Epílogo
El tío de Europa

Hay un nadie que es víctima de todos

y es anónimo rey de la macana,

berretín que inventas de mala gana

cuando ves tanto crimen sin autor.

MARÍA ELENA WALSH, Magoya

PASCUALI PIENSA que de no haber muerto el Polaco, diría que es el Polaco. Un cantante de edad y desguaces parecidos a los del Polaco avanza por la acera y a despecho del tráfico, de los transeúntes, cantando: Corrientes 348, segundo piso ascensor, no hay portero ni vecinos… Y lo está cantando ya a la altura de Corrientes 348, donde le para la policía y le hace dar la vuelta más allá del espacio acotado para que se muevan Pascuali y el forense. Pascuali se obsesiona con el viejo cantante. De no haber muerto el Polaco diría que es el mismísimo Polaco, hasta lleva sus zapatos amarillos. El viejo se detiene ante el portal 348 y lee la inscripción donde consta que en aquel lugar se imaginó la historia que cuenta el tango, en una casa de vecinos que ahora es parking. El viejo cabecea melancólico y parece reparar entonces en el tumulto que rodea el espacio acotado por una cinta, alrededor de un coche aparcado junto a la acera, a la altura de Corrientes, 348. Dentro del coche un hombre viejísimo muerto ante el volante, con los ojos abiertos y algo extraño sale de su boca. Vladimiro se adelanta a Pascuali, que parece todavía fascinado por el viejo cantante que pasa y extrae con dificultad lo que sale de entre los labios del anciano muerto y lo remueve en el aire para desplegarlo. Son unas bragas de mujer. Húmedas. El juez se las enseña a Pascuali y al resto de policías, periodistas, sanitarios de ambulancia.

—Unas bombachas. Unas bombachas mojadas.

Pero Pascuali sigue pendiente del tanguista, que ya se aleja, indiferente a lo que pasa.

—¿Me está escuchando, Pascuali? Son unas bombachas mojadas. ¿Dónde está, Pascuali?

—Perdone. Me ha parecido ver una reencarnación. El Polaco se murió, ¿no es cierto?

—¿El cantante de tangos? Claro.

—Pues me ha parecido verlo. En cualquier caso, yo conozco a ese viejo cantante que acaba de pasar. Le conozco de algo. ¿Qué me estaba diciendo?

—Esto que lleva el fiambre en la boca son unas bombachas mojadas.

—De saliva, supongo.

De saliva, se repite el inspector Pascuali, más tarde, ante la pantalla del ordenador de comisaría. Van apareciendo los datos que ha pedido. Abraham Gratowsky, nacido en Varsovia en 1913. Inmigrado a la Argentina en 1943. Concertista de violín. Representante de artistas. Compañero sentimental y manager de Gilda Laplace entre 1949 y 1963. Residencia actual en El Hogar del Pensionista de las Hermanas Paulinas. Antecedentes policiales: ninguno. Tras la aparición en pantalla de estos datos, unos dedos pulsan las teclas necesarias y pasan a la hoja que sale de la impresora para ir a parar a manos de Pascuali. Se la lleva hasta su mesa y la examina mientras permanece recostado en el sillón. Se inclina para leerla. Sus labios se mueven como consecuencia de la lectura. Luego vuelve a recostarse en el sillón y musita:

—Gilda Laplace.

Recuerda cómo fascinaba Gilda Laplace a su madre y se le llenan los ojos de lluvia y tiempo.

Adriana Várela, todos los rímeles corridos y los pañuelos de papel mojados en la papelera. Norman asiste impotente a su desconsuelo y es impotencia lo que expresan sus brazos cuando Carvalho y Alma entran en el camerino.

—Pero ¿qué le pasa?

—Mataron al Gran Gratowsky.

Carvalho pregunta:

—¿Un prestidigitador?

Y a Norman le sorprende que el extranjero ignore lo que no merece ser ignorado.

—Uno de los más importantes agentes artísticos de los años cincuenta, sesenta. Aún tenía un gran prestigio. En la memoria de los que tienen memoria.

Por la memoria de Adriana pasa una Adriana muchacha. Canta un tango de repertorio.

Cuando la suerte qu’es grela,

fajando y fajando

te largue parao…

En el patio de butacas la escuchan los presuntos seleccionadores del presunto concurso. Uno de ellos es ya un muy viejo Gratowsky. Escucha complacido. Se inclina hacia el que evidentemente decide y le dice al oído:

—No me gusta que las pibas canten tangos, y menos tangos clásicos que yo he oído en labios de Gardel o Rivero, pero ésta es diferente.

—¿Me estás escuchando, Norman? Gratowsky me daba su plácet, y cuando terminé mi actuación veo que el seleccionador se vuelve para comentar algo con Gratowsky. El viejo sonríe. Se levanta, camina dificultosamente hacia el escenario, me tiende sus manos hacia mí y yo le doy las mías. Él tenía unas manos viejísimas pero elegantes. Estaba él más emocionado que yo. Me dijo: usted es demasiado joven y no me conoce. Soy el llamado Gran Gratowsky. Reconozco a una gran estrella entre un millón de constelaciones. Usted será una gran estrella. Fue siempre como un padrino para mí. Ya no ejercía, pero los cazatalentos le hacían caso. Fui a verlo varias veces cuando se internó en aquella residencia.

—¡No me llores, chivita! No me llores, que pareces un tango. No me salgas tanguista. El viejo vive, vive en tu recuerdo. ¿Qué más quieres? ¿Cuánta gente se fue para siempre? ¿Cuánta gente ya no es ni siquiera un recuerdo?

Carvalho no se puede contener.

—¡Tango!

En el espejo sólo el rostro de Adriana, definitivamente recuperada, dándose el último toque de carmín. Mira más allá de su propia imagen, Carvalho detrás, apenas auras positivas de fondo, paisaje Alma y Norman.

—Pepe, te voy a hacer un encargo profesional. No quiero que pierdas un solo día. Ponete a buscar a los que me han matado al viejo.

—No sé si podré. Quizá vuelva a España. El círculo se ha cerrado. Lo único que queda por decidir no depende de mí.

Ha mirado a Alma. Está desconcertada, como si acabara de oír lo que no deseaba oír.

—Quedan cabos sueltos. Demasiados.

—Lo único que queda suelto es el Capitán y lo que mi tío quiera contarnos.

