El fin de un soñador
AÑO 1578
Cuando, antes de Lepanto, la flota de la Liga católica se congregaba en la bahía de Mesina, el nuncio de su santidad había dicho a don Juan de Austria que el papa veía en él un futuro soberano independiente. El joven había escuchado con anhelo las palabras que el dignatario le decía de corazón, pues él mismo se creía destinado a la grandeza y al poder. Al igual que muchos hijos ilegítimos, don Juan sufría con la sensación de que era víctima de la injusticia del mundo porque, sin culpa alguna, siempre tenía que estar en inferioridad respecto a los hijos legítimos de su padre. Aunque su medio hermano Felipe lo había aceptado con los brazos abiertos, le había dado una buena educación y le había abierto un amplio camino, había sin embargo muchas cosas que sumergían en profunda amargura la orgullosa y sensible alma de don Juan. Felipe, aunque amaba a su hermano, era, sin embargo, un hombre demasiado pedante y formalista para que le hubiera podido pasar completamente desapercibido su nacimiento adulterino. La distancia entre los vástagos legítimos e ilegítimos de la dinastía, según el modo de ver de Felipe, debía mantenerse para que no pudieran surgir confusiones en la cuestión de la sucesión al trono. Por eso insistía en que nunca se dirigieran a su hermano como «alteza», sino siempre tan solo como «excelencia». La misma diferencia se mantenía en millares de otras pequeñeces, por lo menos en presencia de Felipe, mientras que los amigos y compañeros de don Juan, incluso los embajadores, no dejaban de conceder honores principescos al hijo ilegítimo del emperador tan pronto como la penetrante mirada del rey dejaba de estar presente. Este continuo oscilar entre bastardo y príncipe producía honda amargura en don Juan. Y así pronto decidió crearse un reino independiente del real hermano; un señorío en el que el fantasma de su ilegítimo nacimiento se hundiera para siempre. Pero no era como el Edmundo de El rey Lear; no por medio de bajezas, traición o asesinato, sino a través de valor en el campo de batalla era como don Juan buscaba alcanzar su alto objetivo. Pero ¿dónde iba a conseguir esa corona? Los grandes estados de Europa estaban todos en manos firmes de antiguas dinastías; no necesitaban al bastardo de la casa de Habsburgo. También era inviable el elevado camino del matrimonio, pues las hijas de las casas reinantes se casaban siempre y tan solo con hijos de casas reinantes; a lo sumo quedaba abierta la posibilidad de casarse con alguna hija de alguno de los soberanos de pequeños principados de Italia o de Alemania. Pero su ambición apuntaba más alto. No solamente quería el título sino también el poder, una voz decisoria en el gran concierto de las potencias europeas, como la que su padre, el emperador, había hecho oír; como la que ahora hacía oír su hermano Felipe.
Por un momento, durante el levantamiento de los moriscos, pareció como si Felipe considerase a su hermano posible sucesor al trono, pues el miedo que expresaba en las cartas por la salud de don Juan parecía indicar que al rey no le preocupaba solo por un sentimiento fraternal. Sea como fuera, no podía haber duda de que el propio don Juan soñaba con la corona de España, que por entonces le parecía cercana. Pero este sueño se desmoronó cuando la joven Ana de Austria dio a luz el hijo tanto tiempo esperado: el infante don Felipe.
Si don Juan, ya en la adolescencia, había sido querido y popular, su figura se acrecentó más y más, acercándose al ideal caballeresco después de la brillante victoria de Lepanto; y no solo a los ojos de España, sino de toda Europa. Incluso los protestantes no encontraban nada que reprochar a este miembro de la casa de Habsburgo.
Pero ¿de qué le servían a don Juan los brillantes honores, los ricos banquetes, el júbilo del pueblo, las lágrimas de los esclavos libertos, si él, en sí mismo, siempre sentía al bastardo sin derechos, a la víctima del cruel y ciego destino que señalaba como heredero al trono al pequeñito mojapañales Felipe a la vez que empujaba al héroe del mar y salvador de Europa, como a un apátrida, a través de las ciudades de Italia?
