EN LA ZONA PORTUARIA más vieja de Buenos Aires, más allá de La Boca turística, un hombre de cuarenta años mal trajeados y descuidados, aunque algo en sus maneras traduce lo en un tiempo llamado «buena crianza», tal vez sólo se trate de la gesticulación del sigilo. Mira recelosamente a un lado y a otro de la calle. Finalmente se mete por la puerta sin proteger de uno de los almacenes abandonados. Vacilante busca un rincón, no le contenta ninguno, pero poco a poco se siente a sus anchas y empieza a preparar una jeringa, con todo el ritual de la heroína. Se pincha. Su rostro pierde progresivamente ansiedad y adquiere una expresión placentera. Otro hombre va tras él. Una luz desde detrás del recién llegado impide ver su cara. El rostro del drogadicto expresa ahora felicidad y confianza. De pronto, del hombre recién llegado emerge un brazo y un puño, directamente hacia el rostro del drogadicto, que recibe los golpes sin gritar. Los ojos viajeros ven venir el puño que los cierra entre oscuridades y fugas de estrellas. Una docena de puñetazos impactan en la cabeza de la víctima, propinados por un agresor cada vez más furioso. Al fin, el cuerpo queda tendido en el suelo, junto a los pies quietos, diríase que prudentes, del verdugo.
Artesonados, alabastros, mármoles, lámparas de lágrimas. Un escenario teatral para una rueda de prensa. Las cámaras de televisión, periodistas de a pie, radioreporters de labios a un micrófono fálico pegados, la electricidad errante de los acontecimientos importantes, y de pronto se oye el diapasón de los sucedidos inevitables y, como si bajara de los cielos, una voz profunda y oscura recita:
—«El círculo del cielo mide mi gloria.
Las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos.
Los emires me buscan para llenarme de oro la boca.
Los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia
Ojalá yo hubiera nacido muerto».
Periodistas sobrecogidos, no sólo los especializados en deportes aquel día obligados a cubrir un acontecimiento anunciado como patriótico y literario, mirando al cénit en busca del origen de la voz de tan exótico Dios. Coincidiendo con el final del recitado, de detrás de uno de los cortinajes aparece un jayán, diríase que el mismísimo Jorge Luis Borges.
—¡Borges! —incluso exclaman los que dudan o los que ignoran que el poeta haya muerto.
Domina teatralmente el hombrón la situación y aprovecha la expectación creada para plantarse en el centro de la peana, contemplar gravemente a los periodistas y exclamar con la más borgiana voz:
—Señoras y señores, me llamo Ariel Borges y soy el hijo natural de Jorge Luis Borges.
Murmullos, cuchicheos, algún silbido, pero el supuesto hijo de Borges levanta los brazos imponiendo silencio.
—Soy la noticia del siglo y les voy a regalar incluso el titular de sus crónicas: el secreto mejor guardado de la literatura universal.
Flashes, focos para las cámaras de filmación. Ante el supuesto Ariel Borges se precipitan las grabadoras de los periodistas, los micrófonos, las preguntas:
—¿Cuál fue el origen de este prodigio?
—Mi madre era hija de un lord inglés excéntrico y de una princesa de Samarcanda. Era bailarina y conoció a mi padre en una gira por la Argentina.
—¿Qué bailaba su madre? ¿La danza del vientre?
—Mi mamá era contorsionista artística y podía bailar la danza de los cisnes de una manera arácnida, como Carlota von Ussler, que caminaba arqueada hacia atrás, con las piernas y los pies, a manera de cuatro patas.
—Y ¿cómo consiguió su señora madre tan extraño rasgo fecundador de la persona del por otra parte eminente escritor, Jorge Luis Borges?
—Mi papá, es decir, Borges, jamás admitió públicamente su paternidad, para no molestar a tita Nora o a tita Victoria, y mi mamá daba una explicación convincente: Jorge Luis en vez de semen siempre ha tenido tinta de escribir, y admitir que pudo tener un hijo le horrorizaba, como si se le hubieran secado todos los tinteros.
—¿Y usted qué tal de tinteros?
Borges Jr. ni se inmuta. Hace un gesto y desde detrás de los mismos cortinajes de su aparición surge una mujercita pequeña, delgadita, con la expresión impasible e incluso algo asqueada, con un aspecto de institutriz miniatura pero pintada como una vieja que se resiste a envejecer. La mujer fuma en pipa, empuja un carrito de supermercado, lleno de libros hasta desbordar. Los va ofreciendo a los periodistas, al tiempo que canta obsesivamente, como un robot desganado, los títulos de las obras: Carta secreta a mi padre e Historia universal de la infamia. Mientras la mujer realiza el reparto, Borges Jr. atrona la estancia con su voz.
—Soy hijo de rey y de princesa y por mis venas circula la tinta o la sangre con la que Wordsworth escribiera su Oda a la inmortalidad.
Conservará la misma actitud horas después ante las cámaras de televisión, en un estudio acondicionado, con el atrezzo hecho a la medida del acontecimiento literario del siglo. Ariel Borges en primer plano continúa la frase que acaba de pronunciar ante los periodistas:
—Yo siempre digo que soy hijo de rey y de princesa y que por mis venas circula la tinta o la sangre con la que Wordsworth escribiera su Oda a la inmortalidad.
La cámara abre el campo y, junto al supuesto hijo de Borges, una presentadora fugitiva de alguna fantasmagoría literaria de Jorge Luis Borges. Los dos están en la cama. Ella en combinación y Borges con medio cuerpo en tweed y corbata asomando de entre las sábanas, con los dedos entretenidos en una taza de té.
—Pero usted como venturoso fruto de un encuentro poético, nada menos que Borges y una descendiente de princesa de Samarcanda.
—Mi abuelita.
—Eso es, su abuelita. Hay algo mágico en ese encuentro. ¿Cómo fue?
Los grandes ojos del hijo de su padre proceden a una evocación dramatizada por actores de cómo pudo ser el origen de su vida.
—Mi mamá actuaba en un teatrito de Palermo Chico que ya no existe y mi papá fue ahí aquella noche, con su incondicional carnada: Victoria Ocampo, tita Nora, tito Guillermo, que era gallego, Bioy. Si Bioy quisiera hablar, pero Bioy no quiere compartir a Borges con nadie. Aquella noche…
Se difumina el rostro evocador y entra el flash-back en la pantalla. La sospechosa irrealidad de la evocación se traduce en la irrealidad, en el no naturalismo del escenario evocado. La contorsionista fuma en pipa y baila sobre sus cuatro patas, arqueada peligrosamente mientras suena el piano por todo acompañamiento. De entre los humos y los contraluces de la sala, destaca la presencia de Borges, encarnado por su supuesto hijo, quien en un momento de la danza se levanta y recita:
—«Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
Y con tres pies errando por el vano
Ámbito de la tarde, así veía
La eterna esfinge a su inconstante hermano
El hombre, y con la tarde un hombre vino
Que descifró aterrado en el espejo
De la monstruosa imagen, el reflejo
De su declinación y su destino.
Somos Edipo y de un eterno modo
La larga y triple bestia somos, todo
lo que seremos y lo que hemos sido.
Nos aniquilaría ver la ingente
Forma de nuestro ser; piadosamente
Dios nos depara sucesión y olvido».
La mujer ha terminado de bailar y se convierte en un rombo poliédrico y carnal, con las piernas cruzadas sobre su cabeza adelantada, como tratando de distinguir entre el público al poeta. No lo ve bien, y sin abandonar su curiosa posición, se saca unas gafas de algún pliegue inverosímil de su traje de bailarina, se las pone y a continuación otra vez la pipa humeante entre sus labios. Pero recupera la verticalidad y avanza por los bastidores del teatro, llevando de la mano a Borges, un grandullón pesado, lento, torpe, como si ya estuviera ciego. Tanto los bastidores como el pasillo irreales y en off la voz borgiana de hijo:
—«Y traspasaron los pasillos de la propia memoria para llegar al futuro compartido de un lecho de llanto y lujuria».
El pasillo desemboca en un camerino y al abrirse la puerta todo él está ocupado por un inmenso lecho con dosel y columnas salomónicas. La contorsionista abandona al hombre, corre hacia el lecho y compone una extraña figura, hecha un puro nudo, pero con el pubis en dirección correcta, hacia el avance del amante, repentinamente acelerado como si no pudiera más de deseo y pasión. A pesar de la dificultad de la postura ella sigue fumando en pipa.
Vuelve a la realidad del plato donde la presentadora ironiza con Borges Jr.
—¡Bueno! Lo que usted ha contado es tan fantástico, en el sentido borgiano de la palabra y en el absoluto.
—En el borgiano y en el absoluto, sí. En el relativo no.
—En el relativo no, desde luego. Y dígame, señor, ¿cómo quiere que le llame? ¿Borges, Borges Júnior? ¿Júnior?
—Cualquier cosa menos Júnior.
Carvalho ha contemplado desde su casa la entrevista con el supuesto hijo de Borges, la dramatización de su memoria, mientras bate el contenido de un cuenco lleno de huevos. La presentadora está preguntando:
—¿Cómo quiere que le llame? ¿Borges, Borges Júnior? ¿Júnior?
—Cualquier cosa menos Júnior.
Le ha gustado la respuesta a Carvalho, que permanece batiendo huevos ante el televisor.
¿Qué queda del mundo a través del vaso de whisky? Estanterías donde se reúnen todas las botellas a disposición de los clientes de Tango Amigo. Carvalho ya se ha contestado la pregunta y comprueba que Alma contempla lo mismo pero sin filtro. Perpleja ante las botellas, pero sin el vaso de whisky ante los ojos. Al fondo la gente va tomando posición en las sillas, ante los veladores de mármol. Alma bebe suavemente algo suave, un batido de frutas cuyo nombre no ha preguntado. Le llega el comentario autista de Carvalho.
—Te juro que el tío se lo toma en serio. Hablaba de su papá como si creyera que era su papá. Yo esa cara la conozco.
—Es que se parece a Borges; si no, ¿a qué tanto revuelo?
—Yo a este tío lo he visto alguna vez.
—En tu anterior reencarnación, tal vez. ¿Fuiste contorsionista en tu anterior reencarnación?
Carvalho mastica su propia memoria, pero las luces se apagan, el espectáculo va a comenzar y el silencio desciende sobre el ámbito en penumbra, como un velo tan suave como el batido que bebe.
Alma o la gasa que matiza sus pechos remontados. Silverstein va vestido de supuesto escritor inglés de transición del XIX al XX, algo disfrazado de Oscar Wilde, con la raya del pelo en el centro de la cabeza.
—Me presento. Soy el hijo de Oscar Wilde y del joven lord Douglas. Se mantuvo en secreto mi nacimiento porque desde que tuve uso de razón mostré instintos inquietantes y mi siquiatra, argentino, lacaniano más que freudiano, sospecha que yo fui Jack el Destripador. Fui al colegio de hijos naturales o de huérfanos de escritores y ahí conocí a Arielito Borges, Macedonita Fernández, Osvaldita Soriano, Manolito Puig y otros cuya paternidad sospechaba pero no era reconocida, por ejemplo había media docena de pibas iguales que Jorge Asís. Nos enseñaron de todo menos a escribir, y como tras un concienzudo examen cromosomático demostramos tener genes de escritor, por encima del nivel exigido para colaborar en Caras, se nos extirparon los genes. Nuestros papas no querían la menor competencia, y todo está escrito sobre la muerte del padre, pero ¿y sobre la muerte del hijo? ¿Acaso los padres no sueñan con la muerte del hijo para aplazar la propia? Por eso me extraña que Arielito Borges escriba.
Finge la voz de niño.
—Arielito de pequeñito era muy cabezón y para joder a su papá leía a los escritores ingleses en portugués. Portentoso afán porque no sabía portugués. Arielito Borges, Borges Júnior, pero creo que Adriana Várela quiere cantarles algo sobre tamaño prodigio genético.
La luz se va en busca de Adriana Várela. Carvalho no puede apartar los ojos de la vaguada de su escote hasta que Alma le pone una mano sobre los ojos.
—Franelero de mierda.
Aplausos ante la aparición de la cantante. Silverstein va a su encuentro. Le besa una mano, la introduce plenamente en el espectáculo.
