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Noche de verano

AÑO 1572

Después de la inesperada muerte de Enrique II por la lanzada de Montgomery, Francia no llegó a tener un momento de paz. En vano, la reina viuda, Catalina de Médicis, se esforzaba por reconciliar a católicos y hugonotes calvinistas mediante edictos de tolerancia y tratados de paz. La antigua política de la casa de Médicis, el esfuerzo por llegar a una conciliación, a un equilibrio, que tantas veces había logrado éxito en Florencia, fracasaba en Francia. Las guerras religiosas internas se sucedían una tras otra. Por todo el país había aldeas en llamas, ciudades ennegrecidas por el humo, cadáveres pudriéndose en los patíbulos y aullidos de lobos que llenaban las noches. La miseria del pueblo francés era casi tan grande como en tiempos de la guerra de los Cien Años, en los que Inglaterra, con su aliada Borgoña, convirtió la hermosa tierra de Francia en un erial despoblado. A la furia del fanatismo religioso había que añadir la discordia entre las grandes casas de la nobleza, la debilidad de la casa real, los celos de las potencias extranjeras, que en lo único que estaban de acuerdo era en elegir Francia como campo de batalla de sus sangrientos arreglos. La suerte alternaba para católicos y hugonotes. Hoy caía cobardemente asesinado el duque de Guisa, general de los católicos; mañana era derrotado el almirante Coligny, jefe de los hugonotes, en las batallas de Jarnac y Moncontour, sin que, sin embargo, significara esto haber terminado con ellos. Dentro de un reino todavía feudal, los hugonotes habían erigido un estado eclesiástico casi democrático. Las opiniones y propuestas políticas de los distintos miembros de las iglesias pasaban a través de los clérigos a los jefes de los principales centros eclesiales, veinticuatro, distribuidos por toda Francia, y de ahí a un consejo de seis ancianos que colaboraban estrechamente con la reina de Navarra y el almirante Coligny, jefes del partido. Esta organización severa de los hugonotes, a imitación del modelo de Ginebra, hacía posible que los jefes reunieran grandes sumas de dinero y organizaran en común importantes ejércitos. Aunque los hugonotes estaban en franca minoría y a lo sumo suponían una décima parte del pueblo francés, suplían, empero, esta debilidad en cuanto a número con un gran entusiasmo y una total entrega a la causa. Y ello constituía en sí una posibilidad de que el reino feudal de Francia se convirtiera con el tiempo en una estructura mitad teocrática y mitad democrática.

Era esta existencia de un estado dentro del Estado lo que atemorizaba a Catalina de Médicis y no la ideología religiosa de los hugonotes, a la que la reina viuda mostraba total indiferencia. Como tantos miembros de su familia, algunos de los cuales habían llegado incluso a llevar la tiara, no era en el fondo una persona religiosa. Pero la mayoría del pueblo francés, especialmente la población de París, era católica, y la indiferencia de la reina viuda le parecía menos peligrosa y despreciable que la pública herejía de los hugonotes.

Felipe de España, como cabeza del catolicismo político, se esforzaba naturalmente en apoyar al partido católico francés; en cualquier caso, incluso con la fuerza de las armas, debía impedir la formación de una gigantesca Ginebra al otro lado de los Pirineos. Pero en vano intentó llevar a Catalina al campo de la reacción católica. La reina viuda rechazaba la institución de la Inquisición en Francia; sus miradas se dirigían a Inglaterra, con cuya reina Isabel deseaba insistentemente tener una relación más estrecha mediante el matrimonio de la reina con uno de sus hijos menores, los duques de Anjou y de Alençon, esperanza que la propia Isabel sabía avivar constantemente. A los hugonotes les convenía un entendimiento con la reina protestante; pero aún les interesaba más que Guillermo de Orange y los rebeldes flamencos les apoyaran en la lucha contra Felipe.