Don Juan estaba ya convencido de sus dotes de mariscal; a causa de la victoria de Lepanto su propia estimación alcanzó el nivel de la desmesura. Se tenía por un hombre de Estado, un mariscal, un rey nato. El clero y el pueblo lo apoyaban en esta glorificación. Pero también en su más próximo círculo había cabezas inteligentes que corroboraban la opinión que don Juan tenía de sí mismo. No es que estuvieran plenamente convencidos de sus dotes, pero barruntaban la posibilidad de encontrar el camino de su propia felicidad en los ambiciosos sueños de don Juan. Entre estos que lo alentaban, lo adulaban y a la vez intrigaban, el más peligroso era un tal Escobedo, su secretario, quien sabía arrastrar a su señor hacia una complicada red de planes de altos vueltos. Pues, para su mal, don Juan no era tan astuto como él mismo se creía. En modo alguno había sido educado para el pérfido juego diplomático de su tiempo y siempre vacilaba cuando se le enfrentaban jugadores tan astutos como Isabel y Orange. Don Juan era un soldado; pero incluso en un campo de batalla carecía del verdadero genio que en grado sumo poseía su sobrino Alejandro de Parma. Don Juan era un brillante jefe subordinado, un hombre para el ataque rápido, para la refriega; no era ningún mariscal. En asuntos diplomáticos se dejaba guiar por completo por Escobedo, que, en el fondo, era un charlatán en quien se echaba en falta la necesaria prudencia.
En el año siguiente al de Lepanto, don Juan soñaba con una nueva victoria naval sobre los turcos y con llegar a hacerse con un reino africano. Estos planes fracasaron; en su lugar se llevó a cabo una expedición de castigo contra Túnez, expedición que había merecido la aprobación de Felipe. En esto seguía don Juan las huellas de su padre, cuyo mayor hecho de armas había sido la conquista de Túnez. Don Juan, con un ejército de veinte mil hombres, logró también tomar la firme fortaleza de La Goleta. Felipe había exigido que la plaza fuera desmantelada a fin de que este amenazador nido de piratas quedara neutralizado para siempre. Pero don Juan se veía ya como rey africano, y en lugar de destruir La Goleta la dejó con una guarnición de diez mil hombres de los mejores de sus tropas y con órdenes de contener cualquier ataque. Después se dirigió a Italia para hacerse festejar por este nuevo triunfo sobre los infieles. Estas fiestas, desfiles y banquetes tuvieron un final precipitado; Aluch Alí, el temido pirata, apareció ante La Goleta con cuarenta mil hombres y asaltó el fuerte antes de que, desde Génova, pudiera llegar auxilio para los valientes defensores. El sueño de un reino africano se esfumó y los gritos de júbilo causados por la victoria se transformaron en gritos de dolor: los prisioneros partían como esclavos que servirían a los vencedores en galeras o como aguadores y braceros en las labores agrícolas. Con esto parecía como si hubiera llegado a su fin la tan gloriosa como corta carrera de don Juan. La causa de la catástrofe había sido la desobediencia a la orden de Felipe. Con razón no podía ya el rey confiar en su joven hermano.
Pero el mismo Felipe pensaba de otro modo. Era cierto que su confianza había sido perturbada; cierto que veía que don Juan nunca sería un hombre de Estado; pero, sin embargo, pensaba que aún podía servirle en sus propósitos; al fin y al cabo, el rey no olvidaba que por las venas del joven corría la sangre de su propio padre. No podía dejarlo caer.
Al comienzo de 1576 murió don Luis de Requesens, que había sustituido al de Alba en los Países Bajos. Contra la opinión expresa de la mayoría de los consejeros de estado, Felipe decidió probar otra vez a don Juan y enviarlo a Flandes.
No gustó mucho a don Juan recibir la orden de Felipe. Los Países Bajos le daban miedo; allí no se podían alcanzar laureles en poco tiempo. Ni el terror de Alba ni la astucia de Requesens habían podido doblegar el espíritu de rebeldía e independencia de los flamencos. La situación pedía a gritos un estadista experto, pues los problemas de Flandes no eran simplemente una cuestión de política interior y su solución no consistía solo en apaciguar al pueblo; el asunto se había extendido ampliamente hasta convertirse en una cuestión internacional de inmensa dificultad, en un juego excitante y peligroso entre España, Inglaterra y Alemania. Quizá don Juan llegara a entrever que él no podía ser adversario en plano de igualdad frente a Isabel de Inglaterra y su ministro Cecil; frente a Catalina de Médicis y el duque de Anjou y, finalmente, frente a Guillermo de Orange y sus aliados alemanes.