—Asombrosa noticia, Adriana, ¿no es cierto? Quién iba a pensar que el viejo tenía algo más que tinta en las venas.
—En las venas se tienen tantas cosas.
—¿Título del tango?
—Borges Júnior.
—¿Autor?
—Borges Júnior.
Aprovechan los reflectores el momento para viajar entre el público y a su conjuro emerge el corpachón de Borges Jr. para pasmo de la mayoría. División de opiniones, aunque predominan los silencios sobre los aplausos. Silverstein enmudece, señala hacia Adriana y desaparece en una zona de sombra. Canta Adriana.
¡Hijo!,
Borges Júnior
ya te dicen
meretrices
con varices,
profesores
con lombrices;
ten cuidao
con lo que dices.
¡Hijo!
Borges Júnior
te pregonan,
milagreros
cromosomas
candidatos
a personas
ya te tocan
las neuronas.
¡Hijo!,
que te aproveche el percal
y gracias por tus servicios
que me hicieron semental.
No me dejes en el aire
con el culo a la intemperie,
que es fervor de Buenos Aires
echarme pa siempre el cierre.
Ten cuidao con lo que dices,
que eres carne de mi carne,
nances de mis narices,
mi lujuria de una tarde.
¡Hijo!,
Borges Júnior
ya te dicen
meretrices
con varices,
profesores
con lombrices;
ten cuidao
con lo que dices.
¡Hijo!,
Borges Júnior
te pregonan,
milagreros
cromosomas
candidatos
a personas
ya te tocan
las neuronas.
¡Hijo!,
que te aproveche el percal
y gracias por tus servicios
que me hicieron semental.
Y entre los aplausos se impone la voz de Carvalho, que no le ha quitado ojo al hijo póstumo, como un trueno junto a una oreja de Alma.
—¡Ya sé! A ese tío le conocí en los calabozos de Pascuali.
Dos puños se mueven en medio del ring. Puños diestros, jaleados por el clamor del público. Peretti y Negro Salta. Peretti peso medio, unos treinta años, diríase que nunca le han dado un puñetazo en la nariz. Se mueve con un juego de piernas de campeón de esgrima y como un príncipe metido a boxeador. El otro es un prismático punching salteño que opone fuerza y coraje al constante jugueteo del príncipe del ring.
—¡Negro! ¡Rompele la cara a ese figurín! —grita un espectador.
—¡Todavía no nació el que pueda darle en la cara a Peretti! —replica una voz.
—¡El boxeo es cosa de hombres!
—¡Subí vos boludo a romperle la cara! —grita una rubia insuficiente.
El acompañante de la rubia trata de contenerla.
—No te hagas la loca que después el que liga soy yo.
Pero la mujer sigue arremetiendo contra el crítico de Peretti.
—¡Sí, claro, aquí abajo tenés muchos huevos!
—¡Venite a la cama conmigo y te voy a mostrar que tengo los huevos más grandes que el cornudo que te acompaña!
El acompañante de la rubia suspira resignado. Se quita un abrigo muy elegante, el fular blanco, lo deja todo cuidadosamente sobre el asiento, se vuelve hacia el que le ha insultado y sin mediar aviso le larga un puñetazo pugilísticamente correcto. Se arremolinan los espectadores. La rubia, histérica, trata de sacarle los ojos al antagonista de su hombre, mientras los puños de Peretti golpean definitivamente a Negro Salta, que da una vuelta sobre sí mismo, con la guardia abierta, y se desploma. Un rugido colectivo. Peretti retrocede de espaldas hacia su esquina, a un ritmo lentísimo. Apoya los codos en las cuerdas y con una mirada de suficiencia abarca al público, entregado a un combate paralelo.
La presentadora de televisión especializada en hijos naturales y sorprendentes pasa revista a las variadas opiniones que ha merecido el descubrimiento de la existencia de Ariel Borges. Su voz en off permanece detrás del rostro de Maradona mientras introduce la ristra de manifestaciones:
—Diversas han sido las reacciones nacionales y universales sobre la posibilidad de que Jorge Luis Borges hubiera podido dejar un hijo natural. Solamente los íntimos de Borges, y muy especialmente su viuda María Kodama, se han negado a hacer declaraciones al respecto o han expresado su mayor desprecio por lo que llaman el oportunismo de un impostor. Pero otros, en cambio, han expresado su criterio.
—El amor puede milagros —dice Maradona.
—Nada me sorprendería sobre la fecundidad de los argentinos —indica Menem.
—Y yo soy hijo de Cristóbal Colón e Isabel la Católica —expresa Serrat.
—Fecundado a base de tinta, ese hijo debería ser negro —comenta Jorge Asís.
—El penúltimo milagro del peronismo —observa Osvalda Soriano.
—Por fin Borges ha ingresado en las filas del realismo mágico —anuncia García Márquez.
—Yo tengo hijos todos los días —reconoce Saddam Hussein.
La narradora recupera imagen y voz.
—Reproducimos a continuación los titulares de diferentes periódicos argentinos e internacionales:
[Clarín: «Algo está claro. Ariel Borges no escribe como su padre».
Página 12: «Un caso de ingeniería genética: el hijo de Borges».
Somos: «Sólo en un clima de aventurerismo hay sitio para los aventureros».
La Prensa: «Epílogo a Historia universal de la infamia: el supuesto hijo de Borges».
El País: «El supuesto hijo de Borges se declara antiperonista».
New York Times: «Supuesto hijo natural del escritor mexicano Pedro Luis Borges».
Daily Mirror: «Un lord inglés, abuelo del hijo natural de Borges».]
El rostro de Ariel Borges abandona la contemplación de la televisión para volverse hacia el cristal de la ventana donde ha creído percibir un impacto. Tras el cristal los ojos cegatos de Ariel escudriñan lo que ocurre al otro lado y de pronto retiran el total de la cabeza porque una piedra ha emergido del grupo sitiador, da contra el cristal y lo rompe. Con la rotura llegan voces de la calle.
—¡Impostor!
—¡Hijo de puta y de saliva!
Devuelve Ariel sus ojos enfermos al salón repleto de libros, recuerdos, pequeñísimos objetos fetichistas, muñecas en urnas y hornacinas, caballos de cartón, juguetes rotos de tan antiguos. El hijo de Borges se aparta de la ventana donde ha quedado el cristal roto. La mujercita que le acompañaba en el acto de presentación sigue dentro de su impasibilidad. Fuma en pipa y tricota lo que puede ser un jersey. Hace un gesto para que se acerque el grandullón. Mide lo tejido sobre la espalda de Borges Jr. y se contraría.
—Sos tan hombrón como tu padre.
—Mamá, si ya me tejiste veinticinco pulóveres.
Pero se sobresalta de nuevo porque otra piedra ha impactado contra los cristales que habían sobrevivido. La vieja sigue tejiendo impasible, fumando su pipa de indio norteamericano.
Los tres japoneses permanecen coincidentemente inmutables ante las explicaciones de Güelmes, incómodamente sentados en los cantos de los sillones, con ganas de irse.
—Es la carta de un desequilibrado. Un pobre hombre que, es cierto, en el comienzo colaboró en las investigaciones que más de quince años después, repito, más de quince años después, dieron lugar a los resultados que tratamos de negociar con ustedes. ¿Dónde estuvo mientras tanto Raúl Tourón? En España, y ahora volvió con ganas de revancha. De crear problemas.
Uno de los japoneses trunca la impasibilidad por una sonrisa mecánica.
—Nosotros no invertimos en negocios con problemas.
Otro apoya su toma de posición.
—Ustedes tienen el problema y deben resolverlo.
Los dos que han hablado miran hacia el que ha permanecido silencioso. El japonés silencioso dice algo en su idioma y toma la iniciativa de ponerse en pie. Le secundan sus dos compañeros, ante un Güelmes preocupado, semialzado detrás de la mesa, algo desconcertado. Ni siquiera le vale tratar de ganar tiempo para pensar mientras dice:
—Este…
Se van entre reverencias, pero ya ha recuperado Güelmes el aplomo para dominar la despedida como un ministro y cuando se queda solo se dice:
—¿Qué habrá dicho ese boludo?
Se abre del todo una puerta entreabierta del despacho. Por ella entran el Capitán, Font y Rius y un japonés que les va a la zaga.
—Nosotros sabemos lo que dijo: «Estos racistas se piensan que todos los japoneses somos tontos».
Le da a Güelmes por pasear impaciente mientras el Capitán permanece sentado sin alterarse y Font y Rius le imita para poder contemplarse la punta de los pies más de cerca. El intérprete espera instrucciones a una correcta distancia.
—Los tontos somos nosotros. Ustedes concretamente.
Señala el Capitán a Font y Rius.
—Si no fuera por sus remilgos, Raúl Tourón ya no sería un problema.
Güelmes estalla.
—¿Quién iba a pensar que ese loco hijo de puta, ese piantado de mierda se iba a entrometer precisamente en esto?
Opone Font y Rius sin muchas ganas que al fin y al cabo fue Raúl quien hizo el descubrimiento, pero no está de acuerdo Güelmes.
—¡Lo formuló! Eso es todo. ¿Quiénes lo desarrollamos y lo convertimos en algo vendible?
—Vos y yo llegamos al acuerdo de que había que respetar la vida de Raúl.
—¡Entonces que no nos toque más los huevos!
El Capitán asiste interiorizadamente complacido a la disputa entre Güelmes y Font y Rius.
—Raúl Tourón lo único que quiere es molestar. Esa carta que escribió a nuestros posibles socios es una declaración de guerra.
Se pone sarcástico Font y Rius.
—¿Sucia? ¿Guerra sucia, Capitán? ¿De las que les gustaban a ustedes?
—No hay guerras limpias.
Se levanta, va hacia la mesa de Güelmes, se apodera de la carta y la exhibe como una prueba inapelable.
—Esto es una declaración de guerra.
El Capitán lee desde una supuesta frialdad constatativa:
—«… Les comunico que el negocio que les ha propuesto Nueva Argentinidad, a través de sus socios, señores Güelmes y Font y Rius, está basado en una usurpación. El abajo firmante es el biólogo que descubrió las posibilidades de la relación entre conducta animal y cualidad alimentaria, hace más de quince años, y una vasta conjura trata ahora de arrebatarme los frutos de mis trabajos. Los remito a las comunicaciones que envié al Congreso de Nutrición y Desarrollo de la CEPAL, en Ottawa, año 1975, y al artículo publicado en Ciencia Latina en enero de 1976, El animal es lo que come, para demostrar la paternidad de lo que nos ocupa…».
Silencio de los presentes, pero Güelmes ha dejado de pasear, concentra su mirada airada e interrogativa en Font y Rius.
—Me pregunto cómo se habrá enterado ese croto del nombre de nuestros socios. De su dirección. De la delegación que tienen en Buenos Aires. Sospecho que no está solo, de que alguien le ayuda, y no pienso en el gallego ese, ni en Alma, ni en Silverstein.
—Menos palabras y más acción.
El Capitán ha dirigido la sentencia preferentemente a Font y Rius y a él sigue dirigiéndose cuando abandona la estancia seguido del intérprete.
—También yo me hago las mismas preguntas que el señor secretario, perdón, ya ministro. Pero tengo solamente una respuesta. Un croto tiene nuestro futuro en sus manos. Y no crean que va únicamente contra mí. Va contra nosotros los tres y contra todo lo que nos jugamos.
Nada más desaparecer el Capitán y su intérprete, Güelmes increpa a su compañero.
—El Capitán está furioso, sabe disimularlo, pero yo lo noto furioso.
—¿Y a mí qué? Parece como si nada hubiera cambiado y siguiéramos presos del Capitán. ¡Yo no quiero ser preso de nadie! ¿Y vos? ¿De qué te sirve toda esta parafernalia del poder? Seguís pensando como un preso, como un preso del Capitán.
—¿Y vos? ¿No estás preso de tu mala conciencia? ¿Preso de un fantasma, de un Raulito imaginario? El Raúl al que todos queríamos ya no existe. Es un animal acorralado que va a morir matando. Hay que elegir.
—¿Matándolo, como quiere tu capitán?
Rechaza Güelmes la idea con un gesto.
—Este estrés me hace sentir muy mal. Por hoy dejémoslo.
Saca de un cajón de su mesa un aparato medidor de la presión sanguínea. Mete el dedo en él y comprueba el resultado. Desmesura los ojos y contempla a Font y Rius, culpabilizándole.
