5
Asesinatos en el Club de Gourmets

EL CLIENTE DE CARVALHO va muy bien vestido, aunque el cuerpo regordete, los mofletes hinchados y enrojecidos y las descuidadas gafas cargadas de dioptrías le rebajen su entidad de rico. Firma un cheque con una pluma de oro Cartier, mientras que en la muñeca de la otra mano luce un reloj Cartier y un riquísimo sello de oro de la misma familia. Alza la vista y entrega el cheque a Carvalho.

—Nunca pagué con tanto gusto.

—Señor Gorospe, no tengo el menor inconveniente en que vuelva a pagarme lo mismo si me lo paga a gusto.

La contemplación del cheque le satisface y lo demuestra.

—Pagar y comer siempre hay que hacerlo a gusto y sin miedo.

—¡Bravo! ¡Usted es de los míos! ¿Le gusta comer bien?

—Me gusta saberlo todo sobre lo que como.

—La memoria es selectiva y solamente recuerdo los platos memorables que me comí. Ni siquiera me acuerdo de mi mujer. Descubriendo su adulterio, usted me ahorra la pensión que tenía que pasarle a esa idiota. Ya ve. Gracias a sus investigaciones me ahorro mucha guita. Me acuerdo, siempre me acuerdo de las comidas excelsas que he hecho, lo que comí en Girardet todas las veces que estuve en Girardet. ¿Ha estado usted en Girardet?

Carvalho niega con la cabeza.

—Entonces cuando vuelva a Europa no debe perdérselo. Aunque el gran Girardet amenaza con retirarse, como Robuchon. También se retira en plena juventud. De Girardet recuerdo una papillote de vieiras y cigalas absolutamente genial, como recuerdo el Popurrí Pantagruélico de Troisgros o el pollo a la sal de Bocuse. Ya ve usted qué sencillez. ¡Pollo a la sal! Girardet es el más completo, pero Troisgros hizo cosas geniales. ¿Sabía usted que Troisgros concibió un postre que se llama Naranjas Tango?

—¿Cómo se guisa? ¿Cómo se come?

—Genialmente elemental. Como todo lo de Troisgros. Naranjas, granadina, Grand Marnier, azúcar en polvo, pero… ¿de verdad no ha probado el Popurrí Pantagruélico de Troisgros?

Carvalho vuelve a negar con la cabeza.

—¿Quiere probarlo?

—No opondría la menor resistencia.

—¡Macanudo! Mañana tenemos una cena ritual de mi Club de Gourmets y el plato rey es el Popurrí de Troisgros. ¡Está invitado! En el restaurante de Lucho Reyero. Un gran profesional y un caballero. Una oveja negra de la oligarquía más añeja que finalmente ha sentado la cabeza como restaurador.

Gorospe, entusiasmado ante la descubierta complicidad del detective, se saca una tarjeta del bolsillo y la tiende a Carvalho con la mano más Cartier de todas sus restantes manos Cartier.

Se abren las cortinas del escenario de Tango Amigo y Adriana Várela se aproxima nacarada y rutilante a dos metros escasos del público. El bandoneón da el toque de silencio.

Comen para olvidar,

beben para recordar.

Ensalada Creso,

un buen pastel de queso,

becadas Maítre Richard.

¡Berenjenas Stendhal!

¡Naranjas Tango!

Gajos de naranja,

vaso Grand Marnier,

jarabe de granada,

azúcar glasé;

pieles de naranja,

granada en xirop,

para la fragancia

basta un buen hervor;

los gajos macerados

con el Grand Marnier,

el almíbar rosado,

adornos de piel.

Y si me preguntan

qué hay de tango en esto,

los que lo ejecutan

pagan el invento.

Comen para recordar

lo que han comido.

Beben para olvidar

lo que han vivido;

tangos de limones,

tangos de vinagre,

los tangos dulzones

no los quiere nadie;

pero un buen gourmet

come lo que sueña,

no le importa el precio

de lo que no suena.

Comen para recordar

lo que han comido.

Beben para olvidar

lo que han vivido.

Beben para olvidar,

comen para recordar.

Ensalada Creso,

un buen pastel de queso,

becadas Maítre Richard,

berenjenas Stendhal.

¡Naranjas Tango!

Alma, dignamente borracha, contempla el frustrado intento de Muriel de morderle la oreja a Alberto. Carvalho y Norman han escogido embobarse contemplando los saludos de Adriana tras la interpretación. Alma emerge sobre los bordes del vaso y redescubre a sus dos acompañantes.

—Pues me ha dicho: ¡no te metas en mi vida! Muy bien. Muy bien. No me meteré en su vida, ¿entendés? A partir de ese momento empecé a hablarle de usted. Y añadí: espero que me entregue el trabajo comparativo de Canto general de Neruda y Conquistador de Archibald MacLeish en los plazos acordados, me di media vuelta y la dejé plantada.

—¿A quién? —pregunta Carvalho apartando la vista del escenario.

—O sea que yo hablo, hablo, hablo y como si hablara un ombú. Les contaba mi pelea con Muriel. Está histérica, insoportable. Tiene miedo de enfrentarse con su padre y tiene miedo de aclarar su relación con Alberto. Míralos ahí. Se mueren de ganas de irse a la cama. Y un día u otro van a hacerlo. ¿Voy a ser yo la alcahueta de todo esto?

—¿Pero estás hablando de tu alumna o de tu hija? —pregunta Norman.

A Carvalho no le ha gustado la observación y le dedica a Norman una fruncida de ceño.

—¿Qué querés decir? —pregunta Alma.

—Que Muriel es solamente una alumna, inteligente, buena, macanuda, cierto, pero solamente una alumna. ¡No es tu hija!

—Norman —insta Carvalho.

—Vos, Pepe, no te metas. Ya sé. No es necesario que me lo recordés, Norman. No me hables en ese tono, forastero. Te voy a pegar una patada en los huevos.

Acerca Alma su rostro retador al de Norman.

—No quiero peleas, Almita —contesta Norman perdiendo la cara.

—Yo sí.

Norman se retira de la barra riendo y Alma intenta seguirle retadora, pero Carvalho la coge por el brazo y la retiene. Al momento, Alma se acurruca contra él, buscando mimos. Carvalho la abraza y le acaricia las mejillas con las yemas de los dedos. Quiere sentir la piel de la mujer y a ella se le cae la voz cuando confiesa:

—Estoy más sola que la una.

—Nos tienes a tus amigos.

—Gracias por considerarte mi amigo, gallego. Yo siempre lo dije. Los gallegos son unos boludos, pero si te haces amiga de un gallego te haces amiga de un boludo amigo. ¿Lógico, no?

—Cabal, diría yo.

—Cabal, diría él.

Pero Alma rompe a llorar. Carvalho no sabe cómo abordarla, aunque trata de convertir su abrazo en un lazo de calor.

—¿Qué te pasa ahora?

—¡Ese miserable de Norman! ¡Ha dicho que Mu-riel no era mi hija, que sólo era mi alumna!

—Es verdad, ¿no?

—¿Qué le importa a él si yo la considero como una hija, como a la hija que perdí?

Carvalho se acoda en la barra, llevándose las manos a la cabeza, para dejarla caer luego en la horquilla que forman sus brazos y sus manos.

—¿Qué te pasa? ¿Se te cae la cabeza?

—No tengo el cerebro ni el estómago para melodramas. No quiero beber para ponerme a tu nivel, lo siento. Mañana me espera una cena en un club de gourmets y quiero llegar con el hígado de un niño de primera comunión.

—Hay niños de primera comunión con cirrosis.

A Carvalho se le escapa la risa sin ganas y Alma se contagia. Norman vuelve conciliador, ratificado por lo mucho que ríen Alma y Carvalho. Pasa un brazo sobre los hombros de la mujer.

—Qué Almita, ¿se diluyó el quiste de mala leche?

Es céntrico, centrista, centrado el rodillazo que Alma deposita en el centro de la bragueta de Norman. Se retuerce de dolor, hieratizado su rictus por la pintura blanca y las heridas negras de los ojos en rímel, rímel indignado por las risas de Alma, también de Pepe, aunque el gallego se está protegiendo la bragueta con las dos manos.

Duerme Norman dando muchas vueltas, suda, malrespira, se incorpora, desmesurando los ojos, desconcertado ante Carvalho, que está al pie de su cama. Comprueba con la mirada si está realmente en su vivienda. Lo está.

—¿Qué haces acá?

—Quería hablar contigo, pero sin Alma.

—¿Qué pasa? ¿Le pasa algo a Almita?

Salta de la cama desnudo y Carvalho le mira el pene erecto. Norman se da cuenta y se tapa las partes con las dos manos.

—Fíjate vos cómo se me pone mientras duerme, y después, cuando de verdad la necesito, ¡zas!, se me retira a la cascarita.

Carvalho no parece muy interesado por la cuestión. Norman se endosa unos tejanos demasiado anchos para sus caderas. Se llena una taza del café frío que permanece en la cafetera desde hace días. No sólo es la cafetera de siempre, también el café de siempre. Norman ni siquiera se ha lavado. Frotándose los ojos y bostezando, espera que Carvalho diga algo.

—Bueno, ¿qué pasa?

—Ayer tuviste una discusión con Alma a propósito de su relación con Muriel.

—Ella estaba histérica y yo también. Yo me puse his-té-ri-ca.

—Cierto. A veces parecéis dos histéricas.

—Vos también tenés mucho, mucho de histérica.

—Lo reconozco, también soy una histérica. Pero el asunto no es tan fácil de zanjar. Tengo mis sospechas acerca de la personalidad de Muriel.

—¿Qué querés decir?

—Muriel es la hija del Capitán.

Norman abre la boca y la deja a la espera de todas las palabras o todas las moscas de este mundo. Va saliendo poco a poco de su pasmo a medida que Carvalho habla.

—Muriel nunca hablaba de su padre, de su familia. Alma lo atribuía a una relación familiar desafortunada, un padre autoritario aunque estimado y una madre enferma o disminuida, sin saber muy bien por qué. Durante el combate de Bum Bum Peretti al que asistí con Alma y Muriel me di cuenta de que Muriel y el Capitán tenían algo que ver. Luego la propia Muriel ratificó que su padre había estado en el local de boxeo. Nos lo contó.

—¡Parece un culebrón brasileño!

—Primero temí que Muriel fuera una espía del Capitán en nuestro, vamos a llamarle grupo. Pero no, de haber sido una espía no habría revelado que su padre estaba aquel día allí.

—¿Le dijiste algo a Alma?

—No.

—¿Por qué?

—Porque la historia no es tan simple. Muriel aparenta ser la hija del Capitán, pero ¿es realmente la hija del Capitán?

Norman se tapa la cara con las manos.

—No sigas, intuyo adonde querés ir a parar.

—No me hagas de Actor’s Studio. No es el momento. Me dirigí a la organización de las Abuelas de la Plaza de Mayo. Sólo quería saber si el Capitán había tenido una paternidad lógica, es decir, sin sombra de sospecha.

—¿Y?

—No hay datos. Ni siquiera se sabe si está casado, ni cuándo se casó, como si se hubiera construido un biombo detrás del cual ocultar la vida privada de un capitán que tiene demasiados apellidos. El real es Doñate, pero Muriel no figura en la lista de alumnos de Alma como Doñate sino como Ortínez. Tampoco figura su residencia y sí la justificación «Motivos reservados». En el registro, Muriel consta como hija de madre soltera y lleva los apellidos de esa madre. Ortínez Ortínez. Tiene exactamente la edad que podía tener la hija de Alma y Raúl.

—¡No quería oírte eso! ¡Precisamente eso!

—Tampoco está probado. ¿Quién puede probarlo si no se hacen exámenes sanguíneos? Mucha casualidad, cierto. Entonces le pedí a la abuela que me atendía si podía estudiar el expediente del Capitán y no me lo dejó llevar, pero sí consultar allí mismo. En un papel perdido, desligado del conjunto de la indagación se citaba un encuentro del capitán Gorostizaga, uno de los apellidos que utiliza nuestro Capitán, con todos los implicados de la familia Tourón-Modotti. Sería normal, pero es que un encuentro es sorprendente y consta expresamente como averiguaciones del abuelo de una niña desaparecida. ¿Adivinas el nombre del abuelo?

Ni lo adivina ni quiere adivinarlo.

Carvalho se encoge de hombros y se dispone a marchar.

—¿Qué vas a hacer?

—Irme a cenar esta noche a un club de gourmets.

—No frivolices. ¿No me decís el nombre del abuelo que mantuvo contactos con el Capitán?

—Evaristo Tourón.

No hace falta preguntarlo, pero Norman repite varias veces entre interrogaciones ¿el padre de Raúl? Carvalho no contesta a ninguna, tampoco Norman quiere ser contestado.

—¿Qué vas a hacer?

—He llamado a mi tío a Barcelona y le he dejado varios recados. Al parecer no está en la casa de sus sobrinas. Le he dejado la pregunta planteada: ¿por qué tuvo contactos con el Capitán?

—Habría que preguntárselo también a Raúl. ¿Sigue sin saberse nada de él?

—Ni rastro. Tan ido como siempre. Y si aparece, tampoco puedo crearle una falsa expectativa. Imagínate que todo son falsas coincidencias e intuiciones y que el estallido de la sospecha le da en plena cara a Muriel, a Raúl, a la propia Alma.

Carvalho inicia la retirada.

—¿Y te vas así?

—¿Qué quiere decir así?

—¿No vamos a llorar un ratito, juntos? —implora Norman inútilmente, porque Carvalho da media vuelta y Norman tiene que convocarse el llanto en la más absoluta soledad.

Doña Lina Sánchez de Pardieu pone la boquita de piñón después de preguntar:

—¿Qué edad me supone usted?

Carvalho sabe que tiene ochenta y dos, pero también sabe que no puede decírselo.

—Difícil de precisar. ¿Entre setenta y setenta y dos?

—¡Ochenta y dos!

Ha sido casi un grito de afirmación de su capacidad de disimular la derrota frente al tiempo.

—Y eso que no he podido cuidarme, como otras. Mi marido era militar, de los de a caballo, de caballería, y después pasó a la caballería blindada. Me conozco todas las guarniciones de la Argentina donde haya tanques y blindados. En cada una de ellas nacieron mis cinco hijos, y la más chica es María Asunción. Le puse el nombre de una tía mía de Santander, eso está en España, a la que yo quería mucho, como siempre se quiere a los tíos solteros. ¿No es cierto? Como se quiere a los abuelos. Como yo quise a mis abuelos y como a mí me quieren mis nietos, menos los que haya tenido María Asunción. Es como si no existiera. Hace veinte años que no la veo. Me escribe. Me llama por teléfono. Cada vez menos. Ni siquiera sé dónde vive, pero sí sé que es muy desgraciada porque sus cartas son cada vez más tristes y más extrañas. ¿Quiere usted leer la última?

