Viaje al mundo
AÑO 1547
En una habitación de una casa burguesa, en Bruselas, estaba sentado el emperador Carlos V, el padre del infante Felipe. La luz de una tarde de julio caía, amortiguada por los cristales de colores, sobre el verde tapete de una mesa en la que había una jarra de estaño llena de cerveza flamenca. El emperador, que estaba vestido con un sencillo traje negro, se acercaba la jarra a los labios y bebía un largo sorbo. Luego suspiraba y la apartaba de sí. Estaba pensando en la orden de su médico, que le había aconsejado seriamente, a causa de la gota, que dejara de beber cerveza, pues la enfermedad se había asentado en los huesos y se había acentuado desde la batalla de Mühlberg. Pero hoy, con el tiempo caluroso del verano, el emperador se sentía bien, tanto que había huido por algunas horas del palacio y de la vida cortesana, y aquí, en su mansión privada, podía dedicarse sin ser molestado a sus pensamientos y a sus planes. En la mesa había un clavel que el emperador de vez en cuando acercaba a su grande y prominente nariz para aspirar su fuerte olor. Pensaba que este intenso perfume aclararía sus ideas, que estaban extraordinariamente embrolladas. Pues este emperador de mejillas hundidas y pálidas, de labio inferior sobresaliente y morena barba recortada en punta, no era ningún déspota como su homónimo, el famoso Carlomagno: odiaba las guerras y sin embargo siempre se veía envuelto en una nueva contienda. Su anhelo más íntimo era solucionar todos los asuntos por medio de la diplomacia, la astucia y las intrigas, como Luis XI de Francia y los señores de la casa de Médicis habían sabido hacer y lo habían hecho. Pero los tiempos habían cambiado: las olas de una poderosa revolución avanzaban por el suelo de Europa. Ayer solamente había sido un monje loco llamado Lutero, un hombre de conducta vulgar, aldeano, sin modales; ayer solamente un levantamiento de campesinos que fue aplastado, o la rebelión de Castilla, que había sido sofocada en su germen… Hoy era un tal Calvino, la ciudad de Ginebra, los anabaptistas, Münster, los príncipes y los estados protestantes, Escandinavia, Inglaterra. Aquello era como las cabezas de las serpientes mitológicas: se cortaba una y enseguida crecían otras dos nuevas en su lugar.
Por supuesto, a los protestantes, a los señores de Smalkalda, ya se les había advertido. El emperador no pudo por menos de sonreír al recordar aquella campaña digna de un nuevo cesar; cómo en el invierno se había marchado río abajo por el Danubio, aparentemente hacia los cuarteles de invierno, y luego el magnífico cambio de dirección hacia la izquierda y la ocupación del bastión de Bohemia. Y finalmente la caída sobre el enemigo, por retaguardia, sobre la llanura del Elba, bajo la hostil lluvia de primavera, con los caballos muchas veces con el agua helada a la altura del vientre. Pero la tos, la fiebre, el enorme cansancio… No se había vencido sin costes en Mühlberg; los propios huesos habían quedado malparados.
Y luego ¿quedaban en realidad escarmentados los protestantes? ¿Se les pudo aniquilar y extirpar definitivamente? Fatigado, el emperador reflexionaba. Sobre su gran nariz surgía una arruga que le atravesaba toda la frente hasta las sienes ligera y prematuramente grises. No se les podía aniquilar; al menos por ahora. La razón era bien sencilla: se necesitaba a los protestantes, a los herejes. Se les necesitaba para contrarrestar la fuerza del papa. Mientras hubiera Luteros, Calvinos, lansquenetes luteranos y predicadores callejeros anabaptistas, su santidad de Roma amaría a los defensores de la Iglesia. Pero Roma no debía llegar a ser demasiado poderosa. Se tenía la experiencia de papas demasiado ambiciosos: un Gregorio VII, un Inocencio III, eran más peligrosos que todos los luteranos y anabaptistas juntos.