—¿Lo ves? Me han desequilibrado la presión. ¡Catorce y once! ¡Catorce y once! ¡Vuelvo a tener cerca la máxima de la mínima!
Retiene con una mano la marcha airada de Font y Rius.
Es ahora un Güelmes frío.
—Uno de los dos sobra. O Raúl o el Capitán.
El runrún de los jóvenes conversando, consumiendo desayunos, libros, bromas, le llega como el paisaje sonoro de algo lejanamente familiar. Algo que se resiste a llamar juventud. Pero no le suena a nostalgia, ni de la buena, ni de la mala, sino a despropósito. No está en su sitio. Tiene ganas de marcharse cuanto antes. Font y Rius ha contestado con brevedad a la sorpresa de Alma por su cita en el bar de la universidad. Puede más el nerviosismo del hombre que la voluntad de Alma de remansar el encuentro.
—No veo otra solución. No puedo pararlos por más tiempo. Si Raúl no arregla… van a ir a buscarlo.
—¿Cómo pudiste pasarle la nota de las negociaciones con los japoneses, su dirección?
—Raúl vino a verme. Te aseguro que fue como una aparición. Yo estaba distraído con los asuntos más burocráticos y para relajarme un poco miré hacia el jardín. Allí estaban los ingresados de siempre, con sus tics habituales, las enfermeras, los vigilantes. Pero mis ojos detectaban un ruido visual y me di cuenta de lo que lo provocaba. Raúl. Paseaba entre los locos muy sereno, como tratando de asumir su situación. Un rato después lo tenía sentado delante mío. He tratado de hablarle desde el cariño y la responsabilidad. ¿Ya sabes lo que querés? Todo. Nada. Me contestó. Traté de razonar: son malos tiempos para el todo y la nada. Nos conformamos con algo. No se pueden ganar las guerras, hay que conformarse con ganar alguna batalla. Lo dice Luppi en Un lugar en el mundo, la película de Aristarain. Estoy de acuerdo. ¿Qué querés? Ser el que soy. ¿El que sos o el que fuiste? El que fuiste es imposible. Ya pasaron veinte años. Para vos, para mí, para todos, para nuestra memoria. Ni siquiera podemos confiar en nuestra memoria. Mi carrera. Mi hija. Creo saber quién la tiene. ¿Seguro? No, seguro no. Estaba más cerca antes de que mataran a Robinsón. ¿Me estás escuchando? ¿De qué Robinsón me hablaba? Perdí la paciencia. ¿Querés recuperar a una hija que no te conoce, que no te reconoce? Que ni siquiera sabemos dónde está. ¿No sería peor el remedio que la enfermedad? Lo de tu carrera es más fácil. Y al llegar a este punto es cuando cometí el error. ¿Me estás siguiendo, Alma?
—Te sigo.
—Le propuse: ni el todo ni la nada. Algo, algo a lo que poder agarrarse, Raúl. ¿Querés ser socio nuestro? Me responde. ¿Socio en la explotación de un descubrimiento que me han robado? Le insistí: ni el todo ni la nada. El Capitán es un mal enemigo pero es un buen socio. Están todos secuestrados. Viven en pleno síndrome de Estocolmo. Socios de sus propios carceleros. Ni el todo ni la nada. Algo. Algo, Raúl. ¿Comprendes lo que quería decirle, Alma? ¿Comprendes mi postura?
—Comprendo. Vos sos el policía bueno, el Capitán el malo, Güelmes el policía profesional. Durante los interrogatorios tuvimos tiempo de aprendernos los papeles.
—Para ser tan dura con los demás creo que fuiste demasiado blanda con vos misma. Fui yo el que le dio a Raúl la idea de que nos molestara, de que se cruzara en nuestro proyecto. Era un hecho consumado y yo en ese momento podía hacerles la propuesta de integrarlo, de llegar a algún pacto con él.
—De la escuela yanqui. Llegar al borde del abismo para imponer el pacto. Lo que denunciábamos en la escuela de Kissinger, su cálculo de probabilidades satánico. Bombardear como en Vietnam con napalm para conseguir la paz, exterminar a la izquierda latinoamericana para conseguir pactar con los supervivientes.
—¡Yo tengo una posición y ustedes no tienen ninguna! ¡Son todos como Raúl, unos fugitivos, y no pueden volver a la patria perdida que llevan en la memoria!
Alma se levanta molesta consigo misma.
—¡Pactar! ¡Pactar! ¡Pactar!
Da la espalda a Font y Rius y se va, pero aún tiene tiempo de escuchar el reclamo del hombre.
—Berta, Bertita.
—No me llames Berta y mucho menos Bertita.
—Alma, haceme el favor de acordarte. O pactábamos o no salíamos de ahí. Vos también pactaste.
Club privado El Aleph o Real Academia Inglesa de Estudios Borgianos. Chalet barrio residencial, construido con madera labrada, como los camareros disfrazados de mayordomos ingleses labrados en piel humana, como si todos se llamaran James, los llaman James los clientes, disfrazados también, recién salidos de una estampa de costumbres victorianas de la transición del XIX al XX. Forman círculo los socios en torno al evidente jefe, el que tiene más aspecto de aristócrata inglés que nadie.
—La villanía alcanza el súmmum si se piensa de qué manera tan grosera se ha satirizado el tópico borgiano, cuando el maestro es la literatura antitópica por excelencia. ¡Y qué tópico borgiano! ¡Nieto de una bailarina de Samarcanda y de un lord inglés e hijo, cómo no, de Borges!
Un académico saca conclusiones por su cuenta.
—Ostiz. ¡Ese perro no merece vivir!
El presidente ordena silencio e insta con un gesto a que intervenga otro académico, disfrazado de lord, parsimonioso y lento en el habla, pálido y rubio.
—De común acuerdo con el señor presidente, el doctor Ostiz, esta mañana me disfracé de Judas el Oscuro, el personaje de Hardy, y me aposté frente a la casa del farsante. No le dejé ni un cristal sano. Soy bueno con los piedrazos. A través de los cristales pude percibir la lívida cara del impostor, más lívida si fuera posible, atormentado por la consecuencia de sus actos.
—James, tráeme un scotch, un Langavulin dieciséis años, en copa de coñac. Sin hielo. Sin agua —ha pedido el presidente de la reunión, y provoca una cadena de reacciones en simpatía.
—James, yo quiero una zarzaparrilla con hielo y limón.
Tercer académico al mismo camarero:
—Yo quiero un vino caliente. Con un poco de miel.
Pero algo inquieta al presidente porque observa inquisitivo al joven lord rubio lanzador de piedras y le pregunta:
—¿Por qué ese disfraz de lugareño inglés del XIX?
—El maestro apreciaba mucho a los escritores realistas ingleses del XIX y, sobre todo, a Thomas Hardy. Un día me dijo —imita la voz más cavernaria de Borges—: «Martínez, casi todo el realismo es miserable y el más miserable de todos los realismos es el español. El nuestro se salva porque los escritores realistas de este lado del Atlántico escribían desde el susto que les daba haberse quedado de este lado del Atlántico. Pero el de los ingleses es otra cosa, sea en Hardy, realismo de retaguardia, sea en Kipling, se nota la pulsión de Imperio, porque en cualquier imperio siempre brilla alguna luna».
Murmullos de aprobación, algunos ojos húmedos. Sofocadas exclamaciones, genial, genial. Algún aplauso abortado por la imperativa orden de silencio del presidente.
—A las guerras sucias hay que responderles con guerras sucias. Nuestra historia nos lo demuestra digan lo que digan los subversivos o la chusma que los protege, todos esos defensores de los derechos humanos. Hay que asustar a ese impostor. Primero hay que asustarlo y si sigue con lo mismo…
Un lord se corta el cuello con un dedo mientras lanza un gruñido revelador. Luego solicita a otro camarero que ha llegado como refuerzo:
—James, un té. La infusión hecha directamente en leche descremada caliente.
Un lord menor, a juzgar por su timidez, ha cuchicheado a la oreja del presidente y sin pedir permiso a los reunidos se levanta y sigue a su informante. En un salón colateral tan enmaderado como el resto del edificio, aguardan Pascuali y Vladimiro.
—El inspector Pascuali tiene algo que decirnos sobre el impostor.
Pascuali no sólo mira, sino que huele cuanto le rodea, como si de la madera repujada, los metales bruñidos y el trompe-l’oeil pampero y gaucho del cénit emanara un olor especial. Sus manos sostienen una foto ampliada que reproduce a Borges Jr. recitando. Carraspea el presidente a la espera de que Pascuali vuelva y le señala el rostro de la fotografía.
—¿Ésa es la cara del intruso en el universo borgiano?
—Sí, la cara del caradura.
Vladimiro ríe la gracia de su jefe, pero no le secundan los arcángeles borgianos.
—Espero que la policía tome una decisión adecuada.
—Así lo creo. Mientras sea inofensivo lo vamos a dejar tranquilo.
—Pero ese hombre estará fichado.
Pascuali señala un grueso expediente humildemente depositado sobre una mesa demasiado espléndida.
—Tiene sobre sus espaldas dieciocho intentos de estafa. Algunas veces conseguida. Para él estafar es como un juego. Una vez se presentó como el hijo del piloto Lindberg, el chico que desapareció.
—Ni siquiera daría la edad. ¿No van a detenerle?
—No. Hace muy poco lo demoré en comisaría porque andaba diciendo que era el hermano más chico de Eva Perón.
—¿Qué va a hacer entonces?
—Abrir el expediente diecinueve.
Se irrita Pascuali.
—Pero ¿en qué mundo viven? Hay que distinguir entre estafadores mayores y estafadores menores.
El doctor Ostiz arruga su nariz de catador de whiskies.
—Eso que acaba de decir me suena a demagógico.
El jersey va creciendo entre las manos de la vieja, la pipa entre los dientes. Borges sentado ante su canterano de antigüedades de baratillo, sostiene en la mano el papel que acaba de sacar de un sobre, y a medida que lee, las manos se le ponen temblorosas.
—«… ceja en tu superchería o los albaceas del universo borgiano te enviaremos a los infiernos de la infamia. Los muros de tu madriguera de alimaña no te salvarán. Por el momento te rompimos los cristales. Después te romperemos el alma, si es que tenés alma, cosa, sos una cosa, ni siquiera un animal».
—¿Malas noticias?
—Un anónimo.
—Tengo que acabarte el pulóver antes de que te maten. —Interrumpe el trabajo, pensadora, y añade—: Antes de que nos maten.
—¿Cómo estamos de ahorros?
—Para dos entierros alcanzan.
Con la misma tristeza pensativa con que ha acogido el comentario de su madre, callejea y aún la lleva puesta cuando entra en el despacho de Carvalho. Se presenta ante don Vito, que ocupa el sitial de Carvalho, le da explicaciones.
—Es que a él le conozco.
—Si lo conoce a él, me conoce a mí. Ya lo dijo Confucio: conoce a tu socio y te conocerás a ti mismo.
—Papá pensaba que Confucio era una invención. Que cada época pone en labios de Confucio palabras que él nunca dijo, para ideas que nunca tuvo.
—¡Los clásicos! ¡Ah, los clásicos! Para eso están los clásicos. Su padre, Confucio, Gardel. Mi socio no tardará.
Don Vito mira impaciente hacia la puerta que separa el despacho con las zonas privadas del apartamento. Carvalho se incorpora en la cama. Ha dormido vestido. Se repasa el cuerpo con la mirada, con las manos, se aprisiona un pliegue de carne o algo parecido, aunque está flaco.
—Demasiados asados, demasiado chimichurri.
Su mirada descubre una botella de whisky Knokando evidentemente vacía, con un vaso volcado, al lado, en el suelo, a poca distancia de la cama.
—Demasiado whisky.
Tiene bocaza y se pasa la lengua por el paladar. Se levanta, se tambalea.
—Resaca. Vieja compañera. Por fin te reencuentro.
En el lavabo la luz de la bombilla sobre el espejo ofrece a un Carvalho sorprendido ante su propio aspecto, con el cepillo de dientes colgado entre los labios, barba de días, ojeroso. Toca con un dedo la bombilla. Quema. Retira el dedo.
—Sol, soles interiores. ¿Qué tiempo hará en Barcelona?
