Los mendigos
AÑO 1566
Primavera en los Países Bajos. De los sauces pendían los verdes amentos, como ocurría siempre en esta estación, y los álamos de los caminos desplegaban tímidamente, de sus pegajosas yemas, los primeros y tiernos cucuruchitos de sus hojas.
En la buena ciudad de Bruselas, las amas de casa abrían puertas y ventanas para dejar que entrara el sol y el aire cálido de abril en las oscuras y ahumadas habitaciones. En todas partes, en las plazas, en las estrechas calles y en los cuartos de las hospederías, grupos de hombres, de pie o sentados, discutían con ardor unos con otros. En toda la ciudad había una tensión plena de expectación. Algo se avecinaba; pero nadie sabía con exactitud lo que realmente era.
En su habitación se hallaba sentada, escribiendo, la gobernadora Margarita de Parma. La pluma de ganso se deslizaba lenta y vacilante sobre la vitela; la carta era tan secreta, tan importante, que Margarita no se había atrevido a dictarla a ninguno de sus secretarios. Escribía a su hermano Felipe, en España. Y tenía que informarlo, a su pesar, de que las cosas se ponían peor, de día en día, en los Países Bajos. Los Estados se oponían, más o menos, a colaborar en la gran obra de la Inquisición. Los nobles le habían dirigido una petición concebida en un tono de amenaza y rebeldía y los burgueses apoyaban a la nobleza y a los Estados. Los impuestos eran cada vez más difíciles de recaudar. Margarita frunció el entrecejo y por tercera vez desechó el borrador de la carta.
«No hay otro camino —murmuraba bajo su labio bigotudo—; esto no es trabajo para una mujer. El rey debe venir, él mismo, en persona, para salvar lo que aún se pueda salvar». De nuevo volvió a crujir la pluma de ganso. Fuera, los pájaros trinaban; y en cualquier parte, sobre el declive de un tejado, crotoraba una cigüeña.
No lejos del palacio, en una calle estrecha, apresada entre las paredes de las enmaderadas casas de los honrados burgueses, se encontraba el predio urbano del conde de Culemborg. Una algarabía de voces, gritos y grandes risotadas salía de allí para extinguirse en la calleja y muchos ciudadanos que transitaban afanosos por ella se detenían ante la casa y lanzaban una mirada sonriente a las altas ventanas del primer piso.
Detrás de estas ventanas se hallaba la gran sala regia del palacio de Culemborg; y en ella reinaba gran alboroto. Alrededor de la gran mesa estaban sentados cerca de cien hombres, casi todos ellos muy jóvenes. Pero también había allí hombres barbados, e incluso algunas cabezas grises. Encima de la mesa, sobre la que estaba extendido un colorado tapiz oriental, había, en amplias fuentes de plata, pan blanco, queso de bola, pescado ahumado y ganso asado. Los comensales ya habían terminado; la comida del mediodía había concluido. En este momento se llegaba a la bebida y las diferentes cosas que había sobre la mesa tan solo debían servir para sostener a los bebedores sobre sus piernas el mayor tiempo posible. Los criados, que con sus jarras de vino se movían incansables alrededor de la mesa, aparecían raramente vestidos. En lugar de lujosas libreas llevaban jubones y calzones de frisa gris. Las mangas les caían largas y anchas y en la cabeza llevaban gorros de orate. En los brazos, sobre los que en otras ocasiones mostraban el escudo de su señor, ostentaban ahora la figura de un haz de flechas. Atuendos uniformes de loco y emblemas de haz tenían una especial significación; lo primero estaba imaginado con intención de burla hacia el cardenal Granvela y el haz de flechas bien apretadas significaba la unidad de la liga de los nobles, los cuales se habían propuesto no someterse a los decretos del rey ausente. Pero aún no tenía nombre la liga; aún era todo inseguro y nebuloso.
Muchos de estos comensales estaban ya borrachos, pues del vino del Rin y de Borgoña habían pasado a los más fuertes caldos del sur. Y en este momento habían tenido que llevarse al joven señor de Pallant, porque mudo y doblado sobre la mesa se hallaba vencido por todos aquellos ricos dones de Baco.