El forense consulta la etiqueta que cuelga del pomo: «Asesinato en Corrientes, 348». Tira del cajón contenedor de cadáveres y lo expone a la consideración de una pareja acincuentada. Ella tiene al límite sus hormonas entre lo masculino y lo femenino. Él en cambio es un hombre insuficiente al lado de la mujer llena de aristas. El forense corre la cremallera de la bolsa de plástico que cubre el cuerpo y aparece la cara del viejo. La mujer contempla el rostro del muerto con dureza, luego cierra los ojos mientras asiente:

—Papá.

Corrobora el hombre:

—Papá.

—Señora…

—Gratowsky. No he querido perder mi nombre de soltera.

Corrobora el hombre:

—No. No ha querido perder su nombre de soltera.

—¿Ni siquiera hoy y aquí vas a dejar de repetir lo que yo digo?

—¿Repetir lo que vos decís? ¿Yo hago eso?

Trata de introducir humor donde no lo hay. La mujer sigue con la expresión hosca más que compungida. El forense tiende un puente de simpatía entre la pareja.

—Los matrimonios bien avenidos no sólo llegan a parecerse físicamente, sino a pensar y hablar igual.

La mujer mira a su marido con un cierto desprecio.

—¿Yo me parezco a éste?

El forense busca algún parecido entre el hombre y la mujer, pero vuelve sus ojos hacia el rostro del cadáver.

—No, es curioso. A quien se parece su marido es a su padre. Nunca había visto a un yerno tan parecido a su suegro.

La mujer repetirá los insultos contra el gracioso forense durante todo el regreso a casa en el colectivo, también a lo corto de una cena breve, y seguirá su diatriba en un dormitorio no muy lucido. Todo parece viejo y a la espera de una inútil restauración. La mujer se sienta en la cama, se quita las medias, que caen al suelo como pieles abandonadas. Se mira los pies hinchados. Se palpa las varices de las pantorrillas. Una mueca de asco en su rostro duro, o hacia sí misma o hacia el mundo en general. Entra su marido en la habitación. Parece simple y contento. Lleva en las manos una fotografía enmarcada y se la tiende a la mujer, emocionado.

—Tu padre, Ruth.

Ella dedica a su marido una mirada torva y la conserva cuando toma la fotografía de su padre y la contempla. Cuarenta largos años atrás. Un hombre maduro, pero de aspecto joven y vigoroso, junto a una mujer más joven que él que tiene aires de vedette y algo más retrasada, su hermana gemela, vestida como ella, más retraída. Ruth tira la foto contra la colcha de la cama.

—El pendejo y su puta. ¿A que no encontrás ninguna fotografía de él con mi madre?

Reta a su marido con la mirada. El marido está hecho un felpudo y ella lo remata.

—Todos los hombres sos iguales.

Don Vito está en pleno discurso. Carvalho asiste pacientemente mientras juega a dar medias vueltas en su sillón giratorio.

—El Gran Gratowsky y yo sería excesivo decir que éramos como hermanos, pero sí como primos hermanos. Recurrió varias veces a mis servicios porque era muy pollerudo, y las polleras siempre traen líos, condición del hombre, tratar de encontrarse a sí mismo bajo todas las polleras posibles.

—Incluidas las de escocés.

—Hay escoceses y escoceses. Pero el gran amor del Gran Gratowsky fue Gilda Laplace.

Gilda Laplace forma parte de la memoria argentina de su infancia: Perón, Evita, Hugo del Carril, Gilda Laplace.

—Todavía sale en televisión como presentadora. Sus películas llegaban a España. Yo era un adolescente, pero me parecía una mujer muy hermosa.

—Ella y su hermana. Dos mujeres muy hermosas… Durante diez años actuó junto a su hermana gemela. «Las hermanas Laplace», cantaban, bailaban, hacían cine, teatro, radio-teatro. Después Lidia Laplace se hizo humo. Se dedicó a su vida privada. En realidad era sabido que la que tenía vocación artística era Gilda.

—Gilda. ¿Homenaje a Rita Hayworth?

—No, pobrecita. No tuvo otro remedio. Se llamaba Hermenegilda.

—Empiece por gente del medio: teatro, televisión, cine. Yo me dedicaré a la familia y a las Laplace. Mientras siga en Buenos Aires, igual me voy mañana, la semana que viene, nunca.

Los ojos cerrados, la mano sobre el pecho, don Vito exhala el suspiro retenido al mismo tiempo de las palabras.

—Usted nunca se irá de Buenos Aires, aunque se vaya. En cualquier caso, después de tanto trabajar juntos, de exponer la piel tantas veces, ¿le molestaría que yo conservara este despacho? ¡Ni siquiera voy a sacar su nombre! ¡Su presencia está garantizada en mi vida y en la memoria de la investigación privada de Buenos Aires!

—No me haga llorar, don Vito. Yo me voy a ver a la hija de Gratowsky. Hable con mi tío. Es el dueño del piso.

Ya en la escalera le llega el razonamiento de su socio.

—¡Está tan céntrico!

Isaac y Ruth Gratowsky, le informa un vecino. El apellido de ella ha absorbido el de él, y aunque en la casa no está la mujer y sí Isaac, es ella la que la ocupa en ausencia. El salón reproduce una sensación de decadencia económica que a Carvalho le resulta familiar, fin de algo, fin de todo. Isaac ensoña a su suegro.

—Una póliza de seguros. Yo sabía que el viejo, en el fondo, la quería. Yo, no se lo diga nunca, nunca a Ruth, pero a veces iba a ver al viejo. Yo solo. Ella no lo habría consentido. Y el viejo agradecía las visitas. Los viejos agradecemos las visitas.

—En cambio su mujer aborrece las visitas.

—Mi mujer es una chica muy especial. Muy desconfiada, y no se lo reprocho, la vida la hizo así. A su padre nunca le perdonó que las abandonara, a ella y a su madre, para irse con Gilda Laplace y todas las demás, porque el viejo se las traía. ¡Donde ponía el ojo ponía la pindonga!

—¿Todavía ahora?

—¡Todavía!

Baja el tono de voz, como si la delegada presencia de la ausente Ruth pudiera escucharlos.

—Alguna vez salimos juntos con putas. Pero no le diga nada a Ruth. Es una mujer muy severa. Muy acomplejada. Trabaja de masajista y tiene alergia a las cremas. Pobrecita. Tiene miedo de no poder seguir trabajando.

Ruth Gratowsky en bata blanca y con las manos untadas de crema se cierne mecánica y fuerte sobre un cuerpo femenino al que está aplicando un duro masaje dorsal. La mirada de la masajista es neutra, pero sus manos pasan de la dureza a la complacencia sobre la espalda, las nalgas, los muslos, el cuello de un cuerpo anónimo pero que no está mal formado. Algo grueso. Con una voz tan fuerte como su gesticulación, Ruth Gratowsky advierte:

—Si lo hago demasiado fuerte me avisa.