La libertad de movimientos en la Residencia Geriátrica Leopoldo Lugones depende exclusivamente de la capacidad de andar de los asilados, y cuando doña Lina se pone en pie busca el bastón que cuelga de uno de los brazos del sillón y acepta la ayuda del brazo de Carvalho. Por el pasillo que conduce a su habitación evoca a la hija ausente.

—Mis otros hijos vienen de vez en cuando, muy de tarde en tarde, nunca me escriben, ni me llaman por teléfono. María Asunción no viene nunca, ni me llama, pero me escribe, me escribe mucho.

Es una habitación para dos y en un lecho permanece la estatua yacente de una anciana viva con los ojos en lucha con el techo de azulete.

—Es un vegetal. No siente, no recuerda, ni siquiera llora.

De una caja de madera de sándalo que al abrirse desparrama la melodía Barcarola saca la última carta de María Asunción, que entrega a Carvalho, y mientras él la lee, los labios de la anciana recitan silenciosamente el texto que sabe de memoria:

Querida madre: Sé que estás bien y aprovecho un rato de tranquilidad de espíritu para hacerte saber que yo también estoy bien y que te quiero, aunque no pueda ir a verte porque tengo dificultades para trasladarme, las mismas que tuve siempre. El trabajo de Ernesto es absorbente, y entre todo lo que absorbe estoy yo. Como viuda de un militar sabes que no tenemos la misma libertad de movimientos que los civiles, y Ernesto siempre ha tenido tareas muy delicadas.

Pronto te mandaré una fotografía mía. El día en que me sienta bonita, ¿te acordás que decías que era la nena más bonita de Rosario cuando estábamos en Rosario, y la más bonita de San Miguel cuando lo destinaron a papá a Tucumán?

Un millón de besos.

Tu hija,

MARÍA ASUNCIÓN

—Ya no tiene la letra tan preciosa como antes. Le tiembla la mano. Ay, señor. Yo creo que mi María Asunción está enfermita y no quiere que yo me preocupe. Era una muchacha preciosa. Su padre solía decir: la he hecho a conciencia. Empecé por los pies y seguí haciéndola hasta la cabeza.

—¿Conoce a su marido?

—No.

No oculta nada. Simplemente, no conoce a su yerno.

—¿No sabe su apellido?

—Doñate, creo que se llama Doñate.

—¿No tiene ningún nieto?

—No. No lo sé. María Asunción nunca me lo comunicó.

—¿Y el domicilio de su hija?

—Buenos Aires, es todo lo que sé. Aunque debe vivir en una zona donde hay árboles y pájaros porque a veces los menciona en su carta.

Se empeña en acompañarle hasta la puerta. ¿Cómo ha dado conmigo? Amigos comunes. No quiere decirle que en la ficha de madre soltera de María Asunción Pardieu consta como hija de Antonio Pardieu Bolos y Adelina Sánchez Fierro. Antes de abandonar la residencia de Mar del Plata, telefonea a don Vito y lo cita nada más regresar a Buenos Aires.

—Tengo el tiempo al límite. Esta noche no quiero perderme la cena en el Club de Gourmets.

En el Patio Bulrich, Altofini rememora aquellos tiempos en que era un gran consumidor, antes incluso de que a comprar se le llamara consumir y que a la riqueza se le llamara capacidad adquisitiva. Se mira de perfil en los cristales de los aparadores después de haber examinado botón a botón, hilo por hilo la sastrería y camisería de importación, las delikatessen y los champagnes que le evocan noches, tangos de lujo.

—Fue una buena idea vernos aquí, el Patio Bulrich es el símbolo del inicio del Buenos Aires del consumo moderno, pero sigo sin entender por qué no nos vimos en el lugar de siempre, en el despacho.

—No quería llegadas inoportunas. Oídos no deseados. Estamos en un momento muy delicado, don Vito.

—¿Se refiere a nosotros o al mundo?

—El mundo no existe, nosotros sí. Me refiero al caso fundamental que me trajo a Buenos Aires. Mi primo. Tengo la sospecha de que no he ido en la correcta dirección en toda mi indagación. De hecho creo que no he tenido ganas de saber la verdad porque no tenía ganas de volver a España. Sé quién se quedó con la hija desaparecida de Raúl y necesito encontrar la madriguera del secuestrador antes de que llegue Raúl. Pero debo moverme sin que Alma se dé cuenta porque, una de dos, o lo descubre todo y precipita las cosas o estoy equivocado y le creo una falsa esperanza.

—A sus órdenes.

—Hay que seguir a la muchacha para que nos conduzca a su domicilio.

—¿Tiene localizada a la piba?

—Creo que sí. Es una alumna de Alma.

—¡Dios Santo!

Es espanto teatral lo que dilata las facciones de don Vito hasta convertirlas en paisaje y merodeo especulativo sobre la revelación, mil veces se preguntó don Vito cómo era posible, junto a Carvalho, conductor mudo en busca de la boca de la facultad por la que ha de salir Muriel. Carvalho deja que su socio filosofe sobre la grandeza y pequeñez de Buenos Aires.

—¡Doce millones de habitantes y nos conocemos todos! ¿No es cierto?

—La muchacha se llama ahora Muriel Ortínez Ortínez, pero fue registrada como Pardieu Pardieu y no consta su domicilio. Es información reservada, lo que da idea del tratamiento de VIP que tienen su padre o sus padres. Usted no la ha visto nunca.

Aparca el coche en las cercanías de la Facultad de Letras. Falta un cuarto de hora para el final de las clases e imbuye a don Vito de las características de la muchacha, y al hacerlo se reconoce afectado sentimentalmente, como si estuviera describiendo a un personaje muy especial de su propia familia, un personaje que mereciera protección.

—No debe seguirla a lo bruto. No debe asustarla. Ni siquiera inquietarla. No la siga contra ella.

—¿Pero por qué me habla como si yo fuera tonto, Carvalho?

—Es que yo no puedo seguirla porque me conoce.

Muriel sale mezclada con un grupo, aunque en especial diálogo con Alberto. El muchacho se ha atado la melena rubia con una cinta negra, está explicativo, cariñoso.

—Tiene un aire de familia —quiere reconocer don Vito.

En la cocina profiláctica de Chez Reyero se celebra una asamblea de cocineros y auxiliares de cocina. Entre el activismo verbal y gestual de los implicados, destaca la pasividad de un cocinero principal por la mayor envergadura de su gorro blanco almidonado y francés, porque no sólo es despreciativo el rictus de sus labios, sino consecuencia de haber pronunciado millones de veces el diptongo eu. Su desdén es devuelto con creces por sus compañeros de trabajo y sobre todo por el representante gremial, Magín, en uso de la palabra.

—Compañeros.

—¿Y las compañeras, qué? —interpela una mujer.

—Compañeros y compañeras. Comprendo su posición, pero únicamente critico que no se dieran cuenta cuando les anunciaron que hoy, en el día de descanso de todos ustedes, habría una cena extraordinaria.

—¡Nos quitan el único día franco a cambio de una propina ridícula! —dice un cocinero.

—Que cocinen las señoras de los gourmets —protesta de nuevo la mujer.

—Tienen toda la razón del mundo, pero el propietario se comprometió y no puede echarse para atrás cuando solamente faltan unas pocas horas para la cita.

—Una solución salomónica, el que quiera quedarse que se quede, y los que no, nos vamos —dice otro cocinero—. ¿Qué piensa hacer el grand chef?

—Ese es un franchute esquirol carnero —aporta despectivamente una segunda voz femenina.

El grand chef interviene desde la más absoluta impasibilidad:

—Mois, je suis un artiste. Ce soir je deviendrai heureux de pouvoir faire la cuisine por les plus importants gourmets de Buenos Aires. Je ne comprend pas des actitudes gremialistes, corporativistes par rapport á l’art magique de la cuisine.

—¡Que se calle! —dicen varios al unísono.

—¡Si no sabe español, que lo traduzca al uruguayo!

—¡Que levanten una mano los que se quedan! —propone Magín, y predica con el ejemplo.

Tres más, una de las mujeres y dos auxiliares.

—Compañeros, es un compromiso —justifica Magín—. En estos tiempos de indefensión de los trabajadores, no vamos a darle motivos al patrón para que nos ponga de patitas en la calle. Si el negocio va bien, no va a poder despedirnos. No sé si yo como maître y en la cocina sólo el grand chef y tres auxiliares daremos abasto para cumplir lo acordado.

—Comunícale al Gran Explotador que cuenta con el grand chef, con el grand maître y con tres grandes hijos e hijas de su madre lamecacerolas y lameculos.

La irritable mujer ataca de nuevo y hace explotar la reunión. A por ella van intentos de agresión, en los que no participa Magín, encaminado ya hacia las alturas del restaurante en busca de don Lucho, un cuarentón atildado, vestido entre Milán y Londres, en el seno de un despacho enmoquetado en verde y con un hoyo de golf. Con el palo en alto se queda Lucho Reyero al oír la llamada en la puerta, y lo baja con desgana cuando Magín asoma la cabeza.

—Con su permiso.

—¿Y bien? ¿Qué acordó el Soviet Supremo?

—Yo permanezco al frente del servicio de comedor, el grand chef cumple su palabra y tres auxiliares. Los demás, no se puede contar con ellos.

—Los demás van a durar poco en esta casa. Quiero que les hagas la vida imposible para que se vayan.

—Yo cumplo mis compromisos, pero no soy un cazarrecompensas. Era su día franco y cada cual puede hacer lo que quiera con su día franco.

—Muy bien, Lenin. Ocúpate de que todo salga perfecto, porque de lo contrario yo mismo organizo un lock-out pasado mañana y ya se pueden ir todos a trabajar a un puesto de choripanes.

Le hace una señal imperiosa de que se vaya. Ya solo, Reyero va hacia un mueble bar, saca una botella de cristal de roca y se sirve un larguísimo trago de whisky que bebe como si fuera agua. Luego contempla a través del cristal el comedor vacío, satisfecho por la impresión de armonía y confort que le transmiten las maderas lacadas de blancos y púrpuras y los cortinajes.

—Señoras y señores, la función va a empezar.

Magín ha vuelto a la cocina y examina sus contenidos: un primer plato de papillote de vieiras y cigalas con cilantro (vieiras, cigalas, cebollas, cebollino, mantequilla, vino blanco, salsa de tomate, cilantro en un molinillo de especies, pimienta rosa, salero, pimientero), con un segundo de Popurrí Pantagruélico (jarrete de buey, codillos de cerdo salados, jarretes de ternera, jarretes de cordero, muslos de pollo, huesos de buey, zanahorias, nabos, puerros, apio en rama, judías verdes, frijoles o judías secas, arroz, vinagre, aceite de cacahuete, aceite de nuez, mantequilla, escalonias, cebollas, cabezas de ajo, perejil, perifollo, tomillo, laurel, clavos de especia, sal gruesa, pimienta, azúcar, ramilletes de hierbas aromáticas, mostaza, pepinillos) y unos postres compuestos por Naranjas Tango (naranjas, jarabe de granadina, Grand Marnier, azúcar en polvo), sorbete de kiwi (kiwis, zumo de naranja, de limón, recipiente con espartam), Mont Blanc con marrons glacés (marrons glacés, crema Chantilly, Chartreuse) y suflé a la flor de acacia «Liliana Mazure» (racimos de flores de acacia, Armagnac, huevos, mantequilla, crema pastelera, azúcar en polvo y de lustre, sal). A Magín le gusta la obra bien hecha, perfeccionismo cómplice que no es del todo comprendido por sus compañeros gremialistas, pero que tampoco quiere que se identifique con la sumisión castrada del chef. Entre bodegones anda monsieur Drumond inspeccionándolo todo con la satisfacción de un intendente del emperador. Se aplaude a sí mismo puerilmente y baila un vals utilizando una espumadera como supuesta pareja. Va bailando hacia la cámara frigorífica, la abre. Cuelgan grandes trozos de carne, corderos enteros, medios cerdos y en las alacenas de mármol los más variados productos del supermercado galáctico. Pese a las congelaciones, el rostro de mister Drumond arrebola.

Güelmes acepta el habano que le tiende Ostiz con una mano reservona, como si en el último momento fuera a retirar la oferta. En el salón más reservado, recién reconstruido del Club El Aleph, sobre la pared campea una leyenda de Borges escrita en letras de oro: «En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería».

—No puedo concederles mucho tiempo. Esta noche tengo un compromiso ineludible.

—Una cena en un club de gourmets.

Ostiz se resigna a que el señor ministro de Fomento conozca una de sus debilidades y espera a que Güelmes o Morales muevan pieza, pero no va a ser el director general de Seguridad quien lo haga, porque sus ojos están pendientes de Güelmes y el ministro no está pendiente de nadie. Tiene la jugada en la cabeza, en los ojos, en los labios controlados y calcula mentalmente el ritmo.

—A esa cena va el capitán Doñate. Creo que ése es su nombre real. Únicamente lo emplea para encuentros civilizados, pero no tengo nada que explicarle a usted sobre Doñate. El capitán Doñate es su militar de cámara y usted es su financiero de cabecera.

—El capitán Doñate es un héroe de la guerra de las Malvinas.

—Y de la guerra sucia.

—Yo sigo llamándola guerra contra la subversión.

—Un escritor extranjero que asistió a la primera Feria del Libro de la Democracia, en 1984, me comentó que había tenido la impresión de que el país no había cambiado. Presidía la inauguración Alfonsín, naturalmente, un líder democrático, pero lo acompañaban el mismo presidente del gremio que había ejercido durante la dictadura, el mismo cardenal primado, en segunda fila el mismo jefe in péctore de la patronal, usted.

—Videla y los otros militares ya pagaron un precio por la dictadura.

—La trama civil no.

—¿Qué quiere? ¿Meter en la cárcel al ochenta por ciento de la gente?

—No exagere las estadísticas. Al final estaban ustedes solos.

—Muy al final. Pero no creo que hayan venido para comentar el Proceso conmigo.

Güelmes calla, sabedor de que su silencio y su seguridad enervan a Ostiz, aunque el financiero está acostumbrado a jugar a toda clase de ruletas rusas.

—En la cadena que ustedes formaron durante el Proceso apareció un eslabón débil. El capitán Doñate se quedó con la hija de unos falsos desaparecidos y fue usted el que creó toda la operación de ocultación. Usted ha sido el financiero de Doñate y su grupo, el que le organizó un espléndido aislamiento desde el que de vez en cuando irrumpe como secuestrador, torturador, asesino, impunemente…

—Demuéstrenlo.