A la cabecera de la mesa, en el lugar del anfitrión, se sentaba Enrique Brederode. Sus gruesas mejillas, totalmente surcadas de venillas azules, aparecían relucientes; su grueso vientre amenazaba con reventar; sus pequeños ojos negros y astutos brillaban por encima de la concurrencia. Extendiendo ambos brazos en alto sobre la mesa, como para bendecir, con el fin de acallar las voces de todos, tronó con su voz de bajo profundo:
—Amigos y compañeros, coaligados y camaradas de juerga: ¡silencio! Solo para un brindis importante y un breve discurso de mi pesada lengua. —Levantó la copa que tenía delante, llena hasta el borde de vino español, y gritó—: ¡Ahora bebo a la salud de nuestro cristianísimo rey, la del español al que llaman Felipe, y os exijo que hagáis todos lo mismo con corazón leal! Vivat Philippus, dominus noster! Vivat in saecula saeculorum! Pero también Pereat Granvellius et sanctissima inquisitio animarum! (Váyase al infierno Granvela y con él la Santísima Inquisición). —Se llevó la copa a la boca de gruesos labios y la vació de un solo trago. Riendo y balanceándose unos contra otros, todos los comensales hicieron lo mismo—. Pero ahora —exclamó—, después de que hemos cumplido nuestro deber para con el soberano que hemos heredado de la casa de Borgoña, conviene que pensemos en nosotros mismos, pues, al fin y al cabo, tampoco ha desaparecido el burro al galope. Pero ¿por quién brindo yo ahora? ¿Por la salud de la nobleza holandesa? ¿Por los coaligados? ¡Ah, amigos míos! Me falta el nombre exacto.
Luis de Nassau, hermano del de Orange, se acercó tambaleando a Brederode, lo abrazó tiernamente y lo besó en las mejillas, relucientes a causa del vino.
—Enrique —balbuceó—, amigo mío, hermano mío, mi camarada; a ti te falta el nombre, pero a nuestros enemigos no les falta. La miserable criatura de Berlaymont, mirándonos con desprecio desde la ventana, nos llamó «pobres mendigos», y yo, para mi persona, no dudo lo más mínimo de que seremos mendigos, pobres miserables y despreciados, nosotros y todo el pueblo, si los glotones obispos y los espías españoles que ellos llaman inquisidores acaban con nosotros.
—Somos mendigos —exclamó Roberto de la Mark, primo de Brederode—; mendigamos nuestros antiguos derechos, nuestros privilegios y libertades y pronto llegaremos al extremo de que nosotros, los mendigos, tengamos que besar los traseros españoles por pura sumisión.
—Si somos ya mendigos —clamó Jorge de Ligne—, y si se nos asigna ese título, mantengámonos fuertemente unidos, por lo menos, como los mendigos en el antiguo gremio.
—¡Un viva a los mendigos de los Países Bajos! Vivant, crescant, floreant! —gritó entre risas Brederode—. ¡Vivan los mendigos!
—¡Vivan! ¡Vivan los mendigos! —se oyó gritar por todos lados. El tumulto y el ruido eran tan grandes que trepidaban los cristales de las ventanas.
—Calmaos, mis pordioseros amigos, calma —clamaba Brederode—. Bebamos una ronda, pero a la manera de los mendigos, en cuencos de madera; pues estas copas de plata pronto desaparecerán para convertirse en moneda española. Y yo aspiro a tener también una auténtica limosnera. Vosotros, muchachos —gritó dirigiéndose a los sirvientes, que también estaban ya un tanto inseguros sobre sus piernas—, traednos bolsas y cuencos de madera que vamos a jurarnos fidelidad mutua como verdaderos mendigos, ladrones y flamencos. —Le trajeron los zurrones y los cuencos de madera. Cogió un cuenco grande lleno de vino hasta rebosar y lo vació de un solo trago después de haber espolvoreado en él un poco de sal—. ¡Oídme, mendigos todos! —exclamó—. Sea este el brindis de la fidelidad; la nueva comunión holandesa bajo las dos especies. Cada mendigo mira por el otro: el tullido, por el ciego; el jorobado, por el tiñoso. Y por eso, el juramento de fidelidad dice así:
Nuevas carcajadas saludaron el versículo de Brederode. El cuenco de madera pasó de uno a otro y cada uno de ellos lo vació, aunque la mayor parte del vino se le saliese ya casi hasta por las orejas. Todos ellos pronunciaron la fórmula del juramento, a veces gritando, a veces farfullando.