—No, no, me gusta así. Fuerte.

Termina el masaje. Mientras la dienta se pone el albornoz y deja ver por última vez un fugaz desnudo, Ruth se seca las manos, se las mira, hay miedo en sus ojos cuando comprueba que han reaparecido rojeces. La dienta abandona la estancia, pero deja algo de dinero en el bolsillo de la bata.

—Muchas gracias, señora Fersanti. Usted siempre está en todo.

Ya sola, Ruth se mira las manos con desesperación. Aúlla en sordina mirando al cielo, como increpándole, y del cielo le llega la voz del altavoz:

—Ruth Gratowsky, preséntese en recepción.

Carvalho curiosea más allá de una puerta semientreabierta. Una mujer maquilla a otra, un maquillaje que tiene algo de ceremonia de dentista, porque la maquillada descansa sobre un sillón que recuerda el de los odontólogos. La maquilladora da suaves y rítmicas bofetadas en la sotabarba de la mujer sometida a sus artes. Pero Carvalho ve interrumpida su mirada por una mano que le cierra la puerta enérgicamente. La mano pertenece a Ruth Gratowsky, que se le queda mirando con reprobación.

—¿Quería verme?

—¿Ruth Gratowsky?

—Si no soy Ruth Gratowsky, ¿quién podría ser? Usted ha preguntado por Ruth Gratowsky, ¿no es cierto?

Carvalho asiente y le ofrece un sillón de la recepción a la mujer.

—Siéntese, como si estuviera en su casa.

Carvalho se sienta y Ruth, tras pensárselo, opta por hacerlo también.

—Ante todo le acompaño en el sentimiento.

—¿Podría aclararme en qué sentimiento me acompaña?

—Usted es de la escuela Bette Davis. Dialoga como Bette Davis. Me refería al lógico sentimiento de una hija que acaba de perder a su padre.

—A mi padre lo perdí hace cuarenta años. Nos dejó a mi madre y a mí tiradas en esta ciudad mientras él se iba a ejercer de Gran Gratowsky.

—¿La puedo acompañar en este sentimiento?

—¿Lo comparte? ¿También a usted lo dejó su padre tirado hace cincuenta años? No sería en Buenos Aires. Usted es gallego.

—Mi padre tenía sentido del ridículo y no abandonó nunca a nadie. Ni siquiera a un viejo gato que teníamos en casa y se llamaba Negrín.

—¿Era un gato negro?

—No. Era un homenaje a un político republicano español, Juan Negrín. Pero usted no sabrá quién es Juan Negrín.

—Ni siquiera me acuerdo de los políticos de aquí. ¿Cómo se llama el presidente de la República Argentina?

—Menem, me parece. ¿Es posible?

Ruth suspira y se enfrenta corajudamente a Carvalho.

—¿Policía? ¿Inspector de seguros? Carvalho la obsequia con una sonrisa que quiere ser desarmante.

—Detective privado.

Ruth se levanta decidida. Da por terminada la audiencia y empieza a marcharse, pero la detiene lo que dice Carvalho.

—Un detective privado que puede joderle el acceso al cobro de la póliza de seguros que le dejó su padre.

Por los ojos de la mujer pasa la película de un sueño, y Carvalho de pronto se siente triste, conmovido. Masculla una disculpa y se va.

Don Evaristo repasa uno por uno los componentes del despacho vivienda de Carvalho como si estuviera haciendo un inventario de las modificaciones introducidas por su sobrino. Tampoco le quita oído a la duradera llamada telefónica de Carvalho a Barcelona como si calculara cuánto iba a costar y la probabilidad de que el detective volviera a España sin pagarla. De la conversación se deducía que alguien había vuelto.

—¿Se va a quedar Charo? ¿Va a abrir un negocio? No lo sé, Biscuter. No lo sé. Hay que atar cabos.

Proseguía la conversación, a juicio de don Evaristo, inútil. La gente le ha perdido el respeto al teléfono y habla, habla sin advertir que más allá del interlocutor, en los subterráneos de las compañías telefónicas, liliputienses contables van incrementando la cuenta de beneficios a costa de los parlanchines. No tenía él catalogado a su sobrino como parlanchín, pero ahí está con los labios pegados al artefacto y un brazo levantado sobre él, como si quisiera construir un tabique protector de la conversación.

—Que no, Biscuter, que no te lo puedo decir.

¿Si no se lo puede decir, para qué continuar la conferencia? Don Evaristo ha fingido dormitar para interrumpir la cháchara inacabable de don Vito y para observar desde el limbo las conductas y decires de gentes que han ido entrando, hasta que Raúl se insinúa más allá de la puerta, avanza poco a poco, desmejorado y frío, frío con él, con su padre, aunque se inclina e insinúa un beso sobre la mejilla que no llega a dar. Hasta Carvalho ha dejado de telefonear para observar el encuentro y Alma ha salido de la habitación de al lado donde ha estado en capilla con Font y Rius y Silverstein. De los ojos de Alma han salido chorros de lágrimas, ojos náufragos esperando que el viejo diga algo, nadie le mira pero todos esperan que diga algo.

—El Juicio Final —dice finalmente, sin esperanza de que haya dicho lo suficiente—. Así que Berta no murió.

Y hay sarcasmo cuando añade:

—¡Cómo iba a morir la capitana! La capitana de todos vosotros.

Siguen dejándole el monólogo y la angustia.

—A mis años ya no he de disculparme por nada. Yo no os envié a luchar contra el ejército argentino, contra toda la sociedad, contra la CÍA, que no quería perder la guerra fría en parte alguna y menos aquí, en América. Yo no os envié a hacer el gil. Yo tuve que hacerme cargo de las consecuencias de algo en lo que no había intervenido. ¿Claro? Por lo tanto no voy a pedir disculpas. Hice las cosas a mi manera, como vosotros las habíais hecho a la vuestra. Podría intervenir para salvaros la vida, pero eso tenía un precio.

—¿Eva María?

Don Evaristo se ha levantado, extrema su estatura para quedar cara a cara con su hijo.

—Era el instrumento para un fin, salvarla y salvaros. Mi encuentro con el capitán Gorostizaga…

—Doreste.

—¡Doleches! ¿Qué más da cómo se llame realmente? Yo había movido influencias, influencias que os harían reír, pero que funcionaron más que intelectuales, curas, derechos humanos, todo eso y llegué hasta el Capitán.

—¿Qué influencias, papá?

—La leche.

Ha vuelto a sentarse y pone rómbicos los ojos cansados para escudriñar el lenguaje del rostro de Raúl.