—Ahora podemos demostrar la relación de María Asunción Pardieu, Ostiz, el capitán Doñate y en medio la niña Eva María Tourón, hija de Raúl Tourón y de Berta Modotti. Eva María Tourón fue inscrita en 1977 como hija de la madre soltera María Asunción Pardieu, con los nombres de Muriel Pardieu Pardieu, pero en realidad María Asunción Pardieu vivía maritalmente con el capitán Doñate. Además, ahora ya no se hace llamar Pardieu, sino Ortínez, y Muriel se conoce a sí misma como Muriel Ortínez Ortínez. Hasta la falsa partida de nacimiento se hizo humo. ¿Se va acordando de la situación?

Ostiz reclama la atención del director general, saltándose el protagonismo de Güelmes.

—¿Hay pruebas?

—Las ha reunido alguien a quien usted no le gusta, Ostiz. Y con cierta razón.

Ostiz cierra los ojos y dedica al cigarro una mirada de indignación. Se ha apagado. Respira tres veces hondamente. Vuelve a encender el habano. Da tres o cuatro chupadas reguladoras del encendido.

—Antes de asumir lo que usted insinúa quiero saber qué gano yo en esta jugada.

—Únicamente está en condiciones de no perder.

—¿No me persigue a mí?

—No.

—¿Solamente al capitán Doñate?

—Sí.

—¿Pueden ir a por él sin que aparezca mi supuesta participación?

—No hemos pensado en otra cosa.

—¿De qué les sirvo entonces?

—Queremos las pruebas materiales y circunstanciales, al detalle, del caso Eva María Tourón, para emprender una acción legal contra el capitán Doñate. A cambio, usted ni aparece en el expediente. Nadie sabrá que usted creó la infraestructura de reinserción civil del Capitán, Nueva Argentinidad incluida, le compró la propiedad en la que vive inscrita a nombre de uno de sus testaferros, le subvencionó el sistema de seguridad que lo convirtió en invulnerable. Nadie sabrá que usted hizo matar a algunos desaparecidos molestos y últimamente, como quien dice ayer, al financiero Gálvez, también conocido como Robinsón Crusoe.

—Ese imbécil empezó a estropearlo todo. ¿Ha sido su hijo, no?

Güelmes no contesta.

—Pero Richard Gálvez no se conformará con la caída del Capitán. Va a querer también mi cabeza.

Güelmes le sonríe ampliamente.

—Procure no entregarla usted. Nosotros no se la daremos.

—¿Qué hay que hacer?

—Esperar que Pulgarcito encuentre las pistas que le hemos dejado para llegar a la casa del Ogro.

Magín sale para respirar un poco el aire de La Recoleta. Anochece. Está nervioso y enciende un cigarrillo. Abarca con la mirada el rótulo, la fachada del restaurante, la lucecilla del despacho de don Lucho, la sombra del propietario con un palo en la mano. Don Lucho mete el palo de golf en su estuche. Se sirve otro buen trago de whisky y se lo bebe como si aún le quedara sed. Se acerca a la ventana que da a la calle y entreabre las persianas. Ve a Magín sobre la acera mirando en dirección hacia la ventana, deja caer la persiana y se sienta tras su mesa de despacho. De pronto abre un cajón. Como único habitante una pistola negra, una Luger reluciente que huele a recién engrasada. La coge, la acaricia, la empuña apuntando objetivos que sólo él ve. Deshace el gesto y vuelve a guardar la pistola en el cajón. Piensa con urgencia. Vuelve a abrir el cajón, coge la pistola y limpia las huellas con una gamuza. La guarda porque cree oír voces en la calle más allá de la ventana.

El Jaguar más caro de todos los Jaguar de Buenos Aires se ha detenido delante del local. Un chófer uniformado abre la puerta y Gorospe desciende del vehículo. Da algunas instrucciones y se va hacia el restaurante. En la puerta le espera Magín.

—Don Leandro, es usted bien recibido.

—Pero bueno, Magín. ¿No tienen portero?

—Hoy es día festivo para los trabajadores del restaurante. El trabajo es voluntario —contesta Magín, y al ver que Gorospe tuerce el gesto, añade—: No se preocupe el señor. Todo está previsto.

En la cocina el chef francés ultima un plato y dirige la elaboración de otro con una precisión irritante. Sólo tres ayudantes, una mujer y dos hombres secundan las órdenes del cocinero, que repentinamente ha recuperado el uso del castellano tras probar un fondo con cierto desencanto.

—¡Aligérenme este fondo! ¿Cuánto tiempo llevaba en la frigidaire?

—Desde los tiempos de Alfonsín —dice con sorna Lupe.

Ante la mirada desesperada de Drumond ríen los otros, con tantas ganas que a uno de los auxiliares se le caen las gafas en el guiso. Mira a derecha e izquierda por si ha sido observado. Sus gafas se están cociendo y las retira con precipitación, las limpia y se las pone. Aprovechando la carencia momentánea de gafas, el cocinero más joven le ha tocado las tetas a la cocinera, que rechaza sus carantoñas señalándole al cocinero cegato como un peligro.

En la sala comedor entra un matrimonio acuarentado, respetando los diez metros de ventaja que les llevaba Gorospe. Él tiene la piel recién pasada por las manos de una masajista austríaca de noventa kilos y trenza rubia y ella por una catarata perfumada del club Inés Bouza, con termas romanas incluidas. Transpiran riqueza. Ella parece una divorciada de muy buen ver recién casada con un divorciado de diseño. Magín les hace una reverencia y Gorospe sale a su encuentro.

—Dora, Sinaí, ¡qué cara de felicidad que traen!

—¡Leandro! ¡Siempre el primero! —exclama la mujer.

—Para ser el primero en besarte.

Se dan los besos de protocolo. Muá. Muá. Pero los brazos de Gorospe se ciñen a la mujer y sus manos se recrean sobándole la espalda y el culo. Ella lo aparta con sonriente discreción y el marido reclama:

—Esas manos, Gorospe, esas manos. ¿Y tu mujer?

—No la traje, para que no le metas mano. —Ríe de su propia gracia y añade, repentinamente serio—: Nada de eso. Me divorcié.

—¿Cuándo? ¡Qué calladito que se lo tenían! —exclama Dora.

—El jueves no tenía nada que hacer, llovía. Ya saben lo triste que es la lluvia en Buenos Aires. Yo siempre me divorcio cuando no tengo nada que hacer.

Dora ríe. Magín les asalta con una bandeja llena de copas de kir.

—Me permito sugerirles un aperitivo propuesto por el chef, champagne Roederer Premier, suavizado con unas gotas de licor de Mandarina Napoleón.

—¡Me encanta la cultura del kir, pero sin el casis! ¡No soporto el casis! ¡Qué buena idea ha tenido el chef! —dice Dora.

—¿Venís del golf? —pregunta Gorospe.

Sinaí niega con la cabeza, incapacitado de pronunciar palabra porque paladea el combinado con devoción.

—¿Al golf, hoy? —rechaza Sinaí—. Está lleno de advenedizos de la nueva clase del régimen. Delicioso. ¡Este kir está delicioso!

—Delicioso —repite Dora prolongando la primera o hasta el infinito, para dejarse caer con la respiración cansada y armada con la ese sobre la segunda.

—Este cóctel me parece una mariconada, y perdone, Magín, pero donde se ponga un buen Sauternes de aperitivo o un jerez si lo querés seco, un oporto blanco frío con una rodajita de lima, el mío, mi preferido.

Magín no deja continuar a Gorospe. Le tiende una copa que ya ha preparado. Se iluminan los ojos del catador.

—¡Oporto blanco y frío con una pizquita de limón!

Besa a Magín, que no sabe cómo evitar el beso.

—Sos el mejor maître justicialista que conozco.

—El señor es muy amable.

Carvalho llega a pie. Consulta el reloj y examina la fachada del restaurante. Lee el menú iluminado que hay en la puerta. A su lado suena una voz severa.

—Esta noche no abrimos al público.

—Yo no soy público. Soy un invitado del señor Gorospe.

Magín lo repasa con la mirada. Los invitados de Gorospe no solían ser así. Cuando entra Carvalho en el restaurante, Gorospe, Dora, Sinaí, Dolly y Hermann, alemanes de origen y de solidez, toman unas copas.

—Hay que comer para vivir, pero de vez en cuando hay que vivir para comer —opina Hermann.

—Los días de cada día, dieta, aburrida pero sana. ¿Probaste la dieta Atkins? —propone Dolly.

—Yo no creo en ninguna teología de la alimentación. Creo en el placer de la comida —contesta Gorospe.

El grupo se vuelve cuando la puerta enmarca a Carvalho y Magín. La pareja despierta curiosidad, por el embarazo de Magín y la indeterminación del otro. Evidentemente no es de los suyos.

—Este señor dice que…

—Este señor es mi invitado —corta Gorospe.

Toma a Carvalho por un brazo y lo conduce hacia el grupo.

—Os presento a un gran gourmet español, el señor Carvalho. Hoy representará entre nosotros la memoria del paladar español, que es en buena parte nuestra propia memoria, bueno, la de los que somos de origen gallego. Cuidado, Carvalho, que esto se va a llenar de judíos, macarronis y alemanes.

Le ríen la broma a Gorospe. Durante las presentaciones, Carvalho se recrea en la contemplación de Dora, pero a pesar de la abierta, incluso inteligente sonrisa de la mujer, de sus labios sale un catálogo de simplificaciones étnicas.

—Español, qué bien. Bueno, supongo que usted ya sabrá que los argentinos de pura cepa, es decir, de más de tres generaciones, tenemos una pésima opinión de los extranjeros: los italianos nos parecen unos ganapanes, los españoles cortos de entendederas, los judíos inquietos, inseguros, potencialmente subversivos.

Gorospe convierte la teoría de Dora en soliloquio por el procedimiento de ultimar la presentación de Carvalho en el templo hasta que entran dos hermanos gemelos.

—¡Los Ferlinghetti! —grita Gorospe como si fuera un presentador de circo—. ¡Dos gotas de agua en un océano de guita y de whisky!

Magín sirve a los que van llegando. Trata de ser amable con Carvalho.

—Yo también soy español de origen. De Santander.

Carvalho rechaza el kir y señala lo que toma Gorospe.

—Ya sabía yo que el español era un gourmet de verdad —dice Gorospe satisfecho—. El círculo se va cerrando, ya sólo faltan los Fieldmann, Cari, Sara, Ostiz y Doñate.

—¿Viene Doñate? —Sinaí está interesado.

—¿El enigmático Doñate? —pregunta Dora.

—Viene —dice secamente Gorospe.

—Como siempre, va a llegar al borde del abismo, en el momento en que alguien diga: Doñate se retrasa —dice uno de los Ferlinghetti.

—Entonces decilo y aparecerá —aporta Dora.

Ya están bastante trabajados por el alcohol y las burbujas cuando Gorospe les llama la atención.

—¡La flaquita!

Una joven bonita, delgadísima, exagerada Audrey Hepburn, ha entrado por la puerta. La besan todos, con una ansiedad que sorprende a Carvalho, como si temieran no llegar a tiempo de besarla.

—¡Qué guapa estás y qué delgada! ¡Con todo lo que comes! No sabes cómo te envidio —le dice Dora.

—Quemo bien —contesta Cari—. Eso es todo. Y excesos como los de hoy sólo me los permito muy de vez en cuando.

Uno de los Ferlinghetti la besa el último, excesiva, escandalosamente, mientras el otro dirige una mirada de odio a su hermano. Por la puerta entran también los Fieldmann, Isaac y Sara, joyeros atezados por soles de campos de golf y los más viejos de la concurrencia. De nuevo el ritual de los saludos. Por la escalera de comunicación con el piso superior desciende ahora don Lucho, tarareando una canción borracha:

Tomo y obligo, mándese un trago

que necesito el recuerdo matar.

Sin un amigo, lejos del pago,

quiero en su pecho mi pena volcar.

—Todo en orden, Lucho, faltan Sara, Ostiz y, cómo no, Doñate —da el parte Gorospe.

—¿La invitaron a Sara? —pregunta don Lucho.

—¿No es miembro del club?

Lucho no quiere disimular mal su contrariedad, pero se queda cortésmente sorprendido ante Carvalho.

—Un gran gourmet español —informa protector Gorospe.

—Eso ya lo sabemos, pero no nos has dicho nada más de este misterioso personaje —le recrimina Dora.

—Soy detective privado —aporta Carvalho.

A Gorospe no le gusta demasiado que Carvalho revele su oficio, pero no está dispuesto a dejar de sonreír.

—¿Muy privado? —pregunta Dora.

—Lo que mandan los tiempos —contesta Carvalho—. En el futuro toda la policía será privada y las cárceles también.

—Esperemos no ofrecerle materia prima esta noche. Que nadie mate a nadie —recomienda don Lucho.

Hay miradas de curiosidad hacia Carvalho, pero también le envían insistentemente la extranjería porque no es de los suyos. Diluye la situación la entrada de una enérgica y angulosa mujer en silla de ruedas conducida con sus propias manos como si estuviera compitiendo en una carrera paralímpica. Es Sara, bisbisea a su oído Gorospe. Don Lucho le dirige una mirada de odio, entre las zalamerías de todos los reunidos. Tratan de ayudar a Sara a instalarse en el centro de la reunión, pero ella lo impide enérgicamente. No hay demasiado tiempo para adecuar la actitud compasiva a la simplemente receptora, porque el financiero Ostiz se apodera del comedor y de sus gentes por el simple procedimiento de entrar con los brazos abiertos. Desliza los ojos por el rostro de Carvalho sin quedárselo cuando son presentados y el detective insinúa:

—Me parece que ya nos conocemos.

Pone cara de inseguro pero propicio conocedor Ostiz.

—¡A la mesa! —grita Gorospe—. Ya saben que solamente cuando nos sentamos aparece Doñate. Es un efecto mágico.

Se sientan buscando el máximo de desparejamiento. Lucho se apodera de la silla de ruedas de Sara y la empuja hacia la mesa al tiempo que inclina la cabeza hacia la de la mujer.

—¡Hija de puta! —musita don Lucho al oído de Sara.

Ella no se da por aludida. No pierde ni la entereza ni la sonrisa y responde a Lucho:

—Cornudo, cornudo, cornudo.

Lucho se retira y vuelve a su despacho.

—Magín, empiece a servir las entradas —manda Gorospe—. Doñate se retrasa.

Dicha la frase y aparece en la puerta Doñate. Carvalho trata de disimular el esperado sobresalto. Doñate, el Capitán.

Magín entra en la cocina. Los platos con los entrantes están preparados.

—Para abrir boca —dice Drumond con más acento francés que el de costumbre mientras repasa el contenido de los platos llenos de pequeñas cosas—, Sashimi de thon frais mariné au soja, artichaud déguisé et la marinade de légumes nouveaux aux agrumes, carpaccio de morue… Merde! Lo correcto sería servirlo uno detrás de otro, pero…

—Se lo comerán igual —opina Magín.