Su secretario, Escobedo, pensaba de modo distinto. Se daba cuenta de las implicaciones, pero subestimaba al mismo tiempo las dificultades lo mismo que sobrestimaba a su señor. Precisamente el juego de las intrigas acerca de los Países Bajos y el hecho de que, en Bruselas, se encontraran las tendencias de un desequilibrio demasiado inestable entre las grandes potencias, era lo que animaba a Escobedo, que creía que Bruselas, centro de discusión política, sería el lugar apropiado para conseguir un reino para su señor en el cual él y sus amigos, sus parientes y sus devotos buscarían el modo de ocupar los puestos mejor pagados y de mayor jerarquía. Pensaba, en primer lugar, en Inglaterra, pues había allí dos reinas a las que imaginaba como esposas para don Juan. Allí estaba, por el momento, la prisionera, María Estuardo, reina de Escocia, pretendiente a la corona de Inglaterra. Ella era, sin duda, el mejor partido, pues era católica. Por otro lado, Escobedo, en sus planes políticos, no tenía inconveniente en dejar a un lado las diferencias de religión; si se podía contar con Isabel, la unión le parecía igualmente prometedora. En largas conversaciones exponía a don Juan los detalles de cómo podría lograr que Isabel volviera a la antigua fe para, así, volver a conducir a la obstinada Inglaterra, como con andadores, hacia el catolicismo.
Don Juan y Escobedo pensaron que estos dilatados planes o, al menos, parte de ellos, debían ponerse en conocimiento de Felipe antes de que el nuevo regente partiera para Flandes, ya que el rey era, obviamente, quien tenía que aportar todo el dinero necesario y ya Escobedo había calculado que la empresa sería costosa debido a los gastos de la corte, de los ejércitos y, también, en lo referente a sobornos. Sin embargo, Escobedo no se dirigió primero al propio rey, sino a su secretario Antonio Pérez. Fue un paso desafortunado, pues Pérez odiaba a don Juan. La razón de esta inquina no es completamente clara, pero parece como si en esta cuestión representara el papel principal la princesa de Éboli, esposa de Ruy Gómez, tan astuta como seductora, y auténtica amante de Antonio Pérez. Por parte de ella, quizá todo se debía a un desengaño amoroso; pero fuera cual fuera la oculta razón, a Pérez le faltó tiempo para leerle al mismo rey las cartas de su «amigo» Escobedo, cartas en las que el firmante se expresaba frecuentemente con palabras poco lisonjeras para el monarca.
Aunque Felipe no estaba en contra de los matrimonios de conveniencia, le pareció que no estaba bien elegido el momento para discutir estos proyectos, pues le importaba mucho más que don Juan se dirigiera por el camino más corto a los Países Bajos. Estaba muy preocupado. Y estas muy justas preocupaciones tenían su fundamento en el hecho de que las tropas destacadas en Flandes hacía años que no recibían ninguna paga. Además, después de la batalla de Mook, los españoles se habían negado a marchar contra Guillermo de Orange si no se les pagaban los sueldos atrasados. Habían depuesto a sus oficiales y de entre ellos mismos habían elegido a sus propios jefes. El ejército se iba convirtiendo cada vez más en una horda desorganizada que, con una gigantesca impedimenta de mujeres y niños, se dirigía hacia el sur, presentándose como una auténtica plaga, ya que, sin dinero, se veía impulsada al robo, al saqueo, a la rapiña para la conservación de la vida de los suyos. A esto se añade que el ejército español no se componía en modo alguno de españoles, sino que, en su mayor parte, estaba formado por valones, lansquenetes y jinetes alemanes, muchos de los cuales eran protestantes y odiaban con furia a los españoles. Felipe pensaba que poner fin a esta insostenible situación era tarea que requería la máxima urgencia.
Pero don Juan, ensimismado por entero con su secretario en aquellos planes, no pensó en el bien y el mal de los Países Bajos. Y así se perdió un tiempo valioso irrecuperable. Escobedo llegó a Madrid y atosigó a Felipe con miles de peticiones: don Juan no quería órdenes de España, solamente propuestas; el dinero habría de tomarse prestado de los Fugger; sin la ocupación de Inglaterra, pensaba don Juan que su posición en Flandes era insostenible. Y así día tras día. Era de admirar la paciencia de Felipe, quien, indulgente, soportaba este atosigamiento que incluso llegaba a alcanzar tonos de insolencia.
Finalmente fue don Juan mismo quien se presentó en Madrid a pesar de la prohibición expresa de Felipe. De nuevo hizo el rey de tripas corazón y recibió amablemente a don Juan en El Escorial. Toda la familia real estaba allí reunida. Cuando don Juan se inclinó para besar la mano de la reina Ana, la punta de su espada golpeó entre las cejas del pequeño infante don Felipe y este se arrojó llorando desde su escabel al suelo dándose un fuerte golpe en la cabeza. Aquello no fue más que una torpeza de don Juan, quien se apresuró a lamentarlo profundamente, pero que, quizá como muchos de los errores que se cometen, arroja luz sobre lo que inconscientemente le movía.
