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Boda y muerte

AÑO 1559

Con la desaparición del emperador Carlos V de la escena política, volvió a repetirse la situación que él mismo, al aparecer por primera vez, se había encontrado y había dominado. De nuevo Francia y el papado se unían con la esperanza de acabar con el predominio de España sobre los estados de Europa. Esta esperanza pronto se desvaneció. Sorprendentemente, Paulo IV, el papa de estrecha frente, vio las tropas del duque de Alba en la Campania, en las inmediaciones de Roma. Parecía como si sobre Roma se avecinase una nueva época de terror, de saqueos, violaciones y asesinatos, pues el verdadero núcleo del ejército español estaba constituido, en gran parte, por suizos y lansquenetes alemanes, que miraban con poca simpatía al santo padre y a la Iglesia católica. Alba evitó el asalto directo a la ciudad. En el corazón del duque, como en el corazón de su señor, el rey Felipe, luchaban de un modo extraño la sumisión a la Iglesia y a la Fe y la hostilidad hacia el irascible papa. Paulo, después de que se hubo disipado su rabia a fuerza de palabras, fue lo suficientemente listo para darse cuenta de que todo estaba perdido y de que ya no podía esperar docilidad en el fiel rey Felipe ni en su mariscal, tanto más cuanto que también el duque de Guisa, con las tropas de auxilio francesas, se había visto obligado a retroceder hacia Francia en aquellos días. La paz que el duque de Alba había de concertar con el papa, por orden de Felipe, era tan humillante para el vencedor como para el vencido. El duque de Alba debía pedir perdón, de rodillas, al papa, acto que se le hacía muy gravoso al orgulloso español. El pueblo romano, al que se le había quitado un peso del corazón, saludó con júbilo al de Alba y, demostrando su falta de carácter, lo celebró como «defensor y libertador de Roma».

Entretanto, Francia había sufrido una gran derrota en el Somme el día de San Lorenzo, en las proximidades de San Quintín. Los caballeros alemanes y flamencos, los llamados «Caballeros Negros», al mando de los condes de Egmont, Horn y Mansfeld, habían detenido a los valientes gascones, y la intervención oportuna de la artillería, dirigida por el duque de Saboya, había producido en los nutridos cuadros de la infantería francesa un terrible charco de sangre, con lo que quedaba así decidida la suerte de aquel día. Todo se disolvió en pánico y desorden: el camino a París estaba libre. En España, en la montañosa soledad de Yuste, el emperador, cortada la respiración, preguntó a los mensajeros de Flandes que le informaban de la batalla si su hijo estaba en París. No. Felipe no estaba de ningún modo en París. Al día siguiente de la batalla había aparecido en el campo al frente de sus tropas con una pesada armadura negra, bajo el clamor de las trompetas y el tronar de los cañones, y se había dejado vitorear como triunfador por el duque de Saboya y sus tropas. A diferencia de su padre, Felipe no amaba el peligro, la emoción o el esplendor de la guerra, y no era considerado como mariscal. Sus numerosas campañas fueron llevadas siempre por otros en su nombre, pues Felipe era, ante todo, un administrador, organizador y político que maduraba despacio los planes, revisándolos varias veces, mejorándolos…, pero nunca un soldado. Con la batalla de San Quintín parecía estar decidida, definitivamente, la derrota de Francia. Sin embargo, como tantas veces en los momentos difíciles de la Historia, levantose ahora el pueblo francés al igual que un tigre herido y pronto se dispuso a enviar al norte nuevas levas de caballeros y ciudadanos para ocupar el lugar dejado por el aniquilado ejército. Bajo el mando del duque de Guisa cayeron en manos de Francia las últimas posesiones inglesas en el continente: Calais, Guisnes y Hammes. Así, por lo menos, se había puesto otra vez en su sitio el honor de las armas nacionales. Y también estaba ahora abierto el camino hacia el Flandes occidental. Cayó Dunkerque, y hubo un momento en que parecía como si el destino se hubiera vuelto en contra cuando el ejército francés sufrió una segunda derrota sangrienta en Gravelinas frente al conde de Egmont y sus tropas flamencas, apoyadas desde el mar por una escuadra inglesa.