De sopetón suena un fuerte ruido de cacerolas. El cocinero de las gafas precocinadas le ha lanzado una cacerola al más joven. La mujer emite un gritito histérico y protege a su amante.

—¡Puta! —grita el cocinero dióptrico—. ¿Qué se creen? ¿Que no los vi? ¡Han estado franeleando toda la noche!

Empuña un grueso cuchillo y va a por ellos, pero entre el cocinero y Magín lo reducen.

—¡Un poco de tranquilidad! —grita Magín—. ¡Vos! —exige señalando a la mujer—, vestite de camarera y acompáñame.

Entran en el comedor Magín y la cocinera apenas disfrazada de camarera. Llevan caras y platos de entrantes. El Capitán está terminando las presentaciones y le toca el turno a Carvalho. Se miran de hito en hito.

—José Carvalho Tourón, detective privado.

Consiguen no tenderse la mano, conformados con una inclinación de cabeza.

—Somos tocayos. José Doñate, oficial del ejército en retiro —responde el Capitán.

—Lo de tu retiro no se lo cree nadie —le recrimina Sinaí.

Evidentemente los demás no se lo creen, porque se escapan algunas risitas por debajo del respeto que evidentemente les impone el Capitán. Ostiz hace un aparte con él y aparentemente Doñate sólo le ve con un ojo y le escucha con un oído, porque con el otro ojo repasa a Dora, golosamente, a Carvalho disuasoriamente. Sin duda, parece otro, más amable.

—Dora, si las demás señoras presentes no estuvieran tan hermosas como vos, diría que estás muy hermosa —dice el Capitán.

—¡Poeta! —exclama Dora complacida.

Pero el Capitán sólo es amable con Dora. Carvalho se fija en la frase que sus labios mascullan ante las narices de Ostiz: «Anda a hacerte culear». Ostiz trata de meterle en razón, pero el Capitán no colabora. Sinaí se levanta trascendente y señala la selección de vinos que aguardan en una mesa adyacente.

—Yo hubiera preferido vinos franceses, quizá alguno sudafricano, que son excelentes, pero Gorospe me ha exigido que escogiera ¡mis vinos!

Hay aplausos generales.

—Una breve explicación porque doy por sentado que todos son expertos en la materia. Elegí un Cotes de Arezzo como espumoso, champagne, vamos, los argentinos no tenemos que pedir perdón por llamar champagne a nuestro champagne. Un Riesling Sinaí del 89 absolutamente bebible y, como homenaje a mi señora —aplausos entusiastas—, un Chateau Dora joven que se puede alternar con un vino con más cuerpo, el Chateau Margaux Francesca, el nombre de mi madre, que a pesar de su nombre no es un Chateau Margaux imitado sino un merlot de la más pura tradición mendozina.

—¡Muy bien! —dice con voz fuerte Gorospe—. Ya saben que en cuestión de vinos soy nacionalista siempre y cuando no pueda tomar algún buen vino francés. —Los demás le abuchean—. Esto me recuerda una anécdota del gran poeta de la negritud, Senghor, senegalés, claro, al que una vez le preguntaron: ¿conoce usted bien la cocina senegalesa? Y contestó: lo suficiente como para preferir la francesa.

Alegría general, pero ya están por la labor de oler los platos, probar las exquisiteces con la punta del tenedor y emitir gemidos de placer.

—¡Ohhh! ¡Genial! —dicen unos.

—¡Qué delicadeza! ¡Qué textura! —los otros.

—¿Qué le parece, Carvalho? —pregunta Gorospe—. Esta breve muestra de sashimi de atún. Aromas de mar, texturas de aire, paladar fugitivo.

—Absolutamente fugitivo —interviene Cari.

—Terso es la palabra —prueba Ferlinghetti.

—Terso. Parece un beso de lengua —aporta Sara.

—¿En quién estás pensando, Sara? —pregunta el Capitán—. ¿Lucho no nos acompaña?

—Se lo he rogado, pero no ha querido —responde Gorospe señalando a las alturas.

Desde su observatorio, don Lucho contempla a los comensales. Sostiene una pistola en la mano apuntando en dirección a la inválida y emite el sonido del disparo con la boca. Bang. Bang. Bang. En la cocina, la cocinera, semidisfrazada de camarera, ha alcanzado las más elevadas cotas de la histeria.

—¡Esto es una trampa! ¡Me voy!

Se saca el delantal y lo tira sobre la mesa distribuidora, exactamente dentro de una cazuela donde languidecen calamares rellenos de setas. Drumond y su marido tratan de retenerla.

—Lupe, por favor, perdóname. Soy un cornudo.

—¡Claro que sos un cornudo, a ver si te enteras de una buena vez! ¡Sos un cornudo! —grita la cocinera.

—¡No me insultes, Lupe!

—¡Vos lo dijiste!

El cocinero vuelve a blandir el cuchillo y se abalanza sobre su mujer. Se interpone el cocinero más joven golpeando al hombre con una pesada cacerola de cobre. Suena a cráneo roto. Se desploma y el pánico se hace rostro de quienes le rodean. También pánico en el rostro de Magín, que acaba de servir algunos platos de papillote de vieiras, pero faltan otros y la cocinera-camarera se retrasa. Por fin aparece. Aún tiembla, pero lleva los dos platos esperados. Los coloca ante el Capitán y Carvalho con nerviosismo, con el reojo puesto en una mancha roja sobre su pechera.

—¿Salsa de tomate? —pregunta el Capitán.

—No. Culi. Culi de tomate —contesta la camarera.

—Disculpen, el día es excepcional, no puede ser todo perfecto —se disculpa Magín.

—Perfecto lo es. Este papillote está merveilleuse. Dígaselo al cocinero —dice Dolly con infinita comprensión.

—El cocinero vendrá a explicarles la razón íntima del menú —les hace saber Magín.

—Ahora no puede —tercia nerviosa la cocinera.

—En cuanto pueda —ordena Magín.

Magín va hacia la cocina en seguimiento de la cocinera.

—¿Escucharon eso? —dice el segundo Ferlinghetti—. ¡La razón íntima del menú! Tiene el don de palabra.

—Cocinar hizo al hombre. Hay una teoría materialista del origen del lenguaje y se supone que nació en torno del fuego del hombre primitivo donde se asaba una chuleta de bisonte o cocía un pot-au-feu —argumenta Carvalho.

—Una teoría materialista, ¿dialéctica? —pregunta el Capitán.

—Sin duda —añade Carvalho—. El teórico al que me refiero es materialista dialéctico. Se llama Faustino Cordón.

—¿Marxista? ¿Los marxistas comen? —pregunta Dora con cara de incredulidad.

—Yo he conocido gourmets marxistas —dice el Capitán.

—¿Vivos o muertos? —pregunta el primer Ferlinghetti complacido por su sarcasmo.

La risotada del hermano es afrontada por el Capitán con una mirada acerada.

—El placer no admite ideologías, ni violencia. Una buena mesa amansa los espíritus y unifica los criterios —dice Gorospe.

—¿El placer tampoco admite nacionalismos?

Es Dora quien interroga a los presentes.

—¿Quién está dispuesto a romper una lanza o una cara en defensa de la cocina argentina?

La propuesta de Dora es contestada con una serie de mohines despectivos, hasta que Gorospe los convierte en sentencia.

—Es que no existe. Hay comida argentina excelente, el asado, por ejemplo, las empanadas. Pero no hay una cocina argentina que merezca ese nombre. Hay que distinguir entre comida y cocina.

—¿Piensa usted lo mismo? ¿No es usted un nacionalista? Por lo menos eso es lo que me han dicho.

El Capitán aguanta la mirada de Dora y contesta larga, parsimoniosamente:

—Este. Una cosa es la patria y otra la comida. Los sabores más entrañables son los de la memoria, ligados a la educación del comer, y por eso nos gusta el asado y la cocina de nuestras madres o abuelas. Pero es cierto que la cocina argentina no puede competir con otras culturas gastronómicas nacionales. Díganme el plato más sofisticado que hemos producido: ¡el matambre! Y lo más criollo que podemos presentar: la carbonada. Como diría Borges: ¡qué miseria!

Aplausos.

Magín entra en la cocina tras la cocinera. Examina la situación sorprendido. Faltan Drumond y los dos cocineros. Se abre la puerta de la cámara frigorífica y salen Drumond y el cocinero joven cerrando la puerta inmediatamente.

—¿Y Santos? —pregunta Magín.

—Mi marido se fue —contesta la cocinera—. Se lo pensó mejor y se fue.

—¡La madre que lo parió! —grita Magín—. ¿Qué vamos a hacer?

—Ya nos arreglaremos —dice la cocinera.

—Drumond, me gustaría que explicara el menú a los miembros del club.

Drumond se bebe un vaso inacabable lleno de ginebra con un toque de tónica y zumo de lima.

—¿Cree que es el momento de tomar? —pregunta Magín.

Bien sur.

Sube al tren en Retiro, intocado su estilo Victoriano, los historiados hierros que tanto le maravillaban desde la infancia, como si el hierro se hubiera tomado a broma su propia consistencia. Desciende donde termina la vieja línea y conoce los modernos trenes del tramo reciclado como tren turístico y contiene la curiosidad de ir descendiendo en cada estación, todas ellas convertidas en centros comerciales. La retícula urbana es paulatinamente sustituida por las casonas con jardines y finalmente los arbolados del Buenos Aires norteño profetizan la llegada al Tigre. La estación terminal está desconocida, enmarcada en una zona comercial de hechuras yanquis, y Raúl fuerza la marcha para ganar cuanto antes los canales, con la ilusión corregida por la urgencia y el recelo, la ilusión con que cuando era niño llegaba al laberinto fluvial, la evidencia misma de la posibilidad del paraíso, con la morbosa curiosidad de contemplar las aguas por si aún conservaban restos de las cenizas de Roberto Arlt a ellas arrojadas. La cita es en la lancha de servicio a Puerto Escobar, y nada más instalado en un asiento junto a la barandilla de babor, según lo convenido, se sienta a su lado uno de los visitantes de la primera cita. Nada debían decirse. Nada se dicen cuando descienden en una de las paradas fluviales junto a una precaria gasolinera para subir a continuación a una lancha que los esperaba. El camino ya se parece al que había hecho la última vez y allí está la casa casi inserta en la selva, podrida por las humedades y el desamor, pero una casa hermosa para vivir, a Raúl le pasó por la cabeza la posibilidad de preguntar su precio durante el encuentro.

El anfitrión es el mismo y sin preámbulos le hace sentar y escucharle.

—Estoy en condiciones de darle excelentes noticias. Las indagaciones que hemos hecho nos llevan a dar sentido a su búsqueda. Su hija vive. Está en manos del capitán Doreste que usted conoció como Gorostizaga, Ranger en el argot milico.

Raúl tiene ganas de llorar y se le estrangula la voz cuando pregunta:

—¿Dónde está? ¿Cómo puedo reclamarla? ¿Qué pruebas puedo aportar?

Se siente estudiado y deduce que hay una segunda parte en la revelación.

—Las pruebas dependen de un acuerdo.

—De un acuerdo, ¿entre quiénes?

Se toma tiempo la esfinge, no para meditar sino para propiciar la vehemencia entrecortada de Raúl.

—Yo estoy dispuesto a llegar a cualquier acuerdo que me devuelva a mi hija.

La esfinge está satisfecha.

—Buen principio. Usted entró en contactos con Richard Gálvez Aristarain, que le reveló algunas investigaciones hechas por su padre, el famoso Robinsón. En efecto, las averiguaciones de los Gálvez coinciden con las nuestras.

—¿Quiénes son ustedes?

—Nosotros somos nosotros. A caballo regalado no se le miran los dientes, señor Tourón. El señor Gálvez se movía en esta cuestión para vengarse de Ostiz, al que atribuye la inducción del asesinato de su padre. Ostiz conduce al Capitán y a su hija, cierto, pero Ostiz no debe aparecer en esta historia. Debe comenzar con una denuncia contra el Capitán y su mujer, de soltera Pardieu, que se prestó a la patraña de la adopción de Eva María Tourón como hija de madre soltera. La piba ahora se llama Muriel Ortínez Ortínez y tiene casi veinte años.

El nombre de Muriel le suena familiar, como si hubiera circulado hacía poco tiempo en su entorno.

—Dejar al margen a Ostiz. Gálvez se negará.

—Ya nos ocuparemos nosotros de Richard Gálvez.

—¿Por qué me ayudan? ¿Quiénes son ustedes?

—Usted vaya a buscar a su hija y encarguesé del Capitán. Todo lo demás es cosa nuestra. En este dossier consta la ubicación de la familia del Capitán, los ritmos de actuación para que no levanten el vuelo, el equipo de abogados que va a ayudarle. No mezcle esta historia con las abuelas de Mayo porque las cosas se complicarían y no aportaríamos las pruebas definitivas. En las próximas horas el Capitán y su troupe de motociclistas no estarán en su residencia y los dos vigilantes fijos serán neutralizados. Tendrá usted el campo libre para llegar a María Asunción Pardieu, la mujer del Capitán que vive allí con nombre supuesto, porque Pardieu es el apellido de soltera con el que fue registrada como madre de Eva María. Usted debe entrar en la casa, ponerse ante la mujer y presentarse así: me llamo Raúl Tourón y soy el padre de Muriel.

En su despacho, Lucho Reyero saca una fotografía de mujer de la carpeta de la escribanía. La contempla. Está lloroso y habla con el retrato.

—Podías haberme dejado, siempre, entraba en las reglas del juego, pero por esa bollera, por esa lesbiana asquerosa. ¿Qué tiene ella que no pueda darte yo? ¿Cómo tuvo las pelotas de venir acá?

Se levanta y va hacia el cristal. Su mirada localiza a Sara y la insulta.

—¡Asquerosa! ¡Tortillera! ¡Lesbiana de mierda!

Llaman a la puerta.

—¿Quién es?

Desde el otro lado de la puerta llega la voz de Magín.

—Don Lucho, la cocina se está quedando en cuadro. Pasa algo raro.

—Vayasé a la mierda, Magín.

Vuelve a la contemplación voyeurista del comedor, en donde los comensales siguen la conversación animadamente.

—Me gustaría —dice Gorospe— que los más silenciosos, Cari, nuestra joven actriz, Carvalho y Dónate dieran su opinión sobre este Riesling Sinaí.

—Fruta pura —irrumpe Cari.

Sinaí tuerce el gesto, pero no deja de sonreír.

—Diría que no responde exactamente a las características del Riesling y se acerca más a un Frankonen, más próximo al vino blanco de Borgoña, pero con ese bouquet más primaveral que ha adivinado la señorita —aporta Carvalho señalando a Cari.

