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Proyecto de asesinato

AÑO 1571

La gran ofensiva católica de Pío V no se dirigió tan solo contra el Islam, sino también contra el protestantismo. Parecían ofrecerse al papa grandes posibilidades, especialmente en Inglaterra, donde la mayor parte de la población seguía permaneciendo fiel a la antigua fe. Pero un importante obstáculo se oponía a todos estos planes: la reina inglesa, Isabel Tudor, que estaba rodeada de hombres de Estado experimentados y que había sido reconocida como reina legítima por la mayor parte de su pueblo.

Incluso el propio Pío tenía un agente en la misma Inglaterra, un tal Ridolfo, quien, aparentando ser banquero, era en realidad hombre muy eficaz como instigador y agitador entre los nobles ingleses, actividad que de vez en cuando era interrumpida por largos «viajes de negocios» a Bruselas, París, Roma y Madrid.

Ya anteriormente, este Ridolfo se había encontrado con el duque de Alba en los Países Bajos y le había expuesto sus grandes planes para el futuro de Inglaterra, planes que fueron escuchados por el duque con gran escepticismo. Ridolfo quería alzar a la nobleza del norte de Inglaterra, al mando del duque de Norfolk, contra Isabel, al tiempo que una armada española debía arribar a la costa para asegurar la victoria del levantamiento. Norfolk recibiría en recompensa la mano de María Estuardo, la verdadera reina legítima de Escocia y también de Inglaterra, tal y como Ridolfo veía las cosas. Y de esta manera, el bastión occidental de Europa volvería a ganarse para el catolicismo bajo la soberanía de la reina católica. Y con ello, los agitados Países Bajos estarían cubiertos, por el lado del mar, por una potencia católica amiga. Pero respecto a Isabel —decía Ridolfo— no sería quizá una mala idea apartarla en el mismo momento de iniciarse la rebelión. Los discursos y proyectos de Ridolfo comenzaban con muchas frases piadosas referentes a la ayuda de los ángeles, la bendición de Dios, y parecidos disparates con los que desde siempre han comenzado los mayores hechos vergonzosos de la Historia.

Aunque Alba solamente podía mirar al propio Ridolfo con aversión, no se le escapaban, sin embargo, las enormes posibilidades del plan. Pero la ejecución de semejantes planes tenía un gran inconveniente por parte del lado católico: el propio rey Felipe. Felipe seguía raramente convencido de que su cuñada, Isabel Tudor, en el fondo de su alma, era católica. No se sentía personalmente inclinado hacia ella; lo que quizá influyó más en sus decisiones fue que España necesitaba una Inglaterra contrincante de Francia, que cada vez se inclinaba más al protestantismo y había apoyado últimamente con las armas los levantamientos en los Países Bajos. A esto había que añadir que Felipe conocía mejor que Ridolfo la lealtad del pueblo inglés desde los días de su reinado en Inglaterra y el que a él, como hombre patriarcal comprometido, le repugnaba profundamente la idea de un levantamiento de la nobleza.

Se necesitaba una circunstancia especial para que el lento y difícil Felipe se persuadiera de que debía autorizar una revuelta. Esta circunstancia no la proporcionaron Alba ni Ridolfo, sino, en primer lugar, un marino inglés, y, en segundo lugar, la propia Isabel.

Leyendo su numerosa correspondencia, especialmente las cartas de sus virreyes y gobernadores de los países de ultramar, Felipe se había encontrado frecuentemente con el nombre de John Hawkins. Lo que le contaban de este sir John perturbó de tal manera al rey que, en lo sucesivo, no podía leer este nombre sin escribir al margen observaciones de horror y amenazas.

John Hawkins, a decir de los entendidos, traficaba con marfil negro. Era un mercader de esclavos. Su trabajo consistía en comprar o robar negros en la costa de África, expedirlos enseguida en sus naves y venderlos en las islas occidentales a los plantadores españoles, obteniendo con ellos un gran beneficio. Pero, además de este legítimo negocio, no le repugnaba el ejercicio de la piratería si le venían a las manos naves españolas desprovistas de protección, pues sabía que el valor de los cargamentos españoles, en barras de oro y plata y en joyas, sobrepasaba con creces el valor de su propio cargamento. Además, creía firmemente en la libertad del mar y obraba en consecuencia.