El rey de Francia, Carlos IX, segundo hijo de Catalina, un joven de veintidós años, era de carácter débil, aficionado más a la caza y a las bellas artes que al fastidioso negocio de la dirección del Estado; sus ideas eran siempre las del consejero al que en último lugar había consultado. En general, manejado por su madre y los confidentes de esta, seguía los consejos de la propia Catalina, pero últimamente se había inclinado cada vez más hacia el almirante Coligny, cuyo apoyo a los rebeldes flamencos, con la posibilidad de anexionar las provincias rebeldes a Francia, le parecía una política mejor que el indeciso oscilar de Catalina entre Inglaterra y España. Precisamente en esos días, Catalina había concluido la alianza familiar, de la que se prometía una duradera reconciliación de católicos y protestantes. Había casado a su hija menor, Margarita, de dieciocho años, con el joven Enrique de Navarra, quien, después de la muerte de su madre, Juana de Albret, se había convertido en jefe de los hugonotes. Para celebrar esta boda habían venido a París los más destacados hugonotes de toda Francia. Allí estaba el mismo almirante Coligny, el joven príncipe de Conde, el belicoso Vidame de Chartres, el divertido Téligny, el gordo y ameno La Rochefoucauld y muchos otros. Pero también los católicos estaban fuertemente representados. Desde los púlpitos de las iglesias católicas, los sacerdotes se desataban en improperios contra el matrimonio de la católica infanta con el príncipe protestante, pues este acuerdo matrimonial había sido tomado en contra de la voluntad del papa. También los católicos creían husmear una conjuración protestante, pues el joven Enrique de Navarra era, como nieto de la genial narradora de cuentos Margarita, hermana del fastuoso Francisco, legítimo heredero de la corona de Francia en el caso de que los débiles príncipes de la casa de Valois, hijos de la reina viuda Catalina, desaparecieran antes de tiempo de la escena del mundo. Pero si los católicos sospechaban lo peor, a los protestantes no les sucedía lo contrario, pues temían que Europa, a causa de este matrimonio, se pudiera desentender de su movimiento.

Una turbia sensación de que iban a producirse sucesos horribles embargaba a los parisinos, fácilmente impresionables. El calor de agosto se dejaba caer con fuerza sobre los numerosos pináculos de las estrechas callejas y las basuras comenzaban a heder.

La ceremonia de la boda transcurrió sin la temida agitación. La pareja, para el acto, se situó en una tribuna de madera delante de Notre Dame, contemplada por una multitud de muchos miles de ojos, puesto que el hugonote Enrique no podía entrar en la catedral. La pequeña Margarita, con fastuoso vestido violeta almidonado y una rubia peluca en lo alto de su lindo rostro un tanto sensual, se quedó un poco confusa cuando el cardenal de Borbón le preguntó si aceptaba a Enrique por esposo. Su hermano Carlos, el rey, le dio un rápido empujón y entonces ella inclinó la cabeza, gesto que todos los presentes consideraron como un sí, suficiente para el caso. Quizá pensaba Margarita en el joven duque de Guisa, el otro Enrique, acerca del cual circulaban rumores de que gozaba de los favores de la bella infanta.

El matrimonio se celebró en domingo. El viernes siguiente ya sonaron los primeros disparos de la esperada contienda. Alcanzaron al jefe de los hugonotes, el almirante Coligny. Sus heridas no eran graves. Los disparos procedían de una casa que pertenecía al duque de Guisa. El humeante mosquete fue hallado detrás de la reja de una ventana, el tirador había desaparecido. Pero estaba claro quién era el auténtico autor del hecho: el duque Enrique de Guisa. El joven no había podido olvidar nunca que habían matado a su padre, que él a los treinta años estaba junto a la llorosa madre cuando el padre, el gran mariscal francés, tranquilo y resignado, le había dirigido palabras de despedida. Enrique de Guisa siempre había creído que el verdadero culpable de aquel asesinato era el almirante Coligny; y ahora había querido él tomar venganza al modo arrogante y violento de los hombres de su casa.

Cuando el rey, que precisamente se encontraba en el patio del Louvre jugando al tenis con el yerno de Coligny, tuvo noticia de este atentado, arrojó la raqueta y exclamó:

—¡Nunca puedo estar tranquilo! ¡Preocupaciones y más preocupaciones! —Y después de un rato añadió—: Esos disparos iban dirigidos a mí.

Después del mediodía visitó el rey al almirante en compañía de su madre y sus hermanos y los más altos dignatarios de Francia. Conversó largo rato con él. Impaciente por acabar, el rey hacía señas a su madre y a su hermano Anjou, hasta que la reina viuda le recordó que el almirante estaba herido y necesitaba reposo.