Habla con el personaje que le devuelve el espejo.
—Nunca volverás a casa.
Opta por enjuagarse la boca. Luego se embadurna las mejillas con crema de afeitar que sale de un spray. Mira con odio el spray y luego hacia el techo, buscando imposiblemente los cielos australes.
—Acabo de joder un centímetro de la capa de ozono.
Estudia el techo por si está allí la capa de ozono. Desconchados. Humedades. Se pasa la maquinilla de afeitar estándar y abre un surco de piel en la cara enjabonada. Cuando abre la puerta que comunica con el despacho, se siente restaurado, pero algo cansado. Abarca la composición de don Vito y de Borges.
—Señor Altofini, ¿quiere comprobar en su diario qué tiempo hace en España?
Como si fuera lo más natural a aquellas horas, don Vito coge un diario cuidadosamente doblado que mantenía sobre la mesa y se levanta para dejar el sillón a Carvalho y cumplir su encargo. Carvalho ocupa su sillón y acepta el discurso sin preámbulos de Borges Jr.
—En nombre de nuestra antigua amistad vengo a pedirle ayuda profesional. Nos conocimos en uno de esos lugares donde realmente se conocen las personas: en las cárceles, en las comisarías, en los botes salvavidas.
—Ahora recuerdo. Fue en un bote salvavidas.
—Fue en la comisaría. ¿Se acuerda del hijo de Borges, el que le dio ánimos en momentos de desesperación? Un grupo de fanáticos borgianos que se llaman a sí mismos El Aleph me han amenazado. Me han enviado este anónimo.
Carvalho lo lee.
—¿Qué quiere decir Aleph?
—Es la letra alfa, es decir, la a de un alfabeto hebraico. Pero mi padre le ha dado todos los sentidos y ninguno.
Don Vito ha encontrado lo que buscaba.
—Aquí está. Situación anticiclónica en el sur occidental de Europa. ¿Quiere saber las máximas, las mínimas?
—El tiempo es otra cosa. ¿Qué tiene que ver el tiempo con la temperatura?
El detective cabecea preocupado. Blande el papel del anónimo en el aire.
—No hay peores fanáticos que los adictos a los mitos culturales. Y sobre todo en estos tiempos en los que la gente no cree en nada. Cuando cree en algo pueden llegar al crimen defendiéndolo. Será una investigación costosa.
—Muy costosa —apostilla don Vito.
—Carísima —aumenta la presión adjetival Carvalho.
—Estos tíos deben de pasarse el día recitando fragmentos de su señor padre.
—Mancillándolos. No se preocupe por el dinero. Mi madre, yo mismo, tenemos unos ahorros después de dos largas vidas de trabajos forzados. Mamá fue la reina del contorsionismo en unos tiempos en que los clientes la cubrían de enigmas y de joyas. Lástima que sea tan chiquitita porque habría tenido más joyas.
Don Vito agradece a Dios que los enigmas pasen y las joyas queden. Pero le ha dado un arrebato a Ariel Borges, que coge entre sus poderosas manos una de Carvalho y exclama dramáticamente:
—¡Puedo probar que soy el hijo de mi padre!
—Hay muchas posibilidades.
—De niño cuando era un pibe mi mamá me llevaba a verlo a su departamento de la calle Maipú, siempre que no lo supiera tita Nora, ni la mafia borgiana. Pero papá me reconocía. Lo dejó escrito en El otro, en 1964, cuando mamá fue a verlo para recordarle su paternidad. El poema se titula Al hijo.
«No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
Son los que un largo dédalo de amores
Trazaron desde Adán y los desiertos
De Caín y de Abel, en una aurora
Tan antigua que ya es mitología,
Y llegan, sangre y médula, a este día
Del porvenir, en que te engendro ahora.
Siento su multitud. Somos nosotros
Y, entre nosotros, tú y los venideros
Hijos que has de engendrar. Los postrimeros
Y los del rojo Adán. Soy esos otros,
También. La eternidad está en las cosas
Del tiempo, que son formas presurosas».
Borges Jr. ha terminado de recitar y contempla expectante el efecto que ha provocado en Carvalho y don Vito. Altofini está realmente asombrado.
—Recita muy bien.
—Muy bien. Es posible que mi socio pueda atender su caso. Investigar ese club de fanáticos que le amenaza. Nos desborda el trabajo.
—Somos trabajo —confirma Altofini.
—Yo voy tras la pista de un eterno fugitivo, mi primo Raúl Tourón, un hombre atípico. ¿No se lo ha encontrado usted alguna vez?
—Salgo poco de casa.
—No se extrañe por la pregunta. Se la hago a todo el mundo.
—Estas preguntas parecen tontas, pero un día u otro dan resultado. Mi papá decía…
No pudo terminar la evocación porque en el dintel se imponía la presencia de un hombre con ademanes perdonavidas y ojos que tasaban cuanto veían, hasta provocarle en este caso un rictus de ironía. Tendió una tarjeta de presentación al solícito don Vito, con un desdén proporcional a la amabilidad empalagosa del viejo.
—Getulio Merletti, manager de Bum Bum Peretti.
Se despide Borges Jr. entre promesas de futuros contactos y seguridades de dedicaciones especiales. Inclina su opulenta cabeza ante el recién llegado que no lo tiene en cuenta y baja la escalera en penumbra preocupado por la torpeza de sus piernas demasiado delgadas para el corpachón. Se detiene ante la agresión del sol, pero le sobrecoge más la de la voz.
—¿Ciego, como papá?
Borges reconoce a Pascuali. No muy lejos ve a los dos policías que le acompañan.
—Estoy limpio.
—Ahora te llamas Ariel. Hace diez años te llamabas también Ariel, Ariel Carriego.
—Me persigue en vano, me he retirado. He recuperado mi propia identidad.
—Y la mamá, la contorsionista.
—A su edad ya no está para contorsiones.
—Se lleva en la sangre. Tu madre, Dora la Larga, consiguió colocarle a un desgraciado una máquina de afeitar Philips diciéndole que comunicaba con los ovnis.
Pascuali señala con la cabeza el portal de donde acaba de salir.
—¿Desde cuándo un choro como vos necesita detectives privados?
—Un viejo amigo. Lo conocí en un calabozo, gracias a usted.
Pascuali le pasa un brazo por la cintura, porque no llega a los hombros del hombre percherón, que aparece triste, abatido y le insta a que ande mientras camina a su lado.
—Borges, vamos a aceptar que te llamas Borges. Hoy quiero que hablemos de Pepe Carvalho. Pero te veo muy pálido. ¿Qué te pasa?
—Tengo hambre. A estas horas tengo hambre. Soy muy hombrón y muy hambrón.
Desvía Pascuali a Ariel hacia la entrada de un boliche y al cabo de media hora permanece el policía fascinado ante una bandeja donde queda ya muy poco de lo que debió de ser copioso asado para cuatro del que el policía ha comido dos morcillas. Pascuali asiste asombrado a la voracidad de Borges Jr., que rebaña los restos de aceite chamuscado con casi media rebanada de pan.
—Es preferible comprarte unos zapatos que invitarte a comer.
—No lo crea. Como mucho porque tengo mucho cuerpo. Calzo el cuarenta y cinco.
—¿Entendiste bien lo que te dije? Me olvido de tu expediente. Jugás a ser escritor. Yo te protejo de esos fanáticos y vos te ganas la confianza de Carvalho, Alma, Silverstein. Ya irán apareciendo. Buscan lo mismo que yo.
—Raúl Tourón. Suena como a uno de esos escritores del XIX que papá se inventaba.
—¿A tu papá también se le daba bien la invención?
Borges se convierte de repente en un perro triste y derrumbado sobre lo que queda del asado.
—¿Pero usted no leyó nada de papá?
—Soy uno de los muchos argentinos que no ha leído a Borges y de los pocos que lo confiesan.
En el despacho de Carvalho, Altofini hace una exhibición de boxeo ante un Carvalho escéptico.
—Y mete la izquierda, pero es un amago. La que sale a una velocidad explosiva es la derecha. La derecha Peretti y ¡bum! No hay mandíbula que se le resista. ¿No es cierto? Es un boxeador inteligente, doblemente inteligente, porque ha habido boxeadores tontos que únicamente eran inteligentes en el ring. Fuera del ring eran unos boludos. Peretti es… ¡el intelectual del boxeo, como Menotti es el intelectual del fútbol!
—Descanse, don Vito, descanse. Le va a dar un infarto.
—El arte me apasiona. Hay carniceros que son artistas, o en cualquier oficio se puede ser un artista.
—Ha habido verdugos irrepetibles. Torturadores perfeccionistas.
—No me haga caricaturas. Usted y yo, en lo nuestro, somos dos artistas.
Alma entra en ese momento.
—¿Y yo? —pregunta.
Altofini sale a su encuentro, le coge una mano, se la besa, la retiene y exclama:
—¡Artista y musa a la vez!
Alma adopta la pose de una reina halagada y pregunta con cierto despegue:
—¿A qué juega hoy?
—El hijo natural de Jorge Luis Borges y Bum Bum Peretti han contratado nuestros servicios —contesta Altofini.
—Es raro, Borges a veces parecía un boxeador Ciego, y Peretti no es ¿el boxeador intelectual? —pregunta mirando a Carvalho para que le conteste.
Carvalho no le contesta. ¿Parálisis lingüística? ¿Cambio de luna? ¿Falta de conocimiento sobre la materia?
—No es mi día, ni mi semana, ni mi mes, ni mi año —se excusa Carvalho.
—¿Y la década, qué tal?
—Una mierda.
—¡Mi década fueron los años cincuenta, sesenta, del cincuenta y cinco al sesenta y cinco! Altofini en la cresta de la ola, tenía veinte sombreros de fieltro, dos de copa para el hipódromo y media docena de bombines.
Alma estalla en carcajadas incontenibles ante el desconcierto de Altofini. Carvalho va entrando en hilaridad y acaba también a risotadas. Lloran de risa Alma y Carvalho.
—¿Te lo imaginas con bombín? —pregunta Alma.
—¿Y con dos chisteras, una sobre la otra? —añade Carvalho.
Altofini pasa de la perplejidad a una contenida indignación.
—Un caballero, si quiere realmente parecer un caballero, debe llevar sombrero.
—¿Y caballo no? —pregunta Alma.
Altofini no quiere enfadarse con la mujer, sí está dispuesto a hacerlo con Carvalho cuando sube enfurruñado al coche que va a llevarlos a la cita con Bum Bum Peretti. Contesta parcamente las demandas de orientación de Carvalho para salir de Buenos Aires.
—Al sur. Siempre al sur. En dirección a Mar del Plata. La casa de campo de Bum Bum está entre Dolores y Maipú.
Altofini se ha puesto el sombrero, dispuesto a dar una lección a los que han tratado de burlarse de él. Carvalho le mira de reojo, sin dejar de conducir.
—Realmente tenía usted razón. Con el sombrero parece un caballero.
—Este… Hay que saber llevarlo, eso es todo. Yo soy de una familia muy sombrerera. Mi papá, mi abuelito. ¡Y las mujeres! Mamá jamás, jamás fue a un acontecimiento importante sin su sombrero, y tenía un sombrero para cada ocasión. ¡Mamá!
Soñador, nostálgico Altofini, perfila su sombrero con la ayuda del espejito del parasol.
—No se desboque. En la próxima tiene que doblar a la izquierda. Este auto suyo es de vergüenza. Cuando Argentina era un país rico y civilizado tenía los coches más hermosos y mejor cuidados del mundo. ¿Sabe cuándo me di cuenta de que habíamos caído en la miseria? Cuando vi que la gente no hacía arreglar las abolladuras de los autos ni se limpiaba el blanco de las ruedas.
La primera cita es en un aeropuerto privado y a él llegan cuando en el cielo una avioneta traza círculos de aproximación. Finalmente aterriza y, restablecidos todos los silencios, el primero en salir es Merletti. Los siguientes tienen las narices achatadas y las cejas partidas, hasta que aparece un rubio bellísimo que desciende los cuatro escalones del Fokker mirándose las uñas. Finalmente Peretti. Elástico, poderoso, en lo alto de la escalerilla, marcando la distancia entre los que le han precedido y él. Cuchichea con Merletti sobre la pista de aterrizaje y el manager se acerca al coche de Carvalho y Altofini.