—¿Recuerdas mi principal negocio de aquella época?

—Mayorista de distribución lechera.

—Justo. Buena parte de los cuarteles recibían mi leche según contrato y ese contrato había representado, seguía representando muy buenas coimas para los jefes militares. Don Evaristo por aquí, don Evaristo para allá. Han detenido a mi hijo, cosas de jóvenes. A ver qué podemos hacer, don Evaristo. ¿De qué se ríe ése?

Silverstein se ha doblado sobre sí mismo por la risa.

—Todo lo que digo es verdad. Tenía las mejores relaciones posibles en este país, la complicidad de la coima con la intendencia cuartelera, y así llegué hasta los mandos superiores del Capitán. Lo teníais todo perdido y Eva María en un almacén de bebés, desidentificada a todos los efectos legales. Tú estabas vivo, Raúl, y pacté la entrega de todos los materiales tuyos y el silencio sobre lo que había ocurrido, Berta estaba muerta, parecía que estaba muerta, además, sacarte a ti significaba un salvoconducto para todos los que habían caído contigo, en tu casa. Para ese que se ríe, para Alma, Pignatari, ¿dónde está Pignatari?

—¡Muerto!

Grita Silverstein entre carcajadas:

—¡Este hombre nos salvó la vida porque vendía leche a los militares!

—Tenía algo que vender, eso es todo, y vosotros nada, ni entonces ni ahora, y o este majadero deja de reírse o yo he terminado. ¿De qué os reís? ¿Acaso no sigue el Capitán ahí? ¿Os creéis más fuertes que yo? ¿Qué haréis cuando el Capitán se os eche encima?

Raúl por fin habla, sin mirarle.

—Nadie te juzga. Todos nosotros sabíamos que algo había pasado para que milagrosamente nos salváramos. No queríamos saber, hasta que yo volví porque quería sentirme en alguna parte. El Capitán ya no es un peligro. A estas horas está bajo orden de búsqueda y captura.

—¡Imbéciles! ¡Esa gente nunca está bajo orden de busca y captura!

—Decidle a Adriana que lo dejo. Que me voy. Regreso a España con mi tío. Que lo del Gran Gratowsky pasa a manos de don Vito. No tengo valor para decírselo personalmente.

Alma no quiere admitir lo que oye.

—¿Me estás diciendo que te volvés a España, gallego? ¿Que no vas a pasar por Tango Amigo nunca más?

—Hoy es mi último recital de tango. Nada menos que un Quinteto. El Quinteto Real. El Nuevo Quinteto de Buenos Aires, como dice la propaganda. Antes de irme quiero ver el espectáculo de Cecilia Rosetto. La vi en España y me parece genial. Después, adiós.

En la mesa les han puesto una botella de Borgueil, vino de oferta del día, y sobre el escenario cinco viejos tanguistas templan los instrumentos con una parsimonia de seres vitalicios. Club del Vino. Calle Contreras, donde se anuncian locales de teatro Off Off y piezas producto de la locura desidentificada de una ciudad cargada de identidad. Luis Cardei, Antonio Pisano al acordeón, Néstor Marconi, Antonio Agri al violín, Salgan al piano, De Lío a la guitarra. Los ojos de Carvalho se concentran en el virtuosismo hierático del violinista de Piazzola, Agri. Un viejo pulcro con los ojos preocupados, repletos de notas que respira. Los instrumentos dialogan entre sí y al bandoneón se le notan las ganas de crear paisaje. El bandoneón le suena a Carvalho a correlato objetivo, mientras el piano, la guitarra y el violín tienen voluntad de protagonismo. Son voces. El bandoneón es un reflector dolorido de enviar ráfagas sobre el campo de la derrota. Raúl, Norman, Font y Rius y Alma están excitados. Respetan la música pero reanudan el debate sobre el encuentro con Muriel, esta noche, de esta noche no pasa que hablemos con ella.

—¿La llamamos Eva María?

—Me gusta más Muriel.

—Que se llame como ella quiera.

Por fin Carvalho ha adquirido la condición de extraño al grupo y en su seno ha nacido un proyecto que sólo les pertenece a ellos. Ni siquiera al viejo Tourón. Ni a Güelmes.

Salen del Club del Vino y acuden al encuentro con Muriel.

—Callao esquina Corrientes.

Font y Rius se despide.

—¿Vos no venís?

—Después de la escenita voy a ir a recoger los restos. En la clínica siempre tendrán descuento.

Carvalho ve ocupado su coche y él mismo queda expropiado como chófer. Nadie se lo ha preguntado. Hay problemas de tráfico y multitud de policías vigilan desde lejos una manifestación que parece considerable.

—¿Las madres de la plaza de Mayo?

—No.

—¿Los jubilados?

—No. La noche de los lápices.

La noche de los lápices. Mientras Alma y Raúl siguen diseñando el plan de encuentro con Muriel, Norman, a su lado, se ha puesto melancólico y le informa.

—Hace veinte años los milicos detuvieron a unos estudiantes de secundaria, muy jóvenes, unos pibes. Los acusaron de una publicación subversiva. Los mataron a todos. Bueno, uno sobrevive. La llamamos La noche de los lápices por la edad de los chicos.

Norman se vuelve y contempla a Raúl y Alma, ajenos a lo que pueda pasar en el coche que conduce Carvalho, de lo que pueda pasar en el mundo. Silverstein comenta:

—Estuve leyendo en Nuevo Porteño un reportaje sobre los dos hijos de Urondo. El mayor, el que creció con su padre y una piba desaparecida, secuestrada por los milicos. Ahora los hermanos se encontraron. El mayor es un pozo de memoria histórica, tuvo tiempo de saber qué significaba ser hijo de Urondo. A la piba habrá que explicárselo todo, todo, incluso que su padre fue un gran poeta. Estos chicos nunca serán normales. Muriel nunca será normal.

En el cruce de Corrientes con Callao, Alma se mete en una librería de libros y discografía argentina, mientras los tres hombres contemplan el paso de la manifestación, miles de jóvenes, veteranos también de todas las manifestaciones, de todas las guerras perdidas, el retrato del Che sobre las cabezas, por encima incluso del Che el grito «¡Venceremos!». Ilusión óptica de que el mundo ha seguido la lógica de los años sesenta, los años en que estuvimos a punto de ganar, repite una y otra vez Silverstein, y vinieron los hijos de puta y nos exterminaron, nos exterminaron para siempre, en la Argentina, en los Estados Unidos, en Italia, en Alemania. Las camionetas soportan el peso de los tambores y sus sonidos de pompa y circunstancia, piensa Carvalho. Alma ha salido de la tienda y le entrega una bolsa.

