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Una hora antes del amanecer

AÑO 1574

Silenciosa, casi como muerta, yacía la pequeña ciudad de Rotterdam en la noche de septiembre. Aquí y allá lucía una farola aislada sobre una puerta cerrada; pero una luz tenue y oscilante atravesaba débilmente los velos de la niebla. El agua caía en lentas y gruesas gotas de las gárgolas de las casas cuyos puntiagudos pináculos se perdían en la espesa y húmeda atmósfera.

Los habitantes de Rotterdam llevaban ya mucho tiempo descansando en sus lechos. Solamente en las torres de los centinelas y en las murallas había algunos hombres despiertos, guardias nocturnos con largas lanzas y armas de fuego cuyo sonido, de vez en cuando, con largos intervalos, llegaba amortiguado por la niebla, como el ronco graznar de extrañas y casi afónicas aves acuáticas.

Había una humedad penetrante y fría; pero no soplaba viento alguno. Los centinelas, envueltos en sus capas frisonas, largas y grises, en vano levantaban sus índices humedecidos en la niebla y en vano miraban en la dirección en que, dentro de esta confusión de niebla y agua, debiera encontrarse el gris mar del Norte. El viento se había dormido; y así llevaba ya muchos días.

En una de las casas de afiladas torres, algo más majestuosa que las vecinas, adornada con columnas a su entrada y un escudo sobre la sólida puerta de madera de roble, había, en el segundo piso, un hombre enfermo. Su nombre era Guillermo de Nassau, príncipe de Orange. Pero el aspecto de la sencilla habitación, pintada en blanco, en la que solamente había una cama y una silla, tenía poco de principesco; ni el hombre mismo, a quien una alta fiebre estuvo a punto de costarle la vida. Sus mejillas estaban profundamente demacradas, como las de un asceta; la nariz sobresalía, larga y ganchuda, de su rostro; la surcada frente se perdía en un cráneo casi pelado en el que solamente quedaban algunas mechas de pelo a semejanza de esas hierbas aisladas que pueden verse en los pantanos. Por sus mejillas y su mentón crecía sin orden una barba grisácea de dos días. Las guías de su bigote, aún oscuro, colgaban melancólicas.

Parecía casi increíble que este hombre fuera el mismo, despreocupado y un tanto derrochador, sobre cuyos hombros se había apoyado, en Bruselas, el anciano emperador; el mismo gobernador de Zelanda y Holanda, a quien le gustaba comer sobre un mantel de azúcar en su casa de Breda, porque el extraño mantel era más costoso y más raro que los de seda, terciopelo o damasco.

El hombre había cambiado sustancialmente, tanto en su exterior como en su interior. Los pensamientos de Guillermo de Orange, a estas horas de la noche, cuando la ciudad dormía y fuera no había más que niebla, eran tristes, angustiosos, cercanos a la desesperación.

El enfermo notaba que la alta fiebre cedía un poco; pero se sentía deshecho, mortalmente cansado; y sabía, al mismo tiempo, que no podía dormir, pues con la fiebre se le habían ido también las fantasías que la mayor parte de las veces le hacían volar a su juventud, a su palacio de Dillenburg junto al amistoso Lahn. Ahora, a la vez que la fiebre, se habían marchado los sueños y se encontraba como un animal marino abandonado en la playa por la marea, en el lodo viscoso y desconcertante de realidades insolubles.

Se sobresaltó de repente; le pareció que alguien había hablado; unas palabras apenas perceptibles como cuando a veces el corazón llega a hablar a la cabeza. ¿Qué decían? ¿No se las había dicho una vez su madre Juliana, hacía mucho tiempo, cuando aún era un chico de corta edad y al ir a la cama, de noche, le daba miedo la oscuridad? Sí; exacto. Decían: «Yo te llevaré, paso a paso; yo te abriré camino hacia delante». Así decían, o algo parecido. La promesa de Dios.

Atribulado miró el enfermo, por encima del pesado edredón de plumas, hacia la pequeña ventana ante la cual la niebla se ponía de un pardo rojizo al iluminarla desde abajo el farol que había en la puerta. A esta hora, las piadosas palabras que le invitaban a tener confianza en su suerte le parecían una burla mordiente y una enorme afrenta. Sus débiles hombros se agitaron bajo el edredón al pensar en la matanza y la desolación a que habían llegado los Países Bajos.