—El jefe prefiere hablar en la casa. Sigan la caravana. Por si se descuelgan: estancia Angostura, veinte kilómetros antes de llegar a Maipú.
No se descuelgan y consiguen entrar en la finca a la cola de la comitiva hasta ganar la mansión diríase que trasladada piedra a piedra de algún condado inglés. Merletti los espera con su cara de jugador de póquer agrio. Dedica una mirada algo irónica al sombrero de Altofini.
—Encasquéteselo bien, que aquí hay aire pampero y se lo va a llevar volando.
Don Vito se quita el sombrero y lo mantiene entre sus manos. Entran en el hall de la casona y a pesar de la solidez, casi lujosa, del atrezzo, demasiados objetos olvidados o no bien situados contagian inseguridad, como si la casa no estuviera ocupada por sus auténticos propietarios.
—Bum Bum los está esperando. No pudo bajar a Buenos Aires porque se juega mucho en el próximo combate con Azpeitia, ese puto español que lo único que sabe hacer es trabar y pegar cabezazos en las cejas.
—Eso no es un boxeador, es un chivito —dice Altofini.
—Pero no deja una ceja sana, y Peretti no tolera que le marquen la cara.
—La cara es el espejo del alma y por lo tanto del boxeo como una de las bellas artes. Los grandes campeones con estilo han salido con la cara intacta. Cassius Clay.
—Se llamaba Mohamed Alí —le corrige Carvalho.
Atraviesan el hall y por una puerta lateral ganan un patio interior, como si fuera un claustro de la antigua mansión, con surtidor apagado en el centro. Cruzan el recuadro de arrayanes en torno de la araucaria central en dirección a una puerta que da a un gimnasio. Peretti ya entrena con los sparrings. Apenas si se le ve el rostro protegido, pero en los ojos hay determinación cuando golpea con ensañamiento. El joven rubio pendiente de sus uñas las maltrata ahora jugueteando con un punching. Parodia más que imita los movimientos y golpes que Peretti intercambia con los sparrings. Más que sus golpes temblones llama la atención el enorme tatuaje que le ocupa casi todo el brazo izquierdo. Merletti golpea en un gong. El sparring detiene la pelea. No así Peretti, que sigue golpeando furiosamente, coge descuidado al sparring y le derriba de un derechazo. Luego capta la estupefacción provocada y ayuda a levantarse al caído. Se disculpa. Se quita los protectores y vuelve a ser el boxeador «intelectual» como le llama la prensa, pendiente del acercamiento de Merletti y los recién llegados, evaluándolos a distancia. Merletti se los presenta con desgana.
—Carvalho y Altofini, detectives privados.
Peretti señala primero a Carvalho y luego a Altofini.
—¿Carvalho? ¿Altofini?
—En efecto, ha señalado usted correctamente.
—Con ojo de lince —corrobora Altofini.
—Sencillo. Me dijeron: uno de los dos es gallego, y usted camina como un gallego.
—¿Cómo caminan los gallegos?
—Sin cadencia. Para un gallego el paso es la línea más corta entre dos puntos.
—Es una teoría.
—Iluminada y certera —corrobora Altofini.
—Pásalos al bar. En seguida estoy con ustedes —ordena Peretti a Merletti.
Se va saltando sobre la punta de sus botas, como si prosiguiera el entrenamiento. Le sigue el muchacho rubio y tatuado, que ha exhibido ante los recién llegados la misma desgana que ante el punching. En el bar, Merletti sirve unos whiskies de una botella de cristal de roca ahumado.
—¿De verdad no quiere hielo y agua?
—Primero probaré si es bueno —responde Carvalho.
Al instante irrumpe la voz y la presencia de Peretti, siempre a su estela el efebo rubio.
—El gallego es un buen catador de whisky. Tómelo sin agua, ni hielo. Es un Springbank treinta años. Me lo regalaron como bueno.
—Si es un Springbank treinta años, no se equivoca, es buenísimo y carísimo.
—¿Ya lo había probado? —pregunta Merletti sarcásticamente.
—En los aviones de mis clientes no se bebe otra cosa.
Altofini contempla su vaso lleno de agua, hielo, Springbank treinta años.
—Así, con agüita, con su hielo, lo meo todo. Así el whisky se mea todo. Hay que tener los riñones de Bum Bum o del gallego para el whisky solo.
Peretti se ha apoderado de un sillón y del salón. Mueve la cabeza en dirección a su acompañante.
—Robert, mi hijo.
El joven rubio saluda con una inclinación de cabeza.
—¿Cómo, su hijo? —pregunta Altofini—. ¡Pero si sos un pibe! Será adoptivo.
Peretti corta con sequedad, mientras Carvalho trata de reprimir la pegajosidad de Altofini.
—Mi hijo. Con eso basta.
Altofini está tan de acuerdo que va a excusarse otra vez, pero le contiene una muda llamada de Carvalho.
—Y ahora quisiera hablar a solas con nuestros visitantes —anuncia Peretti.
Merletti y Robert se van. Peretti tarda en sentirse a gusto en la nueva situación. Finalmente se relaja. Busca en el bolsillo de su chaqueta deportiva, saca una carta y se la tiende a Carvalho. La lee en silencio.
Querido Lorenzo. Sé de tus éxitos por los periódicos y alguna vez me acerqué por el Luna por si te veía boxear, pero las entradas son muy caras para mí. Todo es muy caro para mí. Me acuerdo de aquellos meses en los que yo era el joven profesor y vos el alumno adolescente, aquellos tiempos en que fuimos felices, dos en uno, doblemente hombres, como te gustaba decir a vos, y me entristece verme así, hecho una basura, drogadicto de todo y adicto a nada, sin suerte en la vida ni en mi carrera y cada vez con más miedo a la autodestrucción. Necesito tu ayuda. No en nombre de lo que fuimos el uno para el otro, sino de tu calidad humana, de la que tantas pruebas tengo. Escribime al Apartado de Correos 3457. No tengo domicilio fijo.
LOAIZA
Peretti espera a que Carvalho diga algo. Asiente cuando el detective solicita permiso para pasarle la carta a Altofini. Carvalho finge esperar la lectura de su socio para ganar tiempo. Cuando Altofini termina de leer adopta una expresión tan aséptica que adquiere una rigidez casi cómica.
—¿Y bien? —pregunta Peretti.
—¿Contestó usted la carta?
—Sí. Confieso que reaccioné por una mezcla de compasión y miedo. Compasión porque admiraba mucho a Bruno Loayza y miedo porque una persona que vive sórdidamente se comporta sórdidamente.
—Joven profesor. Alumno adolescente. ¿A qué época se refiere?
—Fue al final de los años setenta. Yo era un bicho raro que me movía en el mundo del boxeo juvenil amateur, pero también me había anotado en la universidad. Faltaban muchos profesores: perseguidos políticos, exterminados, fugitivos, alguno había quedado, y Bruno era de los más brillantes, como un eslabón con el esplendor intelectual de los años anteriores al golpe. Bruno era tan brillante como poco escrupuloso en sus seducciones. Le gustaba jugar a la ruleta rusa moral y sexual. Recibiera el disparo quien lo recibiera. Pero no le guardo rencor, sino curiosidad, quizá curiosidad por mí mismo, por el joven también curioso y sin límites que fui.
—¿Cuándo terminaron sus relaciones?
—Las más íntimas apenas si duraron un año académico. Como amigos nos vimos de vez en cuando, cada vez menos, sobre todo desde que empecé a destacar en el boxeo profesional y él se hundió progresivamente en la drogadicción.
—Cuando recibió la carta, ¿llegó a verle?
—No. Pero le mandé dinero. Varias veces. Sus cartas se hicieron cada vez más agrias, más exigentes. Más amenazadoras.
Peretti espera a que Carvalho siga indagando, pero el detective calla y Altofini no se atreve.
—Perdone que no le enseñe las cartas siguientes. Únicamente añaden morbosidad y suciedad, como si trataran de manchar algo que fue casi hermoso. Un desliz de juventud. En la universidad. Yo quería ser boxeador y al mismo tiempo un sabio enciclopedista. Me había inscrito en varias carreras. En filosofía conocí a Loaiza, ya les dije que era un joven profesor auxiliar, poeta prometedor, fascinado porque decía ver en mí al hombre completo. Usted no lo pregunta y se lo voy a decir para que conste en acta de una vez por todas, para poner las cartas sobre la mesa. Tuvimos una relación homosexual durante varios meses.
—¿Cuántos, para ser exactos? —pregunta Altofini.
—Cuatro meses y siete días y medio, para ser totalmente exactos, ni un segundo más, ni un segundo menos.
—Los griegos, Platón, los luchadores turcos. No hay que avergonzarse —concede Altofini.
—Ni me avergüenzo ni me arrepiento de nada, pero me imagino perfectamente lo que puede ocurrir si sale a la luz que tuve relaciones homosexuales a los veinte años. En este país podes tirar a tu mujer por la ventana y te perdonan porque sos un macho, pero la homosexualidad sólo se la toleran a algunos cómicos. Necesito controlar a Bruno Loaiza. Saber dónde está. Afrontarlo. Terminar con esta amenaza. No me importa el dinero. Me importa la lógica absurda, caprichosa de un drogadicto.
Abandonan la casa de Peretti ya de noche. Carvalho conduce silencioso, cansado. Altofini, siempre con sombrero, silenciado por cuanto había visto y oído, prosigue un proceso mental del que sale al cabo de treinta kilómetros para inclinarse hacia Carvalho y hacer con dos dedos de cada mano el gesto del coito.
—¿Así se la metían por el culo?
—¿Por dónde si no?
—Claro. Claro. ¡Y qué bien habla el maricón! ¡Qué razón tenía Victor Hugo, mi maestro: lo que bien se concibe bien se expresa / con palabras que acuden con presteza! ¡Condición humana! Cuanto más cultiva el cuerpo el hombre, más admira el cuerpo del otro hombre, como dijo Platón.
—¿El filósofo?
—No. Platón Carrasco, un ex cuñado mío que tenía un gimnasio cerca del cementerio de la Chacarita. Era muy peronista. Quería mejorar la raza.
Carvalho olisquea las paradas, melancólico, sorprendiéndose ante los extraños nombres de las partes de las bestias, de los escasos peces. Alma lo ve meditabundo ante los cortes de carne: vacío, entraña, bife, bife de chorizo. Se le acerca y tolera su actitud contemplativa hasta que Carvalho le habla.
—Un día vendrás a Barcelona y te llevaré al mercado de la Boquería. España está llena de mercados maravillosos. En Galicia hay mercados de pescados que parecen catedrales sumergidas.
—En pleno síndrome de abstinencia de nostalgia. ¿Cómo combatís el síndrome de abstinencia? ¿Te vas a un mercado?
—Primero es el crimen. Después el mercado. Allí intervengo yo.
—¿De qué crimen me hablas?
La invita a que mire alrededor.
—Estamos rodeados de cadáveres: vacas, corderos, peces, lechugas, nabos, apios. Alguien les ha cortado la vida para que los comamos.
—Los matarifes o las vendedoras, ¿son los asesinos?
—Asesinos o encubridores. Nadie se salva.
Alma ve ahora a las vendedoras como cómplices del crimen y contempla a las víctimas una a una, sobre todo a los peces no troceados, desde su muerte pasiva o convulsa. Alma cierra los ojos.
—Qué horror. Desde esta perspectiva parece como si estuviéramos en un cementerio.
—Muertos sin sepultura. La sepultura está aquí y aquí.
Se señala la cabeza, y el estómago.
—Nunca más volveré a comer bichitos.
—¿Es más legítimo matar a las plantas? ¿Has visto tú la cara que pone un apio cuando lo arrancas de la tierra? Hay botánicos que dicen que las plantas gritan cuando mueren.
Alma contempla a Carvalho como si fuera el mensajero del horror.
—¿Has venido a horrorizarte?
—Ya he llegado horrorizada. Font y Rius se pasó de maquiavélico y volvió a meterlo a Raúl en el ojo del huracán.
Regresan al apartamento del detective con la cesta llena de muerte y la cabeza de Carvalho de proyectos culinarios.
—Sólo guisar enmascara la tragedia, la barbarie.