Si Felipe había demorado hasta entonces aprovechar las consecuencias de San Quintín y la marcha sobre París, también ahora vacilaba. Este raro proceder se explica, no solamente por el carácter prudente de Felipe, quien, al parecer, no quería hacer de Francia un enemigo irreconciliable, dada la arriesgada situación de sus posesiones en los Países Bajos, sino también por la escasez de dinero. La campaña había devorado gigantescas sumas; ya se había mandado confiscar en Sevilla todo el oro que venía del Perú, y la hermana de Felipe había canjeado su pensión por un pago al contado del gobierno portugués; y aún no se veía la terminación de las emisiones de valores, de los créditos y de las confiscaciones. Por el contrario, en España y en los Países Bajos amenazaba otra vez una grave crisis económica si no se ponía fin a la guerra lo más pronto posible. Felipe estaba por la paz; y por la paz estaba también el rey de Francia, Enrique II, así como su esposa, Catalina de Médicis, que temían que una tercera derrota como las de San Quintín y Gravelinas les costase el país y la corona.

Parecía que se podía llegar a un acuerdo; solamente había un grave obstáculo que se opusiera a la paz en Europa: Calais. Ciertamente Calais, en sí misma, no era más que una pequeña ciudad fortificada en el Canal; pero para Inglaterra significaba una inmensa tradición secular que prestaba un último y pálido significado al título de soberanos de Inglaterra que al mismo tiempo se nombraban reyes de Francia; el nombre de Calais estaba estrechamente ligado a aquella mezcla de orgullo nacional, heráldica medieval y pasado caballeresco, que nos presenta Shakespeare en sus dramas históricos. Pero también para Francia significaba mucho la posesión de Calais; era, en cierto modo, la definitiva y victoriosa conclusión de la guerra de los Cien Años, la definitiva expulsión de Inglaterra de la «bella terre de France», la única gloria nacional dentro del grave infortunio; la culminación de las gestas de la doncella de Orleans.

En Cateau-Cambrésis, donde se reunieron los representantes de las potencias para la difícil tarea de la paz, Francia cedió en todo, pero mostró una intransigencia férrea respecto a Calais, importante pedazo de tierra francesa. En vano amenazó Felipe, en vano se esforzó en la defensa de los intereses del país cuyo título de rey ostentaba, cuya reina era su esposa. Se estrelló contra la terca voluntad de Enrique II, detrás de la cual —para este asunto— se encontraba, como una muralla, el pueblo francés; y, finalmente, tuvo que ceder.

Allá, al otro lado, en Inglaterra, se encontraba María Tudor, la amargada y abandonada esposa de Felipe. En Londres, libelos burlescos referentes a ella pasaban de mano en mano; por las calles se cantaban canciones alusivas a su persona. Ya se había ganado el nombre de «Bloody Mary», con el que habría de entrar en la Historia de su pueblo, pues en Smithfield ya se había encendido el fuego que consumía a los protestantes; ya la Inglaterra protestante, crujiendo los dientes, esperaba su hora y a su portaestandarte, la hija de Enrique y Ana Bolena. Parecía como si, con Felipe, también el equilibrio interior y la salud moral hubieran abandonado a la desdichada María. Aullando estaba en Windsor, sentada en el suelo de su aposento, los amplios ropajes echados sobre la cabeza para que no la viera el mundo. Constantemente veía ante sus ojos la escena en la que Felipe la había abandonado, marchando tranquilo Támesis abajo, dejándola sola a ella, mujer desamada, abandonada y envejecida…, mientras para su esposo, Felipe, empezaban nuevas actividades a causa de la abdicación de su padre. María estaba enferma, su cuerpo deformemente hinchado por la hidropesía, sus pies y sus manos eran torpes y pesados, el cabello gris le caía en mechones sobre la fruncida frente y sus ojos miraban confundidos por encima de las colgantes bolsas. De vez en cuando, en un arrebato de actividad salvaje, espoleada por consejeros de frente estrecha, se levantaba y ordenaba nuevas persecuciones y ejecuciones. Era como si quisiera descargar sobre la fracción protestante del pueblo inglés la rabia que le causaba el fracaso de su matrimonio.