—De acuerdo con el diagnóstico y paso por ser un amante del Frankonen, que probé en Alemania en mis tiempos de agregado militar. Los alemanes llaman Bocksbeutel a la botella, porque aseguran que tiene forma de…

—¿De qué? —pregunta Carvalho maliciosamente al Capitán.

—¡Eso! ¡Eso! ¿De qué? —exige Dora.

—Que lo diga Gorospe, que es más directo que yo —huye el Capitán.

—Huevos de toro —dice Gorospe.

Las risas estallan. Ferlinghetti segundo tuerce el gesto y devuelve la conversación a su origen enólogo.

—Nada que ver el Frankonen con los Riesling, que son vinos más secos, perfumados, sutiles, con un bouquet en el que se funden en maravillosa armonía el tilo, la acacia, la flor de naranjo y a veces, no siempre, un pellizco de canela.

—¡Un poeta! —exclama Cari.

—Simplemente un correcto lector del Larousse des Vins —corta Ferlinghetti primero.

Pero ya un Drumond lívido entra en el salón seguido de Magín. Ante la presencia del gran cocinero, los comensales fingen aplausos, pero les salen mudos. Drumond inclina la cabeza como un actor y gana aplomo a medida que habla un correcto castellano con música francesa.

—He aquí distintos homenajes a la nouvelle cuisine. Los entrantes pertenecen a la cocina para adelgazar, la Minceur exquise de Gérard, mi maestro.

La señora Feldman da un codazo excesivo a su marido que, como ella, come más que habla.

—¡Gérard, en Sainte-Eugénie! ¿Te acordás que estuvimos ahí, comiendo para adelgazar?

—¿Comer para adelgazar? —pregunta Gorospe escandalizado—. ¡Teología de la alimentación! ¡Teología de la culpa! Pero prosiga, prosiga, monsieur Drumond.

—A continuación las vieiras de ese mago que es Girardet, el gran cocinero suizo de la sutileza.

—¡Un aplauso por Girardet! —pide el primer Ferlinghetti.

El aplauso breve pero experto.

—El Popurrí Pantagruélico de Troisgros es un plato simbólico, lúdico, un homenaje al paladar cárnico de los argentinos, porque no olvidemos que lleva carnes de vaca, ternera, cerdo, cordero, pollo, huesos de res, cada cual según su cocción. Un gran plato barroco pero a lo ligero, con el placer de cada textura y el toque de los aceites especiales de nuez y maní —concreta Drumond.

Chapeau! —exclama Dora.

—En los postres me he permitido ir desde la exquisita obviedad de unas Naranjas Tango de Troisgros, homenaje a la Argentina cosmopolita, al Mont Blanc de marrons glacés de Bocuse, pasando por el sorbete de kiwi de Gérard, que actuará ahora de trou normand antes de la carne, y una fantasía enloquecida, también de Troisgros: ¡el suflé a la flor de acacia «Liliana Mazure»! —exclama Drumond ya en plena apoteosis.

—Genial —dicen todos.

—Una curiosidad —interrumpe Carvalho—. ¿Por qué se llama «Liliana Mazure» el suflé de flores de acacia?

Drumond sonríe cautamente.

—¿Qué sería de la cocina sin misterio? No es grosería, pero permítame, mon ami, que me lleve el secreto a la tumba.

El entusiasmo es delirante, especialmente entre las mujeres, hasta el punto de que Dora se sube a una silla, primero para palmotear por encima del ruido ajeno y a continuación para fotografiar al chef. Drumond se retira radiante, en un mutis perfectamente estudiado durante semanas.

—¿Qué sería de la cocina y de la vida sin misterio? —añade Sara.

—Vos misma sos un misterio —le dice Ferlinghetti primero.

—Mi único misterio es que soy parapléjica y además diferente.

Ferlinghetti segundo acerca sus labios a la orejita de Cari, se la muerde y luego susurra:

—¿Vos también sos diferente como Sara? ¿Diferente? ¡Muy diferente!

Cari ríe algo tontamente.

—La comida despierta la memoria de la comida —perora Gorospe—. ¿Recuerdan, Dora y Sinaí, aquel almuerzo memorable en París, Le Carre de Feuillant? Tal vez no sea el restaurante más puntuado por la Michelin, pero es de una regularidad exquisita, y comimos aquel civet de carnes de caza. En el otoño de mil novecientos noventa y…

—Dos —apuntilla Sinaí—. Exactamente 1992. Magnífico. Es cierto. Únicamente me molestó que entre la carta de vinos hubiera vinos catalanes, españoles y no tuvieran ningún vino argentino.

—Un colega holandés me hizo probar en Holanda un vino sudafricano extraordinario. Un Jacobsdal Pinotage. Tan bueno que lo pedí en Ciudad del Cabo. Espléndido —dice Fieldmann sin dejar de comer y de mirar cuánto quedaba en los platos de los demás.

—Para lo único que tiene buena memoria es para los vinos y para nuestras discusiones. Yo creo que una cosa y otra se las anota en la agenda —le recrimina la señora Fieldmann.

En la cocina del restaurante, Lupe permanece derrumbada en una silla sin reaccionar. Finalmente parece darse cuenta de lo que ha ocurrido. El cocinero joven trabaja a bajo ritmo y la vigila a distancia. Drumond sólo está pendiente de la cena. El cocinero se acerca tímidamente a la mujer.

—¡No ha habido otro remedio!

Lupe sale definitivamente de su ensimismamiento y mira con progresivo odio a su amante.

—¡Asesino! ¡Era el padre de mis hijos!

Drumond les hace señales de que terminen la discusión. Lupe se levanta. Diríase que lleva puestos ojos de loca mientras busca algo sobre la mesa. Ve el cuchillo que ha blandido su marido, lo coge y sin dar tiempo a Drumond a llegar a tiempo se lo clava en el vientre al amante, que expresa cuanta incredulidad puede expresar un cocinero después de ser apuñalado y antes de caer muerto. Magín entra en ese momento. Mira desconcertado a Drumond. Lupe mira sin ver. Magín se lleva las manos a la cabeza.

—¿Y la cena? ¿Qué hacemos con la cena? —pregunta al fin.

Tozudo el silencio de Drumond. Desde el comedor llegan los gorgoritos de las mujeres y la lucha de las voces masculinas por imponerse las unas sobre las otras.

—Uno de los tópicos es que en Alemania se come mal —dice Hermann—. Se come mal en la Alemania adocenada que perdió las tradiciones a causa de un desarrollo mal digerido y de la invasión de toda clase de bárbaros.

—¿Te referís a los yanquis? —pregunta Sinaí.

—Y a los turcos y a los polacos y a los otros alemanes —añade Hermann—. Esos no solamente no saben comer, es sino que no tienen qué comer tal como les ha dejado la barbarie comunista. Pero yo me acuerdo de la cocina de mi abuela… sólida, exquisita, campesina, ganadera.

—El infierno son los otros —musita Dora—. Yo creo en eso. Es completamente cierto.

—¿Es un pensamiento tuyo? —pregunta Ferlinghetti primero.

—No. De Sartre.

Magín vuelve de la cocina. Lleva todos los platos que podía en las manos, en los brazos.

—Por Dios, Magín —dice Dora—, si es preciso lo ayudaremos.

La mayoría de las mujeres se levantan e inician una marcha hacia la cocina. Magín grita, sin poderlas retener debido a sus brazos ocupados.

—¡No!

El grito es tan estentóreo que las paraliza. Magín deja los platos ante cada comensal con la dignidad y el saber hacer que le resta. Cuando está libre, da explicaciones.

—Ruego me disculpen. Se me ha escapado el grito, pero una cocina sin misterio no es una cocina. La comida no tendría el mismo sabor si penetran en el recinto sagrado de Drumond.

—Muy cierto. Esas modas posmodernas de permitir que los comensales entren en las cocinas de los restaurantes actúan como un preservativo sobre el paladar —dice Gorospe.

Cari ríe.

—¿Hay preservativos de paladar? ¡Leandro! —grita Sara—. ¿Qué vamos a pensar de vos?

—Lo que quieran. La verdad es la verdad.

Los sorbetes ya estaban puestos. Dora cierra los ojos y habla sin abrirlos.

—Es cierto. Abren un agujero en el alma para que puedan entrar los manjares restantes.

—Mariconadas —refunfuña Gorospe—. A mí estas cosas me parecen mariconadas.

—Leandro, ¿qué tenes vos contra los homosexuales? —pregunta Cari.

Gorospe se levanta, va al otro lado de la mesa, toma una mano de Cari, se la besa.

—Nada. Bebamus atque amemus… mea Lesbia

Algunos sonríen, menos Carvalho, sorprendido de que los aforismos poéticos de don Vito tuvieran tanta difusión, pero nadie se atreve a decir lo que piensa. Magín aguarda a que terminen el sorbete. Es un manojo de nervios que va sirviendo vino, no siempre en su sitio. Cuando regresa a la cocina la señora Fieldmann no puede contenerse.

—¿Qué le pasa a este hombre?

—Lo que le pase no nos interesa —dice el Capitán—. Es una noche excepcional y nuestra misión es comer.

—Paladear —corrige Gorospe.

—Aguardo con impaciencia el Popurrí Pantagruélico —tercia Sinaí—. Las carnes son lo nuestro, a pesar de que finjamos lo contrario. Yo vi al gran Jorge Luis Borges zamparse un bife de medio kilómetro y en cambio recuerdo aquel poema de Fervor de Buenos Aires en el que expresa su repugnancia juvenil por las carnicerías.

—¡Recítalo Sinaí! —grita Gorospe.

—No es el momento —se disculpa Sinaí.

Dora y los demás se suman a la petición. Gorospe se dirige a Carvalho.

—Sinaí no sólo recita como un actor, ¿no es verdad, Cari?, sino que escribe poemas. Cuando lleguemos al Chateau Margaux recitará.

Sinaí no puede negarse ante la multitud de ruegos y declama:

Más vil que un lupanar,

la carnicería rubrica como una afrenta la calle.

Sobre el dintel,

una ciega cabeza de vaca

preside el aquelarre

de carne charra y mármoles finales,

con la remota majestad de un ídolo.

—¡Muy bien! —gritan aplaudiendo a rabiar los demás comensales—. ¡Exquisito! ¡Maravilloso!

Hermann busca un aparte con Carvalho.

—Admiro a la gente que tiene el don del verbo. Yo sería incapaz y soy alemán, la patria de la mejor poesía del mundo. Hölderlin, Heine, Benn, Hofmannsthal.

—Brecht —añade Carvalho.

—¿Brecht? Tal vez. No me gusta. Lo suyo es la subversión y la poesía o el teatro un pretexto. ¿No es verdad, Cari?

—¿Qué? —pregunta Cari distraídamente.

—Vos, como actriz, ¿qué pensás de Brecht?

—¿Brecht? —repite Cari mientras repasaba su archivo mental angustiosamente.

—¿Verdad que no te va? —pregunta Hermann.

—¡Pse! —sentencia Cari.

—¿Lo ve? ¿Qué puede decir un mensaje subversivo a las generaciones de hoy?

Dirige la pregunta a todos los comensales.

—Por favor —interrumpe la señora Fieldmann sin dejar de masticar—, de política hablen en la toilette.

—¿Por qué en la toilette, Rebeca? —pregunta el Capitán—. Todos los lugares son buenos para hablar de política, y yo recojo el guante de Hans. Yo voy a contestarte. Lo subversivo, viejo, no dice casi nada a las generaciones de hoy, pero lo subversivo ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. Hoy los subversivos se esconden en las organizaciones no gubernamentales. ¿De qué se sorprenden? ¿O es que algunos de sus hijos militan en alguna de ellas? Si es así, vigilenlós. En la vida y en la Historia existe el mal, de lo contrario, ¿cómo podríamos distinguir el bien?

—Muy cierto —corrobora el primer Ferlinghetti.

—¿En la vida, también? —pregunta Cari.

—También —añade el Capitán.

—¿Vos sos capaz de distinguir siempre lo bueno y lo malo? —pregunta Sara al Capitán.

—Siempre —responde el Capitán.

—Felicitaciones.

—Las acepto.

—Pero desde su moral, ¿cómo contempla los errores? —pregunta Carvalho.

—Si son incipientes, remediables; si no, exterminables. La convivencia es tan difícil que no podemos autodestruirnos mediante el error.

—Imagínese que alguien de su entorno, un ser querido, comete errores —sigue Carvalho.

—¿Se refiere a alguien en concreto? —puntualiza el Capitán.

—No tengo el gusto de conocer su entorno.

—Me creé un entorno a mi medida. No me dejo mover por los demás. El que mueve soy yo.

—¡El hombre de acero inoxidable! —exclama Sara—. ¿Y los sentimientos?

—Mis sentimientos son personales e intransferibles. En cuanto transferís tus sentimientos, se convierten en obscenos.

El Capitán levanta la copa de vino, brinda por Sara, luego por Carvalho y especialmente por Ostiz, que no le devuelve el brindis y bebe acompañado de todos, menos de Carvalho, con el que empieza a sostener un duelo de miradas. Pero ya vuelve Magín a retirar los platos, cuando los comensales ven liberado el espacio inmediato, inundan la mesa de conversaciones ruidosas y cruzadas. Magín sirve vino y finalmente empieza a distribuir el Popurrí Pantagruélico. La riqueza del plato liga con los rostros de los comensales, que parecen ingerir su primera comunión. Gorospe se levanta y repica con la cucharilla en la copa, reclamando silencio.

—Amigas, amigos. Una vez cada dos meses nos reunimos en este Club de Gourmets para comer.

Risas.

—Dicho así puede parecer una brutalidad porque comer no es en sí mismo estético, recuerda el primitivismo de la operación. Matamos para comer y comemos para sobrevivir. Así hacen todos los animales, pero únicamente el hombre ha convertido esta operación en cultura, no solamente en memoria animal, sino en cultura. No voy a arruinarles la cena, muchachos y muchachas, compañeros de mi vida —hace una pausa hasta que las risas se paran—, pero quiero recalcar lo que vamos a comer. ¡Popurrí Pantagruélico! Lo vulgar de una antología de carnes, a la que tan aficionados somos los argentinos, y la gloria del primer gran texto literario moderno en favor del placer, de la cultura: Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais. ¡Mírenlo! —Y como no le hacen caso repite—: ¡Mírenlo! ¿Qué ven?

—Una carnicería —dice con sorna Sara.

La reunión estalla en estruendosas carcajadas. Hasta Gorospe ríe.

—De acuerdo. Pero gracias a la cultura, la brutalidad de la carne muerta se ha convertido en un poema, en una sintaxis maravillosa de sabores, de aromas. Y antes de hincar el cuchillo y el diente quiero brindar por la cultura: ¡por la cultura que nos ha salvado de ser solamente asesinos y caníbales!

Se ponen en pie.

—¡Por la cultura! —gritan brindando.