Y además: se necesitaba a los protestantes para otro fin. Se les necesitaba para la elección de emperador. Sin la adhesión de los electores protestantes, la corona imperial estaba perdida para el infante Felipe. El emperador enrojeció, se restregó la frente y murmuró: «Tonterías, tonterías», pues se acordaba de una formidable locura que había cometido años antes. Había cedido a su hermano Fernando, a quien su abuelo, el viejo y astuto zorro aragonés, había querido tanto, al pequeño Fernando, los territorios de Austria, herencia de la casa de Habsburgo, juntamente con las regiones del Tirol, Estiria, Corintia, Moravia y el reino de Bohemia. Y así sucedía ahora que, desde aquella desgraciada hora, había dos ramas de la casa de Habsburgo, una española y otra austríaca. Y por si no bastara con este pecado de división de poder, había aceptado, en un arrebato de locura política —así lo consideraba ahora el emperador—, que después de su propia muerte su hermano Fernando ostentara la corona imperial. Esta separación entre el poder efectivo, que era España, y la antigua tradición romano-occidental del señor terrenal de la cristiandad, que se ocultaba tras ese título de emperador del Sacro Imperio Romano de la nación alemana, había de tener las más terribles consecuencias para la unidad de Europa: guerras y siempre nuevas guerras. Desintegración en estados nuevos cada vez más pequeños, naciones diminutas, y quizá hasta alianzas individuales de estados con el enemigo exterior, con el Islam; y acaso, de este modo, el fin de Europa. En todo caso, la pérdida de una herencia de quince siglos. El emperador, excitado, se llevó el clavel a la nariz. Aquello era un pecado contra la tradición, contra los pueblos de Europa, contra la cristiandad y como remate, y quizá en primer lugar, contra su propio hijo; pues aunque la dignidad imperial no se heredaba, sin embargo, desde hacía largo tiempo se había ido transmitiendo al hijo mayor o al nieto mayor del Habsburgo reinante, tras el suficiente soborno a los príncipes electores con oro, tierras y dignidades. Había que reparar lo que se había hecho mal. Después de la muerte de Fernando, la corona imperial debía volver a la rama española, más antigua y más poderosa, al infante Felipe, al pequeño Carlos, al biznieto y más lejano descendiente. Y precisamente para eso se necesitaba a los príncipes protestantes.
Desde Alemania, recordaba el emperador, habían llegado muy escasas propuestas: los protestantes le habían propuesto a él como cabeza espiritual de una nueva Iglesia nacional. Pero esta vía no estaba abierta para el emperador. No solo porque así se habría enemistado con los príncipes católicos, a los que también necesitaba para sus planes, sino porque le era imposible como soberano de la archicatólica España. Inconcebible también como creyente católico, piadoso y fiel a la Iglesia.
¿Pero es que solamente había estos dos caminos, el protestante y el católico? ¿No había un tercero? ¿Qué pasaría si intentara lograr el equilibrio entre los dos partidos?
«Para mí solo hay una solución», pensaba el emperador: la antigua solución diplomática; no aferrarse a un partido, sino estar por encima de los contendientes, nivelando, reconciliando, pacificando.
Estaba orgulloso de haber encontrado esta solución, que no era tal solución, sino tan solo un aplazamiento del inevitable conflicto. No se daba cuenta de que en estos momentos se le escapaban los frutos de la victoria de Mühlberg; de que él no estaba por encima de los partidos, sino en medio de ellos.
Aún había otra cosa que llenaba de preocupación al emperador: pensaba en su hijo, el infante don Felipe. «El joven está suficientemente bien educado —pensaba—; es muy obediente a mí, aplicado, aficionado a los negocios de estado; no es ningún derrochador; sus amoríos son limitados. Sin embargo, desgraciadamente, es demasiado español, demasiado poco europeo, demasiado tajante. Es hora de que le saque de España, de mandarle a Flandes, a Europa, al mundo».
Y así sucedió que aquella tarde el emperador dictó una carta a uno de sus secretarios en la que invitaba a su hijo a dejar la regencia de España a su hermana más pequeña, Juana, y prepararse para abandonar España en las galeras del almirante Doria, precisamente en las mismas galeras que debían llevar a España al primo Max para su casamiento con doña María, la mayor de las dos hermanas de Felipe.
En Valladolid se estaban celebrando aún las solemnidades, las recepciones, festejos y corridas de toros en honor del matrimonio recientemente contraído por la infanta española con el sucesor al trono de Austria. Y era entonces cuando Felipe abandonaba en silencio su residencia. En su viaje pasó por delante de la montaña de Montserrat, donde, ante el camarín de la Virgen, rogó por un viaje favorable; en la misma capilla en la que años antes había hecho su romántica vela de armas Ignacio de Loyola antes de consagrarse totalmente al servicio de la Iglesia.
En el puerto de Barcelona estaba anclada la flota imperial, la mayor del mundo en aquel tiempo, con unas trescientas carabelas, galeras y galeones. Los barcos estaban ricamente empavesados y de sus mástiles colgaban, junto al estandarte del águila imperial, los gallardetes y colores de cientos y cientos de estados y ciudades aliados, amigos o súbditos del emperador.