Y luego vino la definitiva traición de Felipe, el asunto de Calais. Un ingente dolor la traspasó de parte a parte. Tenía suficiente sangre Tudor para no permitir que esta humillación la devorase por completo. Vana había sido la lucha de los ingleses en San Quintín, en vano habían amenazado el flanco de Gravelinas los cañones de su flota. Francia y España se unían y María Tudor era la que por esa unión pagaba la paz. A su fracasada política interior —que hubo de proporcionarle durante siglos el odio del pueblo inglés— el destino había puesto el sello definitivo: la pérdida del prestigio internacional, el fracaso total de una política exterior que ella creía haber asegurado con su matrimonio español.

Solamente le quedaba una cosa que hacer a María Tudor: desaparecer de la escena política. Y lo hizo: murió. Y, al morir, dijo: «Si me abrieran el corazón encontrarían grabado en él el nombre de Calais». La muerte de María Tudor en el momento en que se negociaba en Cateau-Cambrésis abría nuevas posibilidades políticas a los mediadores. No se podía pasar por alto un hecho interesante: Felipe estaba otra vez viudo. Junto a los medios que generalmente se emplean y que aún hoy son válidos, se ofrecía, a disposición de los políticos del momento, una forma de alianza especial, íntima y llena de porvenir: a saber, la alianza entre los Estados por uniones matrimoniales de las familias de las casas reinantes. Los señores de Cateau-Cambrésis no habían descuidado esta fórmula. La hermana del rey francés estaba prometida con el duque de Saboya, el mariscal de Felipe, al que en cierta ocasión llamaron en Francia Tête de Fer, Cabeza de Hierro; una hija del rey estaba destinada al duque de Lorena, pero la hija mayor, Isabel, famosa a causa de su encanto, lo estaba al infante español don Carlos. Felipe, que en Bruselas, en la iglesia de Santa Gúdula, revestida de negras colgaduras, había celebrado solemnes funerales por su difunta esposa, pensaba en asegurarse otra vez a Inglaterra de la mano de la otra hermana Tudor, Isabel. Pero Isabel, con toda aquella coquetería y aquellos guiños de sus ojos picaros y bromistas que más tarde habrían de causar la desaparición de tantos pretendientes, dejó sumido en un mar de dudas al embajador La Feria. Esta frivolidad se estrelló contra la seriedad pedante y la envarada dignidad de Felipe, quien, al poco tiempo, se volvió decididamente hacia Isabel de Valois, la novia de su hijo. Enrique II se alegró mucho de esta estrecha unión con España y, en su entusiasmo, hasta llegó a proponer a su hija más joven, la pétite Margot, que se casara con el dolido don Carlos. Pero Felipe, al parecer, tenía suficiente con un solo enlace con la casa de Valois y quería reservar a su hijo para otra combinación. De aquella propuesta, por tanto, no resultó nada. Muy en contra de la voluntad de Enrique y de su deseo de conocer a su yerno in spe, se determinó que el duque de Alba se casara con Isabel, en representación de Felipe, en París, para después entregarla en las manos del rey. Felipe escribió: «No es costumbre que los reyes españoles vayan a buscar a sus mujeres, sino que las mujeres han de ser llevadas a ellos». Orgulloso pretendiente este señor del otro lado de los Pirineos. Catalina de Médicis, la madre de la novia, estaba enferma, Enrique estaba furioso, y en el corazón de Isabel de Valois se mezclaban una extraña alegría por su magnífico porvenir con el miedo al extranjero y al amante intransigente.

En la pequeña ciudad de Salón de Craux, que está en la Provenza, a medio camino entre Aviñón y Marsella, vivía un tal Michel de Nostredame, hombre de negra barba, de procedencia judía, que gozaba sobremanera del favor de la real pareja francesa. Nostredame, que había latinizado su piadoso nombre convirtiéndolo en Nostradamus, siguiendo la costumbre de los sabios de aquel tiempo, poseía, de una manera raramente única, el don de presentir los acontecimientos futuros de una forma oscura viéndolos en imágenes simbólicas y misteriosas que él solía transcribir en coplas difícilmente comprensibles, en acertijos que con frecuencia recordaban con gran vigor las palabras de los oráculos de Delfos y de las sibilas latinas.