A pesar de los ruegos de sus seguidores, el herido Coligny se quedó en París. Hugonotes y oficiales de la guardia real vigilaban su alojamiento en la rue Béthisy. Bajo la protección y el afecto del rey se creía seguro.

Ya entrada la noche del sábado, la joven esposa Margarita, la nueva reina de Navarra, se dirigía a la cama para acostarse. Su corazón latía muy agitado, pues no había escapado a su atención la extraña inquietud, las miradas excitadas de ojos febriles que podían percibirse en el Louvre. Pero si esperaba encontrar tranquilidad al lado del esposo, pronto se dio cuenta de que había abrigado una falsa esperanza. La alcoba se iba llenando cada vez más de hombres que le eran completamente extraños, pero que eran recibidos con amistosos saludos por su marido. Eran los compañeros de armas de Enrique, los jefes de los hugonotes. La mayoría de ellos calzaban botas altas y sencillos jubones de cuero de cuellos blancos y estrechos. Sus espuelas tintineaban, las largas espadas con amplias cazoletas llenaban de terror a la joven, que se encontró así, sin presumirlo, en un campamento militar. Además, los hombres no mostraban ninguna ceremonia en su comportamiento. Algunos se arrellanaban en los sillones, que crujían bajo el peso desacostumbrado que soportaban, otros se tumbaban en las alfombras mirando al techo con las manos debajo de la cabeza de largas melenas. Los más osados se sentaron en la cama y su alcohólico aliento llegaba hasta el rostro de la reina. El fuerte olor a sudor llenaba la habitación en la que se habían reunido hasta cuarenta personas. Los hugonotes estaban muy excitados; lanzaban juramentos y pronunciaban toda clase de invectivas golpeando con sus rudos puños con tal fuerza en las mesitas adornadas con incrustaciones que las polveras y tarros de cosméticos rodaban de un lado a otro liberando un suave perfume que se mezclaba con el olor del sudor de tal manera que producía asco. Muchos de aquellos visitantes no invitados eran gascones; gritaban en un extraño francés y llamaba a su esposo «noust Henric», lo que hubiera podido llegar a divertir a la joven esposa si desenvainando las espadas y con furiosos rostros bigotudos no juraran que degollarían a Enrique de Guisa como cualquier aldeano lo haría con un gallo. La joven esposa pensaba llena de temor en su anterior amante y juntando las manos bajo la colcha musitaba una inaudible jaculatoria pidiendo protección para el de Guisa. Miraba a su esposo, rechoncho y de anchas espaldas, que estaba sentado junto a ella entre los negros almohadones de seda. Pero «noust Henric» parecía contento y alegre con todo aquel tumulto; reía a carcajadas y de vez en cuando daba a la joven esposa un empujón casi doloroso cuando uno de los gascones hacía una observación especialmente subida de tono y de la cual se reía con estrépito toda la concurrencia. El rubor de Margarita aumentaba entonces más y más y pensaba para sí cuántas espinas se esconden en la vida matrimonial.

Eran ya las dos de la madrugada cuando los visitantes comenzaron a despedirse. Los más principales lo hacían con sonoros besos a Enrique y a ella.

Pero ¡oh! la joven pareja no habría de disfrutar mucho tiempo de alguna tranquilidad. Unos puños aporrearon la puerta y el capitán de la guardia comunicó a Enrique que el rey quería verlo enseguida.

—¿Qué? —exclamó Enrique—, ¿ahora, en medio de la noche? ¿No sabe que soy un recién casado?

El capitán soltó una carcajada detrás de la puerta, y dijo, lamentándolo, que el asunto, desgraciadamente, era de la máxima urgencia.

El rostro de Enrique se puso repentinamente serio. Tan deprisa como le fue posible se puso con esfuerzo las calzas de seda blanca, que verdaderamente le estaban demasiado estrechas.

La joven esposa hundió el rostro en la almohada y medio dormida ordenó a la camarera, que se presentó apresuradamente, que corriera el cerrojo de la puerta. Al poco rato se durmió. Pero, de repente, despertó de su profundo sueño. Fuera aporreaban otra vez la puerta y alguien gritaba como necesitado de urgente auxilio: ¡Navarra! ¡Navarra!