Por fin se decidió que don Juan debía emprender el viaje a los Países Bajos. Se informó de que embarcaría en Barcelona para alcanzar su destino a través de Italia. En todas las iglesias de España se oraba por la feliz llegada a Flandes y, mientras tanto, don Juan, disfrazado de esclavo moro, con el rostro atezado y la barba teñida, viajaba a través de Francia en compañía de su amigo Octavio Gonzaga a fin de llegar a los Países Bajos por el camino más corto.
Pero llegó demasiado tarde. Lo que Felipe, en silencio, había estado temiendo, el levantamiento de la soldadesca, ya no lo pudo impedir ni contener don Juan. Estaba aún en Luxemburgo cuando, en Amberes, los soldados españoles se lanzaron sobre los lansquenetes alemanes y saquearon luego la rica ciudad y asesinaron a más de siete mil de sus habitantes. Los daños materiales fueron enormes, pues en los almacenes de los comercios de Amberes, la mayor capital comercial de Europa, se amontonaban las más valiosas mercancías: especias, tapices, brocados, sedas, obras de arte; pero mayor aún fue la pérdida en cuanto a las ideas. El grito de horror ante la «furia española» atravesó Europa; el levantamiento de los protestantes fue más grave que el causado por la Noche de San Bartolomé; la posición de Guillermo de Orange, hasta entonces insegura, se consolidó firmemente. Los ojos del mundo dirigían su mirada ahora más que nunca hacia los Países Bajos, pues allí estaba el campo de batalla sobre el que habría de decidirse la lucha entre Reforma y Contrarreforma. Poco importaba, a los ojos de los contemporáneos, que los crímenes de Amberes constituyeran o no una acción consciente de los católicos. Se llegó a olvidar por completo que entre los malhechores se encontraban muchos protestantes y entre las víctimas muchos católicos. Había cosas más importantes en las que pensar. Las fuerzas protestantes no podían dejar escapar la ocasión que les brindaba la singular propaganda contra el rey de España.
En estas desgraciadas circunstancias comenzaba la regencia de don Juan. Incluso las provincias católicas, que en su mayor parte constituyen hoy el reino de Bélgica, se pusieron del lado de Guillermo de Orange y firmaron la llamada «Pacificación de Gante».
También don Juan se esforzaba, con todos los medios a su alcance, por conseguir una pacificación de los Países Bajos, con la finalidad última, por supuesto, de devolverlos a los brazos de España. Supo hacerse popular. Aparecía en público con menos acompañantes, mandó a las tropas españolas partir hacia Italia; tomaba parte en los bailes, kermeses y fiestas de los arcabuceros e incluso se dejó coronar como rey de ellos. Era personalmente querido. Pero había corrido mucha sangre; se habían saqueado demasiadas ciudades. La fatal confrontación de España y los Países Bajos no se prestaba a ser interrumpida por la amabilidad de un joven. La política pacifista de don Juan fue un fracaso tan grande como lo había sido la política de terror del de Alba. Y no sin motivo, porque ¿quién aseguraba a los Países Bajos que a don Juan no seguiría después un nuevo Alba? No se trataba de la personalidad del actual regente, sino de una cuestión fundamental de derecho que no podía quedar eternamente en suspenso.
Un mayor interés que el que ponía don Juan en la cuestión de los Países Bajos era el que le reclamaban sus fantásticos planes para conseguir un reinado propio. Escobedo realizó largos viajes; mantuvo conversaciones y tratos secretos con la reina viuda, en París, y con los dignatarios de la Iglesia en Roma. El papa parecía dispuesto a adelantar grandes sumas para una campaña contra Inglaterra; Catalina de Médicis habría visto con agrado a Felipe empeñado en una guerra con los ingleses; ella deseaba una parte de los Países Bajos para su hijo menor, el duque de Alençon, con quien la reina Isabel había jugado tan cruelmente cuando él fue a Inglaterra como pretendiente. Escobedo ponía a Antonio Pérez al corriente de todo, y Antonio Pérez pasaba a Felipe la información que recibía. En Felipe renacía la antigua desconfianza; cada vez veía con más claridad que en su hermano había otro don Carlos. Olfateaba alta traición, una amenaza a su existencia política; una amenaza contra el sistema político mantenido con tanto esfuerzo. Indicó a Antonio Pérez que estimulara a don Juan y a Escobedo a que siguieran con sus planes y continuara impulsándolos a marchar por la senda peligrosa.