Y se lanzan sobre el plato con la voracidad de los caníbales. Mientras, en su despacho, Lucho Reyero se quita la chaqueta, el chaleco, los pantalones, los ligueros, los calcetines largos, los zapatos, la camisa. Parece alelado mientras trenza los pantalones y la camisa hasta formar algo parecido a una cuerda. Mira hacia el techo. Sus ojos se detienen en la lámpara cenital.

Tango Amigo vacío de público, el barman repasa las existencias, Adriana dialoga con la orquestina y ensaya el arranque de Naranjas Tango, Silverstein monologa en voz baja pero gesticula como si ya lo hiciera ante el público. Interrumpido gesto porque Raúl ha entrado en el local, desde la iluminada entrada le cuesta distinguir qué se mueve en las penumbras del fondo. No tiene manos suficientes Silverstein para la gesticulación que le despierta la llegada del fugitivo. Raúl cuchichea algo que pone en tensión a Norman y luego en marcha tras su amigo, sin disculpar la huida, como movilizado hacia una finalidad más importante que todas las implícitas en Tango Amigo. Ya en el taxi respetan el mutuo silencio hasta que Silverstein adivina que se acercan a Villa Freud.

—¿Font y Rius?

—No voy a invitar a Güelmes. Ése es el poder.

Asiente Norman con los ojos y se convierte en el comparsa de Raúl cuando desciende del coche en el jardín engravillado de la clínica y avanza por el jardín hacia las puertas laterales del despacho de Font y Rius. Los espera más allá de la retícula de los cristales y no les pregunta nada cuando les abre la puerta, se quita la bata blanca, repasa sus bolsillos, se alisa con las manos las entradas más que sus cabellos y suspira resignado. Reacciona en cambio al pie del taxi.

—Voy a despedirlo. Vamos en mi coche.

Paga el propio Font y Rius y ya dueño de su volante se dirige a Raúl, sentado a su lado.

—¿Estás seguro de todo lo que me contaste?

—Seguro.

—Y esa gente que te facilitó el acceso al final de la historia después de haberte secuestrado, ¿quién es?

—¿Y qué nos importa eso?

—Qué importa ya nada de nada.

Fue un largo monólogo el del conductor a lo largo de los paisajes fugitivos que alejaban el centro convencional de Buenos Aires en dirección a San Isidro y luego hacia los puentes sobre el Tigre y la promesa del límite del campo abierto donde la ciudad ya ha perdido su nombre.

—Cuando me mataron a la pobre Alma y caí en manos de los milicos, en la Escuela de Mecánica de la Armada, pensé que para mí la vida se había terminado. Estaba convencido de que todos ustedes habían muerto. Berta, Norman, Pignatari, Güelmes, vos, tantos otros, realmente muertos cuyos nombres únicamente nosotros recordamos y recordaremos, aunque fueran nombres de guerra, tan reales como los que les dieron sus padres y sus madres. Nadie podrá negarnos el altruismo, un altruismo suicida, pero si algo hay que establecer como un valor convencional es el altruismo. Después misteriosamente sobreviví. Algo pasó para que sobreviviéramos y pensé: alguien pactó este milagro, bendito sea. Dejé de ser altruista. Pensaba únicamente en mí como proyecto. Hasta odiaba un poco a las dos hermanas, a Berta y Alma, porque las reconocía inductoras de mi insuficiente pasión activista. También era tu caso, Raúl, no el tuyo Norman. Vos militabas por insensatez. No. No me des las gracias. Y fue difícil metabolizar aquella dialéctica entre el altruismo y la supervivencia. Asociarnos con el Capitán fue una canallada contra nosotros mismos, aunque Güelmes lo presentara como la dialéctica entre el amo y el esclavo en la fase en que el esclavo se iguala al amo para terminar destruyéndolo. Ese ha sido el posibilismo de toda una generación de argentinos. De Alfonsín y más allá, del propio Menem. El resultado es obvio. No modificas la cultura del poder; es la cultura del poder la que te modifica a vos. ¿Me siguen? ¿Adónde voy a parar? No hay otra victoria que destruir a los capitanes, a todos los que son como el Capitán, y lo que estamos haciendo es ganar la guerra. ¿No es cierto?

Se apodera del volante con más decisión que nunca y ni siquiera se da cuenta de que sus compañeros callan, que no le contestarán jamás.

En la cocina, Magín, Drumond y la cocinera siguen en sus trece.

—Con ésta no se puede contar —dice Magín desesperado—; se fue y vaya uno a saber adónde.

—Yo sirvo los postres aunque sea lo último que haga. Mon Dieu! Qu’est que jai fait pour meriter ça?

La cocinera sale de su ensueño y los mira con una expresión de loca loquísima.

—Por respeto a la cena no he llamado a la policía —le informa Magín—, ni se lo conté al patrón, que se ha encerrado en su despacho. Ahora ya es tarde.

—Cuando se hayan tomado la última copa de Armagnac, cuando hayan exhalado la última bocanada de humo y se vayan a casa, llame a la policía y si es preciso aquí están mis manos. Je suis disposé pour le sacrifice! Moi, le plus important eleve de Robuchon!

—¿De qué hablan? —pregunta Lupe saliendo definitivamente del letargo—. ¿Por qué han matado a mi marido? ¡Asesinos! ¿Dónde está mi Santos?

—¡Va a gritar! —exclama Magín invadido por el pánico.

Lupe grita con todas sus fuerzas.

—¡¡Asesinos!!

Los del comedor se giran ante el grito mientras Drumond y Magín van a por ella.

—¿Escucharon algún grito? —pregunta la señora Fieldmann.

—Están matando un cerdo para el resopón —aporta el primer Ferlinghetti y ornamenta su intervención con una carcajada.

Los invitados no hacen demasiado caso, pero la señora Fieldmann sigue con el oído puesto en la cocina, donde el maître y el cocinero tapan la boca a Lupe y la maniatan con un delantal souvenir de Mar del Plata, cual camisa de fuerza. No saben qué hacer hasta que Drumond señala la cámara frigorífica.

—¡Adentro!

Drumond la abre y Magín empuja a Lupe y la arroja al interior. Cree ver algo raro y va a asomarse, pero Drumond cierra rápidamente y se coloca como parapeto ante la puerta.

—Dejémosla dentro.

—Pero creo que vi…

—Nada. No ha visto nada. Mi gran maestro, Michel Gérard, ¿o fue Robuchon?, me dijo un día en que yo estaba muy nervioso porque las cosas no salían: Drumond cessons de jeter de l’huile sur le feu, voulez vous et d’alimenter une polémique stérile… O cocinas o polemizas.

—Reconozco que es usted un profesional como la copa de un pino, monsieur Drumond.

—Mi querido Magín, pasan las ideologías y las modas, pero la profesionalidad, elle reste!

En el despacho, Lucho sigue examinando la improvisada cuerda del ahorcado o de fugitivo de Alcatraz que cuelga de la lámpara cenital. La mira desde abajo. Coge el retrato de su mujer y se lo pasa por los genitales.

—Cerda —dice Lucho sacando la lengua—. ¡Aprende por última vez lo que es un hombre!

Arroja el retrato contra la pared y se rompen sus débiles carnes. Va hacia la cuerda colgante con decisión. Poco le importa el jolgorio que llega de la sala del comedor.

—Con este plato me vienen a la cabeza todas las ideas sobre la obra bien hecha como único valor ético indiscutible. Las perspectivas éticas ¡son tan relativas! —dice Sinaí—. Pero en cambio una obra bien hecha es una obra bien hecha. Por eso me gusta Borges, aunque no sea estrictamente de mi mundo, de mi cuerda ideológica.

—Borges era un anarquista de derechas —insinúa Carvalho.

—¡Eso es una simplificación! —le recrimina Gorospe.

—De derechas o de izquierdas era un anarquista. Como yo. Como la mayor parte de personas singulares. Si soy sincero, ustedes mismos. Pero hacía obras bien hechas y muchas me las sé de memoria —puntualiza Sinaí.

Mira a Carvalho fijamente. Carvalho no sabe por qué y dirige la mirada a derecha e izquierda, hacia atrás, por si ocurría algo que él no hubiese advertido. Finalmente Sinaí se arranca y recita de corrido:

—«Un par de años ha, he perdido la carta, Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión, acaso la primera española del poema The Past de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una posdata que, don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas de una congestión pulmonar…».

Los aplausos le obligan a detenerse.

—¿Pueden adivinar qué fragmento he leído?

—El párrafo inicial del Epílogo de El Aleph —dice Ostiz orgulloso de sí mismo.

—¡Borges! ¡Borges! Borges es como el cerdo o la Virgen María, todo Borges sirve y le sirve a todo el mundo —los recrimina Sara—. Yo, sinceramente, prefiero a Sábato. Está menos usado.

—Desde que Ernestito se metió a fraile mercedario en busca de esa chusma de desaparecidos no lo soporto, ni a él ni lo que escribe.

Sinaí reprende más que informa.

—Además, comparar a Borges con Sábato es como comparar la Santísima Trinidad con el Papa, con cualquier Papa.

—Muy bueno, muy bueno, Sinaí.

Un rato más y las botellas ya invaden la totalidad de la mesa. Magín entra para retirar las vacías. Son muchas. El vino tinto corre por las gargantas a la velocidad del agua, a la velocidad de la sed. La señora Fieldmann está borracha a pesar de su contenido aspecto y trata de meterle mano a su marido en los genitales, que el hombre protege desesperadamente entre bocado y bocado.

—¿Es su primer viaje a la Argentina? —pregunta Sinaí a Carvalho.

—Sí.

—¿Qué piensa de los argentinos?

—¿Por qué no le preguntas por las argentinas para ser más sincero? —interrumpe Gorospe—. Pero hombre, Sinaí, recita lo que quieras pero no hagas preguntas embarazosas.

Sinaí se levanta un tanto furioso.

—Pregunto lo que se me cantan… ¡y vos no sos nadie para llamarme la atención! ¡Chupatintas! ¡Chupatintas rico, pero chupatintas!

—Sinaí, por Dios —ruega Dora.

—¿Chupatintas, yo? ¡Soy el mejor publicitario del Cono Sur!

—¡Yo vendo mi vino litro a litro y vos te forras de plata porque estás culo y camisa con la chusma menemista, estos descamisados de camisa de seda! —añade Sinaí.

—¡Si no fuera por los pedidos oficiales tu vino no serviría ni para hacer vinagre!

—¡Caballeros! —les exige Hermann.

—Déjalos. Ya sabes que luego se les pasa —intercede Dolly.

Gorospe y Sinaí se inclinan sobre la mesa hasta que sus caras quedan a escasa distancia. Las retiran.

—De cerca sos horrible —le dice Sinaí.

—Y vos te pareces a la muerte de una película de Bergman.

Sinaí se sienta y recupera a Carvalho.

—No me conteste sobre los argentinos. Pero tampoco sobre las argentinas. ¡Que se jodan las argentinas! Son carne de sicoanalista y más tarde o más temprano nos llevan al sicoanalista, al mismo sicoanalista que se las coge a ellas. Contésteme sobre ¡la Argentina! ¿Qué le parece a usted esta Argentina?

Carvalho estudia la respuesta. Bebe vino hasta agotar su copa. El Capitán toma la iniciativa de llenársela y le incita maliciosamente a responder.

—Esperamos su respuesta. La mirada de un extranjero puede ser muy valiosa. ¿Qué piensa usted de esta Argentina?

Carvalho acentúa su cara de extranjero.

Lucho Reyero da el último vistazo a la reunión de sus comensales que, silenciosos, esperan una respuesta de Carvalho. Lucho ha tomado una decisión. Traslada el sillón bajo la lámpara de la que cuelga la improvisada cuerda. Se sube a él. Se hace un nudo en torno del cuello. Tira de la cuerda para comprobar que ha quedado trabada entre los brazos de la lámpara. Cierra los ojos y se deja caer.

Carvalho mira uno por uno a todos los presentes. Finalmente se decide.

—No creo que exista.

—¿La Argentina no existe? —pregunta Sinaí sorprendido.

—¿Qué dice este hombre? —demanda extrañado el primer Ferlinghetti.

—¿Dónde estamos entonces? ¿En Paraguay? —pregunta Cari.

—Déjenlo hablar —pide Sara.

—A este señor, gallego por más señas, le pasa lo que a Borges, que en cierta ocasión dijo: Buenos Aires es horrible de fea, y Pepe María Peña le contestó: lo que pasa es que Borges es ciego.

Sinaí se ríe de su propia genialidad.

—¿A qué se refería usted cuando dijo que la Argentina no existe? —quiere saber Sara.

—Tampoco existe España, ni Europa, San Marino probablemente sí. Pero las realidades complejas no admiten abstracciones metafísicas.

—Empiezo a entenderlo —dice Gorospe más tranquilo—. Déjalo hablar, vinatero.

Sinaí lo concede y se recuesta en el asiento para escuchar.

—Hay muchas posibles y a la vez reales Españas —continúa Carvalho—, como hay muchas posibles y reales Argentinas. ¿Quién puede hablar en nombre de esas totalidades tan complejas?

—Pero escoja un rasgo. Algo que lo impresione por encima de cualquier otra cosa —le pide el Capitán.

Carvalho piensa. Finalmente suspira y mira cara a cara primero al Capitán, luego a Sinaí.

—Los vacíos.

—¿Los qué? —pregunta Sinaí.

—Los vacíos que han dejado treinta mil seres humanos, los vacíos que han dejado los llamados «desaparecidos».

El silencio resultante tiene consistencia de bechamel espesa coloreada con tinta de calamar. Sara observa con curiosidad algo sarcástica a cada uno de los presentes. Hasta los Fieldmann han dejado de masticar, aunque tienen la boca llena.

—Dejemos esta cuestión —pide Gorospe—. Le agradecemos la sinceridad simplificadora de extranjero.

—¿Simplificadora? —pregunta Sara.

—¡Es el tópico! ¡El tango, Maradona, los desaparecidos! —grita histéricamente el segundo Ferlinghetti.

En el silencio, producto del cansancio suena con especial nitidez la voz de Ostiz.

—Treinta mil desaparecidos, dice usted, dice que los encuentra a faltar, nota sus vacíos. Yo creo que todavía fueron pocos los que desaparecieron, creo que todavía queda demasiada gentuza que debimos exterminar.

Ahora Ostiz a quien mira es al Capitán y parece terminar su discurso para él.

—Todos los que no desaparecieron para siempre, resucitan, Doreste. No son desaparecidos reales. Para la próxima habrá que aprender la lección que nos dieron los muertos sin sepultura.