Alma le cuenta su diálogo con Font y Rius, pero Carvalho parece hastiado de todo cuanto se refiera a Raúl. Contempla el caer de la lluvia fina más allá de los cristales, Alma sentada ante él, con una calabacita de mate entre las manos. Carvalho se las entiende con un vaso de whisky con hielo, mientras reflexiona sobre la tenacidad del monzón argentino.
—Llueve, llueve desde hace semanas. Me recuerdan las lluvias de Ranchipur. Soy tan viejo que en mi cabeza tengo la versión de Vinieron las lluvias interpretada por Mirna Loy y Tyrone Power. ¿Sabes tú quién era Mirna Loy? ¿Qué tiempo hará en Barcelona?
—Cuanto antes encontrés a Raúl antes podrás volver a tu casa. Parecés ET. ¡Mi casa! ¡Mi casa!
—Font y Rius es un irresponsable. Siquiatra tenía que ser. Pero mi primo, ¿cómo se puede poner a jugar a la ruleta rusa? ¿Quién te ha dicho que me encontrarías en el mercado?
—Don Vito. Estaba muy entusiasmado porque ese farsante les pidiera ayuda. El hijo de puta ese que se hace pasar por hijo de Borges.
—Mis clientes no son hijos de puta.
—Ese lo es. Apareció para hundir la memoria del viejo, para ensuciar su imagen.
—¿Tanto te importa la imagen de ese reaccionario? Os puso a caldo a todos los montoneros y aplaudió la guerra sucia.
—¿Quién no aplaudió la guerra sucia? Hasta algunos de nosotros la aplaudimos. Dijimos: ¡que vengan, que vengan a buscarnos! Van a enseñar la verdadera cara del sistema.
—La soberbia armada.
—No me digas eso. Es el título de un libro y una posición que me repugnan. Si lo nuestro era soberbia, ¿lo del sistema qué era? A Borges, dentro de cincuenta años se le leerá como a un escritor, no como a un ideólogo. ¿Quién tiene en cuenta hoy que Virgilio fue un lameculos de Octavio Augusto o que Defoe fue un miserable confidente o que Verlaine era una mala persona?
—No puedo con Virgilio. Yo sólo he leído a Julio Verne.
—Mentira. Y porque tu incultura es mentira, no tenés que humillar a Borges. Humillar la memoria de Borges es humillarnos a todos los que lo necesitamos. Por lo menos hay que creer en la magia de los creadores.
Carvalho toma a Alma por un brazo, tratando de reducir su arrebatamiento.
—No insistas más, me has convencido. Pero mi trabajo es mi trabajo. ¿En tus clases de la universidad dices lo mismo?
—Esta mañana les he dicho lo mismo a mis alumnos. Me quedan pocas verdades, pocos derechos, uno de ellos es el de practicar la necrofagia cultural que a mí más me guste.
Carvalho mete la mano en una bolsa de la compra y saca un pescado grande, muertísimo, pero lo vuelve a meter en su tumba de arpillera porque la cara de Alma es el mapa del asco.
—¿Acaso yo no tengo derecho a elegir los cadáveres que me como?
El capitán viste prendas Nike y hace flexiones a la media plancha, abdominales con pesas, sobre una estera, en su despacho. Más procesador de textos y archivos que libros, un punching, una polea, una cuerda pende del techo como una serpiente invertida. Entra corriendo Muriel, con los brazos cargados de libros. Se inclina para darle un beso que interrumpe las flexiones.
—¿Corrés o volás?
—Llego tarde a la universidad. No quiero perderme la clase.
El Capitán se ha levantado, se seca el sudor con una toalla, sin dejar de hacer esgrima con las piernas.
—¿A qué clase vas?
—La profesora Medotti prometió hablarnos de Borges, habló de lo de ese hijo falso que le ha salido y prometió hablar de la Historia universal de la infamia. ¿Viste lo del boludo ese que se hace pasar por hijo de Borges?
—¿Boludo? ¿Ese es el lenguaje que te enseñan en la universidad?
—Es un farsante. Hay que conservar el respeto por los auténticos creadores. Es la única magia que nos queda. La de los poetas.
—Hay poetas peligrosos que meten en la sangre el virus de la destrucción y la autodestrucción. Hubo poetas entre los subversivos. Urondo, Gel-man. Se llamaban poetas a sí mismos, pero un poeta ha de ser constructivo.
—¡Me encanta Gelman! Con Urondo todavía no empecé, pero Gelman me encanta.
—¿Vos leíste a esa gente?
Se va corriendo Muriel. El Capitán la ve marchar con una ternura que progresivamente se endurece. Va hacia el saco de boxeo, lo golpea, va aumentando la dureza de sus puñetazos mientras alza la voz que grita:
—¡Magia! ¡Magia! ¡Magia! ¡Magia!
Sube Muriel al colectivo a la carrera y el reloj le indica que el tiempo la persigue. A medida que se acerca al centro crece su impaciencia y el colectivo se detiene por un tumulto que concentra a los peatones. Desde la ventanilla, Muriel ve a Borges Jr. caminar por una acera, como imbuido de su recién adquirida importancia y ratificado por los transeúntes que se vuelven a su paso, como si le reconocieran cual animal televisivo. Pero lo que ha creado tumulto es una furgoneta con altavoz, circula parsimoniosa en doble fila, a la altura del Ariel fugitivo. Del altavoz emerge una voz amenazadora:
—Ese pavo real que pasea por la vereda dice ser el hijo del más grande escritor argentino de todos los tiempos. Es un aventurero que solamente tiene sitio en una Argentina de aventureros. Escupan a la cara del impostor. Por la memoria del gran Borges. ¡Escupan a la cara del impostor!
Se lleva el colectivo el asombro de Muriel, mientras Borges Jr. primero encaja la alocución como si no fuera con él, luego acelera el paso. Una vieja le detiene y le escupe. Ariel fuerza su carrera, perseguido por la mirada de los viandantes y por la furgoneta que sigue pregonando: «Escupan a la cara del impostor». Finalmente corre más que anda y tras dejar atrás varias manzanas se mete jadeante en el portal de la casa de Carvalho. Sube, dificultada su respiración por el peso, se detiene ante la puerta tratando de recuperar la cara y el aire que le falta a sus pulmones y finalmente empuja la puerta del despacho. Carvalho permanece lejano, en el fondo, sentado tras su mesa, a la distancia justa de la respiración que le queda a Borges Jr. hasta que se serena y aplaza la evidencia de su fatiga contemplando desde la ventana el tráfico y las gentes.
—Papá escribió en El Aleph: «Esta ciudad es tan horrible, que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz…». ¿No le parece una premonición y al mismo tiempo una descripción del Buenos Aires actual?
—Todas las ciudades contaminan el pasado y el porvenir. Las ciudades y las personas.
—Me acordé de lo que usted me dijo el otro día sobre su primo. Papá era un escritor voluntariamente hermético y en un fragmento de El Aleph puede haber una anticipación de su caso. Su primo es como Ulises, que vuelve a Itaca y nada es como era, ¿no? Tal vez Penélope se haya limitado a destejer y Telémaco no exista o permanezca oculto. Homero le cuenta al protagonista de El Aleph que, como Ulises, habitó un siglo en la ciudad de los inmortales, esa ciudad que contamina el pasado y el porvenir.
Carvalho está algo sorprendido y su sorpresa enmudece a Borges Jr.
—¿Y?
—En algún momento su primo tendrá que llegar al mismo descubrimiento que Cartaphilus: «Cuando se acerca el fin ya no quedan imágenes del recuerdo: sólo quedan palabras».
—Algo de cierto hay. Últimamente mi primo escribe anónimos, pero escribe. Ya se le acabaron los recuerdos. Por eso empieza a ser agresivo. Quiere entrometerse, molestar. No. No quiere morir. Quiere volver a vivir. Hostiga a los que le traicionaron. Hasta escribe cartas a los japoneses. Está ingresando en la modernidad. No hay modernidad sin japoneses.
—Mi padre escribió algunas cosas sobre árabes y chinos, pero que yo me acuerde… nada sobre japoneses.
—¿Su padre estuvo alguna vez interesado en la alimentación animal?
—¡Jamás!
La cocinera remueve con los ojos y con una cuchara de madera el contenido de diferentes cazuelas alineadas sobre un xilofón de fogones. En el vestidor del servicio adjunto, donde las ropas huelen a arqueologías de guisos, cuatro criados se visten de mayordomos con parsimonia y hieratismo buster-keatoniano. Suena un timbre. El de la puerta de servicio, y al abrirla cansinamente un camarero le aguarda la promesa del abrazo de don Vito.
—¿Lorenzo? Vos sos Lorenzo, ¿no?
No respeta don Vito el no mudo del camarero semivestido de mayordomo y se introduce mientras ya exige explicaciones.
—Pero aquí está Lorenzo, ¿no es cierto?
Al camarero le da igual.
—Aquí nos llamamos todos James.
El criado vuelve la cabeza hacia el interior.
—¿Hay algún Lorenzo por ahí?
Uno de los tres criados restantes levanta la cabeza sin demasiado entusiasmo.
—Sí, yo. Yo me llamo Lorenzo.
Entra don Vito entusiasmado, caracteriza y ya prepara los brazos abiertos para el presunto Lorenzo, pero cuando se encuentra en la cocina ante los tres camareros igualmente desganados y a medio disfrazar, se corta, mantiene el gesto porque adivina quién es Lorenzo por la cara menos aburrida.
—¡Lorenzo!
—¿Vito?
—El mismo.
Abraza don Vito, recuerda progresivamente el otro y soporta la cháchara mientras el visitante le fuerza al aparte.
—¿No podemos hablar en un lugar más discreto?
—Lo que pasa es que en seguida se va a armar el quilombo, y los socios son unos piantaos, pero son muy exigentes.
Tres de los criados, ya vestidos como mayordomos, merodean por la cocina, y en la guardarropía don Vito tiene que reconvenir con un ¡chist! la desmesura de la respuesta de Lorenzo.
—Pero… ¿sabes lo que me estás pidiendo? Este es un club privadísimo. ¿Cómo te voy a dejar ver los archivos?
Don Vito es pura nostalgia cuando pone una mano sobre el hombro de Lorenzo.
—¿Te acordás de aquellos tiempos en que te dedicabas al contrabando y yo te cubría las espaldas? Altofini, me decía tu mujer, dale una mano a Lorenzo, que siempre se mete donde no lo llaman.
—Por eso no quiero más líos. Aquí dentro hay muchos tipos peligrosos. Muy señores pero muy peligrosos. Gentes del poder o bien vistos por el poder, proteína pura de oligarquía, que juegan a no sé muy bien qué. A vivir literariamente, dicen ellos. A hacerse los payasos. Pero cuando se sacan el disfraz son unos hijos de puta, unos caníbales. Yo me llamo James, como los otros tres, y eso es lo que cuenta.
—Una miradita a los archivos, Lorenzo. Hoy por vos mañana por mí.
Lorenzo le contempla valorativamente, pero tal vez desde una teoría del valor muy personal.
—Pago mis deudas, pero no voy a pagarte porque me ayudaras a no meterme en quilombos; te pago porque te cogiste a mi mujer y así pude dejar a esa foca. Yo no podía con aquella valquiria.
Emocionado por la confidencia y con ganas de establecer complicidades, don Vito pone una mano sobre el hombro de su protegido.
—Lorenzo, voy a serte sincero. Yo tampoco pude.
—Desaparece y agarra esta llave. A partir de las doce aquí no hay nadie.
Será a las doce y cuarto de la noche cuando se abra la puerta que comunica el vestidor de la servidumbre con la cocina. Camina entre cuidados don Vito, atraviesa el guardarropía. Sale al hall distribuidor de las dependencias del club El Aleph y escruta la breve luminosidad que conservan luces de posición. Se saca del bolsillo un papel donde estudia el plano trazado a mano y empieza a subir las escaleras hacia el primer piso. Una vez allí se orienta hacia la puerta deseada, la comprueba en el papel, está a punto de traspasarla, percibe como una tos de ubicación indeterminable. Agarrotado espera la confirmación del ruido, pero no llega y abre la puerta.