—Toma. Discos y libros sobre nuestras cosas. Los discos para que los escuches. Los libros para que los quemes.

Los hermosos ojos de Alma le están diciendo adiós, adiós, gallego, te digo adiós antes de que vos me lo digas a mí. Pero tal vez Carvalho no quiera decirle adiós. Tal vez Alma desee que Carvalho explicite:

—No. No quiero decirte adiós.

Y los labios de Carvalho se mueven para decir algo, no sabe muy bien qué, es posible que quiera preguntarle a Alma: ¿quieres que me quede? ¿Después de recuperar a Eva María me dedicarás parte de tus hermosos ojos verdes? ¿Será una parte del mundo indispensable para el cada día de tus ojos verdes? Pero Raúl grita que ahí, ahí va Muriel. La muchacha desfila junto a Alberto, en la primera línea de un grupo de estudiantes, y hacia ella van corriendo primero Alma, luego Raúl, Silverstein se disculpa con Carvalho y también acude al encuentro con la Historia, pero vuelve nada más besar a Muriel en las mejillas, vuelve porque debe acudir a Tango Amigo para presentar a Adriana, aclara entrecortadamente. Carvalho y Silverstein se suman a la manifestación junto a desconocidos entusiasmados por su propia capacidad de desafiar al demonio del olvido. Luego se abren paso a través del servicio de orden y ganan las aceras donde las gentes contemplan con respeto pero sin entusiasmo el derecho a desandar el túnel del tiempo.

Muriel los ha visto llegar muy seria. El chico, Alberto, la tenía abrazada por los hombros. Ella ha mirado a Raúl con mucha curiosidad. Ha dicho: lo sé ya todo. Pero no ha añadido nada. Caminan y caminan, mirándose de reojo.

En Tango Amigo, Carvalho elige no despedirse de Adriana, pero no puede dejar la ciudad sin contemplar su plasticidad lunar, la aventura de su escote en busca del origen de la voz allí donde las mujeres pierden el tiempo y el espacio reproduciendo la especie, la división del trabajo entre víctimas y verdugos, torturados y torturadores. Silverstein le ha prometido que esta noche escuchará el primer tango del futuro, más allá de Piazzola, al otro lado del espejo del tango.

—La letra es mía y te la dedico, gallego.

Güelmes está allí. Bebiendo y observando. Le lanza un saludo lejano y luego se decide a acercarse.

—¿Qué ambiente, no?

—No le había visto demasiado por aquí.

—Suelo venir, pero no molesto a Silverstein. Conseguimos llevar vidas paralelas. En realidad esperaba encontrar a Alma. También a usted. ¿Satisfecho?

—¿Por qué?

—Todo ha terminado. El grupúsculo del Capitán ha sido desarticulado. ¡Somos libres!

—¿Y todo lo demás?

—¿Lo demás? El Capitán era un residuo inútil. Era necesario que desapareciera para vivir plenamente la normalidad democrática.

—¿En qué consiste la normalidad democrática?

—En que la corrupción y la violencia del Estado la controlen los civiles, nunca los militares.

—¿Y la trama civil del Capitán?

—¿Alguna vez la trama civil ha pagado sus culpas? El único personaje de la trama civil de la barbarie de este siglo que pagó algo fue Alfred Krupp. Deje a la trama civil en paz. Que paguen sus criados. Los militares y los policías.

—¿Y Richard Gálvez? Él iba detrás de esa trama civil para vengar a su padre.

—¿Richard Gálvez? ¿Usted cree que Richard Gálvez es alguien que le pueda quitar el sueño al Estado? De vez en cuando el Estado necesita recordar que es el depositario del monopolio de la violencia.

Silverstein sale bañado de luz con las manos llenas de lápices de colores.

—Especialmente significativa la presencia del poder esta noche entre nosotros. El ministro Güelmes nos concede el honor de recorrer por un momento la distancia más corta entre la poesía y la vida, el tango. Sin que sirva de precedente, un aplauso para el ministro.

Espera a que terminen los aplausos sin secundarlos y enseña al público lo que lleva en las manos.

—Estos lápices han viajado a través de los tiempos para escribir la Historia con una letra insegura, escolar y llena de faltas de ortografía. El futuro es imperfecto, pero menos de lo que lo fue el pasado. Puedo llorar los llantos más espesos esta noche al son de los tambores de las mejores derrotas. Puedo confiar a otra gente el aprendizaje en el error y el derecho a una rabia distinta a la mía. ¿Acaso han pensado que les estoy hablando de política? Nada más lejos de mi proyecto. Les estoy hablando del esplendor en la hierba que esta noche se ha visto por las calles de Buenos Aires, una confirmación de la Oda a la inmortalidad de Wordsworth:

«Whither is fled the visionary gleam?

Where is it now, the glory and the dream?».

»Que como todo el mundo sabe, traducido al argentino quiere decir: ¡agarrá la guita y salí rajando!

Adriana Várela puede cantar los versos más tristes esta noche: cantar por ejemplo: «No se puede, no se sabe, no se debe, no se vuelve». No es un tango, pero tiene como música de fondo el correlato de todos, todos los tangos rotos, más allá de Piazzola. Al otro lado del espejo del tango.

Avanza con determinación Adriana y canta cuando no recita o recita cuando no canta un poema simplemente subrayado por oportunas desarmonías del violín, el bajo, el piano y el bandoneón:

Recuerda la nada y su paisaje

tus cuatro horizontes protegidos:

no se debe, no se sabe, no se puede, no se vuelve;

cuatro antaños de estaños y amatistas,

cuatro guerras, cuatro esquinas, cuatro puertas,

cuatro infiernos.

Cuando venga el ángel a pintarte la memoria

con colores de gouache inocente y lamido,

traficar con muerte a traficar deseos

en las pieles más libres del cuerpo ensimismado,

aunque te expulsen del paraíso del ya está escrito,

en los recuerdos te verás siempre cumplido:

la tierra, el agua, el aire, el fuego, el tiempo.

Inútil la memoria miente viajes

más allá de los cuatro horizontes,

de los rostros conocidos inducen

a las trampas de las voces submarinas

en una cinta mal grabada que se acerca

a la totalidad expresiva del silencio.

Como un reloj de arenas movedizas

te hundirá en las esquinas del deseo,

extranjero en la ciudad de todos los exilios

empezará tu ausencia comunión de sueños,

decepción que ni siquiera existe

vagante por la ciudad de las certezas inútiles

que no conducen a orígenes ni límites.

Te pondrán un nombre como llaman lobo

al miedo de la oveja, como llaman miedo

al descrédito que el náufrago adquiere en el naufragio.

