horas con sus amigos. Con frecuencia se le veía en compañía de la reina paseando lenta y plácidamente entre los bosquecillos del parque. La reina escuchaba ansiosa las descripciones de la riqueza de las Indias y de California y las referencias a la debilidad del poderío naval de España. Sus rasgados ojos verdes en un rostro de una blancura artificial, bajo unas cejas con esmero afeitadas, veían ya unas Indias inglesas, una América inglesa, de las cuales llegaría hasta sus cofres una corriente de oro y plata, de esmeraldas y joyas de todas clases. Y ¿a este hombre, a este inestimable Drake, a su Drake, que ponía al alcance de su mano estas fantasías y que, además, era bien parecido, casi tanto como Leicester, tanto que era un encanto dejar que besase sus blancas manos, a este bueno y leal inglés habría de mandar ejecutar? La exigencia de Mendoza era una broma, pensó la reina, y concedió a Drake su gracia y lo colmó de oro, algo más palpable.
El esforzado Pelikan, cuya quilla había surcado todos los mares del globo, fue remolcado por el Támesis y atracó en Deptford para ser conservado como recuerdo del audaz periplo y de los grandes piratas.
En su cubierta, ricamente adornada, se celebró una comida. Sonaron de nuevo las trompetas y de nuevo se sirvió el fuerte vino español en grandes copas de plata. En la cabecera de la mesa, junto a la reina, se sentaba Drake. Entre risas relató cómo una vez, en esa misma mesa, había brindado a la salud de Felipe para consolar a un español herido.
La hija de Enrique VIII rió de buena gana, con la misma risa que solía hacerlo su padre. Ordenó a Drake que se arrodillara y lo armó caballero ante el júbilo de la redonda mesa y las aclamaciones del pueblo que, entusiasmado y curioso, rodeaba por todas partes al Pelikan.