La camarera se precipitó a la puerta y la abrió creyendo que era Enrique. Pero entró un hombre con el pelo revuelto y las ropas ensangrentadas que se arrojó sobre Margarita, agarrándola por los hombros aterrorizado. Margarita no sabía si aquel hombre quería violarla o si era un loco; se lanzó fuera de la cama e intentó librarse de las manos y las sábanas que la sujetaban. En la puerta aparecieron cuatro arqueros de la guardia que intentaron separar a la reina y al joven, que seguía gritando lleno de miedo. En ese momento penetró en la habitación el capitán de la guardia real, monsieur de Nancay, y no pudo reprimir una carcajada al contemplar aquel revoltijo. Ordenó a los arqueros que salieran del dormitorio de la reina y Margarita reconoció en su supuesto atacante a un tal monsieur de Leran, un hugonote que pertenecía al más estrecho círculo de amistades de su marido. Este pidió a la reina que no lo entregara a Nancay, quien, a ruegos de Margarita, abandonó la alcoba riendo y encogiéndose de hombros. Mientras salía dijo:

—A mí no debe importarme uno más o menos, especialmente si me lo piden unos labios tan bellos.

Leran, temblando y exhausto por la pérdida de sangre, apoyándose en la cama de Margarita, dijo:

—Madame, se está llevando a cabo una matanza. En el Louvre, en las Tullerías, en París, e incluso en los arrabales, los católicos, como fieras salvajes, caen sobre los hugonotes desprevenidos y los aniquilan.

—¡Enrique! —gritó Margarita—. ¡También lo habrán matado a él!

Pero Leran la tranquilizó y le comunicó que su marido estaba seguro, y por lo tanto con vida, encerrado en las habitaciones del rey.

Margarita y su camarera acostaron a Leran sobre almohadones dentro de un armario empotrado en la pared y vendaron sus heridas. Luego, Margarita cerró el armario y se quitó el camisón manchado de sangre. Fuera se oían gritos y gente armada que corría por los pasillos haciendo sonar las espuelas y llenándolos de ecos.

Margarita decidió entonces ir a la habitación de su hermana Claudia, la duquesa de Lorena, pues tenía que hablar con ella urgentemente. Se echó encima una bata y se encaminó con paso rápido por los largos corredores del Louvre. Amanecía a aquellas horas. En el exterior había un ligero velo de niebla gris plata que cubría París. Se dejaban oír disparos aislados, pero en el propio Louvre se había hecho el silencio. En el fresco aire mañanero, Margarita sudaba invadida por el miedo y se preguntaba si todo aquello no habría sido un sueño. Ya había llegado a la puerta de su hermana cuando, de repente, como salido de la nada, se precipitó hacia ella un joven con los cabellos alborotados. Ella se detuvo como encadenada por una pesadilla. Una flecha pasó silbando por su lado. Apenas tres pasos delante de ella se desplomó el joven entre estertores de muerte. Salpicaduras de una sangre viscosa mancharon el rostro y las ropas de la reina. Aún seguía ella en pie, inmovilizada y sin poder apartar los ojos del moribundo joven, al que unos miembros de la guardia agarraron con dureza y lo llevaron a rastras, cogido por los pies de tal manera que sobre el blanco suelo quedó la marca de una ancha franja roja.

La puerta de la habitación de la hermana se abrió con precaución y una doncella introdujo a la reina.

—¿Tú, Margarita? —exclamó Claudia—. ¿Qué haces? ¡Estás llena de sangre!

Los rostros de las dos mujeres estaban blancos. A la mortecina luz de la mañana parecían espectros irreales.

De súbito comenzó Margarita a gritar. Permanecía inmóvil, con los brazos caídos y las manos muertas, sus grandes ojos mirando al vacío. Sus gritos eran tan agudos y estridentes que resonaban terribles por todo el Louvre. Ni ella misma sabía por qué gritaba, pues no era propiamente la hermosa joven, sensual y regordeta la que gritaba así, sino la mujer, la mujer primitiva ante la cual se había descorrido un velo dejando al descubierto el trágico destino del pueblo francés.