Cuando llegó a París el verano del año 1559 y el ardor del sol de mediodía se extendía sobre los vastos campos de espigas de la Provenza, a Nostradame le invadió una gran inquietud. Con frecuencia salía por las mañanas al campo, hacia las achatadas colinas de tierra gris que reventaba de calor y en las que se alzaban olivos con sus ramas sin belleza, retorcidas, y sus hojas cubiertas de polvo. Solía permanecer largo rato allí, sentado sobre el césped escaso, y mirar a lo lejos, hacia el horizonte suavemente ondulado, sobre el que, en una delgada línea casi invisible, se encontraban el cielo, blanco y reluciente, y la tierra cubierta de mieses. Pensaba en acontecimientos pasados, en sus años de estudiante en Montpellier, la escuela de medicina más famosa de Francia fundada por médicos árabes llegados de España; se acordaba de un tal François Rabelais, monje muy sabio e ingenioso que había estudiado allí; y en Jules César Scaliger, el más grande sabio y humanista de Francia y que había sido buen amigo suyo. Recordaba los terribles días de la peste de Aix y cómo había trabajado allí en calidad de médico, incansable, aunque en vano la mayoría de las veces, envuelto en una capa alquitranada y con una máscara protectora sobre el rostro; y cómo las mujeres que iban a morir se habían mandado coser a las sábanas para que nadie, después de su muerte, viera sus cuerpos desfigurados y cubiertos de úlceras negras. Pero, desde todas estas imágenes, sus pensamientos se volvían de nuevo hacia París, hacia la real pareja, a Enrique, el rey de barba gris, y a la reina Catalina, la italiana, morena y algo redondita. Veía claramente a los dos ante él con los ojos de la imaginación: al impaciente rey, algo ingenuo, y a la reina, vivaz, pero muchas veces agobiada. Y también a los niños, de quienes había hecho el horóscopo en Blois: a la vivaz Isabel, a la dulce Claudia, a la pequeña Margarita, siempre predispuesta para la broma, al enfermizo Francisco, el delfín, al irascible Carlos, al apuesto Enrique y a Ercole, cojo y picado de viruelas. Nostradame los amaba a todos ellos, pues le habían considerado casi como a un príncipe, como a un príncipe soberano de vastos y misteriosos dominios y lo habían despedido con palabras de agradecimiento cargado con numerosos regalos.

Nostredame creía saber que se aproximaba una hora decisiva para la casa de Valois. Varias veces se lo había advertido, por carta, a la reina; pero él mismo no sabía en qué forma se acercaba la fatalidad a la casa real y a Francia. Allí, entre los olivos, estaba sumido en grandes cavilaciones y, de repente, como un relámpago, aparecieron ante los ojos de su imaginación dos estrofas que él había escrito casi cuatro años antes en un momento de gran excitación. La primera decía así:

La paix s’approche d’un coté, et la guerre
Zoncues ne fut la poursuite si grande:
Plaindre Hômes, femmes, sang innocent par terre,
Et ce sera de France a toute bande.[2]

La otra estrofa rezaba así:

Le lyon jeune le vieux surmontera
En champ bellique par singulier duelle:
Dans cage d’or les yeux luí crevera,
Deux classes une, puis mourir, mort cruelle.[3]

Nostredame se había levantado.

—¡Dios mío! —murmuraba—. ¿Será la paz esta nueva paz de Cateau-Cambrésis? Francia no tiene otro enemigo que España, con quien acaba de firmar la paz… ¿O será Inglaterra? Y la otra frase de los leones no la entiendo. ¿Por qué no veo más claro? —De repente, palideció y vaciló. Su mano buscaba, como la de un ciego, una rama de olivo. Cayó pesadamente sobre sus rodillas—. ¡Santa Madre de Dios! —gemía—. ¡Protege al rey en cuyo escudo campea un león saltando! ¡Protege, Santísimo, la tierra francesa y a su pueblo de días sin rey y de la guerra civil!

Un júbilo interminable llenaba las calles de París. Entre el Louvre y el gigante de piedra gris de Notre Dame se apiñaba una gran multitud. Hombres, mujeres y niños se asomaban a las ventanas, trepaban a los balcones o estaban sentados sobre los tejados de las casas. Sobre los puentes del Sena que conducen a la isla sobre la que se eleva la magnífica catedral, se apretaban unos contra otros, de pie, codo con codo, locuaces, de buen humor y, en muchos casos, desprendiendo olor a vino. Los alabarderos, pese a grandes esfuerzos, apenas podían dejar libre la calle para el paso del cortejo real. Las gárgolas de Notre Dame, con sus muecas diabólicas, cómicas y obscenas, miraban hacia abajo, hacia el oleaje de banderas y estandartes que se habían congregado alrededor de la iglesia.

