Los moriscos
AÑO 1570
El rey estaba muy preocupado. Hallábase solo, sentado ante su escritorio sobre el que se amontonaba la correspondencia pendiente, en su gabinete de trabajo de El Escorial. Fuera, en el largo corredor pintado de blanco, hablaban con voz queda los soldados de la guardia.
Los últimos años habían sido agitados y difíciles; el levantamiento de Flandes no estaba todavía sofocado por completo; la política de terror de Alba había degenerado en un gigantesco fracaso. En Francia ardía todavía la guerra civil; y era difícil decir quién, de momento, llevaba ventaja, si Coligny, con sus hugonotes, o el ortodoxo Guisa. Inglaterra parecía inclinarse cada vez más hacia la herejía y los súbditos de Isabel incitaban, cada vez con mayor desvergüenza y publicidad, a la piratería contra las naves españolas. Ni siquiera en Viena, en la Viena tan estrechamente emparentada, se podía confiar de manera incondicional. Y más allá se agitaba de nuevo el codicioso turco, dispuesto a utilizar la discordia interna de Europa para sus propios fines.
Luego, los pensamientos del rey se apartaban de la alta política de los Estados europeos. Pensaba en la desdicha de su propia casa. Don Carlos, el heredero, había muerto. Apenas tres meses después, su esposa, Isabel de Valois, había seguido a la tumba al hijo, a las dos horas de haber dado a luz una hermosa niña que vivió lo suficiente para ser bautizada junto a los pechos de la moribunda madre.
Felipe había amado a Isabel lo mismo que también el pueblo español la había amado y venerado, no solo como a la portadora de la paz, sino porque con ella había llegado un hálito de juventud, belleza y alegría a la severidad y rigidez de la corte real. No tenía aún los veintitrés años cuando la muerte la tomó en sus brazos y ahora, con sus delgadas manos plegadas sobre el pardo hábito de los franciscanos, descansaba en su ataúd de plomo bajo el altar mayor de la capilla de San Lorenzo.
Felipe se levantó pesadamente de su sillón y se dirigió hacia la pared del aposento, de la que corrió uno de los paneles. Miró hacia abajo y contempló el magnífico altar mayor, la luz de los cirios, el oro, las esculturas y algunos clérigos que allí oraban continuamente por los difuntos de su casa. Felipe plegó las manos y rezó; era bueno para él tener a sus muertos tan cerca, apenas a un tiro de piedra de su propio gabinete de trabajo. De algún modo sentía su existencia, sus miras políticas, ligadas muy estrechamente a la muerte, pues este mundo le parecía solamente una preparación, un tránsito; su propia vida y su actividad política estaban ordenadas al más allá.
El rey se recogió. «La hora del descanso no me ha llegado aún», murmuró. Y con un empujón colocó de nuevo el panel en su posición primitiva. Pensaba en sus pequeñas hijas: Isabel Clara Eugenia y Catalina, a quienes la difunta había hecho que entraran muy dentro de su corazón; y de modo extraño, en la mayor, Isabel, de cinco años, creía encontrar otra vez a la muerta impregnada de suaves rasgos de su propia persona. Le gustaba tener a la niña a su alrededor mientras trabajaba. Ella solía sentarse en la alfombra con una muñeca en los brazos, mirando al rey silenciosa y absorta mientras él escribía. Y tan solo de vez en cuando, calzada con zapatos de terciopelo, se acercaba sin ruido al escritorio, casi como una aparición rediviva y rejuvenecida de la difunta, y echaba una mirada severa sobre los papeles reales que se amontonaban ante el rey a la espera de ser sellados. Porque Felipe trabajaba despacio y meditaba cada problema una y otra vez con la pesada tenacidad con que conduce un labrador su arado sobre la tierra.