Enrique de Guisa había consumado su venganza. Era una venganza infame. Con gran cantidad de gente armada había entrado en la casa de rue Béthisy, domicilio del almirante. Dentro oyeron entrar a los hombres; Coligny había ordenado a sus amigos que le dejaran solo. Y solo, en camisa de dormir, el anciano herido había salido al encuentro de uno de los sicarios de Guisa llamado Besme.

—¿Sois vos el almirante? —preguntó Besme.

—Yo soy —contestó Coligny—. Deberíais respetar mi ancianidad y mi debilidad, joven. Tan solo abreviaréis un poco mi vida.

Ante esta respuesta Besme asestó una puñalada en el pecho del almirante y los acompañantes del asesino se precipitaron con sus espadas sobre el cuerpo del caído.

Desde abajo, desde el patio, Guisa había gritado:

—¿Estáis listo, Besme?

—Todo concluido —había respondido Besme—. Vuestra alteza puede convencerse por sí mismo.

Diciendo esto asomaron el cuerpo del moribundo por una estrecha ventana. Sus fríos dedos se agarraron con fuerza al borde de tal forma que tuvieron que cortarlos a golpe de espada.

El cadáver cayó pesadamente al patio. Alguien le dio la vuelta. Guisa bajó del caballo.

—Es él. Lo conozco —dijo y dio al muerto varias patadas en la cara.

Hecho esto, se retiró a caballo. Sus gentes gritaban:

—¡Matad! ¡Matad!

Esta llamada se convirtió en la señal para la matanza general de los hugonotes.

El pueblo de París no se hizo esperar mucho tiempo. De las bodegas, de las buhardillas, de los patios de las iglesias salían las gentes. De debajo de los arcos de los puentes, de las barcas del Sena, de los contrafuertes de las murallas de la ciudad, salía un terrible ejército de miseria y crimen. Desgraciados con rostros picados de viruela, con cuchillos y garrotes en sus roñosas manos, cubiertos de harapos y descalzos, así subía hacia París el inframundo a la luz gris de la mañana de agosto.

Y así cayeron sobre los hugonotes. Acá quemaron a un viejo librero entre sus libros; allá degollaron a toda una familia, padre, madre e hijos juntamente con los sirvientes que llenaban el aire con sus gritos. Las bandas de asesinos iban de casa en casa cantando y aullando. Como sucede siempre en estos casos, el sexo llamado débil se mostraba más ávido de sangre, más sediento de venganza y más grosero que los asesinos, ladrones y rufianes masculinos. Una mujer que intentaba huir por un tejado fue alcanzada por el disparo de un tirador del rey. Cuando cayó a la calle, con las piernas rotas, las mujeres vieron que la desgraciada estaba encinta. Le abrieron el vientre, sacaron el niño nonato y lo golpearon hasta convertirlo en una masa sanguinolenta. El cobarde asesinato de seres indefensos era aprobado por los guardias armados y por la católica nobleza de Francia. Las puertas de París se cerraron; ningún hugonote podría escapar. Pero entre los católicos burgueses se encontraban hombres y mujeres que, con peligro de su propia vida, daban asilo en sus casas a los perseguidos.

Cuando llegó la mañana se sacaron del Louvre, arrastrándolos, los cadáveres de los hugonotes principales, así como de las Tullerías y de la ciudad entera para exponerlos como resultado de una montería en las explanadas de delante del propio Louvre. Caballeros y damas de la corte se acercaban, elegantemente vestidos, perfumados y bien peinados, y unos a otros mostraban las víctimas entre risas y charlas. De toda Francia, pero especialmente de las provincias del sur, los hugonotes se habían congregado con motivo de la boda de su jefe, confiando muy seguros en la protección real.

Los asesinatos duraron casi toda la semana. La matanza iba disminuyendo para volver a intensificarse de nuevo hasta que, finalmente, el domingo siguiente, la canalla, agitada y cargada de botín, se retiró volviendo a sus escondrijos. Entretanto, la rabia se había extendido a las provincias. El número de asesinatos en toda Francia no se pudo calcular fácilmente. Los informes de los contemporáneos oscilaban, en cuanto a cifras, entre las diez mil y las doscientas mil víctimas.