Una vez dentro de la secretaría ya no puede oír la confirmación de la tos en la habitación de al lado, ni ver cómo varios socios del club parecen aguardar acontecimientos vestidos como boxeadores de comienzos de siglo. Calzones muy largos, camiseta a listas horizontales, pesados guantes, raya en medio de un cabello engominado, bigote a lo rey de Inglaterra o a lo zar de Rusia. No disponen esta vez de otro mayordomo que Lorenzo. Regocijado les advierte:
—Ese hijo de una gran puta ya está dentro.
Impaciencia en los boxeadores, saltan sobre las puntas de los pies, golpean al aire. El presidente aconseja:
—Hay que darle su merecido.
El piquete de boxeadores sale de la estancia. Su avance es más marcial que deportivo. James, al verlos partir, ha recuperado la cara de mayordomo, pero con los colmillos al descubierto y en los labios la sentencia:
—Vito Altofini, te vas a acordar de este cornudo.
Apenas recordará después don Vito que tenía los cajones de los archivos abiertos, que ya había seleccionado alguna carpeta, que incluso se había puesto las gafas para leer e iluminado los papeles con una linternita regalo de madame Lissieux.
De pronto se abre bruscamente la puerta y cuatro boxeadores a la antigua usanza avanzan hacia él fajándose y lanzando resoplidos. Es cierto que don Vito trata de asumir la situación, aunque quizá no con las palabras adecuadas.
—Sólo se trata de un malentendido.
Pero ya tiene a los boxeadores encima y sólo puede hacerles frente a manotazos y patadas, los boxeadores le cercan técnicamente y empiezan a caerle golpes que saben dónde pegan. Contraste entre la desesperación desarbolada de don Vito y la sistemática entrada y salida de los cuatro boxeadores para darle golpes implacables. Tan implacables que acaban por derribar al hombre, con el rostro tumefacto. Uno de los boxeadores le levanta la cara por los cabellos ya ensangrentados y los otros continúan amasándosela con los puños. Don Vito Ecce Homo ya ha perdido el conocimiento.
Vladimiro rumia en voz alta las confidencias que acaba de hacerle Borges Jr., culpable y cabizbajo.
—Así que don Raúl Tourón ha resucitado de entre los muertos y les está rompiendo los huevos a sus compinches.
Se echa a reír. Borges le mira con ojos de perro triste.
—He traicionado la confianza de esa gente.
Suena a sus espaldas la voz de Pascuali.
—¿Ahora me venís con remilgos? ¿No traicionaste la confianza de la gente a la que estafaron vos y tu vieja?
—No habría timadores sin gentes con ganas de ser timadas.
—No habría asesinos sin gentes con ganas de ser asesinadas. No digas estupideces.
—Esos fanáticos me persiguen, tengo miedo, necesito que usted me proteja.
Pascuali está más fastidiado que de costumbre.
—Sectas. Sólo me faltaban sectas, sectas literarias.
Espera a que el policía encargado termine la redacción del informe, emite con la cabeza un mensaje a sus acólitos que Borges no descifra y recorre los pasillos que le separan del despacho utilizado por el director general durante sus visitas a la comisaría. No muy locuaz el encuentro y Pascuali deja bajo los ojos dióptricos del político el informe que acaban de entregarle.
—¿No me puede adelantar el contenido? Aunque sean cuatro palabras.
—Sectas. Sectas literarias.
—¿Sectas literarias? ¿Y eso con qué se come?
Pero el mutismo de Pascuali le obliga a leer el breve informe. Antes de levantarse mira a Pascuali por encima de los lentes, como si quisiera verlo sin filtros deformantes. Pero se levanta. Pone los puños sobre la mesa e inclina su cabeza para acercarla a la del policía. Al director general le encanta vociferar a escasos centímetros de las narices de Pascuali.
—¿Sectas? ¿Sabe usted quién forma parte del Club El Aleph? La flor y nata de parte del empresariado. El presidente es Ostiz. ¿Le dice algo el nombre? Altos cargos universitarios, gozadores, gente que tiene mucha plata y mucho poder. ¿Qué quiere usted? ¿Una orden de allanamiento? ¿Y qué más quiere? ¿Que interrogue a Güelmes, un ministro recién nombrado, sobre sus negocios con un grupo japonés? ¿Qué más quiere? ¿Que declare anticonstitucional la Constitución? ¿Que decrete una orden de búsqueda y captura del presidente de la república? ¿Quiere dejarme sin trabajo? ¡Y todo por un estafador de mala muerte y por un chiflado al que está buscando! ¿Qué quiere ese hijo de puta? ¿Qué quiere? ¿Sacarme de quicio? ¿Como usted?
Pascuali resiste la tormenta sin apartar la cara ni cerrar los ojos. El director general se cansa. Va hacia su mesa. Saca del cajón un medidor de presión estándar, de los utilizados de director general para arriba, y se lo aplica.
—¡Catorce y once! ¡Catorce y once! ¡Nunca había tenido tan cerca la máxima de la mínima!
Pero habla a nadie. La puerta se ha cerrado tras Pascuali. El director general saca su teléfono móvil de un cajón, lo conecta y marca un número que ha recuperado de su ordenador de bolsillo.
—¿Güelmes? Pascuali presiona cada vez más. Hay que hacer algo. Tenemos que vernos. Por cierto, catorce y once. ¿Y vos?
El médico brota, más que sale, de la puerta contemplada con angustia. Carvalho va a por él, seguido de Alma. El médico susurra palabras y sugiere una dirección hacia la que se precipitan para llegar ante el biombo que los separa de Vito Altofini momificado por los vendajes. Apenas puede mover los labios hinchados. Alma y Carvalho se han detenido, sacudidos por la brutalidad del espectáculo, pero don Vito invita con un cabezazo a que se acerquen. No se oye lo que trata de decir y Carvalho se inclina a la orilla de los susurros. Carvalho asiente y se vuelve hacia Alma.
—Dice que estamos en un mundo de fanáticos. También me ha dicho que, en las películas, la chica besa a los enfermos cuando va a verlos al hospital.
Alma sonríe, pero cuando está a punto de besar a don Vito ve que sólo tiene descubierta la boca.
—Sólo puedo besarlo en la boca.
—Me parece que es lo que quiere.
Don Vito expresa la irremediabilidad de la situación. Alma le besa en la boca con complacencia, sin la menor intención de cubrir el expediente. El primer o el último beso de una historia de amor. Húmedo. Profundo. Los ojos de don Vito en éxtasis, pero se truecan en ojos alarmados y con la cabeza que trata de indicar algo. Carvalho y Alma le miran, se miran sorprendidos, finalmente comprenden, se vuelven: Pascuali en el marco de la puerta. Invitados a salir, Carvalho y Alma avanzan, a la zaga va el policía que masculla, para que sólo ellos lo oigan:
—¡Me tienen muy harto. Muy harto. Donde meten la nariz meten la mierda!
Acaban el pasillo, y ya en el hall de salida, Pascuali retiene a Carvalho por un brazo, de malas maneras.
—Quiero saber.
Carvalho exterioriza la paciencia que necesita para soportar a Pascuali.
—¿Qué quiere saber? Vito Altofini ha sido salvajemente agredido por unos fanáticos, unos fundamentalistas borgianos.
—¡Déjese de martingalas! Quiero saber todos los detalles del chantaje de Raúl Tourón, con los japoneses incluidos.
—Uno de los implicados en el lío es el Capitán.
Se acerca a Pascuali y le repite.
—El Capitán. ¿Demasiado Capitán para usted, Pascuali?
El policía no responde, ni siquiera gesticula, y Carvalho y Alma tratan de aprovechar su desconcierto para el mutis, pero Pascuali corre tras ellos, toma a Carvalho por un hombro y le obliga a volverse violentamente.
—El Capitán, gallego de mierda, es un milico, un residuo de la era de los milicos. Pero eso un día u otro se va a acabar y la sociedad lo único que necesita son policías, no milicos. Los milicos ya los pondrán los yanquis.
—Es una teoría.
—Es una evidencia necesaria. Yo soy el futuro, la única posibilidad de orden.
—También la policía privada.
—¿Usted?
—No. Yo soy el último mohicano. Me refiero a la que está y estará al servicio del orden. Yo estoy al servicio del desorden. Yo soy desorden.
Platos y cubiertos limpios, bruñidos, agrupados según ritmo visual que el pinche respeta objeto por objeto. Raúl exprime el estropajo-esponja para escurrir las últimas gotas de agua sucia. Lo tira al fregadero. Contempla la cocina. Todo reluce. Sonríe satisfecho. Por el ventanal se prende de las luces reclamo que navegan por el río a la altura de Costanera Norte. Se deja caer en un taburete. Se pasa las manos por el rostro. Bate la puerta y deja paso al jefe de cocina, que examina el estado de las cosas y aprueba con la cabeza.
—Ha sido un día terrible. Le dimos de comer a medio Buenos Aires.
—Y el otro medio nos trajo también sus platos sucios.
Raúl coge el sobre que le tiende el jefe, lo aprieta por los bordes para que se abra un poco y pueda ojear los billetes que contiene. Se guarda el sobre masticando un gracias que el otro hombre ni escucha porque ya sale de la cocina. Raúl se levanta, se quita el delantal, mete la cabeza debajo del chorro de agua del grifo, se seca con un trapo de cocina limpio. Cuando sale de la encerrona del trapo, despeinado, con el rostro enrojecido por las frotaciones, se da cuenta de que no está solo. Pero reconoce al intruso. Le dice que sí con la cabeza. Ya en la calle el acompañante le insta a que suba a una inacabable limusina Lincoln de cristales oscuros. El hombre que le espera en el interior huele a perfume recién puesto y tiene la piel rosada como los niños. Se pone en marcha el coche y el monólogo del anfitrión.
—Las cosas claras desde el principio. Sé quién es usted y usted debe saber quién soy yo. Gálvez Jr., Richard Gálvez Aristarain. ¿Se acuerda? Mi padre, el Robinsón, Viernes. Apenas si hace unos meses que lo mataron. Mi padre le prometió ayudarle a encontrar a su hija. Como ya le hice saber yo, descubrí entre sus papeles algunas indagaciones sobre su búsqueda. Interesantes. No definitivas pero interesantes. En las notas mi padre refería una conversación en la que usted alude a un descubrimiento sorprendente, doloroso, recientemente experimentado. Un desvelamiento. ¿Aquí, en Buenos Aires?
—No. En España.
—Debido a ese descubrimiento usted vuelve a la Argentina, ¿no es cierto?
—No exactamente. Yo estaba ya por volver cuando se produjo la revelación.
Queda encuriosado Gálvez Jr., pero Raúl no le compensa. Suspira.
—En fin. Las cartas sobre la mesa. Tuve desde el comienzo sospechas de que la muerte de mi padre tenía que ver con los chantajes que había dirigido a buena parte de mis amigos y colegas de lo que ustedes llamaban la oligarquía. Nosotros no sabemos cómo llamarnos. Se admiten sugerencias. Uno de los chantajeados más peligrosos fue Ostiz. ¿Le suena el nombre?
—Un cómplice del golpe militar.
—Casi todo el dinero argentino fue cómplice de aquel golpe, pero Ostiz además es muy bravo, le encanta pagar las cloacas y hacer de cloaquero. Mató a mi padre, seguro, y después contribuyó a financiar la primera piedra de un parque temático sobre Robinsón. La primera piedra. De la segunda nadie se acuerda.
—¿Qué tiene que ver Ostiz con mi hija desaparecida?
—Esa es la incógnita, pero en los papeles de mi padre encontré la siguiente correlación de vectores: hija de Raúl-Ostiz-señora Pardieu.
—¿Por qué juega de mi lado?
—Juego al mío. Yo no puedo chocar de frente contra Ostiz, pero quiero hacerle pagar la muerte de mi padre. Sabíamos quién era usted, quién es Ostiz, pero nada de la señora Pardieu. Estuvimos investigando a la tal señora y aparece como una madre soltera de una hija nacida en Buenos Aires en 1977. El nombre de inscripción de la piba es Eugenia y nada se sabe sobre los siguientes movimientos de la madre soltera, ni de la niña. Un muro. Sin fisuras. Entonces hay que volver a Ostiz. ¿Por qué mi padre establece esa relación? Ostiz fue uno de los oligarcas que respaldaron el andamiaje económico de los principales implicados en la represión directa, incluía la adopción de hijos de desaparecidos y no sería de extrañar que respaldara el pecaminoso alumbramiento de la madre soltera Pardieu. Muy hábil. Una madre soltera permite enmascarar mejor la presencia de cualquier militar o policía en el asunto.