La bacanal se hacía cada vez más salvaje. Algunos caían al suelo y quedaban allí roncando con fuerza; uno, agarrándose a la mesa, la derribó al suelo y los quesos rodaron como pelotas por la estancia.
En aquel momento se abrió la gran puerta de la sala y en el umbral aparecieron, completamente sobrios, ajenos a todo aquello, vestidos de corte, el conde de Egmont, el príncipe de Gravelinas, el conde de Horn y Guillermo de Nassau.
—¡Amigos! —gritó Brederode extendiendo los brazos hacia ellos sin atreverse ya a levantarse—. ¡Ancianos, dignísimos y maestros de los mendigos neerlandeses! ¡Bebed con nosotros! ¡Afianzad la alianza con el juramento! —Y con balbuceos explicó todo lo que había pasado.
El conde de Egmont frunció el entrecejo.
—¡Brederode! —clamó—. La suerte de nuestro país debe llevaros a refrenar las locuras de esta juventud en lugar de animarlas.
Brederode intentó levantarse, pero volvió a caer pesadamente en el sillón.
—Conde Egmont —balbuceó— viejo hermano de sangre, coaligado, compañero de lucha en tantas batallas. ¿Estáis con los Países Bajos o con España? Esto es lo que quiero saber.
—Los Países Bajos y España están bajo un mismo rey —replicó Egmont—. A él le he jurado yo, como todos vosotros, fidelidad y sumisión como a señor de este país. Esta fidelidad pienso mantenerla; pero ello no me impediría hablar abiertamente con el rey si el bien de mi patria lo exige.
—¡Bien dicho, conde Egmont! —dijo Luis de Nassau—; pero ¿cómo, si se llega a una decisión?
—¿A qué decisión? —preguntó el conde Egmont.
—A la decisión entre el rey y el pueblo de los Países Bajos. A la decisión entre nuestros derechos y la Inquisición. A la decisión entre los mercenarios españoles y los ciudadanos de este país.
—A una tal decisión no se llegará nunca, gracias a Dios —replicó Egmont—. Yo conozco al rey, él me escucha. Ha acogido favorablemente nuestros escritos de súplica. Yo lo he servido en embajadas y en guerras y él siempre se ha mostrado agradecido con nosotros.
—¿Acaso se manifiesta este agradecimiento del rey Felipe en que decretos y leyes los decida y publique un Consejo privado sin que se consulte a Egmont, a Horn y Orange sobre su opinión? Sí; vuestras personas, vuestra presencia son necesarias junto al pueblo. Vuestra tácita conformidad.
Luis de Nassau se había puesto pálido. Su embriaguez había desaparecido de golpe.
Egmont se volvió a medias hacia Orange.
—Es vuestro hermano, Orange —dijo con un encogimiento de hombros.
—Luis —dijo este—, tú no entiendes al conde Egmont, que ha visto guerras y guerras civiles y por eso intenta ordenar todo pacíficamente. Tú no comprendes al rey, que solo decide lentamente y con prudencia. Y, ante todo, Luis, no entiendes la hora, el tiempo. Tú quieres romper todo en tu rodilla. Pero en estas cosas hay que saber esperar. Esto lo he aprendido del rey. «Non sans droit», dice el lema de nuestra casa. No sin derecho. Espera a tener derecho y, entonces, obra. Pero no arranques del árbol los frutos verdes. Espera, cede, cede mil veces; días y noches. Cuando el destino dé la señal, actúa. Esa hora aún no ha llegado y yo pido a Dios que no tenga que llegar nunca.