A oídos de Isabel llegó la leyenda de los beneficios inmensos conseguidos por el intrépido aventurero Hawkins. Se agitó en sus venas la heredada sangre de banquero de los Tudor, consiguiendo que su corazón latiera más deprisa. Isabel era de natural avara y ambiciosa; nunca terminaba de decidirse a regalar uno de sus vestidos usados y en todas sus empresas desempeñaba un importante papel el dinero. Decidió tomar parte en el negocio de Hawkins y colaboró en la empresa con una magnífica nave, de nombre Jesús, nave que, con toda justicia ha de decirse, con ese nombre no correspondía al espíritu de los planes del aventurero.

Hawkins zarpó de Plymouth, como quien va a una auténtica gran empresa, con no menos de cinco navíos. En Sierra Leona tuvo un encuentro con los nativos, asaltó una ciudad y cargó sus barcos con los infelices habitantes. Como de costumbre, halló buen mercado en las posesiones españolas, y en las aguas occidentales de la llamada Tierra Firme española se hizo con un rico botín en mercantes españoles. En conjunto, el beneficio logrado importaba la suma, para entonces gigantesca, de cerca de dos millones de libras entre el mercado de esclavos y los logros de la piratería. Cargado en exceso con sus tesoros y un resto de cuatrocientos negros no vendidos, llegó a San Juan de Luz para hacer calafatear una de sus naves. Aquí le alcanzó Némesis en forma de trece navíos de guerra españoles. Cierto es que el mismo Hawkins escapó con algunas de sus gentes en dos botes de los españoles, pero los barcos, con su cargamento y la mayor parte de sus dotaciones, cayeron en manos del vencedor.

En el momento en que Hawkins, medio muerto de hambre y seriamente desengañado, llegó a Inglaterra con los que le habían acompañado en la huida, había en los puertos ingleses del Canal cierto número de naves que transportaba importantes cantidades de dinero a los Países Bajos para el duque de Alba. Este dinero lo había tomado en préstamo Felipe de los banqueros genoveses para pagar al duque. Los barcos habían buscado protección contra los piratas franceses e ingleses en Foy, Plymouth y Southampton. Hawkins vio una ocasión maravillosa de desquitarse de sus pérdidas. Con la ayuda de su joven pariente John Drake logró incitar a la reina y sus consejeros para que se incautaran el dinero.

El embajador español en Inglaterra se presentó ante Isabel y exigió la inmediata entrega de ese dinero, que era con toda urgencia necesario en Flandes. Isabel, como era su costumbre en casos como este, habló largo y tendido y dio dos distintas explicaciones a su actitud, la segunda de las cuales estaba en total contradicción con la primera dentro de una florida falta de lógica muy femenina. Primeramente dijo que se había incautado el dinero solo para protegerlo y que no cayera en manos de los piratas, y que lo devolvería todo; pero después dijo que tenía derecho a incautarse de tal dinero, puesto que no siendo propiedad de Felipe, sino de los banqueros genoveses, de ellos tomaba ahora ella el préstamo en lugar de Felipe.