El joven Felipe, delgado, cortés y consciente, el que una vez habría de enviar esta flota a una de las más grandes y decisivas batallas navales de la Historia Universal, estuvo pronto ante el viejo almirante Andrea Doria, genovés, quien saludó al príncipe con gran alegría. Entre el tronar de los cañones y el sonido de las trompetas entraron los dos juntos en la nave almirante, cuya cubierta estaba alfombrada por valiosos tapices. Allí fueron presentados al joven los jefes de la escuadra. Nombres italianos, franceses, flamencos y griegos sonaban en su oído español. También en los rostros con barbas recortadas de diferentes modos, en los trajes, en las armas, se pintaba la enloquecedora profusión del Mediterráneo, en cuyas aguas se encuentran el Oriente y el Occidente; esta antiquísima cuna y escuela de marina sobre cuyas aguas azules, ya desde milenios, habían cruzado las flotas de los reyes del mar, de Creta, de los etruscos de barba puntiaguda, de los fenicios y cartagineses. Pero en esta ocasión, el mar del Sur se mostraba por su lado malo, como si se mostrase descontento con el joven de tierra adentro que recorría el mar en una poderosa galera de oscuras velas bordadas de colores. El Siroco, el viento del sur, que soplaba hinchando el velamen con el cálido aliento del desierto, levantaba en la superficie del mar breves olas empinadas que rompían contra las naves. Los descontentos cortesanos, los científicos, los pintores, los músicos, los obispos y los dominicos que acompañaban a Felipe yacían miserablemente tendidos en cubierta; a los numerosos caballos, mulos, asnos y perros del príncipe no les iba mucho mejor. Solamente los genoveses, acostumbrados al mar, miraban este mal general con indiferencia.
La galera del príncipe al fin llegó a balancearse tanto que en muchas ocasiones estuvo a punto de volcar, circunstancia que se atribuía a que la construcción de la nave había tenido más en cuenta la grandeza y el lujo que la capacidad marinera y la justa situación del centro de gravedad. Puesto que el infante Felipe se negaba a abandonar la nave, el almirante Doria ordenó amarrar la magnífica galera a otras tres, más capaces, por cada costado.
Por fin, después de veinticuatro días, se vieron las torres y las murallas de Génova. En el palacio de Doria encontró el príncipe un lujoso cuartel. Las paredes de sus aposentos y las del duque de Alba estaban decoradas con magníficos gobelinos y obras maestras de los grandes artistas italianos que se encontraban distribuidas, con gusto, por todas las habitaciones. Todos los días, la multitud de príncipes, prelados y embajadores, vestidos con crujientes sedas y vivos colores, se apretaba para prestar sus servicios al hijo del emperador. Desde Génova hacia Milán, Venecia, Ferrara, Florencia, Roma, circulaban detallados informes y habladurías de todas clases. El embajador de Venecia, uno de aquellos señores de aguda mirada, cuyos informes diplomáticos nos proporcionan las más interesantes descripciones de la vida política y social de la época, encontró al príncipe demasiado serio, demasiado retraído; otro de los embajadores informó a su gobierno sobre un amorío del príncipe con una tal Isabel de Osorio. Ricos regalos en joyas, en materiales valiosos, en obras de arte y en oro se amontonaban en los aposentos de Felipe; el Papa Paulo III le envió una valiosa espada, sin pensar que la primera acción de guerra del joven príncipe habría de dirigirse contra la Iglesia.
Desde Génova fue el príncipe a Milán, el principal centro de dominio español en el norte de Italia. Aquí fue saludado por una entusiasta multitud popular. El antiguo espíritu de libertad de la reina de las ciudades de Lombardía, contra cuyas murallas se estrellaron de modo sangriento los cráneos de los Hohenstaufen en cierta ocasión, había ido cediendo su lugar al espíritu de sumisa esclavitud y servil hipocresía a través de la tiranía de los Visconti, de los Sforza, de los reyes franceses y españoles, mientras en Génova, por el odio de las ciudades a la tiranía y al dominio español, los Doria habían llegado incluso a temer por la vida de su huésped.
Desde Milán, el cortejo derivó hacia el norte, hacia Verona y Trento, y siguió las viejas pistas militares que se extendían a lo largo del espumeante Adigio. Una sensación de profunda hostilidad se apoderó de Felipe cuando, tras él, desaparecieron las clásicas líneas de los Alpes Meridionales, rocosos y desnudos, y divisó las siempre verdes y olorosas laderas, cubiertas de pinos, de las montañas del Tirol, sobre las que se estiraban las cimas blancas de los montes rodeadas de ventisqueros.