—Yo pertenezco a otro tiempo —dijo Luis De Nassau—. ¿Por qué voy a esperar a tener derecho si yo lo siento en mi pecho? ¿Tengo que contentarme con presenciar el tormento, el martirio, la persecución de inocentes? ¿Debo arrastrarme ante el rey de España? Yo venero al conde Egmont como lo venera todo el pueblo neerlandés, como a un padre de los Países Bajos. Yo venero al conde de Horn y yo os amo a vos, hermano; pero yo confieso abiertamente que os querría el triple viéndoos a caballo, en batalla en campo abierto levantando la espada contra los opresores; mucho mejor que así, esperando, aguardando, demorando y, sin embargo, más engañado cada vez.
Guillermo de Orange alargó la mano. Delgada y blanca se apoyó en el hombro de su hermano.
—Una cosa te prometo, Luis —dijo—. Si realmente se hiciera desesperada la situación; si el rey no viniera; si se limita solamente a enviar a una de sus criaturas, estaré contra la opresión y contra la Inquisición. Incluso si tiene que ser en compañía de los mendigos. Pero ahora pienso, Luis, y vosotros, dignos señores, que lo mejor sería que durmierais vuestras borracheras. Os asombraréis al ver cómo las cosas parecen distintas cuando se las considera estando sobrio.
Los tres abandonaron la sala. Todo quedó en silencio. Tan solo un par de durmientes dejaban oír sus ronquidos. Los demás permanecían sentados a la mesa, silenciosos, con los cabellos desordenados.
—¡Maldita sobriedad! —murmuraba Brederode—. Todo el placer se me ha hecho repugnante. Y no habíamos hecho más que empezar. Pero todo el impulso de mi alma ha desaparecido; el fuego de mi corazón está apagado desde que Orange lo ha regado con el agua de la sobriedad.
—Conozco a mi hermano —dijo Luis, pensativo—. Es un mendigo lo mismo que nosotros. Podemos contar con él; aun sin juramento. Pero Egmont y Horn…
—¿Qué pasa con ellos? —bramó Brederode.
—Me temo, me temo mucho —contestó Luis De Nassau, receloso y pensativo— que estén perdidos, atrapados en sus títulos y dignidades, entusiasmados con la conciencia de los grandes servicios prestados al rey. Perdidos, sí, perdidos. Para sí mismos y para la buena causa de los mendigos.
La sensación de una inseguridad general, el presentimiento de una desgracia próxima, reinó en los Países Bajos durante todo el verano. A mediados de julio se reunieron los mendigos de Saint Trond; sus discursos fueron atrevidos como nunca. Y enviaron un suplicatorio a la gobernadora en el que exigían que fueran convocados los Estados Generales y que no se promulgara ningún decreto del gobierno sin antes ser aprobado por Egmont, Horn y Orange.
Ya se había extendido por las provincias el rumor de la existencia de la Liga de los Mendigos y pronto no quedó ya ningún obrero en su taller, ningún labrador en el campo, ningún pastor en su solitaria campiña, ningún pescador en los lejanos bajíos que no hubiera oído hablar de los mendigos y de sus objetivos. El rumor cayó en suelo fértil. Aún estaba el pueblo sufriendo las consecuencias de la guerra francesa, aún seguían subiendo los impuestos y aún amenazaba, cada vez más, la Inquisición, aunque en muchas provincias, por la tenacidad del pueblo y la indiferencia de los gobernadores, le había sido impedido ejercer el negro oficio. En estas circunstancias, el rey permaneció alejado y la regente se sintió incapaz de hacer frente a la inquietud creciente, que, como las aguas del mar del Norte en la pleamar de primavera, erosionaba por todas partes los diques del Estado.
A principios del mes de agosto, como a una señal del destino, todos los ojos se volvieron hacia Amberes. De allí había de partir la iniciación del levantamiento. En la gran ciudad, a orillas del Escalda, que había sido en otro tiempo el mayor puerto de Europa, sobrepasando incluso a Génova y Venecia, allí, había crecido de modo gigantesco la expectación y la tensión. Todavía seguían golpeando miles de martillos en los astilleros sobre las toscas panzas de madera de las naves; aún circulaba la moneda extranjera de todo el mundo sobre el tapete verde de la mesa de cambio; aún se seguían amontonando las mercancías en los almacenes; pero los grandes bancos internacionales, los comerciantes alemanes, ingleses y franceses se retiraban paulatinamente de los negocios y se preparaban para abandonar la ciudad.