Pero, desgraciadamente, el duque de Alba insistía, obstinado en la gran necesidad en que se encontraba, en la entrega inmediata del dinero. Para dar la necesaria fuerza a esta exigencia totalmente justa apresó, por su parte, todas las naves inglesas que se encontraban en los puertos holandeses y se incautó de todas las mercancías que los ingleses tenían almacenadas en los depósitos portuarios. Entonces Isabel hizo lo mismo con todos los barcos y mercancías españolas que había en Inglaterra. La excitación entre los comerciantes de Londres era inmensa; todo el comercio inglés se veía severamente amenazado, pues España, con sus posesiones en Holanda y en Ultramar, era, con mucho, el mejor cliente de Inglaterra. Alba envió rápidamente mensajeros a España para que también allí se hiciera apresar barcos y mercancías. Pero también en España reinaba gran agitación entre el pueblo a causa de la crisis económica que sufría el país a pesar de las importantes cantidades de metales preciosos y otros productos que recibía de América. Tanto Felipe como Isabel consideraron que había que llegar a una solución satisfactoria para ambos. Isabel, siempre con la reserva de que en ningún momento pensaría devolver el dinero robado, también como siempre hacía doradas promesas; un día aparecía apocada y complaciente y al siguiente salía al encuentro del embajador don Guerau arrogante y amenazadora. Lo que Isabel realmente pensaba no lo sabía nadie, ni sus amigos ni sus íntimos consejeros; y es muy probable que ni ella misma lo supiera tampoco. Con su continuo decir y desdecir conseguía poner en su contra a todas las grandes potencias: Austria y Francia, por sus promesas de matrimonio y la ruptura de compromisos solemnes; España, por su codicia y la piratería inglesa. Las cosas parecían ir mal para Inglaterra, como afirmaba acongojado el gran estadista inglés Cecil, pues también en el país mismo una oposición fanática impaciente esperaba la llegada de los españoles para enarbolar el pabellón de María Estuardo en contra de Isabel. La nobleza de Lincolnshire estaba tan impaciente que se dirigió a Felipe con un escrito rogándole que apareciera pronto en Inglaterra para restablecer el orden católico. Isabel presentía vagamente el grave peligro; y ella se esforzaba en apoyar a los protestantes rivales de Felipe, a los hugonotes de Francia y a Guillermo de Orange en Holanda. Pero también en esto variaba constantemente, de tal modo que los protestantes acababan sintiéndose casi menos inclinados hacia ella que los mismos católicos. Por este juego de indecisiones, desvergüenzas y promesas no cumplidas y coqueterías y mil otros enredos femeninos estuvo Isabel a punto de llevar a Inglaterra al borde mismo del abismo que suponía una coalición de todas las grandes potencias, política esta cuyos amenazadores riesgos perturbaban no poco a todos los prudentes estadistas ingleses, pero cuyo resultado final fue una paz duradera para Inglaterra, paz que únicamente se vio interrumpida por toda clase de pequeñas guerras que apenas afectaban a la mayoría de la población.

También en lo que respecta al dinero cambió Isabel de actitud. Un lugarteniente del duque de Alba, Chapin Vitelli, se presentó en Inglaterra para negociar. El asunto pecuniario concluyó como se había esperado desde el principio: en varias promesas de Isabel. Pero Vitelli no gastó el tiempo inútilmente. Consiguió hacerse una idea clara de la situación interna de Inglaterra. Logró un conocimiento exacto del descontento existente en el país y de la debilidad de una posible defensa. Incluso se tomó interés por conocer las costumbres de la reina y de su corte. Nada escapó a su perspicacia.

En Madrid, como tantas veces antes, el Consejo secreto del rey de España se había reunido. Esta vez se trataba de Inglaterra, de la idea de volver a recuperar Inglaterra para la causa católica. Excepto Alba, que había quedado en Flandes, todos los demás estaban presentes: el agente Ridolfo, el agente Chapin Vitelli, el nuncio de Pío V y el cardenal Espinosa, el duque de Feria, Ruy Gómez, y el gran prior, hijo natural de Alba. En esta reunión del Consejo se decidió enviar una expedición contra Inglaterra y preparar el próximo levantamiento de Norfolk y de la nobleza del norte con la ayuda de las armas. En lo que respecta a Isabel, enseguida estuvieron todos de acuerdo: lo mejor era quitarla de en medio lo más rápidamente posible y sin ruido. Chapin Vitelli se levantó y dijo que la reina, en sus viajes, iba poco protegida en la mayoría de los casos. En casa de lord Montague, donde solía aposentarse muchas veces, en cualquier otra residencia apartada y cercana a nobles católicos amigos de España, no habría dificultad en desembarazarse de su persona mediante una puñalada. Chapin Vitelli se ofreció para llevar a cabo este asesinato.

El representante del papa y la máxima dignidad eclesiástica de España se mostraron de acuerdo con la propuesta de Vitelli. Con encogimiento de hombros manifestaron que Isabel Tudor, la hija de aquella meretriz y adúltera Ana Bolena, era una hereje, excomulgada por el papa, que había usurpado el trono de la cristiana Inglaterra en contra de todo derecho.

Felipe, que a pesar del calor del verano había venido apresuradamente desde los jardines de Aranjuez, permaneció dudoso durante largo rato; pero por fin cedió a los consejos de estos hombres «piadosos y sabios». El asesinato de Isabel era cosa decidida. Los papeles de estas negociaciones fueron confiados al Archivo de Simancas.

Entretanto, en Inglaterra no estaban tan desprevenidos como se suponía en Madrid. Se tenía la impresión de que un peligro amenazaba; pero no se llegaba a tener una clara visión de toda la cuestión.