De repente, allá abajo, cesó el murmullo de la gente. La cabeza del cortejo había llegado a la Île de la Cité. Estaba constituida por los quinientos lacayos del duque de Alba con sus llamativos uniformes listados en negro, amarillo y rojo. Tras ellos venía el mismo duque, como siempre alto, serio y grave, con un sencillo traje negro. A su derecha marchaba el conde de Egmont; a su izquierda, el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau. El pueblo, lleno de curiosidad, contemplaba boquiabierto a los tres enviados del rey de España, los tres mariscales ante los que todavía ayer había temblado. Se contaba entre sonrisas que el de Alba, en un detalle de extremismo español, había querido besar los pies del rey francés en la primera recepción y que este lo había impedido alzándolo y estrechándolo en un abrazo.

Pero pronto volvió a aumentar el júbilo del pueblo, pues se acercaba ahora la novia, Isabel de Valois, del brazo de su padre, el rey. La esbelta muchacha llevaba sobre su cabellera negra una peluca rubia; sus mejillas estaban rojas por la emoción y sus ojos oscuros —los ojos de su madre— miraban bajo unas negras cejas muy altas un tanto azorados y medrosos. La novia iba ataviada con un suntuoso vestido plateado cuya larga cola sostenían los príncipes de su casa, entre los cuales las gentes protestantes descubrían con agrado a su amigo, el juvenil y sonriente Enrique de Navarra. Colgando de una delgada cadena de oro que le rodeaba el cuello, la novia llevaba una gran perla en forma de pera, regalo de boda de su distante novio. Esta perla la había sustraído el conquistador Hernán Cortés de la cámara de los tesoros del azteca Moctezuma, en Tenochtitlán, y se la había regalado al emperador Carlos; corría un confuso rumor, según el cual la perla proporcionaba pesares y lágrimas a su eventual poseedor; pero nadie pensaba en ello en este feliz momento.

La alta nave de Notre Dame dio cabida al cortejo nupcial, a los embajadores de las potencias, a los príncipes y a los nobles. Y pronto las campanas, con sus lenguas de bronce, anunciaron que la ceremonia había concluido. Los heraldos, con la voz de sus cornetas, proclamaban a Isabel de Valois reina de España. En este momento salía la novia, los ojos cegados al pasar de la penumbra de Notre Dame a la clara luz del sol de aquel alegre día de junio. En todas las bocas resonó un «Vive la reyne d’Espagne!»; los gorros fueron lanzados al aire y muchos ojos se llenaron de lágrimas. El enorme júbilo del pueblo no era motivado solamente por aquella mujer, joven y bella, sino también por la paz, la amistad con España, de la que era símbolo el matrimonio que acababa de celebrarse.

También el corazón de Enrique II estallaba de júbilo. Sus ojos, de ordinario serios y un tanto malhumorados, sonreían; se sentía maravillosamente libre y aliviado al salir a la luz del sol al lado de su hija; le pareció como si en aquel momento entrara en un bienaventurado y despreocupado país del futuro. «¡Por fin! ¡Por fin!», pensaba; y casi le llenaba de gozo el que Francia hubiera perdido la Saboya y el Piamonte, pues, con esta pérdida, había desaparecido su sueño de imperio sobre Italia y, por consiguiente, también la vieja enemistad con la casa de Habsburgo-Borgoña se había desvanecido para siempre. Por primera vez en su vida se sentía como él mismo, y no como heredero de su fastuoso padre, Francisco; se sentía como rey de Francia. Ni más, ni menos. Saludó sonriente a su esposa, Catalina, que enrojeció de gozo, y luego se volvió discretamente hacia la izquierda para saludar a Diana Poitiers, madame de Valentinois, dama entrada en años que, sin embargo, no había perdido todo su encanto a los ojos de su real amante. Se contaba en la corte que su cuerpo, algo grueso, estaba siempre tan hermoso, resplandeciente y terso como en aquellos días en que Enrique lo había poseído por primera vez, gracias a un delicado cuidado y los baños en leche de burra.