Después de la muerte de Isabel, Felipe se había decidido a contraer un nuevo matrimonio. Había sido necesario: el imperio español carecía de un heredero varón. También entonces era el matrimonio un medio muy bueno para cerrar y afianzar alianzas y amistades. Muchos habían esperado que Felipe se casara con Margarita, la hermana de Isabel, para anudar más fuertemente aun la alianza con Francia. Pero Francia, rota interiormente, había dejado de infundir temores desde hacía mucho tiempo. ¿Qué era esta débil nación con su rey Carlos IX, inepto y continuamente vacilante, frente a la nación de Felipe, de la que un contemporáneo había dicho: «Si España se agita, tiembla el mundo»?
Así pues, Felipe habíase casado, en cuartas nupcias, con la joven Ana de Austria. De nuevo una pariente cercana, una sobrina, la hija de su hermana María y de su primo Max, que había subido al trono de Alemania como Maximiliano II.
Ana era una inocente muchachita rubia, con un rostro, aunque no del todo feo, sí algo desfigurado por la viruela. Para los cortesanos españoles constituyó una pequeña desilusión, pues, a pesar de su juventud, era callada e introvertida, y como buena ama de casa se dedicaba por completo al cuidado de la familia. Los guasones comparaban la corte de la reina con un monasterio, pues allí estaba ella sentada, invariablemente inclinada sobre su labor femenina mientras que una de sus damas le leía algún breve tratado de piedad. Ana, con el tiempo, dio a su esposo dos hijos, Fernando y Felipe, el último de los cuales subiría al trono de España como Felipe III.
Con este matrimonio en el seno de la familia, Felipe esperaba unir más estrechamente a él a los Habsburgo austríacos, pues Maximiliano había adoptado desde poco antes una postura cada vez más amistosa hacia los protestantes y contemplado con pasividad la recluta de lansquenetes alemanes para el servicio de Orange. Había que poner fin a esto. Además, Austria era necesaria frente al peligro turco. «Esta Austria —murmuraba Felipe amargamente—, que en el fondo está mucho más amenazada que España».
De súbito el rey enrojeció, se inclinó excitado sobre el montón de cartas y sacó una de ellas. Recorrió con rapidez con la vista por su contenido, pues se lo sabía ya casi de memoria. Luego hizo sonar una campanilla de plata que tenía sobre la mesa. En la puerta, inclinándose profundamente, apareció el secretario.
—Pérez —dijo Felipe—, una carta a mi hermano, su alteza don Juan de Austria. Me he decidido.
El secretario se inclinó de nuevo, se sentó a la mesa auxiliar, preparó el papel y mojó la pluma de ganso.
—Me he decidido —repitió el rey—. Envío a mi hermano. El marqués de los Vélez no hace más que tonterías allí abajo. La corona debe intervenir. Y mi hermano es muy popular; toda la nobleza correrá a ponerse bajo su bandera. Hay que terminar con los moriscos. Enseguida, rápidamente, ahora, antes de que el turco se encuentre en condiciones de enviar refuerzos. —El secretario miraba con atención al rey; sabía que cambiaba muchas veces su decisión en el último momento—. Pero —continuó Felipe mirando pensativo la carta que acababa de leer— antes debo hablar con don Juan; debo atarle las manos, pues es joven e impulsivo. Quijada debe acompañarlo. Y debe hacerme llegar noticias acerca de todas las decisiones militares que tome don Juan. A mí, al rey.
Al sur de Granada se alza la formidable cordillera de Sierra Nevada con altos montes cuyas cimas están cubiertas de nieve durante gran parte del año, a pesar de la latitud. Al sudeste de esta cadena de montañas se encuentran las Alpujarras, un terreno elevado de origen volcánico cruzado de valles y que desde muchos años atrás estaba habitado exclusivamente por moros. Era una raza distinta, más guerrera, más ruda, la que se desarrollaba en aquel paraje, de la que habitaba en la cálida y amable Granada, circundada por una vasta y fértil vega. Allí, en un terreno pedregoso y pobre, se cultivaba el olivo, se sembraba trigo y también se criaba ganado, todo ello con grandes dificultades y un trabajo duro. Sin embargo, este pueblo montaraz conseguía arrancar a estos montes e infértiles valles un frugal sustento. Al igual que siglos atrás, en la áspera Asturias, el pueblo español y la fe cristiana se habían mantenido cuando casi toda la península estaba en poder de los árabes, así ahora se mantenían los últimos restos del pueblo moro en las inhóspitas Alpujarras, si bien su población había sido obligada a manifestar exteriormente su conversión a la fe católica. Para el victorioso español, el áspero territorio no tenía ningún atractivo especial, y así la población hispana de las Alpujarras era muy reducida y en muchas aldeas estaba constituida solamente por el párroco, el alcalde y sus parientes y por los funcionarios de la corona que se detenían allí de pasada.