Doce guerras, doce esquinas, doce puertas,

doce infiernos.

Mas si desciendes a la ciudad rendida

donde moran las sombras de todo lo que vive,

paisajes derrumbados en negras aguas,

árboles blandos, calles que no cesan,

sin pájaros ni estrellas que te olviden,

sin ruido ni vals.

Sin sol ni luna, de mil ausencias hueco,

sólo vive el eco de la última palabra;

bajar a la ciudad para encerrar el tiempo

bajo pesos ciclópeos de piedras saturadas.

Si desciendes

si desciendes no reconocerás sombra alguna

ni serás reconocido por sombra alguna,

ni ésta es tu casa aunque tu casa fuera

una aproximada maqueta de esta ruina,

la maltratada tumba de tu olvido.

Recuerda la nada y su paisaje,

tus cuatro horizontes protegidos:

no se debe, no se sabe, no se puede, no se vuelve.

Se han quedado sin aliento Adriana, Carvalho, el público, Güelmes lo recupera para susurrar al oído de Carvalho:

—¿Es esto un tango? ¿Tango de cámara, quizá?

El helicóptero sobrevuela el bosque de araucarias y busca el calvero donde trazan señales las banderas. Se posa y abren la puerta desde fuera para que salga el capitán Doreste bajo las aspas ya tranquilas y avanza sin atender la dificultad del gordo para saltar a un vacío para él excesivo. Doreste fulmina con la mirada al hombre que le recibe con el sombrero de paja rodándole en las manos.

—¿Por qué tuvimos que aterrizar aquí? ¿Por qué no directamente en suelo paraguayo?

—El helicóptero no tenía más autonomía. Ahora los llevarán al puente de la Amistad y entrarán en Paraguay por Ciudad del Este.

—¿Corriendo el riesgo de que me reconozcan en el control?

—Aquí nadie reconoce a nadie ni controla a nadie. En Ciudad del Este ya lo esperan los contactos paraguayos.

El jeep aguarda entre los árboles, con las ruedas hundidas en tierras rojas encharcadas, la atmósfera difuminada por las aguas poderosas del Paraná, aguas abajo de las cataratas de Iguazú. Al Capitán le cansa el jadeo del gordo mientras le sigue, jadeo que se convierte en estertores cuando el gordo ha de pelearse con su propio cuerpo, que le niega ayuda para subir al jeep.

—No me encuentro bien, jefe. Me duele el pecho.

—Al jeep se sube con las piernas, no con el pecho.

Tiene el gordo sudores de trópico y de angustia, sentado junto al Capitán helado, obsesionado con lo que está diciéndose a sí mismo.

—Cuatro ojos son pocos, gordo. Ahora no dependemos de nosotros mismos.

—Pero esta gente es legal, jefe. Hoy por vos, mañana por mí.

—Era legal en los tiempos en que todo estaba en orden.

El puente de la Amistad está colapsado por el tráfico de la caravana de turistas que acuden a Ciudad del Este a comprar a precios paraguayos todo cuanto pueda contener la cueva de Alí Babá del universo.

—Podemos tirarnos una hora antes de cruzarlo en coche.

El conductor se vuelve. Es oscuro y le huele el aliento a chimichurri.

—Vayan caminando. Al otro lado del puente los están esperando. Van a llegar antes.

—¿Quién está al otro lado?

—El general.

—¿Elpidio?

—Sí, señor.

Está contento el Capitán, y el gordo le guiña el ojo.

—Todo en orden, jefe. Seguro. Si está Elpidio todo en orden.

Camina el Capitán a paso ligero por la acera del puente, sobrepasando a los obsesos compradores atraídos por la ciudad campamento de Ciudad del Este, falsificadas marcas de París o de la ciudad universal del consumo en almacenes gigantescos de frontera, como depósitos para mercancías de una huida, abiertos a calles sin asfaltar donde circulan las aguas podridas de las cloacas rotas y las aguas perdidas de las lluvias recientes. El gordo trata de seguir los pasos ágiles del Capitán y de vez en cuando le pide la piedad del descanso mientras se lleva las manos a los pechos que le duelen como si tuviera una piedra presionándole el esternón.

—Un día volveremos, gordo. No me van a quitar a la nena tan fácilmente. Un día vamos a volver y le voy a contar a la nena que fui yo el que la salvó de sus padres, gordo. La eduqué como a una princesa, como si fuera mi princesa. Un día vamos a volver, gordo.

—Deme un respiro, jefe.

El gordo empieza a comprender que nunca atravesará el puente de la Amistad. Ya no puede caminar. Siente un dolor de desguace en el brazo izquierdo y su pecho ya es de piedra, de piedra dolorosa. Le falta aire y abre los brazos para facilitar su entrada, luego para gritar, para pedir ayuda al Capitán, que se aleja. Pero Doreste no vuelve la cabeza. Ha visto a Elpidio junto al mojón que inicia el territorio paraguayo, y aunque también ha percibido cómo el gordo se ha caído en el suelo y ha obligado a detener aún más la delgada marcha de los coches varados, sólo vuelve atrás la mirada una sola vez.

—Que te entierren en la Argentina, gordo. Es una suerte.

El general Elpidio le señala el círculo de gente que rodea el cuerpo del gordo derramado sobre la calzada, entre dos coches. Doreste se encoge de hombros. Elpidio es parco en palabras.

—Ya estás a salvo. Pero los tiempos han cambiado.

—¿La cobertura de siempre?

—Nada se mueve ya por ideales. El comunismo está vencido. Hay que tragar. Todo nos lo mueve y nos lo garantiza la droga.

—¿Y el tráfico de armas?

Elpidio se echa a reír y enseña una dentadura rehecha en Chicago. Un millón de dólares, proclama, mientras se golpea con un dedo el canto de los dientes.

—¿Armas? ¿Ya querés armas? Mira. En Ciudad del Este, en las calles en cruz que conocen los turistas se venden camisas Cacharel y abrigos de martas cibelinas y procesadores de textos japoneses. Son imitaciones o piezas de contrabando. En todas las demás, a las que ya ni llegan los turistas, únicamente se venden armas y drogas. Pero decime, ¿de verdad que ya querés armas a estas horas de la mañana?

El Capitán vuelve la vista atrás para contemplar por última vez la presencia del gordo en este mundo. Tardará en oírse la sirena de la ambulancia, desengañada de abrirse paso en cualquiera de las dos colas opuestas.

Para entonces el Capitán ya ha sido presentado, ya le han regalado una pistola que se guarda entre la correa y el ombligo, ya tiene un nuevo pasaporte y se contempla en la ventanita de la fotografía mientras memoriza su nombre.