En Bruselas vivía un tal Charles Bailey, de origen medio escocés medio flamenco, a quien, como a muchos jóvenes románticos, movía a gran compasión la suerte de la hermosa reina de Escocia. A este joven le fueron confiadas cartas dirigidas al obispo de Ross, consejero de María Estuardo, y al duque de Norfolk. Pero apenas llegado a tierra inglesa, Bailey fue detenido, pues en aquellos días había a ambos lados del Canal un enjambre de espías y contraespías. Se le encontró un paquete de cartas cifradas, así como la clave que Bailey había cosido a su casaca. Por un intermediario, el obispo de Ross supo del enorme peligro que se avecinaba. Todo parecía perdido. Pero la red de simpatías y antipatías estaba tan enmarañada en Inglaterra que el obispo pudo llegar a conocer los papeles. Apenas los tuvo en su poder, los cambió por otros de índole no peligrosa. Guardó la clave para poder entregarla más tarde, sin prisas, a los esbirros de la reina, pues el obispo veía venir el momento en que llegaría a sentir sobre sus hombros las manos de la justicia. Las peligrosas cartas pasaron de las manos del obispo a las del embajador de España en Londres.

Entretanto, las pesadas puertas de la Torre habían dejado oír su chirrido al cerrarse tras Charles Bailey. A los agentes de Cecil no se les había escapado que algo no estaba claro en las cartas falsas. Se intentó sonsacarle por medio de otro prisionero. Bailey pasaba de tener un espantoso miedo a disfrutar de una gran confianza en sí mismo buscando con ahínco ánimos en la bebida. Y alardeando contó que se había confiado a sus manos un gran secreto.

Cecil empleó métodos más sutiles. Bailey fue torturado y, por fin, medio muerto, desgarrado por terribles dolores, informó a sus verdugos del convenio habido entre Alba y Ridolfo y del desembarco en tierra inglesa que se estaba preparando. Un terror inmenso recorrió el cuerpo de Cecil. Inglaterra, en aquellos momentos, estaba apenas sin defensas. Siguió inquiriendo, pero los nombres de los conjurados le eran desconocidos a Bailey.

El obispo de Ross, interrogado más tarde por agentes de Cecil, dijo que no se trataba de un desembarco en Inglaterra, sino de una expedición española a Escocia para recuperar el reino de su señora María Estuardo.

Cecil no confió ni en lo dicho por Bailey ni en lo manifestado por el obispo de Ross. Pensaba que la mejor manera de cerciorarse, de tener la certeza absoluta, era la de obtenerla por medio del mismo Madrid. La suerte de Inglaterra estaba en juego. Durante días, durante semanas, estuvo rompiéndose la inteligente cabeza pensando cómo podría llegar a hablar con el silencioso y taciturno español de El Escorial. En estas circunstancias le llegó repentinamente la ayuda. El noble John Hawkins, quien con esto aparecía de nuevo en escena, había concebido un plan asombroso por su osadía y su ingenuidad. Hawkins pretendía ofrecer sus servicios al rey español; pretendía hacer saber a Felipe que, de repente, por un remordimiento de conciencia, arrepentido de su herejía y de sus crímenes contra la católica España, estaba dispuesto a pasarse con dieciséis naves y cuatrocientos cañones al lado de los enemigos de Isabel. De esta manera quería ganarse la confianza de Felipe y poder escudriñar sus planes.

Cecil se encogió de hombros y miró al barbudo almirante tratando de averiguar si acaso había perdido totalmente el juicio a causa de las grandes fatigas sufridas en su último viaje de regreso. Pero Hawkins, como viejo y pícaro hombre de mar, poseía el don de una asombrosa elocuencia con la que había metido también en aventuras arriesgadas a la propia reina. Riendo y guiñando el ojo abandonó el pirata al escéptico estadista, quien, a regañadientes, había concedido el permiso para que hiciera lo que él mismo, sin embargo, no podía ordenar que hiciera.

Hawkins se dirigió a don Guerau, el embajador español, y desde un principio se encontró con el hombre adecuado, pues don Guerau veía todo a través de cristales color de rosa y creía que en el interior de todo inglés había un católico que se había apartado de sus deberes para con el papa y de su simpatía hacia España solo a causa de la vieja y horrible solterona Isabel. En las prudentes palabras de Hawkins, en la profunda compunción del viejo lobo de mar, encontraba completamente confirmada su previa opinión. Con suma celeridad informó a Madrid acerca del nuevo y singular amigo de España, iluminando con sabias palabras la pericia naval de Hawkins y la gran trascendencia del paso que había dado.