Algunos años antes, Felipe había puesto en práctica, por consejo del Gran Inquisidor, cardenal Espinosa, una antigua ley contra los moriscos que había estado sin aplicarse durante decenios. La intención de la ley era terminar para siempre con la presencia de la minoría mora en el suelo hispano. Espinosa temía que los moriscos representasen un peligro constante para la seguridad de España, puesto que siempre estarían inclinados a ponerse en contacto con sus hermanos de raza, los moros del norte de África, los berberiscos y los turcos orientales para facilitar así al Islam el logro del antiguo objetivo religioso del profeta y los califas: la conquista del mundo. El cardenal Espinosa no se equivocaba en absoluto al pensar de este modo, como pronto pudo demostrarse. A pesar de ello, la ley era disparatada y cruel, ya que no hay precisamente nada más difícil de destruir que la esencia de un pueblo, y en especial cuando se trata de ramas semíticas que, desde muy antiguo, han conservado fielmente, a pesar de todas las influencias externas asimiladas y de la presión de las diferentes culturas, su propio carácter racial. La ley de Espinosa prohibía a los moriscos la vestimenta mora, el velo de las mujeres, las antiguas danzas y costumbres populares. Al cabo de cierto plazo ya no se podrían utilizar jamás los nombres moros y, finalmente, después de tres años, incluso la propia lengua, el árabe, habría de ser sustituida por el español.
En Granada, la ley produjo gran consternación. Los moriscos enviaron a la corte un embajador, don Juan Henríquez; pero nada pudo conseguir. Así es que los moriscos de Granada se desanimaron y se sometieron con tristeza a lo inevitable, pues si bien había que renunciar a su individualidad racial, por lo menos se conservaban los bienes, salvo los esclavos negros, que a los moriscos les habían sido prohibidos por la misma ley, cláusula que, en Granada, produjo el mayor disgusto.
Había únicamente un hombre, un tal Aben-Farrax, que pensaba de otro modo. Era tan solo un tintorero, pero por sus venas corría antigua sangre real árabe. Sus viajes le llevaron varias veces a las Alpujarras y allí, por sus conocimientos de la población, pareciole que era fácil sublevar a los montañeses con el fin de que, desde las montañas, Granada fuera reconquistada para los moros y el Islam.
Tal y como Aben-Farrax había pensado, el pueblo se alzó en las Alpujarras; pero la población del Albaicín, la morería de Granada, se mantuvo detrás de las cerradas puertas y ventanas cuando el salvaje tintorero, con algunos cientos de seguidores, entró en Granada durante una tempestad de nieve, en una noche del mes de diciembre. En vano lanzó el antiguo grito de «Alá es Alá y Mahoma es su Profeta». Los moros permanecieron temblando en sus cubiles y la campana de San Salvador llamó presurosa a los cristianos, que se congregaron rápidamente con gran estrépito de armas, y a Aben-Farrax no le quedó otra opción que la de salir corriendo de allí con sus huestes. Pronto terminaron la noche y la nevada, y Granada apareció de nuevo tan tranquila como si nada hubiera ocurrido.