Esta alegría maravillosa, casi ultraterrena, no volvió a abandonar al rey. Aún la sentía cuando, por la tarde, en el baile del Louvre, daba la mano a su hija y bailaba con ella el digno y severo «passemento de España» en honor de su yerno ausente. La sentía también cuando, sonriente, hablaba con Guillermo de Orange mientras una fila de máscaras dionisíacas, de faunos y ninfas, causaba el regocijo de los invitados. Estaba tan sumido en su felicidad que no vio sobresaltarse ni palidecer a Orange cuando le habló de que Felipe y él, juntos y unidos, extirparían a sangre y fuego la herejía tanto en Francia como en los Países Bajos. También en los días siguientes persistía este estado de ánimo alegre. En la rue de Saint Antoine, cerca del Palais des Tournelles, se había emplazado el recinto para el torneo. En lides de este tipo, como la de la caza, Enrique se sentía totalmente como en casa. Estaba orgulloso de su habilidad, de la que muy gustoso hacía muestras ante los invitados españoles, pues en esto, al contrario que en el terreno de la política y de la guerra, era indudablemente superior al rey español. Así, entre el júbilo de la multitud, derribó de su montura al joven capitán de su guardia escocesa, el conde Montgomery. Pero no le bastaba; cuando la fiesta estaba a punto de concluir pidió a Montgomery, sonriendo, un segundo encuentro, la revanche, como él decía. Montgomery hizo lo posible para que desistiera de este segundo enfrentamiento, pues le inquietaba la excitación y la risa extraña del rey. Pero Enrique se mantuvo en su deseo y Montgomery no pudo seguir negándose.

Los jinetes colisionaron con todo su peso, de tal forma que las cinchas se partieron y las lanzas saltaron en pedazos. En aquel momento, Enrique vio el león de su propio escudo en el yelmo del adversario, el emblema que Montgomery llevaba como capitán de su guardia; en aquel instante, la astillada lanza de Montgomery, que este no había dejado caer en su aturdimiento, como disponían las reglas, atravesó la visera de su yelmo de oro. Las astillas se le clavaron en los ojos y en las sienes, el rey se inclinó hacia delante agarrándose al borrén de la silla y cayó del caballo en manos de los pajes, que llegaron apresuradamente.

En una estancia del Palais des Tournelles yacía el rey, moribundo. Los médicos habían extraído la mayoría de las astillas produciendo a Enrique terribles dolores. Pero ya parecía imposible seguir limpiando la herida del ojo. Los dolores aumentaban hasta hacerse gigantescos. Las heridas comenzaron a supurar, pero la tenaz energía del Valois, que tantas veces había resistido derrotas, pareció durante un instante que iba a salir victoriosa sobre aquellas heridas mortales. El pesado torso se revolvía entre gemidos en el lecho; pero tomaba alimento y ordenaba con voz débil que fueran a buscar al huido Montgomery, puesto que era inocente de su desgracia. Vesalio, el médico de Felipe y padre de la Anatomía, que había sido traído urgentemente desde Bruselas, creía que era posible salvar al rey.

Pero el destino —el Juicio de Dios, como dijo Calvino— había dispuesto otra cosa. Fueron vanas las oraciones de Catalina y del cardenal de Lorena; vanas las alentadoras palabras de Guisa, de Saboya y de Montgomery; vanas las lágrimas de los hijos. Tampoco sirvió a Enrique el que, medio sumido ya en el delirio de la muerte, dictara una carta al papa prometiéndole que dominaría, castigaría y aniquilaría a los herejes protestantes con todos los medios a su alcance.

La muerte fue más fuerte que todo eso. El débil delfín, Francisco, estaba desesperado.

—¡Dios mío! —gritaba entre lágrimas—. ¿Cómo podré vivir si muere mi padre?

Pero el padre lo mandó venir, lo bendijo con mano temblorosa y dijo:

—Hijo mío: tú pierdes a tu padre, pero no su bendición. Pido a Dios que te haga más feliz que lo que yo he sido.

Después de nueve días de dolores terribles, el enfermo se volvió hacia la pared, lanzó un profundo gemido y expiró.

Como Nostradamus había escrito en una ocasión, con una visión anticipada de esta desgracia: «Puis mourir, mort cruelle».