Felipe, con un significativo movimiento de cabeza, leía la carta de su embajador en Inglaterra. Le parecía imposible que este terror de los mares se fuera a incorporar a su armada con cuatrocientos cañones; pero la cosa en sí, sin embargo, no excluía por completo esa posibilidad. Algún tiempo atrás, un tal Thomas Stukely, otro pirata inglés, e incluso pariente lejano de Hawkins, se había pasado al lado de los españoles y había prestado grandes servicios en favor de Irlanda. Los caminos de Dios son verdaderamente maravillosos, pensaba el rey; pero se tenía que procurar, sin embargo, pruebas más palpables de hasta qué punto era Hawkins digno de confianza.

Las pruebas no faltaron. Hawkins proporcionó a su amigo Fitzwilliam una carta de presentación de María Estuardo para Felipe y el duque de Feria, cuya mujer era inglesa. Y así llegó el día en que Fitzwilliam fue presentado a Felipe. Fitzwilliam se comportó con tanta calma y serenidad y habló con tanto sosiego que las últimas sospechas de Felipe se desvanecieron por completo.

Antes de que se llegara a un acuerdo, puso Hawkins unas condiciones de escasa importancia. Primeramente, decía por boca de su mediador, deseaba que el rey dejara en libertad a los marineros ingleses apresados en San Juan de Luz y que después habían sido trasladados a las cárceles de la Inquisición en Sevilla. Estos hombres se habían comportado ciertamente de una manera inaudita contra su majestad el rey de España, pero, en definitiva, estas gentes habían cometido sus crímenes a las órdenes de Hawkins; por consiguiente, también prestarían en el futuro grandes servicios al rey. En segundo lugar, necesitaba Hawkins, claro está, dinero; no mucho, pero, en cualquier caso, algo, cincuenta mil libras, para poner sus barcos en condiciones de navegar seguros, para reclutar tripulación y para pagar sobornos. En este momento solemne de su conversión se avergonzaba de venir al rey con estas peticiones pecuniarias. Pero su majestad no se podía imaginar lo avara que era Isabel.

Felipe aceptó sus condiciones. Fitzwilliam fue informado de todos los planes, con la única excepción del atentado contra la reina. Bien recompensado, provisto de las bendiciones para el desarrollo de la empresa, abandonó España en compañía de la horda de marinos libertados. En su voluminosa valija llevaba una orden de pago de cincuenta mil libras y una carta dirigida a la nobleza española. Cecil tenía ahora en sus manos todos los hilos. El duque de Norfolk fue acusado de alta traición y ejecutado después de un prolongado titubeo de Isabel.

En vano imploraron al duque de Alba los ingleses refugiados en Flandes que, a pesar de ello, intentara el desembarco. Ridolfo recibió la orden de alejarse de los Países Bajos. En vano se lamentó el papa y en vano escribió Felipe cartas al duque, diciendo que era una lástima que se desistiera de una empresa en la que con seguridad se contaría con la ayuda de Dios. El duque de Alba estaba harto de esta historia de la conjuración. Con rigurosa decisión dio la vuelta al timón de su política y tomó el rumbo opuesto: iba a acercarse a Inglaterra con un ofrecimiento de amistad.

Isabel respiró. La paz se había conseguido. Estaba francamente dispuesta a coger la mano que España le tendía. Ella, en primer lugar, era reina de Inglaterra y no protectora de los rebeldes holandeses ni del protestantismo, al que, en efecto, estaba poco inclinada en el fondo de su corazón y siempre se servía de él como instrumento político en ayuda de su país cuando lo requería la ocasión.

A los gueux holandeses se les prohibió tocar los puertos ingleses. El respaldo de los ingleses a Guillermo de Orange se deshizo en humo. Y por fin España e Inglaterra cerraron un tratado de entendimiento general, tan solo por dos años; pues ambas potencias tenían la vaga sensación de que el acuerdo no podría mantenerse mucho tiempo.

En las hospederías de Londres, el leal John Hawkins celebraba una alegre y nada frugal fiesta de encuentro con sus antiguos camaradas y tripulaciones que habían escapado del fuego de la Inquisición de Sevilla por su maravillosa conversión. Los bolsos de Hawkins estaban llenos de dinero español. Esta vez había saqueado el mismísimo Escorial.