—Esta no es mi guerra —murmuraba el enfermo—; es la guerra del pueblo holandés. Y es más que una guerra por ciertos derechos, dogmas, sacramentos e impuestos. Es una guerra por el propio ser humano, por su dignidad, su libertad interior, su futuro. ¿Cómo puede Dios no bendecir estos fines?, ¿cómo puede dejarlos sin su amparo? Y lo ha hecho. En su majestuosa indiferencia contemplaba desde su cielo cómo caía Harlem tras una larga y valiente defensa. Contemplaba cómo los españoles colgaban a los ciudadanos, los decapitaban y los ahogaban; cómo ofendían a las mujeres y asesinaban a los niños. Todo esto no es para Él más que la siega de la hierba; los carruajes repletos de cadáveres, como carretas cargadas de heno; los bramidos de la soldadesca, como los cantos de los segadores cuando regresan a sus hogares después del trabajo. Y antes, en Mons, exactamente lo mismo. Pero lo peor, lo más terrible, era, sin embargo, el erial de Mook en el que mis hermanos Luis y Enrique desaparecen de mi vista para siempre aplastados por la superioridad de los jinetes. Ninguna carta, ninguna noticia, ni una última palabra. Y ¿qué soy yo sin toda la osadía de Luis y sin la alegre juventud de Enrique? ¿Dónde están ahora? Los españoles se llevan sus equipos, montan sus caballos y los pobres cadáveres, desprovistos de su ropa, quizá desnudos por completo, quedan en el campo para pasto de los buitres y los perros. ¿Hubo un caballero más piadoso que mi hermano Luis, que en Ginebra recibió las enseñanzas reformadas de los propios labios de Calvino? Ahora temo por la suerte de Leyden. ¿Ha de repetirse el espectáculo de Harlem y de Mons? Más crímenes, más miseria. Y todo sobre mis hombros que ya no pueden con nada. Quizá tenía razón Marnix, que vino a mí desde su cautiverio en España para convencerme de que el final de esta larga lucha solamente podía ser el de mi derrota, solamente la destrucción total del país que me había sido confiado.

Así reflexionaba el enfermo. Y las quejas contra su propia suerte, contra Dios, lograron que sus atormentadores pensamientos se hicieran más oscuros de lo que correspondía a la auténtica realidad. Pues se olvidaba de muchas victorias, muchos raros casos de fortuna que le habían salvado del aniquilamiento total. Olvidaba la liberación de Alkmaar, la que el propio hijo de Alba no pudo tomar; olvidaba las muchas victorias navales de su almirante Boisot, en las que había logrado apresar muchas naves españolas y con las que él había dominado el mar, las bahías y las anchas desembocaduras de los ríos casi sin ser estorbado. No pensaba en el motín de los mercenarios españoles después de la batalla de Mook, en su rápida retirada a Amberes, sin la que él, con su modesto ejército, probablemente habría sido aplastado por Ávila. Y tampoco se le venía a las mientes la transformada situación de toda Europa en esta hora difícil. No pensaba en que Francia se le había sometido una vez, que los protestantes, en Alemania, reunían nuevos ejércitos para ayudarlo y que el apoyo de Isabel de Inglaterra aún daba señales de que podía tenerse en cuenta. Estaba enfermo y sumido en una mortal tristeza; enemistado con el mundo. El sueño no quería venir a sus ojos. Cansado, volvió su cabeza sobre la almohada y miró a la pared sobre la que en ese momento empezaba a reflejarse la primera luz de la mañana.

Más entrado el día empezó a llover; la niebla se deshacía en grandes jirones que aún siguieron un rato vagando aquí y allá como inquietos fantasmas para desaparecer más tarde. Desde el mar llegaba una ligera brisa. Las mujeres, rubias y de anchas caderas, habían concluido ya su desayuno en la cocina y se esforzaban en encender el fuego para preparar la comida de los maridos y los numerosos hijos cuando delante de la casa del príncipe de Orange apareció un caballero de gran corpulencia a quien la papada le colgaba partida en dos grandes protuberancias sobre el bien planchado cuello blanco. Sobre su gran cabeza llevaba una gorra inimaginablemente pequeña. Y su grueso rostro, orlado por una redonda barba, mostraba dos profundos ojos negros debajo de unas cejas blancas. Este caballero era el digno Cornelio von Mierop, el recaudador de los impuestos ordinarios de Holanda. En aquel momento subía fatigosamente los pocos escalones ante la puerta y hacía sonar contra ella el llamador de bronce. Nadie abría. Cornelio puso cara de asombro y por unos instantes desapareció la astucia de los rasgos de su rostro. Llamó otra vez, y otra, de tal modo que la puerta comenzó a temblar retumbando con estrépito. Pero nada se movía. El silencio, después de aquel ruido metálico, se hacía casi opresivo y solamente podía oírse el caer de la lluvia y el chorrear de las gárgolas. Entonces apareció la preocupación en la cara de Cornelio, intentó accionar el picaporte y la puerta se abrió lentamente chirriando ante él. Cornelio entró en la casa y miró a su alrededor. No había nadie. Gritó: «¡Ah de la casa!». Nada se movió. Al rato surgió de debajo de la escalera un gran gato gris que se acercó a él para frotar su cuerpo contra las piernas del visitante maullando quedamente.