Ya asomaba, allá abajo en lo hondo, bajo el paso del Brennero, el pálido verdor del Inn. Y allí yacía pequeña y apretada, casi como un juguete de Núremberg, Innsbruck, con sus torres afiladas, donde las estatuas de míticos reyes y reinas, fundidas en bronce por el maestro Peter Vischer, se repartían alrededor del mausoleo del emperador Maximiliano, bisabuelo de Felipe.
Pero, por casualidad, como el viento norte soplaba de cara, el joven volvió la vista hacia el oeste. Allí, sobre el valle del Inn, yacían, tras las murallas de los montes alpinos, los cantones suizos; allí estaban Basilea, Zúrich y la terrible Ginebra. Tres cunas de la Reforma. De allí, de esos aislados núcleos en cuyos tejados gravitaban grandes piedras para que el viento del sur no se los llevara, de allí habían salido una vez los salvajes ejércitos de aldeanos de Sampach, de Murten y de Nancy, que habían asesinado a otro antepasado del príncipe, Carlos el Temerario, duque de Borgoña.
El príncipe tiritaba y se envolvió bien en su oscura capa. ¿Era a causa del rudo viento de marzo que soplaba, helado, desde las montañas, aunque las praderas ya aparecían con la más abigarrada profusión de colores? ¿O era por los recuerdos de un pasado remoto de su casa, recuerdos del conde de Habsburgo, del levantamiento de los aldeanos, la muerte de los gobernadores, la conjuración de Rütli, los hombres de los cantones de Uri, Schwyz y de Unterwalden?
El príncipe, en aquel momento, anhelaba estar en España, el país de los monasterios, de las iglesias, los castillos, el gran asiento de la nobleza. Todo esto de aquí le era extraño, extraño de un modo indescriptible, y nada hogareño. Suponía, más que sabía, cuál era el auténtico adversario, el que iba a encontrar a lo largo de toda su vida: el pueblo, que quiere gobernarse a sí mismo.
Pero más tarde, en las tierras hereditarias de Borgoña, las cosas fueron mejor. El príncipe volvió a sentirse en un verdadero principado: hombres y mujeres le saludaban con cortesía, aunque no mostraban al exterior la alegría que Felipe estaba acostumbrado a encontrar en España.
Por fin llegaron a Bruselas pasando por Namur y Lovaina. Las dos puntiagudas torres de estilo gótico de Santa Gúdula, con la gran esfera de oro del reloj entre ambas, le saludaban desde lejos.
Aquí fue recibido el hijo del emperador con grandes muestras de júbilo; pero también este júbilo, esta alegría a gritos, le parecía a Felipe impertinente y nada española. La multitud se precipitó hacia él, lo separó de su séquito y, en arrolladora excitación, estuvo a punto de derribarlo del caballo. La nobleza flamenca, fuertemente caldeada por la ingestión de vino, se ocupaba de que no faltasen vivas y grosera alegría.
En el palacio le esperaban su padre, el emperador, y sus dos tías, las dos reinas viudas: María de Hungría y Leonor de Francia, hermanas de Carlos. Era el atardecer del primero de abril cuando Felipe, al fin, con un suspiro de alivio, pudo escapar del pueblo flamenco. Profundamente conmovido, resbalándole las lágrimas por las hundidas mejillas hasta la rala barba gris, el emperador saludó a su hijo, a quien hacía mucho tiempo no había visto. La tía María de Hungría, que ahora era gobernadora en los Países Bajos, después de que su esposo encontrara un trágico fin bajo las cimitarras de los jenízaros; que era una dama muy enérgica y gruesa, gran aficionada a la caza, con un labio superior poblado de un bigote casi masculino bajo su ganchuda nariz típica de los Habsburgo, encontró a su sobrino español demasiado delgado y demasiado pequeño, particularmente si se le comparaba con los alemanes.