—Juan Carlos Orellana. Me gusta. Siempre me gustó llamarme Juan Carlos.

La residencia geriátrica no es sórdida, pero tampoco lo contrario. Un jardín donde los viejos van de uno en uno, conscientes de lo inevitable de la última soledad. Algunas viejas hacen labor, otras cantan, una vieja recita según el estilo de la Singerman, ante la indiferencia bastante general.

«¿Recuerdas que querías ser una Margarita

Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está

cuando cenamos juntos, en la primera cita,

en una noche alegre que nunca volverá.

»Tus labios escarlatas de púrpura maldita

sorbían el champán del fino baccarat;

tus dedos deshojaban la blanca margarita:

“Sí… no… sí… no.” ¡Y sabías que te adoraba ya!».

Un grupo de hombres ha conseguido la mecánica solidaridad suficiente para jugar a las bochas y algunas monjas merodean cual servicio de orden por entre los pobladores del jardín mediocre. Pero aquel viejo está especialmente enfadado cuando afronta a don Vito y a madame Lissieux.

—Viejos y viejas. Eso es todo. Ni más ni menos.

—No diga eso, don Aníbal. ¡La vejez! Tesoro de experiencias.

—¿La vejez? La vejez es una mierda.

Madame Lissieux envía una caricia visual al anciano y luego otra verbal.

—Pero hombre, con el aspecto que tiene usted, ¿cómo puede decir eso? Cada edad tiene su nostalgia y sus deseos. Un hombre es un hombre hasta que se muere. El Gran Gratowsky, por ejemplo.

Don Vito más allá.

—Una historia de polleras. ¿No es cierto? ¡Morir con unas bombachas en la boca! ¡Morir con las bombachas puestas!

Aníbal ríe malicioso y enseña su boca sin dientes.

—Pero si no tenía dientes, como yo.

—Tenía lo que hay que tener.

Aprovecha que madame Lissieux parece desatenderlos y dirige a Aníbal un vago ademán de señalización de las partes.

—¿De eso? Yo no sé él. A mí no me sirve ni para mear, me han operado cuatro veces de la próstata los carniceros y sigo igual. Mire.

Empieza a desabrocharse los pantalones y a bajárselos, pero don Vito lo contiene señalando a madame Lissieux con la cabeza.

—Le creo. Le creo.

—Le voy a enseñar la sonda y el depósito de la orina.

—No es necesario. —Le guiña el ojo—. De prostético a prostático.

—¿Usted también?

—Tengo una próstata que parece una hernia. De prostático a prostático. Gratowsky todavía hacía lo que podía por aquí. Seguro que se camelaba a alguna de las residentes.

—¿A estas viejas? ¡Pero no! A veces nos las quedábamos mirando y pensábamos: ¿quién se pudo acostar alguna vez con estos vejestorios?

Pero vuelve madame Lissieux, gozosa, con el alma saltarina.

—¡Qué viejitas tan lindas!

Se encoge de hombros el viejo y les abre marcha. Camina con fingida ligereza seguido de madame Lissieux y don Vito hasta llegar ante la puerta de una habitación. Aníbal la abre. El rectángulo oscuro se ilumina cuando el viejo mete la mano, pulsa el conmutador de la luz y se ilumina un marco de bombillitas en torno de una gran fotografía de Gilda Laplace con cuarenta años menos. Aníbal pronuncia reverentemente:

—¡El santuario del Gran Gratowsky!

La reproducción del busto de Gilda Laplace al doble tamaño del natural no es el único objeto de culto a la nostalgia. Otras estrellas de cine o de la canción de la época que se convierten en letanía, en luchas de aciertos de la memoria en los labios de Vito y madame Lissieux. Fotografías de Gratowsky más joven, en noches de triunfo de sus artistas, en actos sociales, una foto de mujer años cuarenta o cincuenta con una niña: Ruth, ya una niña malcarada, el Gran Gratowsky joven concertista de violín, foto de jóvenes recién llegados a la Argentina con aspecto de alegría después de la tragedia europea, entre ellos el Gran Gratowsky. Aníbal ha ido ratificando en voz alta el quién es quién y se detiene ante la foto de grupo. Don Vito se sorprende y le pide:

—¿Y ésos?

—Nunca me dijo demasiado sobre ese grupo. Que era un puñado de judíos europeos, compañeros suyos en la huida de Europa, nada más. Él era muy, muy judío.

—¿Tacaño?

—No, mierda, no, de tacaño nada. Pero se sentía muy judío, de eso de Israel y, en fin, ya me entiende. Los rusos. ¿No los llamamos rusos a los judíos en Buenos Aires? Estaba organizado. Participaba en reuniones de rusos.

Madame Lissieux conduce hacia el barrio del Once. En Sarmiento, entre Uriburu y Pasteur, ha localizado Aníbal un centro cultural judío del que era habitual el Gran Gratowsky. También iba a Daia.

—Una organización de respaldo de las comunidades judías.

En la recepción carteles de Israel, propaganda sionista y de viajes a la Tierra Prometida, programas de cursos en yiddish y hebreo. El responsable de la oficina es dueño de sus silencios y no le gusta ser esclavo de sus palabras.

—Lo único que puedo decirle es que Abraham Gratowsky era un buen judío.

—No lo dudo. Cumplía con las Sagradas Escrituras.

—Para ser un buen judío no basta con cumplir con las Sagradas Escrituras, hay que militar en el sionismo.

—Claro, el sionismo internacional.

No le ha gustado la fórmula expresiva al recepcionista.

—Las palabras traicionan y tienen dueño. Sionismo internacional es una expresión acuñada por los asesinos de judíos.

Don Vito pone a madame Lissieux por testigo de su desasosiego.

—¿Lo dice por mí? Se equivoca, yo soy amigo de los judíos, de su talento, Einstein. ¿No es cierto? Kirk Douglas. No señor. A mí no me puede considerar un enemigo de los judíos, y me gusta saber que Abraham era sionista, un militante sionista. ¿Contribuía a la causa con dinero?

—Mientras pudo sí. Ahora era un hombre que apenas conseguía pagarse la póliza de seguros y la residencia de ancianos. Pero siempre fue un colaborador, vigilante de los peligros que se cernían sobre los judíos en la Argentina.

—¿Están ustedes en peligro?

—¿Ya se olvidó del atentado contra la embajada de Israel? ¿Dónde están los culpables? ¿Cuántos nazis de ayer y de siempre almacena este país?

—¿Puede concretarme alguna de las colaboraciones de Gratowsky?