Cornelio, con rápida decisión, comenzó a subir por la escalera que crujía bajo su peso. Llamó a varias puertas sin obtener respuesta. Se impacientó y abrió. En una de las habitaciones que recorrió estaba sentado, pálido y abatido entre los almohadones de su lecho, el príncipe de Orange, que le dirigía una mirada intranquila.

—¡Dios mío! —exclamó Cornelio—. ¡El príncipe!

—Cornelio von Mierop —dijo Orange con una leve sonrisa en su inexpresivo rostro.

—El más humilde servidor de vuestra alteza —replicó Cornelio—. Pero no comprendo. La casa está abierta. La servidumbre se ha ido.

—Se ha ido —dijo Orange tristemente—. También os debéis marchar vos. Quizá tenga yo la peste. Quién sabe…

—¡La peste! —exclamó Cornelio horrorizado. Luego se serenó—. Ruego a vuestra alteza que no se burle. Traigo noticias de Leyden.

—Leyden —dijo Orange. Sus blancas manos de hinchadas venas comenzaron a temblar—. ¿Leyden, decís? No me ocultéis nada, Von Mierop. Estoy preparado para todo. No tengáis cuidado por mí. Decid toda la verdad. ¿Se ha rendido Leyden a los españoles?

—¡No! ¡Por Dios, no! —exclamó Cornelio—. Leyden no piensa capitular.

El príncipe se sobresaltó.

—Debo haber oído mal —dijo—. Decidlo otra vez, mi querido Von Mierop.

—No piensa en la capitulación, alteza. Los ciudadanos de Leyden no confían ni en las promesas de Felipe ni en el perdón del general Requesens. Han echado de la ciudad a los Glipper, los amigos de España que les hablaban de la magnanimidad de los españoles; y de las dulces promesas de Requesens se burlan diciendo: «La flauta suena dulce cuando el pajarero quiere engañar al pájaro».

—¡Ja, ja! —rió Orange—. Es una buena sentencia. Muy aguda, Von Mierop. Aún no se ha perdido Leyden; pero ¿qué aspecto tiene la ciudad?

—No completamente nuevo —dijo Cornelio titubeando—. Los víveres se han consumido de tal modo que una rata es ahora un bocado exquisito. La gente tiene la delgadez de un esqueleto. Muchos están desesperados. Pero Adrián Van der Werff, su alcalde, se mantiene firme. «No cederemos nada —dice—, aunque Felipe reúna toda España ante nuestras puertas».

—Conozco al hombre —dijo Orange, cuyo cansancio iba cediendo cada vez más—. Es tan bueno como su palabra. Pero ¿dónde está Boisot? ¿Dónde están sus gentes? ¿Es que no ve que en estos momentos toda hora es importante?

—Han perforado los diques —replicó Cornelio—, y yo aseguro a vuestra alteza que no vais a reconocer las praderas de Leyden, pues el mar ya no va a estar a veinte millas sino que ya está a las puertas de la ciudad; el pequeño y lento Aa tiene ya una anchura como la del Mosa, como la del Rin.

—¿Y Boisot? ¿Está en su puesto? ¿Qué fuerzas tiene? ¿Dónde está? —El príncipe intentaba levantarse, pero la enfermedad le obligaba a desistir.

—Se encuentra a unas cinco millas de Leyden, en la frontera, en un gran dique que aún no han roto las aguas. Pero si hubiera viento del suroeste, entonces se rompería también.

—Suroeste —repitió Orange—; yo haré que en todas las iglesias de la ciudad se implore viento suroeste, tormentas tales que nadie pueda recordar haberlas vivido mayores. Y yo sé, Von Mierop, que el suroeste llegará; lo siento ya en mis huesos.

—En ese caso ya estaría todo ganado —dijo Von Mierop—, pues Boisot, vuestro almirante, tiene más de doscientas naves tripuladas por los mejores y más salvajes de los mendigos. Cuenta con dos mil veteranos y unos mil voluntarios a bordo.