Este fracaso de un plan magnífico, pero loco, produjo un profundo y amargo dolor en el corazón del tintorero, que era lo suficientemente listo para darse cuenta de que, sin Granada, el levantamiento de las Alpujarras nunca podría llevar a una sublevación general de los moriscos en España. Sin embargo, ni pudo ni quiso darse por vencido y comenzó a mancharse las manos con sangre cristiana como antes lo había hecho, en su vida pacífica, con las inofensivas tinturas.
Entretanto, del Albaicín granadino había huido un tal don Fernando de Valor, que procedía de la dinastía mora de los Omeyas. Era un tipo de buena presencia, un jovenzuelo de veintidós años tenido por un derrochador como si viviera todavía en los siglos de los califatos occidentales de Córdoba y, por ello, entre otras diversas circunstancias, pobre como una rata. Este joven tenía parientes en la montaña que acabaron por convencer al pueblo para que lo eligiera su caudillo. Don Fernando se hizo llamar Muley Mohamed Abén Humeya, señor de Andalucía y Granada; pero los españoles le llamaron despectivamente «el reyezuelo» de las Alpujarras.
Para los cristianos se inició un período terrible. Los muchos decenios de humillación a que estuvieron sometidos los moros fueron vengados en unas pocas semanas; y la rabia de los montañeses no respetó a ancianos, mujeres ni niños. Las iglesias, en las que los españoles habían buscado refugio, fueron asaltadas, y los que pudieron escapar se habrían considerado felices de haber encontrado un rápido fin bajo las estacas, los látigos, las hoces y los cuchillos.
En cierto lugar, todos los monjes de un monasterio fueron arrojados a un recipiente de aceite hirviendo. Se emplearon tormentos muy selectos. Atravesar a las pobres víctimas los ojos, cortarles las orejas y la nariz, quemarles algunos miembros a fuego lento, constituían parte de la actividad de cada día. Se martirizaba y mataba a los niños en presencia de sus madres. Las mujeres y las mozas eran violadas y sacrificadas delante de los maridos y hermanos. En las Alpujarras se desató un verdadero pandemónium de sangre, de crueldad y de barbarie. Y Aben-Farrax se esforzaba honradamente en aumentar el terror de día en día.
Si los moriscos eran de una crueldad de fiera, los españoles no les iban a la zaga. Y los españoles estaban mejor armados y mejor organizados. Del resultado final del levantamiento apenas podía caber duda, aunque multitud de africanos y turcos se apresuraron a acudir en ayuda de los moriscos. A pesar de ello, la lucha hubo de durar algunos años; las infranqueables montañas, con sus estrechos caminos de herradura, sus barrancos, sus rápidas torrenteras y sus numerosas cuevas, sus aldeas situadas en las alturas y semejantes a fortalezas, todo ello, era muy apropiado para la defensa. Y esta fue la causa de que los dos jefes españoles, Mondéjar y Vélez, no estuvieran de acuerdo en las estrategias ni en los objetivos de sus respectivas campañas. Mondéjar quería someter a los moriscos y atraérselos; Vélez quería desterrarlos.
Los españoles pagarían cara su victoria. Los campos de batalla de Alfajaral y Gualjaraz quedaron cubiertos de muchos centenares de cadáveres de cristianos y nunca los españoles lograron cercar por completo a las huestes moriscas y aniquilarlas definitivamente. Por lo general, al caer la noche, los moriscos desaparecían sin dejar huella por los terrenos salvajes desprovistos de caminos. La larga contienda, que solo prometía un botín escaso, las interminables vigilias, soportar las tormentas de nieve y las heladas lluvias, las marchas, la escasa y mala alimentación, la alerta permanente exigida por la acción de las guerrillas, surtían sus efectos en el ánimo de los españoles, que, en una gran parte, eran milicias civiles procedentes de la Andalucía cálida. Más de una vez se presentó el peligro de que el ejército español, salvo los nobles y los mercenarios napolitanos, cansado y agotado, se disolviera por completo y sus hombres marcharan a sus casas. Fueron necesarias muchas amenazas, muchas artes de persuasión y muchos relevos para lograr mantener en pie un ejército cuyo mal humor llegaba a traducirse finalmente en una sangrienta masacre de indefensos prisioneros. El hecho cruento más ignominioso de todos fue el asesinato de los moriscos acaudalados de Granada, puesto que ellos se habían opuesto desde siempre, como ciudadanos leales, al levantamiento y, en el momento del asesinato, estaban bajo la protección del gobierno español.