—Toda la culpa la tuvieron los radicales, los radichetas de mierda y su empeño por la catarsis. Los radicales son una mierda. —Sinaí vuelve a la carga—. Los peronistas también, peor todavía. Pero los desaparecidos eran el sida. Como el sida moral de la nación. Usted ignora el clima que había en la Argentina cuando se murió Perón y los subversivos campaban por sus respetos. Ya no servían ni los mafiosos peronistas para detenerlos, como se demostró cuando la Confederación General del Trabajo retiró su apoyo a la Isabelita de las pelotas y fue el presidente en funciones ítalo Luder quien declaró el estado de sitio y autorizó a las Fuerzas Armadas a aniquilar la subversión armada de la izquierda. Los subversivos nos buscaban a nosotros. Vida por vida primero la mía. Aquí en la Argentina, como en Chile, como en Uruguay, como en Berlín, se ganó la batalla de Occidente contra el comunismo. ¿Qué son treinta mil desaparecidos? ¿Cuántos de nosotros hubiéramos muerto si hubieran ganado ellos? El Proceso de Reorganización Nacional, el Proceso, fue inevitable y bienaventurado. Después… lo de los militares es otra cosa. Videla fue el único que estuvo a la altura de las circunstancias.

—Con un buen par de huevos —explota Dolly.

—Pero tenemos que agradecerle al señor Carvalho que hablara con tanta sinceridad —dice Sara tímidamente.

—Por descontado, los tópicos ofenden pero… —empieza a decir Dora.

—No se me interprete mal. Yo no quiero matar a nadie, ni maltratar, ni nada. Con estas manos no he matado ni una mosca —añade Sinaí.

—Otros lo hicieron por vos —le recrimina Sara deliciosamente sonriente.

—¿Y por vos, no?

—También.

—Pero ¡tengo derecho a la legítima defensa! —grita Sinaí—. ¡Actuaban contra nosotros! Venían a quitarnos las tierras, las industrias, la religión, nuestros valores, el orden sagrado. ¿No es verdad, mi capitán?

Se muerde los labios nada más haberlo preguntado. El Capitán le fulmina con la mirada. Sinaí va a por Carvalho.

—Y en cuanto a usted, señor Carvalho, quiero ser su amigo, y mañana tendrá en su residencia una selección de mis mejores botellas, será un honor que usted las cate.

La voz de Sara se oye por encima de tanta conciliación.

—Felicidades, señor Carvalho, por haber salido vivo. Pero otra vez no mencione la soga en casa del ahorcado.

El alborozo es ahora general. El Capitán y Carvalho se aguantan la mirada.

—¿No oyeron un golpe?

Vuelve a intervenir la señora Fieldmann.

Lucho está caído en el suelo. Tiene sangre en la nariz. Pende sobre él la fracasada cuerda del ahorcado. Gimotea con la nariz contra el suelo. De pronto se da cuenta de lo ridículo de la situación. Semidesnudo, se sienta sobre el parqué. Se toca la nariz, y al bajar la mirada, comprueba la sangre que salpica su cuerpo.

—¡Sangre! —exclama mirando a todas partes sin saber qué hacer.

Magín y Drumond mantienen su Gran Guerra codo con codo.

—¿Los postres? —pregunta Magín a Drumond.

—Los postres —piensa Drumond—. ¿Quiere que le ayude?

—Jamás se ha visto a un cocinero sirviendo la mesa —le recrimina Magín.

—Comprendo —dice Drumond enfático.

Drumond ayuda a Magín a cargarse de platos de postre Naranjas Tango. Magín parece un espantapájaros de pastelería con sus manos, brazos, hombros llenos de platos, preparándose para entrar en un comedor donde empezaban a romperse las composiciones.

—Si aceptas mi invitación te llevo en avioneta a mi estancia —le propone el segundo Ferlinghetti a la actriz.

—¿Y el rodaje? —pregunta ella—. Con lo que me costó aprenderme el papel.

—¿Quién es el productor?

—Ponti Asiaín —contesta Cari.

—Somos íntimos. Atraca su yate al lado del mío en San Isidro —dice Ferlinghetti con una voz profunda y mirada de serpiente.

Dora se levanta y exige a Gorospe que le deje sentarse junto a Carvalho. Lo hace y se le cuelga de un brazo cariñosamente.

—Vengo a convencerlo de que la Argentina no es tan truculenta como se imagina.

—No es preciso que me convenza de algo en lo que ya creo, pero bienvenido sea el placer de que se siente a mi lado.

—¿Escucharon eso? —pregunta Dora al resto—. ¡Es un caballero! ¡Un caballero español!

Pero el contacto físico con Carvalho es real. La rodilla de Carvalho topa con el muslo de Dora. Desde cerca la mujer es bellísima y luce un escote al que se asoma piel humana de primera calidad. A ella no le pasa desapercibida la mirada de Carvalho sobre sus senos y le dice en voz baja:

—Es un caballero, pero no mira como un caballero.

—Me gusta lo que veo. Cuanto más cerca lo vea, mejor.

—¿Es una insinuación?

—Me gustaría mucho, muchísimo hablar con usted de vinos.

—Y a mí —acerca su boca a la oreja de Carvalho—. ¡No haga caso a toda esta gente!, son unos hijos de puta reaccionarios. Todos de la Triple A. Los organizó López Rega ya antes de que muriera Perón.

Carvalho la mira sorprendido. Ella ha recuperado una cierta distancia y le contempla como quien acaba de realizar una travesura.

—¿Sara también?

Ella vuelve a dedicarle una sonrisa neutra, pero le habla otra vez a la oreja.

—Ésa es una lesbiana hija de puta que le quitó la mujer al dueño de este restaurante. Si le interesa a usted, usted no le interesa a ella.

Cuando retira la cara vuelve a componer la expresión de la más risueña inocencia.

—¿Es usted subversiva?

—Antes de convertirme en mujer objeto quise ser científica social. La ciencia es neutral. No es de la Triple A.

—La ciencia es de quien se apodera de ella.

—¿Las mujeres también?

La voz de Gorospe interrumpe el aparte.

—Sinaí, tu señora se está insinuando a mi amigo el gallego.

Sinaí mira a su mujer con ojos borrachos y cariñosos, y recita otro poema:

—Huye, gacela galáctica, si crees huir,

porque tu huida vuelve

y me encuentra al final de tu locura

como tu único posible garañón.

—¿Qué le dije, Carvalho? El vinatero es poeta. Este poema es suyo, seguro.

—Se nota —opina Sara.

—Es de los más hermosos que me ha dedicado —dice Dora tomando por encima de la mesa una mano de su marido y sonriéndole enamorada.

El teléfono se ha puesto impertinente, una, dos veces, agota todo el tiempo de llamada. En ausencia de subalternos, lo toma Dolly y se impone a gritos sobre los elevados rumores de la mesa.

—¡Pepe Carvalho! ¡Llaman al señor Pepe Carvalho!

Acude el detective bajo la vigilancia ocular del Capitán. La voz de don Vito le impone las condiciones de la llamada.

—No me identifique. Diga sí o no.

—De acuerdo.

—Tengo que comunicarle que, siguiendo a la chica, me encuentro frente a la residencia real de su capitán y ya me disponía a entrar porque no veo vigilancia externa cuando observo que otros tres personajes merodean. ¿Adivina quién es uno de ellos?

—No.

—Su primo Raúl y a su lado veo a un tipo muy raro, canoso, más delgado que un alambre, se mueve como un bailarín de ballet.

—Ya sé quién es.

—El otro parece indeciso. Es alto y tiene muchas entradas.

—También sé quién es. Una reunión de mosqueteros. No son ni tres, ni cuatro. Son cinco. Faltan dos para formar el quinteto.

—¿Los dejo que entren? ¿Me adelanto? ¿Qué hago?

—¿Recuerda usted el nombre de soltera de la dama que vive en esa casa?

—Lo tengo anotado. Pardieu. María Asunción Pardieu.

—Llame al timbre o lo que sea, pregunte por el nombre de esa señora y explíquele todo lo que sabemos y qué queremos.

—¿No prefiere que lo espere?

—Todavía no han servido los postres y no quiero perdérmelos. Ya le explicaré.

Se abre la puerta de la cocina. La aparición del maître materialmente cubierto de postres los deja en silencio y estupefactos. Como si fuera lo más natural del mundo, el maître llega a la mesa y con una habilidad circense deja los platos cada uno en su sitio y sin errar ni un milímetro. Saluda. Se va a buscar los restantes. Los comensales se miran desconcertados y no quitan la vista de la puerta de comunicación con la cocina. Vuelve a aparecer el maître con una exhibición similar y con el resto de los postres.

—Por ahora la Naranja Tango —informa Magín dirigiéndose a todos—. Los marrons y el suflé de acacia están acabándose. Hay que comerlo en todo lo alto.

Saluda y se retira sin dar la espalda.

—Pero… ¿Ustedes vieron lo mismo que yo? —les pregunta Gorospe sin darse cuenta de que ha dicho una obviedad.

Lucho Reyero recoge la ropa escampada por su despacho y se viste las prendas arrugadas. Se lo pone todo, incluso la chaqueta y la corbata. Con la totalidad de la ropa arrugada en su sitio, parece un vagabundo de lujo. Comprueba su aspecto ante un espejo. Se arregla el alfiler de la corbata y añade un pañuelo blanco de seda en el bolsillo superior de la chaqueta. Queda satisfecho de sí mismo. Va hacia la mesa de despacho y recupera la pistola. La comprueba. Está cargada.

Magín entra en la cocina. Drumond examina los suflés individualizados dentro del horno, ya casi en todo lo alto.

—Esto no podrá servirlo usted solo. Pas possible! Mientras va y viene, los suflés se bajan. Tragique!

—Voy a ver si Lupe ya está tranquila.

Drumond trata de retenerle, pero no llega a tiempo. Magín abre la puerta de la cámara y se queda sobrecogido. De sendos ganchos de colgar los pedazos de res, cuelgan los dos cocineros muertos. En el suelo, Lupe, también evidentemente muerta de congelación. Magín le toma el pulso.

—¡Muerta! —exclama Magín horrorizado sin entender del todo lo que ve. Se vuelve. A medio metro Drumond le impide avanzar amenazándole con un garfio.

—No diga nada. No haga nada.

—Déjeme salir.

—La cena no ha terminado. No quiero que me la estropee.

Magín no sabe qué contestarle, ni tiene suficientes reflejos para impedir que Drumond le deje encerrado dentro del frigorífico.

—Lo siento, era usted un gran profesional —le grita el chef desde el otro lado de la puerta.

—¿Y los suflés? ¿Quién servirá los suflés?

—Es vejatorio para un gran chef, pero lo haré yo.

—¡Bajarán! ¡Cuando lleguen a la mesa parecerán una quiche lorraine! ¡Un desastre! —le advierte la voz cada vez más desesperada de Magín.

Drumond recapacita.

—Muy cierto.

—Pero ¿qué se ha creído? —le recrimina Magín indignado—. ¿Que es usted el único profesional de esta ciudad, de este país, de este mundo? ¿Acaso insulta a los argentinos negándome la condición de un gran profesional? ¿Cuál es mi misión? ¿Contar los muertos o servir el suflé?

—Servir el suflé, desde luego —contesta Drumond.

—Y es lo que voy a hacer —dice la voz de Magín, crecida ante ciertos indicios de esperanza—. Cada cual tiene lo que se merece, los de aquí dentro también.

Drumond parece muy de acuerdo con él. Tira el garfio. Abre la puerta de la cámara y deja salir a Magín, para señalarle la ruta del comedor. Nada más entrar en él, Magín adopta el cometido de un maître y se dispone a retirar los platos vacíos. Con un ligero gesto llama la atención de los comensales.

—Un oporto cuarenta años, gran reserva Noval. Es lo que escogió el somelier antes de irse a su casa. Pero si ustedes prefieren aguardientes fríos o Armagnac, coñac.

—¡Acertadísimo! Pero Magín, ¿qué pasa en la cocina? Usted es el único que está sirviendo. ¿Y la cocinera? —pregunta Gorospe.

—Ha tenido una repentina indisposición.

—Pues cómo está la cocina esta noche —dice Dolly ayudándose de un gesto de extrañeza.

—Si únicamente fuera esta cocina —se queja la señora Fieldmann—. ¿Ustedes pueden encontrar un servicio adecuado? En Buenos Aires dicen que hay crisis, pero no se encuentran ni paraguayas. Mi hermana que vive en París dice que allí es una maravilla. Ella tiene a un matrimonio de solistas polacos de violoncelo haciendo de criados. Son extraordinarios.

—Aunque sea poco ortodoxo y en honor a la satisfacción que le provocó disponer de un público de connaisseurs como el que nos honra esta noche, el chef y yo serviremos los suflés de flor de acacia «Liliana Mazure».

Da por terminada Magín la explicación y vuelve a la cocina.

—El popurrí estaba delicioso, pero el otro plato vedette sin duda es éste. ¡Un suflé de flores de acacia! —exalta Gorospe.

—¡Qué delicadeza! —añade Cari.

—Las Naranjas Tango no dejan de ser una mariconada al alcance de cualquiera, pero éste es un plato serio. La fórmula original es de Troisgros y me he permitido la libertad de traerla.

Gorospe se saca del bolsillo un papelito y se lo tiende a Sinaí.

—Leé.

—¿Por qué yo? Que lea Cari, que es actriz.

—Leé vos, que sos poeta.

Sinaí se levanta y lee.

—«Tiempo de preparación: treinta minutos. Tiempo de cocción: dieciocho minutos».

—¡Qué poco tiempo! —interrumpe Dolly.

Sinaí la fulmina con la mirada y sigue.

—«Cien gramos de racimos de flores de acacia, dos centilitros de coñac, dos yemas de huevo, cinco claras de huevo, una cucharadita de manteca, un octavo de litro de crema pastelera…» —interrumpe la lectura—. Pero con estas cantidades no hay ni para empezar.

—Es una receta indicativa para cuatro personas. Seguí.

—Azúcar en polvo, azúcar lustre, sal… Operaciones preliminares: primero: las flores: conservar aparte dos racimos enteros de flores de acacia y desprender el resto, flor a flor…

Mientras Sinaí lee con voz de recitador profesional, Lucho permanece ante la puerta que conduce al comedor preparado para salir. Se mete la pistola en el bolsillo de la chaqueta en posición de firmes como para predisponerse a una acción épica. Vuelve ante el espejo y comprueba su lamentable aspecto recompuesto. No le importa. Deja de mirarse y camina con decisión hacia la puerta, la abre, desde lo alto de la escalera contempla a los ajenos comensales y empieza a descender los escalones lentísimamente, al instante que la puerta de la cocina se abre y aparecen Drumond y Magín con las bandejas y los suflés. Los comensales los reciben con aplausos. Los suflés son colocados majestuosamente ante cada comensal.

—Con lo que me gustan las acacias y pensar que iba a comérmelas, y las flores, nada menos —dice Cari entristecida.