—Todo lo que la previsión humana puede hacer, está hecho —dijo Orange, pensativo—. Von Mierop, cuando yo aún era joven mi madre me dedicó un oráculo. Decía: «Yo te llevaré paso a paso: yo te abriré camino hacia delante». Esta noche desesperaba yo de todo. Pensaba en mis hermanos y en los eriales de Mook. Pensaba en la desgracia de nuestro país. En la pena olvidé que el hombre es libre, que tiene que sufrir y sacrificarse antes de que Dios se incline hacia su lado. Pero ahora me parece como si la posibilidad humana se hubiese realizado por nuestra parte. Y ahora clamo al Señor y le digo: «¡Mira, Señor, tu mar, tus vientos, tus mareas, de las que solamente Tú puedes disponer! ¡Dicta tu fallo! Hágase tu voluntad. Amén».

Sobre la amplia extensión del Atlántico se imponía la tormenta. Las olas se encabritaban como vigorosos corceles con sucias y espumosas melenas. Entre Dover y Calais se acumulaban gigantescas masas de agua azotadas por el viento suroeste. Se trataba de una marea alta repentina. La temida tempestad del otoño. Delante de las desembocaduras del Escalda, del Mosa y del Rin, el mar era como una muralla y las corrientes fluviales se salían de los lechos inundando las márgenes en una gran extensión. En los diques de Damm, de Sluis y de Middelburg, los campesinos, empapados en sudor, combatían contra el mar empleando palas y chamarasca. Pero más allá, en el norte, a la altura de Leyden, no había ni diques ni campesinos. Tronando, en torbellino rugiente y sin obstáculos, el mar penetraba en Holanda. Avanzaba sobre las casas y aldeas abandonadas y dejaba tras de sí, cubiertas de agua, las praderas que muy poco antes habían sido un lugar tranquilo para pasto de las vacas.

Era una noche oscurísima. Los españoles de los fuertes de Lammen y Zoeterwoude, por delante de Leyden, se abrían paso con el agua hasta la rodilla. Uno de ellos cayó salpicando a sus compañeros; levantose luego sacudiéndose y ayudado por sus camaradas, que acompañaban la acción con juramentos. Muchos de estos soldados arrojaban de sí las pesadas armaduras por miedo a ahogarse a causa del peso.

—¡Por la Santísima Virgen! —clamaba el capitán Valdés—. ¡Durante el diluvio no pudo caer más agua!

Durante esa noche, Boisot avanzó hasta Leyden con sus naves. Los cañones españoles disparaban desde Zoeterwoude; desde los barcos holandeses respondían con la artillería de a bordo. Ninguno de los proyectiles producía grandes daños, pues no se podía ni pensar en apuntar, ya que no se conseguía ver la propia mano delante de los ojos. Pero el relampagueo de las bocas de fuego, el chasquido de los proyectiles al caer al agua, aumentaban la excitación de los españoles. Los navíos holandeses navegaban ya sobre las praderas. El agua alcanzaba cada vez un mayor nivel y a los centinelas españoles les llegaba ya a la cintura. Una racha de viento les lanzó a la cara el espumoso líquido salino. Realmente el viento soplaba tan fuerte en la noche que llegó a derribar una parte de la muralla de la ciudad.

A la medianoche todo era un caos. La pólvora de ambos contendientes estaba empapada desde hacía ya tiempo y ya había quedado inservible. Las naves de Boisot navegaban como sin timón y sus negros cascos chocaban unos contra otros ruidosamente y muchos lanchones de los empleados en esta batalla naval nocturna aparecieron luego colgados de las ramas de un sauce o de un álamo.

Valdés, lleno de pesar, contemplaba cómo el nivel de las aguas seguía ganando altura.

—¡Nos ahogaremos todos! —decía a gritos a su corneta—. ¡Toca retirada!

La corneta sonó ronca sobre aquel desierto de agua y los españoles se retiraron con paso vacilante. Muchos de ellos no habían perdido solo las armas, sino también su calzado y sus calzas.

Valdés no había perdido nunca una batalla. Sin embargo, tenía que retirarse. Los vencedores eran el mar y la tempestad.

El domingo, el 3 de octubre, Guillermo de Orange se hallaba sentado en la gran iglesia de Delft, a donde se había dirigido para estar más cerca de Leyden. La lluvia había amainado, pero aún seguían llegando pesadas nubes grises procedentes del mar. La sencilla y encalada iglesia estaba medio a oscuras. Las velas que había ante el altar y en el púlpito arrojaban oblicuamente su luz sobre la asamblea de honrados holandeses, hombres y niños que habían acudido allí con sus limpias y planchadas galas de domingo para escuchar las palabras del predicador.