Una voz familiar a don Vito interrumpió el interrogatorio a sus espaldas.

—No. No puede.

Y al volverse allí está Pascuali, percepción inmediata de don Vito que trasmite a madame Lissieux.

—Madame, le presento al mejor policía de Buenos Aires, Pascuali. Será nuestro aliado en los negocios futuros.

—¿De qué negocios habla?

—Mi socio, el señor Pepe Carvalho, regresa a España esta misma tarde y yo me he hecho cargo de la razón social Altofini y Carvalho, Detectives Asociados, contando con la inestimable ayuda de madame Lissieux.

Pascuali masculla:

—La estupidez ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma.

Camino de Ezeiza, Pascuali alterna la dureza con la que les ordena no continuar en la investigación sobre el caso Gratowsky…

—No tiene nada que ver con las bombachas. Está relacionado con la voladura de la embajada de Israel.

… con gentilezas especialmente dedicadas a madame Lissieux; la primera, llevarlos a Ezeiza en un coche de la policía con todas las sirenas al viento.

—¿En qué caso intervino usted? Mis informes me hablaron de una dama y luego no volvieron a citarla. ¿En el del hijo de Borges?

Nada más pronunciar el nombre del supuesto hijo de Borges, un fogonazo interior deslumbra a Pascuali, que cierra los ojos para reproducir con nitidez una escena vivida. El viejo cantor de tangos. Ante Corrientes, 348. El hombre que le pareció ser el Polaco.

—¡El falso Goyeneche! ¡Ahora va de Goyeneche, como si el Polaco hubiera resucitado!

Ni madame Lissieux ni don Vito entienden nada, hasta que Pascuali utiliza el teléfono móvil para conectar con el centro.

—Rastreen en busca de un falso Polaco que va por ahí disfrazado de Goyeneche. Me figuro que se trata de Arielito Borges Samarcanda. Y ojo al cristo que es de lata, que algo debe de estar maquinando.

—¿Arielito de tanguero?

Llegan a Ezeiza, donde Carvalho espera sólo a don Vito, y concede a madame Lissieux un besamanos y a Pascuali una frialdad que no siente. El policía le advierte:

—He venido para comprobar que se va.

—Yo en cambio ya sabía que usted se quedaba a merced del Capitán.

—El Capitán se hizo humo.

—Le han dejado caer. Pero volverá. O le matan o volverá.

—No hago preguntas. Se hizo humo. Y basta.

Don Vito hace un resumen del caso Gratowsky y exagera las dimensiones de lo que sabe sobre las conexiones con el sionismo y el antisionismo. ¿Gilda Laplace? No. No van por ahí las cosas. Pero Pascuali deja escapar:

—Está localizada en una clínica de cirugía estética. Se está haciendo el décimo lifting de su vida.

No le interesa llevarse cabos sueltos, bastantes le esperan en España. Ya tendrá tiempo de sentir una nueva nostalgia, la de Buenos Aires, la de Alma quizá. Don Vito le abraza hasta hacerle daño, madame Lissieux le da el beso de despedida que no le da Alma, Pascuali se lleva dos dedos a una supuesta visera y se retira dándole la espalda. Gestos que conserva en la inmediata memoria durante el trayecto hasta la primera escala en Río de Janeiro. Su tío ya dormita cuando Carvalho ocupa el asiento a su lado y se dedica a beber el vino argentino de la cantina del avión, incluso se predispone a pellizcar las páginas de Clarín, pero no pasa de la primera: «Fallece en accidente aéreo Richard Gálvez». Se había estrellado con los abogados puestos, y de alguna reserva de ingenuidad le sube una bocanada de angustia hasta que la convierte en aire. La muerte de Richard Gálvez. La facilidad repentina con la que todos habían llegado a Muriel, la caída del Capitán. Hubiera dado la vuelta al avión de regreso a Buenos Aires, pero el aparato ya está succionado por el sumidero del futuro. Al llegar a Río despierta a su tío, acompaña sus vacilantes pasos hasta la sala de espera y de nuevo la muerte de Gálvez en su cabeza. El poder. Sin duda había intervenido el poder real para facilitarse las cosas a sí mismo. Recuerda la frase de Güelmes:

—Lo importante de que yo esté en el poder es que así podré recibir a Alma.

Se siente destemplado, con ganas de seguir bebiendo para seguir adormilado durante la escala, especialmente en el momento en que su tío salga de la somnolencia y fuerce la encerrona de un diálogo que no desea. Los paneles prometen toda clase de huidas, y de haber podido escoger habría partido hacia una ciudad australiana, desde su desconfianza en la existencia de Australia. A su lado una joven pareja habla en catalán y se está resumiendo el viaje con voces martirizadas por los desarreglos del cuerpo entre dos aires, entre dos continentes. «Pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar», canta mentalmente Carvalho y silba la melodía. La muchacha le mira desde una cara apoyada en el hombro de su compañero.

—¿Viene de Buenos Aires?

—Sí. ¿Y ustedes?

—Hemos estado una semana. ¿Y usted? —Varios meses.

—Sabrá muchas cosas de Buenos Aires.

—Tango, desaparecidos, Maradona.

Hay perplejidad en el rostro de la chica y algo de ironía en el de él cuando se vuelve para conocerle.

—Maradona me suena, claro. Pero ya es arqueología. Ronaldo. Ronaldinho, ése es el nuevo rey. ¿Tango? ¿Aún se cantan tangos en Buenos Aires? ¿A qué desaparecidos se refiere? ¿Es algo relacionado con Expediente X?

Carvalho empieza a dudar y la sensación de duda le dura hasta cuando avista la cristalería posmoderna del aeropuerto de Barcelona. ¿Había estado en Buenos Aires? Ni siquiera había conseguido ver el show de Cecilia Rosetto. Entonces recuerda que Alma le había hecho un regalo para que constara su paso por la ciudad. Tenía una prueba de haber estado en Buenos Aires, además de los ojos de Alma, que ya empezaban a hundírsele en la gelatina de la memoria. Abre el paquete que había metido en la bolsa de viaje y salen varios compactos, libros, libros, libros. Edmundo Rivero canta a Diescépolo. El libro más voluminoso, Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, también se inicia cantando:

El pañuelito blanco

que te ofrecí

bordado con mi pelo…

Y sigue:

Templada y riente (como lo son las del otoño en la muy graciosa ciudad de Buenos Aires) resplandecía la mañana de aquel veintiocho de abril; las diez acaban de sonar en los relojes y a esa hora, despierta y gesticulante bajo el sol mañanero, la Gran Capital del Sur era una mazorca de hombres que se disputaban a gritos la posesión del día y de la tierra.