—A mí cuando era chica me gustaban los conejitos y ahora mi plato preferido es el conejo a la cazadora —deja claro la señora Fieldmann.

—¿Y los pajaritos? —pregunta Gorospe—. Las malvices para que sean sabrosas han de ser ahogadas en vino.

—Los gastrónomos de la época de Brillat Savarin se comían crudo un pajarito muy sabroso —añade el segundo Ferlinghetti.

Cari no puede soportar la información. Le vienen arcadas, primero parecen cómicas, pero luego son reales, incontenibles, del tamaño de una ola, brutales, y se pone a vomitar abundantemente sobre los pantalones del señor Fieldmann.

—Pero ¡hace algo! —incita la señora Fieldmann a su marido.

—¿Qué hace esta chica? —pregunta Dolly con cara de asco.

Los pantalones del señor Fieldmann están pringados de vómito, un vómito que ha salpicado la falda Versace de su mujer. Drumond trata de salvar la situación.

—¡Por favor! ¡No miren! ¡Está bueno el postre! —Toma una cuchara y prueba una porción de suflé del plato de Sinaí, bastante molesto ante el atrevimiento del chef—. ¡No miren y coman!

Se produce un ataque de asco colectivo. Drumond y Gorospe acuden en ayuda de los cada vez más numerosos afectados. Magín se deja caer en un sillón y enciende un puro desentendiéndose. Anímicamente lejos de todo, de todos, Carvalho, el Capitán, Sinaí y Sara comen el postre y se intercambian miradas de aprobación. Gorospe interrumpe sus auxilios, corre hacia su plato, lo prueba.

—¡Exquisito!

Y sin repetir reanuda sus trabajos asistenciales.

Ostiz y el Capitán aprovechan la confusión para hablarse. El financiero no mira a los ojos al Capitán, pero de sus labios salen palabras duras, y a Carvalho le llega un retal del discurso.

—Te pasaste.

Y la respuesta del Capitán.

—Así que me dejas en la estacada, ¿no?

Lucho llega ante los últimos tres escalones. No sabe si ultimar el descenso. Contempla la situación tragicómica que viven los comensales. Saca la pistola del bolsillo de la chaqueta y con ella en la mano termina el descenso y se dirige hacia la mesa donde se ha roto el banquete.

—¡Lucho! ¡Luchito! —grita Dora, la primera que se ha percatado de la vuelta de Reyero—. ¿Te animaste a venir con nosotros? ¿A estas horas?

En décimas de segundo, todos perciben la pistola que lleva en la mano y el descontrol del pistolero.

—¿Qué te pasa, Lucho? —pregunta asustado Gorospe.

Lucho levanta la pistola. Mira con determinación a Sara y le apunta con el arma. Sara y Lucho se cruzan miradas de odio. Él va a disparar. Sara retira la silla de ruedas hacia atrás y Drumond queda en la línea de tiro. Un disparo seco y el chef se desploma. Quien no estaba ya histérico grita como si lo estuviera. Sinaí se saca una pistola del liguero y apunta a Lucho con la intención de disparar. El Capitán le da un golpe en el brazo y desvía el tiro.

—Entre nosotros no debemos matarnos —dice el Capitán mirando a Ostiz.

Lucho comprueba estúpidamente la presencia de la pistola en su mano. Se le acerca el Capitán.

—Dame esa pistola.

Lucho se la entrega. El Capitán se vuelve con la pistola en la mano. Ante él, un espectáculo de comensales a media asta. Sólo Carvalho parece entero, mantiene una mano escondida en la americana y aguanta la mirada del Capitán.

Raúl toma el mando, aunque asombrado por la facilidad que les ha dado la puerta férrica abierta al jardín, la soledad de la alameda que conduce a la entrada principal, permitiéndoles comprobar que la línea recta es la distancia más corta hacia el secreto corazón de la vida de la bestia. Los tres hombres miran hacia los cuatro puntos cardinales en busca de cualquier amenaza, incluso hacia el cielo, por si el peligro es cenital, o llega en último extremo la voz prohibidora de algún dios, pero la casa se agranda, se acerca, algo hay que hacer con ella cuando se encuentran al pie de la escalinata que conduce a la puerta principal. Es Raúl quien sube con decisión, y sin comprobar el ánimo de sus compañeros impulsa el timbre, una, dos veces y los tres auscultan el alma escondida de la casa hasta percibir ruido de pasos y una confusa presencia tras el cristal biselado. Se abre la puerta y don Vito los acoge con una sonrisa cómplice y triste.

—Vito Altofini, el socio de Carvalho. Los estaba esperando. Pueden pasar.

No tienen entre los tres ninguna explicación que dar al sorprendente anfitrión que los guía por el amplio recibidor del que parte la escalinata hacia las plantas superiores y los conduce al salón recargado de muebles de caña gruesa con tapicerías policrómicas, manchistas, en contraste con la dama pálida, ex rubia, ex hermosa que se frota las manos sobre la falda, como si quisiera limpiarse suciedades invisibles.

—Doña María Asunción, estos señores vienen con el mismo propósito que yo, y uno de ellos, se lo presento especialmente, don Raúl Tourón, es el padre verdadero de Muriel.

La mujer mira hacia el techo y don Vito la secunda, mientras advierte a los recién llegados:

—La muchacha está arriba. Acordamos hablar de todo lo sucedido sin llamar a Muriel. Está arriba. Pero ahora, don Raúl, está usted aquí, es usted quien debe decidir.

—Que todo siga igual.

Don Vito invita a la mujer a que hable y ella se toma primero un trago de la bebida oscura contenida en una copa sobre la mesa camilla cubierta con un tapete de cretona.

—Ahora descubro que me resulta tan difícil hablar como permanecer en silencio.

Necesita volver a beber.

—Todo empezó dentro de una nube de inconsciencia. Él me pedía, haz esto, haz aquello, y yo lo hacía. Había recibido cultura militar desde que nací y me educaron para ser la mujer de un militar, de guarnición en guarnición, detrás de mi padre primero, luego detrás de mi marido. Y si junto a mi padre todo era blanco o negro, pero a la luz del día, convivir con mi marido significó meterme en la penumbra. No se podía saber, hablar, ni siquiera se podía decir cómo nos llamábamos, dónde vivíamos. He vivido como una desaparecida desde que él se convirtió en un experto de la guerra sucia, y si al principio me aleccionaba, después con el tiempo ni siquiera eso. Daba por hecho que todo lo que hiciera debía aceptarlo, que yo vivía como una espectadora y ratificadora de su conducta. La verdad es que no empecé a rebelarme hasta el momento en que ya era inútil rebelarme y entonces, claro, no me rebelé. Ni siquiera levanto la cabeza cuando los veo entrar o salir. Entran y salen, entran y salen. Ni me miran. Ni me ven.

—La nena, doña María Asunción. La nena. Le hemos preguntado por la nena.

—Claro. Claro. No les hablo de otra cosa. Vivíamos en unos edificios militares no identificables desde el exterior y una mañana me trajo a la nena. Es nuestra. Así, tal como suena. Es nuestra. No le pregunté por sus padres. Nunca le preguntaba sobre lo que intuía estaba pasando en la Escuela de Mecánica de la Armada y en tantos otros sitios. Me dijo que en veinticuatro horas teníamos que mudarnos y trasladarnos a una dirección que no debíamos comunicar ni a nuestros familiares más próximos. Ni a tu madre. Ya la irás a ver, me dijo. Y nada de nada de la nena. Me explicó confusamente que la nena era solamente mía en términos legales y que a partir de la inscripción en el registro con mis propios apellidos, yo apenas si podría aparecer en público con él e incluso debía cambiar de apellidos. No debían relacionarnos. Salir de casa se convirtió en una aventura procelosa, nocturna, casi disfrazados cuando íbamos juntos, y poco a poco dejamos de salir juntos. Yo no salí. Hace quince años que no salgo y si lo hago aparecen esos moscardones, esos espantosos moticiclistas detrás mío. Me protegen, dice el gordo. El gordo es el que más me habla.

—¿Y su relación con la nena?

—No la tengo. La tuve. Pero no la tengo. Cuando ella llegó se acabó mi vida. Dormito cuando sale. Dormito cuando vuelve. Alguna vez le pregunto: ¿todo va bien, Muriel? Y ella desde pequeñita me contesta, sí, mamá, todo va bien. Es muy cariñosa, pobrecita, y me lo perdona todo. La oigo discutís con él, tratando de justificarme. Ella es la única que trata de justificarme. Ni siquiera yo me justifico. Cuando era chiquita yo traté de ser su madre, pero él me sustituía, él hacía de padre y de madre, siempre. Supeditaba su tiempo y sus destinos a poder estar el máximo tiempo con Muriel, y cuando no era él aparecía el gordo y me sustituía. No se sentían seguros conmigo.

—¿Por qué?

—A lo mejor porque se daban cuenta de que yo en el fondo no quería a la nena.

—¿No la quería?

—¿Usted es el padre?

—Sí.

—Lo siento, señor. No. No la quería. La compadecía y me portaba muy bien con ella, creo, pero no la quería. Era su hija. Perdone, señor. Sé que no es cierto, pero entendamé, él se lo había organizado, él era el responsable.

—No la quería. No la quería.

Se explica a sí mismo Silverstein a punto de llorar, sorprendido de la vertebración de Raúl, que sigue dirigiendo el interrogatorio hacia el final necesario.

—El final necesario. El final necesario.

Continúa explicándose a sí mismo Silverstein lo que está sucediendo. Y de pronto Raúl plantea el final necesario.

—¿Estaría usted dispuesta a ratificar ante un juez todo lo que nos ha contado?

No vacila la mujer cuando contesta:

—Sí.

Raúl levanta la cabeza hacia el techo. Muriel está allá arriba. Le bastaría subir unos escalones para recuperar a su hija, pero la mano de Silverstein se posa sobre uno de sus brazos y Font y Rius decreta:

—Todavía no, Raulito.

Raúl Tourón asiente, don Vito confirma la decisión como si Raúl le estuviera pidiendo su opinión, pero Tourón se dirige a la mujer, que contempla melancólicamente todo su pasado en el fondo del vaso vacío.

—Lo mejor es que venga con nosotros antes de que ellos vuelvan. Habría que presentar la denuncia y su respaldo hoy mismo.

Un sí silbante se escurre por entre los labios de la mujer al tiempo que acepta el brazo de don Vito para levantarse y marchar hacia la puerta con las piernas tan temblorosas como las de Altofini.

Pascuali, rodeado de coches de policía y de ambulancias, mira al cielo en busca de una estrella que iluminara un poco la noche tan cerrada y confusa, pero su búsqueda es interrumpida cuando empiezan a salir los comensales. El Capitán y Pascuali se saludan con un breve gesto de los dedos en la frente. El policía casi se descompone cuando ve aparecer a Carvalho tras el Capitán.

—¿Aquí también? ¿Pero usted es ubicuo?

—No. Soy polifacético. Soy un gourmet.

Sale corriendo Vladimiro.

—¡Jefe!… ¡En el frigorífico hay tres cadáveres!

Pascuali entra precipitadamente en el restaurante. El Capitán y Carvalho han escuchado la noticia sin inmutarse.

—¡Quién sabe lo que pasa en la trastienda de los mejores restaurantes! —comenta el Capitán.

—Si lo supiéramos no iríamos jamás a un restaurante —le contesta Carvalho.

Gorospe, desolado, trata de recuperar su prestigio consolando a los que se marchan. Dora sostiene intencionadamente la mirada de Carvalho antes de meterse en el coche que le abre el chófer uniformado. El Capitán observa el cruce de miradas.

—Puede ser un error. Sinaí es muy celoso.

—Toda mi vida es una serie de errores crecientes.

—Ha terminado la tregua de los gourmets.

Y ya se separaban cuando el detective recupera un argumento olvidado y retiene la atención del Capitán.

—Le vi la otra noche en el festival de boxeo.

—¿Boxeo?

—Bum Bum Peretti.

La alarma se ha instalado en las pupilas del Capitán.

—Su hija venía con nosotros, con Alma, conmigo.

—No sé de qué hija me habla. Ni siquiera estoy casado.

—Juraría que usted se dio cuenta de la presencia de Muriel.

El Capitán mastica las palabras.

—No traspase los límites. A partir de ahí no cederé ni un centímetro. Abismo. Abismo puro.

—Cada mochuelo a su olivo y yo a mi casa. Dice que la tregua ha terminado, pero me parece que para usted han terminado otras muchas cosas, Capitán. Entre otras cosas su amistad con Ostiz, ¿no es cierto?

Encaja el golpe Doreste y ya se separaba de Carvalho cuando le llega el último comentario del detective.

—Mis saludos a su señora, de soltera Pardieu.

El Capitán no se vuelve. Se ha tensado hasta el estallido la poca carne que conservaba su rostro y en la ceguera de sus zancadas enérgicas casi se tropieza con Ostiz, flanqueado por sus guardaespaldas. No se saludan, y en los labios del financiero hay una mueca de desprecio, pero cuando el gordo llega a su altura, de la boca de Doreste salen órdenes concretas que alarman a su escudero, hasta el punto de hacerle mirar al este, al oeste, al norte, al sur, como si fuera inminente el desembarco del enemigo, y aunque el Capitán camina pausadamente hacia su coche, el gordo va a la carrera como si el coche no fuera a esperarle. Carvalho ve cómo los camilleros sacan el cuerpo desmayado de Drumond y los policías el de Lucho esposado. Carvalho se acerca a la camilla. Se inclina sobre Drumond y le pregunta algo, ante la mirada de Pascuali, que se acerca desconfiado para enterarse de la pregunta.

—El suflé, ¿por qué se llama «Liliana Mazure»?

Drumond no tiene apenas voz. Parece un moribundo y Carvalho se acerca un poco más. Pascuali también.

—¿Por qué se llama «Liliana Mazure»? ¿Qué variante hay?

—Le añado algo de champagne, en homenaje a una amiga. Le gusta el champagne —contesta Drumond.

Se llevan a Drumond. Pascuali está desconcertado y todavía más cuando Carvalho exclama:

—¡Qué extraño!

—¿Qué le resulta tan extraño?

—¿Cuándo y a qué le añade el champagne? Champagne y crema pastelera son difíciles de combinar.

Pascuali no entiende ni entendería nunca la honda preocupación que nubla a Carvalho.

—¿Tan importante era esa revelación?

Carvalho se queda mirando al inspector como si fuera un imbécil. No por mucho tiempo. Sus ojos tienen que acostumbrarse a aceptar que entre el público que rodea Chez Reyero está su tío. El mismísimo Evaristo Tourón. El tío de América. El tío de Europa. Y que al encontrarse con el viejo en su retirada rodeada de motoristas y abierta por la inmensidad del gordo, el Capitán y don Evaristo se miran y el milico no puede aguantarle la mirada.