El clérigo acababa de leer unos párrafos de la Biblia y se disponía a desarrollarlos cuando entró en el templo un hombre que atrajo las miradas de la concurrencia. Iba vestido como un caballero alemán, calzado con altas botas de cuero con grandes espuelas. Las botas y la capa aparecían manchadas de barro, el sombrero de ala ancha, que se quitó rápidamente al entrar, estaba deforme a causa de la excesiva agua recibida. Este hombre descubrió entre los asistentes al príncipe de Orange y se dirigió hacia él intentando andar sin hacer ruido. A la media luz de la nave tropezó varias veces haciendo oír el tintineo de sus espuelas. Las mujeres se volvían a mirar y los niños cuchicheaban unos con otros. El predicador tosió ligeramente varias veces en señal de censura y continuó después con su exposición.

El caballero entregó una nota al príncipe, quien, tras pedir que le acercaran una vela, comenzó a leer. El príncipe estaba envuelto en una amplia capa de cuyo oscuro cuello de piel asomaba su delgado rostro. Leía, y según lo iba haciendo iba también variando su semblante. La cansina impasibilidad de sus rasgos se transformó en expectante atención. Su espalda se enderezó bajo la capa y, dando la sensación de que había rejuvenecido diez años, sonrió y entregó la nota a un monago con la indicación de que se la alcanzara al predicador a fin de que la leyera en voz alta una vez terminado el sermón.

El predicador recorrió con una rápida mirada su feligresía y empezó a acelerar su discurso, equivocándose varias veces. Ya sin respiración terminó con las palabras de bendición y alargó la mano hacia el escrito.

Después pasó a leerlo. En un momento su voz recobró el tono solemne y grandilocuente. Leía acerca de la tempestad, de las aguas, del combate nocturno ante Zoeterwoude. Leía acerca de la retirada de los españoles, de la liberación de Leyden, de los ciudadanos que medio muertos de hambre y empapados de agua habían estrechado en sus brazos a las gentes de Zelanda.

Los holandeses no olvidaban que estaban en presencia de Dios; su júbilo no podía estallar. Sonreían; algunos hablaban en voz baja y excitados. Una joven lloraba. Un muchacho, solamente de unos diez años, lanzó su gorra al aire y exclamó: «¡Viva Leyden!». A este grito respondió su madre, mujer rubia y algo gruesa, propinándole una sonora bofetada al tiempo que, avergonzada y confusa, levantaba los ojos hacia el púlpito.

No es necesario decir que la coral de la ceremonia final se cantó tan fuerte como nunca se había cantado en la iglesia holandesa antes ni se cantó después de aquella fecha.

Al día siguiente, Guillermo de Orange, a pesar de los consejos de sus médicos, se hizo llevar a Leyden en una silla de mano. Aún estaba demasiado débil para subir a un caballo. La carretera sobre el dique estaba interrumpida de trecho en trecho por algunas roturas en la obra y era necesario dar algunos rodeos y vadear algunas corrientes. Por doquier se veían las praderas bajas de las que se desprendían jirones de neblina. Un negro cieno las cubría por completo. Acá y allá podía verse aún algún árbol en pie y casas derrumbadas; casi se hubiera podido pensar que se marchaba por el lado opuesto del dique, sobre el lodo gris de las aguas bajas. Las gaviotas, graznando y disputando entre ellas, buscaban en el cieno algo de alimento y alzaban el vuelo al acercarse los hombres.

Orange, en su silla, se limitaba a encogerse de hombros. Pensaba en cuánto tiempo pasaría hasta volver a ver verdes aquellas praderas para pasto de las cansinas vacas. Le vino a la memoria un antiguo dicho popular: «Mejor tierra enfangada que perdida».

La valerosa ciudad de Leyden recibió dos recompensas por su resistencia. Cada año, desde entonces, albergaría una feria de diez días de duración sin impuestos, aranceles ni contribuciones. Y, en segundo lugar, se instalaría en la ciudad una universidad como centro de enseñanza especialmente dedicado a los clérigos de la religión reformada.

La carta fundacional de la nueva universidad se otorgaba en nombre del rey Felipe, quien, preocupado de que pudiera descuidarse la formación de la juventud holandesa en cuanto a las ciencias y las bellas artes, encargó a su «querido primo Guillermo, príncipe de Orange», la fundación de una escuela pública y una universidad libre.

El sentimiento dinástico de la Edad Media seguía siendo aún tan fuerte y era tan inimaginable la posibilidad de destituir a un señor legítimo por la voluntad del pueblo, que por todos los medios se procuraba mantener la ficción de la soberanía de Felipe, ya que, prácticamente, esto no tenía la más mínima importancia.

Así sucedió que Felipe vino a ser el fundador de la más antigua y famosa universidad protestante de los Países Bajos.