Amberes era, como todos los grandes puertos, una ciudad marcadamente internacional. Con la población flamenca se mezclaban súbditos de todos los países soberanos. Bastante numerosos eran los portugueses, ingleses y judíos, que jugaban un gran papel en el comercio y en el tráfico de divisas de la época. También en Amberes cobraban vida las nuevas ideas profanas y religiosas de aquel tiempo. De la imprenta de Plantino salieron los antiguos clásicos en ediciones artísticamente impresas, obras maestras del Renacimiento tardío, mientras fuera, ante las murallas, predicadores luteranos, calvinistas y anabaptistas impulsaban a las multitudes contra la fe católica heredada y contra la Inquisición del soberano español, pues Amberes, en cuanto a la educación religiosa, estaba especialmente sometida a la influencia de las provincias del norte y del suroeste de Alemania, regiones en las que la tendencia radical y comunera del protestantismo había prosperado desde siempre de un modo más contundente.
Así llegó el 18 de agosto, día en el que, desde antiguo, se paraba el trabajo en Amberes para la fiesta de la procesión de una pequeña y milagrosa imagen de la Madre de Dios. Como siempre, la imagen iba acompañada por el clero, los patricios y los gremios de la ciudad y llevada solemnemente, en abigarrada procesión, por sus calles. Guillermo de Orange estaba en el balcón del Concejo con su esposa Ana de Sajonia y su hermano Luis de Nassau, aparentemente gozando de la festividad del día y preocupado, en realidad, por si la pequeña e inocente imagen envuelta en un manto de brocado adornado con piedras preciosas pudiera dar motivo para un levantamiento, pues los fanáticos predicadores anabaptistas habían desatado su terrible furia contra la antigua imagen de madera de la Madre de Dios y habían jurado arrojar pez y azufre sobre sus paganos e impíos adoradores. A estos fanáticos obtusos les tenía Orange no menos aversión que a la siniestra Inquisición del catolicismo, igualmente obtusa. Los anabaptistas conocían sus sentimientos y los tomaban muy en cuenta, de tal modo que, ora desde una distancia segura gritaban a la imagen «¡Mayken, Mayken, tu hora ha sonado!», ora arrojaban, algunos más decididos, piedras que no causaban ningún daño; pero, bajo la atenta mirada del gobernador, no se atrevían a hacer más, y tanto menos cuando la imagen, por orden de Orange, era llevada lo más rápidamente posible a la catedral y dejada allí al amparo de las verjas del coro.
Aquellos días, desgraciadamente, llegaron mensajeros de la regente de Bruselas que urgieron a Orange para que regresara a la capital, pues Margarita, siempre muy preocupada de su propia seguridad personal, sentíase de algún modo protegida cuando tenía cerca de sí a Egmont, Horn y Orange, hombres cuyas órdenes, esperaba ella, no sin razón, serían obedecidas por la levantisca nobleza y el vil populacho.
Pero si bien ahora ya se encontraba la regente protegida, también quedaba Amberes lejos de la mano del único hombre que, aunque estricto en su amor al orden, era querido y hubiera podido apagar con su presencia los sentimientos desbordantes del pueblo. La consecuencia fue un caótico arrebato de la furia popular, una acción iconoclasta que desde hacía mucho tiempo había sido planeada por algunos agitadores religiosos irresponsables, pero que únicamente se realizaba porque los Países Bajos, en su totalidad, estaban descontentos con los tiránicos edictos de Felipe y creyeron que podían atreverse a todo bajo la débil regencia de Margarita.
Por la mañana, temprano, ya se había congregado en la catedral multitud de gente. Individuos que en su mayoría eran de dudosa condición, a los que un historiador neerlandés calificaría de «basura». Este fermento, como tantas veces en la historia del género humano, estaba destinado a originar un proceso histórico mientras los honrados burgueses y burguesas, tocados aún con sus gorros de dormir, yacían en blandos lechos de plumas soñando, precisamente en el más agradable de los sueños, con el desayuno que las sirvientes preparaban en las amplias cocinas de ladrillos.