¿Quién tuvo la culpa de esta matanza? ¿Quién dio la orden definitiva? Las fuentes de la Historia renuncian a responder a estas preguntas, la objetividad está por completo ausente y los prejuicios abundan. La diplomacia francesa, para ganarse el favor de Felipe y del papa, presenta los hechos como si la matanza hubiera sido el resultado de un plan bien estudiado y confeccionado hasta en sus menores detalles por el propio rey de Francia y su madre. Pero todo apunta en contra de tal idea. El embajador español en París, Zúñiga, expresaba en una carta a su rey la opinión de que las sangrientas jornadas no respondían a plan alguno. Parecía como si los provocadores de esta acción hubieran sido Enrique de Guisa y sus compañeros, quienes, con la asistencia de la guardia católica y del pueblo de París sediento de sangre, habían desequilibrado la balanza a su favor en contra de las mejores razones del rey. Guisa había dado el primer paso con su ataque fallido a Coligny. Con toda seguridad habría encontrado la muerte si no hubiese dado el segundo paso eliminando a Coligny y a sus principales seguidores, pues no cabía duda alguna de que Coligny, una vez recuperado de sus heridas, habría puesto completamente de su parte al joven monarca.

Sin embargo, el rey y su madre no eran inocentes. Su principal crimen fue la debilidad de su postura, la impotencia del rey ante los dos partidos y sus jefes. A la hora en que el rey mandó venir a su lado a su primo y cuñado, Enrique de Navarra, ya sabía lo que se jugaba. No tenía ni la intención ni la fuerza necesaria para impedir los asesinatos; él, con toda su familia, era un prisionero en el Louvre, vigilado por los católicos. En vano intentó salvar a La Rochefoucauld; en vano quiso impedir el asesinato de Coligny enviando mensajeros en busca de Guisa.

El pueblo francés cargó las culpas de la matanza sobre las espaldas de la italiana Catalina de Médicis. Pero la reina viuda siempre había luchado por conseguir un acuerdo entre los dos partidos y por lograr la paz en el país; y no está muy claro por qué ella, en el momento en que, por el matrimonio de su hija con Enrique de Navarra, parecía estar más cerca de conseguir esta paz de mutua tolerancia, habría de tomar el camino de la política opuesta. La culpa de la lamentable catástrofe de la Noche de San Bartolomé la tuvo mucho más el propio pueblo francés, que a causa de las disensiones entre los partidos había olvidado dónde estaba el bien de Francia.

La noticia de los sucesos de la Noche de San Bartolomé causó una profunda impresión en toda Europa. Felipe de España se mostraba satisfecho y calificaba la matanza como «hecho memorable». No era solamente su odio hacia los herejes protestantes lo que motivaba esta opinión y le hacía decir tales palabras, sino también la idea de que Francia se habría de unir más estrechamente a España y que, con ello, recuperaría los Países Bajos para su casa.

El duque de Alba, quien ya una vez en Bayona había hablado de la necesidad de unas nuevas «Vísperas Sicilianas», de una nueva «Noche de los Cuchillos Largos», recibió la noticia con frialdad. Su postura política había cambiado esencialmente. Su política de terror en los Países Bajos se había mostrado como un fracaso. Se esforzaba en llegar a un entendimiento con Inglaterra y, a causa de Isabel, mandó que se rindieran honores militares a la guarnición de hugonotes de la plaza de Mons una vez conquistada.

Isabel recibió la noticia con una gélida atención. Cuando el embajador francés, sin embargo, preguntó si el conde de Leicester no iría pronto a París para reanudar las conversaciones sobre el proyectado matrimonio con Alençon, replicó: «No permitiré que Leicester arriesgue su vida en París». El infortunado embajador resultó insultado, burlado y casi apaleado por los cortesanos de Isabel.

El papa, Gregorio XIII, hizo acuñar una medalla para conmemorar la «memorable noche»; en ella, un ángel con espada desenvainada perseguía a los hugonotes.

Para Francia, como era de esperar, el asesinato en masa era considerado como una desgracia nacional. Habían quedado con vida suficientes hugonotes para vengar a los asesinados. Comenzaba la cuarta guerra religiosa en el desolado país. Rochelle, la ciudad de los hugonotes, era como una roca resistente al asalto de los ejércitos católicos. La llamada «Paz» que finalmente llegó a continuación fue tan solo una nueva pausa para tomar aliento en la terrible guerra civil.

Pero aún vivía el joven Enrique de Navarra, el futuro rey de una Francia unificada.