Gran júbilo reinaba en Granada. Tapices bordados en oro colgaban de las blancas fachadas; las calles principales estaban regadas de flores y, en los balcones, tras las rejas de las ventanas, asomaban damas de negros ojos tocadas con sus mejores mantillas de encaje.
Por fin, el lejano rey, en El Escorial, había pensado en sus súbditos y había decidido poner fin al alzamiento de los moriscos. Cierto era que no venía él mismo como una vez hicieran sus bisabuelos Isabel y Fernando, pero enviaba un vástago de su casa que era más popular en España que el propio rey; porque el rey tenía el pelo gris, era severo y taciturno, de tal suerte que a los que lo visitaban casi llegaba a faltarles la respiración y el rey los tenía que tranquilizar con palabras amables para que pudieran hablar sin tartamudeo. Pero su embajador, el nuevo general enviado contra los moriscos, era un joven rubio y alto, de ojos azules, caballero sin miedo y sin tacha, con brillante coraza y corcel berberisco. Se comentaba que el joven don Juan, a los quince años, había querido escapar para ayudar a los malteses en su heroica lucha contra el dominio turco y que solo por una orden severa del rey había vuelto junto a sus educadores, quedando el rey entre encolerizado y orgulloso a causa de la travesura del muchacho. Por entonces, toda España se entusiasmó y don Juan encontró innumerables imitadores en la juventud masculina. Para los españoles, don Juan era más que una persona, más que un joven audaz y bien dotado; era un ideal, un moderno cruzado, un verdadero descendiente del Cid, además de un hijo de emperador cuyo ascendiente materno no era diferente al del Cid. Ahora, cuando este ideal hacía su entrada en Granada, a caballo, no se podía pensar en otra cosa que aquello representaba el principio del fin de los moriscos. El ejército español, poco y mal organizado, recibió un gran impulso del joven jefe; pronto estuvieron dirigidas hacia él la mirada del rey y la de toda España. Aunque el botín no fuera suficiente, había que conquistar el honor de la victoria. Toda la nobleza de Andalucía y de Castilla, desde los muchachos de doce años hasta lo ancianos de setenta, corrió a ponerse bajo las banderas de don Juan.
Pero don Juan mismo reconoció pronto que la misión que se le encomendaba no era fácil. Montes, malos caminos, lluvias y aldeas semejantes a fortalezas no presentan menor obstáculo a un caballero que al hijo de un burgués que por primera vez se ha echado la ballesta al hombro. Además, el rey se había reservado la última decisión militar; y el rey, según su costumbre, era muy lento en sus decisiones. Cuando por fin, después de larga demora, hubo lugar a una decisión, los moriscos llevaban ya mucho tiempo en otro lugar de las montañas y la situación militar había cambiado por completo.
En esos días, Aben Humeya, el Reyezuelo de las Alpujarras, murió asesinado por un marido celoso a cuya mujer había intentado incorporar a su harén. En la dignidad real le sucedió su tío Aben Abu, quien, bastante astutamente, limitó su actividad a las guerrillas en las montañas. Para poner fin al levantamiento había solo un camino: desalojar los casi inexpugnables nidos de las rocas y destruirlos.