Un mendigo, con su traje desgarrado y sobre saturado de remiendos, un mendigo artificial, aparentemente, había subido al púlpito, abrió los broches de la voluminosa Biblia y lanzó un discurso estúpido. De la multitud llegaron risas y aclamaciones, aunque también hubo algunos que se levantaron contra esta profanación de la Iglesia y de la religión.
Se oyeron gritos de «¡Vivan los mendigos!»; pero un joven marinero saltó al púlpito y arrojó de cabeza al loco. Sonaron entonces unos disparos de pistola; el marinero fue herido en un brazo. Las masas, en la iglesia, se lanzaron de un modo salvaje hacia las puertas. Finalmente, los clérigos consiguieron cerrarlas y echar los cerrojos.
En la Casa Consistorial se reunió el Consejo; pero los consejeros no consiguieron llegar a una decisión enérgica; tan solo pudieron limitarse a esperar a que todo aquello pasara. En esto se engañaron, pues, al día siguiente, alentados por la inactividad del Consejo, otra vez se presentaron allí las masas. Comenzó con las burlas hacia una viejecilla que vendía imágenes milagrosas. La vieja utilizó su santa mercancía a modo de arma arrojando las imágenes contra la multitud de sus atacantes. Entre risas y venablos, el populacho llenó la iglesia. De nuevo, y cada vez con más insistencia, se oyeron los gritos de «¡Vivan los mendigos!».
Fue inútil que el Consejo acudiera en procesión con los negros trajes de su dignidad adornados con cuellos almidonados y puntillas blanquísimas. Faltaba una mano enérgica y el pueblo perdió enseguida el temor respetuoso ante los representantes del Estado, tan rápidamente como ante los de la Iglesia.
La verja del coro fue destrozada y la desdichada y pequeña Madonna de inocente rostro de madera fue sacada a rastras al exterior. Destrozaron sus ricos ropajes, desparramaron sus joyas y la convirtieron en leña para el fuego a golpes de hacha. Esto fue el principio. Pero poco después, desde los pilares y las cornisas, cayeron al suelo las imágenes de los santos y de los padres de la Iglesia; magníficas pinturas, obras maestras del arte neerlandés, cayeron al suelo con estrépito y fueron bárbaramente destrozadas. El altar mayor vaciló y se derrumbó y a la imagen del Crucificado no le fue mejor que al san Antonio tentado por los espíritus infernales. Los ventanales, con las representaciones de escenas de la Historia Sagrada, fueron destruidos a pedradas y los fragmentos de vidrio lanzaban afilados rayos de la clara luz del sol que en aquel momento caía de plano sobre la derruida catedral. Incluso ni en las tumbas se detuvo el pueblo y arrancó las lápidas recordatorias, totalmente inocentes, junto con las esculturas que representaban a los difuntos.
Vacía, profanada y sucia se encontraba la gran catedral de Nuestra Amada Señora. Y la chusma se alejaba desconcertada ante el gran poder de seducción que ahora sentían dentro de sí sus miembros, tanto tiempo sometidos y sujetos a la obediencia.
Los mercaderes extranjeros abandonaron Amberes con el rabo entre las piernas. Los banqueros recogieron todo su dinero. Los burgueses andaban de cabeza, desorientados. Quizá en estos días amenazaba a Amberes un régimen semejante al de los anabaptistas, como en una ocasión lo había sufrido la westfaliana Münster. Pero ahora, sin embargo, venció la comprensión humana de los flamencos, sana en el fondo. Poco a poco, Amberes fue recuperando la tranquilidad.
Orange vino de Bruselas; con él venían caballeros armados. Los gritos de «¡Vivan los mendigos!» se oían más débilmente. El sentir general era de una gran vergüenza por los sucesos acaecidos en aquella grande y hermosa ciudad.
Margarita, por consejo de Orange, había concedido ciertas libertades a las sectas. Pero no se había decidido nada. El rey, el rígido, tajante, católico rey Felipe, estaba lejos. Únicamente de él podía partir una decisión.
Y la preocupación, el miedo al futuro, el temor a las represalias, pesaba más gravemente que nunca sobre las hormigueantes ciudades, sobre la tierra fértil de los Países Bajos.