La situación en los Países Bajos era peor que nunca. Guillermo de Orange hacía entrada en Bruselas entre el júbilo del pueblo y protegido por las guardias nacionales de Amberes y Bruselas. Don Juan ya no veía segura su vida. Le fueron formuladas las más insolentes propuestas: le exigían que despidiera a todos los españoles y que alejase de sí a Escobedo y Gonzaga. Como no aceptaba, esparcieron y distribuyeron escritos en los que se hacía mofa de él. Se contaba, entre risas, que don Juan no era hijo del emperador sino bastardo de un soldado español que había practicado frecuentemente, con Bárbara Blomberg, y con agrado, el juego del «animal de las dos espaldas».
Don Juan, sin dinero, casi sin fuerza militar, veía desplazados a muy larga distancia sus proyectos bélicos. Pero donde ya Marte no podía hacer nada, quizá podría intervenir la ayuda de Cupido. En Malinas mantuvo largas conversaciones con un tal doctor Wilson, agente holandés de Isabel. Don Juan, que pasaba por ser uno de los hombres más bien parecidos de su tiempo, decía que esperaba mucho de un encuentro personal con Isabel. Pero al final de todo esto no hubo nada excepto cartas que no escaseaban de adulaciones a la madura doncella que ocupaba el trono de Inglaterra y que le ayudaron a sentirse mujer.
Por aquellos días tuvo don Juan ocasión de saludar a una joven y hermosa reina, la pequeña Margarita de Navarra, a quien había visto en un baile en el Louvre en la etapa de su paso por Francia. Enseguida se enamoró de ella. Don Juan vendió sus muebles y su bodega con el fin de aportar el dinero necesario para un digno recibimiento a la encantadora, graciosa y elegante reina soberana. Es de suponer que la cosa salió bien. Margarita continuó su viaje hacia Spa para tomar allí las aguas medicinales.
Don Juan, mediante un rápido golpe de mano, cayó sobre la ciudadela de Namur. Se veía perdido más que nunca y creía que solamente podía estar seguro detrás de murallas y cañones.
El asalto a Namur sublevó a los flamencos, que entonces declararon destituido a don Juan y eligieron como regente al joven archiduque Matías de Austria. Matías era un muchacho de catorce años que en camisa de dormir había escapado de la vigilancia de sus padres en el palacio de Viena para representar en aquel momento un breve papel de príncipe bajo la tutela de Guillermo de Orange. Con dos regentes, ambos de la casa de Habsburgo, el caos era ya constante en los Países Bajos. Felipe tenía que ordenar sus ideas. La misión de don Juan había mostrado su fracaso. Tenía que recurrir de nuevo a la fuerza. Los ejércitos españoles se acercaban ya desde Italia.
Mientras tanto, el secretario de don Juan, Escobedo, en una visita a Madrid, fue asesinado por Antonio Pérez, probablemente por orden del propio rey. Don Juan había rogado que se le permitiera regresar a España. Él, como todos los soñadores, no se sentía bien en ninguna parte y en ninguna parte se sentía en casa; se creía maltratado y traicionado y achacaba sus fracasos contra los moriscos, los turcos y los flamencos a la adversidad de los hombres y de las circunstancias; nunca a él mismo. De aquel doncel ideal, del caballero sin miedo y sin tacha, había surgido, hacía ya tiempo, un quejumbroso, un enfermo imaginario.
Cierto es que obtuvo alguna victoria contra los flamencos, en Gembloux; pero el mérito no era tanto suyo como de su sobrino Alejandro Farnesio, que había causado una gran confusión en el enemigo mediante un audaz ataque de flanco.
El hombre que había sido celebrado en toda Europa terminó tristemente en un viejo palomar al que se había hecho llevar pensando que su emplazamiento, por su altura, le haría bien. Sus últimas palabras fueron: «¡Jesús!, ¡María…!». Su confesor escribió a Felipe: «Se nos fue de las manos casi sin que nos diéramos cuenta, como un pájaro que desaparece en el cielo».
No se ha determinado con seguridad a qué se debía su enfermedad. Algunos hablan de sífilis; otros, de veneno; otros, de una operación de hemorroides. Pero lo que también pudiera haber sido causa, la enfermedad auténtica, es el agotamiento, la desesperación, la renuncia espontánea de un soñador que no pudo soportar por más tiempo la fuerza de la realidad. El cadáver fue descuartizado y cargado en mulos, en cajas, y enviado a España en un largo viaje. Allí, en el panteón de El Escorial, bajo el altar mayor de San Lorenzo, recompuesto el cuerpo de nuevo, tuvieron lugar los oficios por su eterno descanso, al lado de su padre el emperador Carlos V, a quien debía toda su felicidad y su desdicha.