El infante Felipe se veía ahora en Bruselas colocado frente a la difícil tarea de granjearse las simpatías de los príncipes alemanes y de sus súbditos flamencos. El emperador mismo, quien ya por la mañana temprano obsequiaba su seca garganta con dos jarras de cerveza; quien al mediodía se engullía platos enteros de pescado, caza, carne y pasteles; quien hablaba con fluidez el francés, su lengua usual, era muy popular en estos círculos, en los cuales la resistencia a la bebida y la inclinación a la gula eran signos característicos de un bravo muchacho. Y sus amoríos con damas holandesas y mozas del pueblo alemán solo tendían a acrecentar su popularidad. El sobrio, callado y tan frecuentemente metido en sí mismo Felipe, que, por lo demás, se tenía que entender con los holandeses en latín, fue desde el principio para este pueblo amante de la buena vida, un enigma irresoluble. Ahora se vengaba la severa educación española, el escaso cosmopolitismo del príncipe. Detrás de su silencio se suponía desprecio hacia su propia manera de vivir; en sus modales españoles se veía un insoportable orgullo. A Felipe, en Flandes, le pasaba ni más ni menos que lo que le pasó a su padre treinta años antes en Castilla. No era querido; no por su carácter individualista, sino porque era hijo de otro pueblo, producto de una educación extranjera. Una vez el emperador quiso dar a su hijo, como preceptor, un sabio flamenco en lugar del doctor Silíceo; pero las protestas de la emperatriz y de la nobleza española en contra del extranjero resultaron vencedoras. Y así estaba, pues, Felipe ahora totalmente prisionero de su estrecha conciencia archicatólica que solamente le permitía ver pecados, pereza y malacrianza en la manera de vivir ligera, sin modales y libertina de los holandeses. A pesar de ello, el infante se esforzaba en aullar con los lobos. Bebía en la gran mesa redonda, pero después de la segunda copa se ponía malo; montaba en los torneos, pero con frecuencia era derribado del caballo, una vez de forma tan violenta que quedó tirado en la arena sin conocimiento. Otra vez lo pasó mejor: recibió el anhelado premio de las damas en lucha contra el conde Mansfeld, que era tenido como uno de los mejores caballeros del torneo. Las malas lenguas murmuraban que el príncipe había recibido el premio solo porque era hijo del emperador. Únicamente en una cosa Felipe era superior a los flamencos en habilidad, agilidad y gracia. Era un bailarín extraordinariamente bueno e incansable. Después de los bailes, que la mayoría de las veces duraban hasta la madrugada, le gustaba vestirse de máscara y mezclarse con algunos acompañantes entre las diversiones del pueblo, costumbre que, por entonces, se había extendido a todas las cortes de Europa, procedente de Venecia.
En el verano del siguiente año se reunió la Dieta en Augsburgo para decidir sobre la sucesión del emperador Carlos y de su hermano Fernando. El emperador, el infante y sus dos tías estaban presentes; el rey Fernando vino desde Austria y el primo Max cabalgó como un diablo desde España, a través de Francia y Alemania para salvar para sí la corona que estaba en peligro. No habría tenido necesidad de preocuparse, pues los electores alemanes no pensaban dar la corona imperial al infante. Demasiado poderoso, demasiado rico les parecía el español. Su determinado e inflexible catolicismo les desagradaba; con la escisión religiosa del imperio solamente podía llevar al caos de la guerra civil. Hubo, pues, intercambio de innumerables cortesías y visitas, promesas y garantías vacías, mientras, en realidad, la corona imperial se iba deslizando hacia la rama austriaca de la casa de Habsburgo, que la retuvo hasta los días del emperador Francisco José y hasta el final de la Primera Guerra Mundial.
De este modo se esfumó el sueño imperial del infante Felipe. Y juntamente con el final de este sueño se hundió también la importancia del imperio, la lejana esperanza de una Europa unificada. Solamente quedó el vacío título de Cesar Augustus, mundi totius Dominus; pero el poder efectivo, el factor decisivo de la política europea, era y siguió siendo España. El lugar de la idea de unidad, de la tradicional idea romántica de la Edad Media, pasó a ocuparlo la realidad de la hegemonía del estado supremo, la realidad de la nueva era cargada de discordia, cuyos frutos hemos cosechado nosotros en dos guerras mundiales.
Y así se pudo decir que en Augsburgo solo se había sembrado desgracia. Y, sin embargo, allí se urdió algo bueno, una cuestión total y absolutamente privada que sucedió muy lejos de toda consideración o negociación política.
En un buen momento, el emperador Carlos encontró una rubia moza de Augsburgo, de veinte años: Bárbara Blomberg. El envejecido emperador, camino de los cincuenta, se enamoró de la muchacha, quien, por su parte, no rehusó consolar al preocupado príncipe al modo femenino. De las relaciones nació un hijo, el cual, bajo el nombre de don Juan de Austria, había de desempeñar un grande y providencial papel en el destino de Europa.