Se comenzó con la villa de Galera, que yacía como galera volcada, la quilla hacia arriba, en lo alto de una roca aislada. En su impaciencia juvenil, don Juan ordenó el asalto antes de que se hubiera preparado suficientemente el ataque con el fuego de la artillería. En la furiosa lucha callejera, en la que cada casa, cada muro de jardín servía de fortaleza, los valientes napolitanos fueron rechazados sufriendo gran número de bajas. Don Juan vio que la realidad de la guerra era distinta de lo que había leído en las novelas de caballerías y se atuvo al consejo de Felipe, quien desde Córdoba, a donde se había trasladado para observar la acción más de cerca, le había aconsejado utilizar fundamentalmente la artillería y las minas. Pero fracasó también un segundo ataque. Fue en vano que don Juan se apresurase a entrar en el tumulto espada en mano; una bala tocó en su coraza y el fiel Quijada lo retiró de allí. Felipe, cuando se enteró, se excitó mucho. En una carta a su hermano le advertía que en el futuro no habría de exponer innecesariamente su vida, ya que el puesto del jefe está detrás de su ejército, opinión que era típica en Felipe, que dirigía los asuntos de su imperio universal desde detrás de su mesa de escritorio.
En un tercer ataque a Galera, los españoles tomaron la villa al asalto y llevaron a cabo una sangrienta matanza entre los moriscos que no hubiera podido superar ningún Pizarro. Fueron sacrificados todos los hombres, y unas mil cuatrocientas mujeres y niños de las más diversas condiciones fueron asesinados, ciertamente por orden expresa de don Juan, que se había creído herido en su honor de caballero por la terca resistencia de los moriscos y la doble derrota sufrida. El resto de las mujeres y los niños fue perdonado a ruego de los soldados, que preferían venderlos antes que matarlos. Galera fue arrasada y cubierta de sal como lugar maldito y prohibido.
La crueldad de don Juan fue excesiva aun para el mismo Felipe, quien se lamentaba de que su hermano no hubiera mostrado ninguna caridad cristiana. A la caída de Galera siguió el ataque a otros de los nidos de las rocas. El noble don Luis de Quijada, ayo de don Juan que durante tan largo tiempo había servido fielmente a la casa de los Habsburgo, cayó herido ante la villa de Serón y entregó su espíritu en brazos de su pupilo. Felipe lamentó profundamente esta muerte, pues Quijada había sido muchos años el confidente íntimo de su padre. En su debilidad, los moriscos renunciaron entonces a defender sus villas de las rocas; rehusaron todo combate de importancia y la guerra quedó reducida a golpes de mano, persecuciones enconadas y centenares de pequeñas acciones.
La interminable búsqueda por los despoblados, las luchas con pequeñas partidas, esta guerra pequeña que parecía prolongarse indefinidamente, no era del agrado de don Juan. Aquí no había honores que ganar y sí solo nuevas fatigas. Don Juan anhelaba la proximidad al rey, pues por todas partes se decía y se murmuraba de la gran cruzada futura contra el turco, que acababa de conquistar la veneciana isla de Chipre. Don Juan soñaba con el puesto de comandante supremo de una armada gigantesca de las tres potencias aliadas, España, Venecia y Roma, que se habían reunido constituyendo una liga contra el turco.
Este sueño se hizo realidad. Don Juan, con un suspiro de alivio, volvió las espaldas a las Alpujarras y se dirigió a Sevilla, la brillante y alegre metrópoli comercial, la mayor ciudad de España, a la que Felipe visitaba entonces por primera vez. Allí, en los astilleros del Guadalquivir, sonaban ya miles de martillos y los redondos cuerpos de las pesadas galeras de guerra se encontraban alineados como cetáceos varados en el río. Don Juan suspiró: veía ante sí un gran porvenir.
El levantamiento de los moriscos se disolvió en nada. Los que pudieron huir a África lo hicieron así. Los restantes se entregaron a su suerte y firmaron la paz con los españoles.
La ley que los despojaba de sus nombres, de su lengua, de sus vestidos, de sus costumbres, se mantuvo con todo su rigor. Y aun más: el sur de España les quedó vedado como lugar de residencia.
Una caravana de miseria, de hombres amargados, salió de su antigua patria de las montañas a través de la alegre Andalucía meridional y se desparramó por las ciudades de Castilla y León.
Así terminó el islamismo en España; así se disiparon los últimos sueños del Califato de Occidente.