—¿No existe ningún militar apellidado Pardieu?
—No iban a ser tan ingenuos.
Carvalho abre los cajones de los archivos. Uno tras otro. Vacíos. Se revuelve, temeroso de haber caído en una trampa. Va hacia la puerta, la entreabre, nadie en el campo que puede discernir desde su posición. Vuelve hacia atrás. Registra las mesas de la oficina. Nada de interés en los cajones. Contempla las paredes, los muebles, como si estableciera un inventario visual. Finalmente se saca un bulto de debajo de la gabardina. Es una lata de gasolina. Traza un reguero por la habitación, como una rúbrica que zigzaguea alrededor de los archivos, sobre la mesa y prolonga hasta salir al remate de la escalera. Esparce lo que queda en la lata por los escalones. Toma distancia. Enciende un mechero. Quema un folio de papel enrollado y lo arroja hacia el reguero de gasolina. El fuego brota y va subiendo afanado las escaleras. Carvalho contempla el comienzo del incendio y luego se retira con una celeridad controlada. Mientras vuelve a su casa le bailan las llamas imaginadas ante los ojos, como si estuvieran más allá del parabrisas, y se imagina las reacciones personalizadas. Pascuali. Los jefes de Pascuali. Eres un pirómano, se dice. Ya lo eras.
El director general vocifera ante el teléfono. Lo cuelga, se deja caer en el sillón, al borde de la autocompasión más licuada. Repentinamente abre un cajón de mesa y saca el medidor de presión. Mete el dedo en él. Le aterran las cifras que le ofrece el medidor. Levanta la mirada y el terror se convierte en indignación porque ante él permanece paciente Pascuali.
—¿Quién me ha quemado el Club El Aleph?
—Quizá los bomberos podrían contestarle.
—¿Los bomberos? ¡Las pelotas! ¡Tenga! ¡Lea! Salga de su suficiencia de policía de película.
Le lanza un papel que sobrevuela y Pascuali debe cazarlo al vuelo. Lo lee. Finge indiferencia mientras al director general le da por el sarcasmo.
—Es la lista de socios del club. ¡Dos ministros de este gobierno y no sé cuántos de todos los gobiernos! ¡Desde los tiempos de Sarmiento y Mitre! ¿Financieros? Los que quiera. Para empezar, el mismísimo Ostiz, un capo de la patronal, es el presidente de esos pirados.
Se levanta para realzar su estatura y su jerarquía ante Pascuali.
—¡Quiero al pirómano! ¡Quiero orden! ¡No quiero alterarme innecesariamente por el desorden que usted está permitiendo!
Esta vez es el director general quien deja en el despacho con la palabra en los labios a Pascuali. Va por los pasillos rechazando consultas y toma el ascensor hasta el último parking. Le basta un gesto para que los dos policías que inician la operación de respaldarle se retiren y abre con su propia mano una puertecilla férrica. Más allá una habitación de encuentro con un estilo déco venido a menos por la humedad y los años y Güelmes sonriente, acogedor, abrazador.
—Ojalá tuviera su optimismo. Acaba de arder el Club El Aleph, y tengo a todo Buenos Aires pidiéndome la cabeza del responsable.
—Caso Borges Jr. Asunto menor. Vamos a continuar una antigua conversación, Morales, querido Morales. Tomemos asiento. Vamos a sentarnos y a relajarnos un poco.
No muy seguro de relajarse se relaja Morales porque se lo ha mandado un superior.
—Morales. Tanto en el caso Raúl Tourón, que algo tiene que ver con el de Borges Jr., como en una serie de acciones incontroladas que los dos tenemos en la memoria, aparece el Capitán. Por cierto, ¿conoce usted sus verdaderas señas? ¿Sabe dónde vive?
—Eso es un secreto de Estado al que no tengo acceso.
—Conozco al Capitán. Se ha llamado de muchas maneras: Lage, Bianchini, Gorostizaga. Ahora se apellida Doreste. Cuando yo estuve en sus manos era Gorostizaga. Reconozco que pronunciar el apellido impone, sobre todo si tenés la lengua y los genitales hinchados por la picana. Pero no se alarme. No viajo al pasado, sino al futuro. No podemos enfrentarnos a personas como el Capitán, pero nos estorban. Son poderes que ahora ya resultan innecesarios. ¿No es cierto? No podemos levantar la mierda que esconden, pero podemos recurrir a la técnica del jiu-jitsu. ¿Conoce usted las reglas del jiu-jitsu?
Negó el director general con la cabeza.
—Se basan en aprovechar la agresividad del otro para vencerle, su agresividad es su propia trampa. El Capitán se siente prepotente, pero tiene un eslabón débil: su relación con Raúl Tourón. No es normal que arremeta contra él con tanta virulencia. Hay algo que los relaciona y que nosotros todavía no sabemos.
—Bueno… ¿y?
—Propongo organizar un comando que secuestre a Raúl Tourón y averigüe lo que sabe. Nada oficial. Ni siquiera Pascuali debe saberlo. Una vez aclarado lo que sabe Tourón, si de verdad es una pieza contundente que puede destruir al Capitán, lo soltamos para que actúe, nos mantenemos alerta, incluso le ayudamos como el capitán Nemo auxilia a Ciro Smith en La isla misteriosa. Si no tiene nada en sus manos, entonces aprovechamos la detención y se lo pasamos a Pascuali.
—¿Y el comando?
—El director general de Seguridad es usted. Pero no se preocupe. El Capitán y otras personas de su estilo me enseñaron a organizar comandos.
Como si dialogara y se peleara con el alumno escondido tras las páginas de la prueba, Alma tiende los brazos tensos, trata de ayudarse de las manos para subrayar lo que está diciendo, sola, ante un montón de exámenes escritos.
—Pero, pero ¿cómo es posible? ¡Amanecer con hache! Y no te sabes ni el año en que se publicó el Martín Fierro. ¿Pero vos, vos a qué escuela fuiste? ¿Y vos? ¿Cómo es posible ser tan lerdo? ¿Cómo es posible escribir Curcius y no Curtius? Curtius. ¡Curtáis!
Tira el bolígrafo sobre la mesa.
—Voy a bochar a la mitad. No podemos seguir creando promociones y promociones de ignorantes con título universitario.
Suena el timbre. Alma levanta la cabeza, mira el reloj, se incorpora y avanza recelosa hacia la puerta. Cuando está a punto de alcanzar la mirilla, la voz que le llega desde detrás la detiene, le hace volverse y aparece su rostro angustiado, excesivamente angustiado. Trata de serenarse. Se vuelve. Abre la puerta. La credencial en una mano enorme que se le acerca.
Carvalho se inclina para comprobar la fuerza del fuego bajo la cazuela en la que se cuece un guiso. En esta operación le sorprende el timbre de la puerta. Se alza cauteloso. Va hacia el cajón de los cubiertos y retira una pistola del ángulo más oculto de su interior. Con ella en la mano va a salir de la habitación, pero se detiene y con la mano libre coge una cuchara de madera y prueba el sabor de la carne y la salsa en la que se cuece. Entre satisfecho y preocupado, va hacia la habitación contigua. El detective se acerca a la puerta y se sitúa ante la mirilla. Suena en este momento un segundo timbrazo impaciente. A través de la mirilla ve las imágenes deformadas de dos policías. Se aparta y suspira resignadamente.
—Ya va.
—Policía.
—A sus pies.
Retrocede y esconde la pistola tras los libros que esperan la cremación en la alacena. Vuelve a la puerta y la abre. Dos policías. Uno de ellos le tiende la credencial, que ocupa el horizonte.
Un evidente moribundo soporta las explicaciones de las hazañas de don Vito, vendadísimo, pero ya erguido en una silla de ruedas, con toda la gesticulación en los brazos y una cierta expresividad en el rostro a medio descubrir, en el que se adivinan restos de heridas y moretones.
—Perdone que me detenga en algunos detalles, pero mi intervención fue decisiva, y el inspector jefe, Mendoza, me dijo: Altofini, si no hubiera sido por usted ya estaríamos rodeados, es decir, perdidos. Estaban a punto a punto de llamar en su ayuda hasta a la policía de Rosario.
El moribundo no puede más. Se incorpora con tanta agonía como incredulidad en la voz.
—¿Pero cuándo se ha visto que la policía de Buenos Aires pida ayuda a la de Rosario?
—Pero cómo se nota que usted únicamente vio policías en el cine. La policía rosarina es muy competente. Se fija mucho en las cosas. Mi mamá era de Rosario y no se le escapaba ni una.
Se derrumba el moribundo dispuesto a dejarse morir y don Vito va a continuar su explicación cuando una placa de policía brilla ante sus ojos y al levantar la cabeza allí está Pascuali. Pero tanto el inspector como el detective ven convocada su atención por los ruidosos estertores del moribundo, especialmente el último, una auténtica señal de indignada despedida.
—¿Lo ve? Yo lo estaba entreteniendo. Entreteniendo.
La historia es largamente explicada por Altofini a Carvalho y Alma cuando se los encuentra en la furgoneta de la policía. Llora recordándose a sí mismo dando la última conversación.
—Era de Rosario y quise darle ánimos diciéndole que en Rosario tienen muy buenos policías. Me detuvieron ilegalmente. Seguro que no pueden detener a un convaleciente.
Carvalho, Alma, Vito en su silla de ruedas, dos o tres pobladores tópicos de comisaría: la ramera detenida por un escándalo, una pareja de jóvenes que permanecen con las manos unidas y la voluntad de que nadie los devuelva a casa, el sicópata que se mueve como un animal eléctrico, policías comportándose como pastores de sicópatas y sospechosos en general.
Los estudiantes forman corrillos, especialmente tenso el de Muriel, como si estuviera a punto de tomar una grave decisión. Por fin uno de sus miembros, Alberto, jalea su nombre, recibe el encargo de tomar la iniciativa y sube a la tarima desde la que Alma imparte habitualmente sus clases. Reclama el silencio de sus compañeros.
—Detuvieron a la profesora Alma Modotti con la excusa ridícula de ser sospechosa de participar en el incendio del Club El Aleph. Esta excusa, inaceptable, nos previene sobre posibles violaciones de los derechos humanos y nos obliga a tomar una actitud solidaria. Tenemos que pedir que la dejen inmediatamente en libertad.
—Y el aprobado.
—No es el momento de frivolizar.
—Ni de rascarnos las bolas.
Vocerío de pros y contras. Desaliento en el estudiante de la tarima y en el rostro de Muriel. Mueve los labios como si quisiera decir alguna cosa, pero no puede o no le deja el griterío generalizado. El rostro diseñado por la impotencia le acompaña hasta su casa, allí se vuelve expectante, aplastado contra el cristal de la ventana de su habitación, a la espera del regreso de su padre. Una ráfaga de los faros del coche le avisa de la llegada. Muriel se aparta de la ventana, sale al descansillo, baja las escaleras de dos en dos, ni repara en su madre, en su duermevela ante el televisor conectado, con la botella de Grand Marnier cerca de la mano que aún sostiene el vaso. Muriel llega a la puerta en el momento en que enmarca al Capitán y al gordo tras él.
—Papá, esta noche tengo que salir. Pero antes quiero pedirte una cosa, una cosa que quiero con todo el corazón.
—¿Qué cosa?
—Detuvieron a una profesora. Ya sabes quién es. Alma. Alma Modotti. La acusan de una estupidez de incendiar un club. Vos conoces a mucha gente de arriba.
—¿Y vos qué sabes a quién conozco yo?
—Tengo ojos en la cara y no soy sorda. Sé que te relacionas con milicos, con policías.
—¡Lo único que me faltaba era que una hija mía me llamara milico!
—Perdóname. Entre nosotros llamamos milicos a los militares, aunque sean nuestros padres. ¿Podes hacer algo por Alma?
La mujer sigue semidormitando ante el televisor, el gordo permanece en un prudente segundo plano y Muriel, de pie, aguarda el veredicto de su padre. El Capitán se ha sentado controladamente en su sofá, permanece aparentemente relajado, pero hay tensión en los apretones que se cruzan sus manos y en su mirada, fija en su hija.
—Así que la señorita me pide que utilice mis influencias militares, mi prestigio ganado a pulso en las guerras, en la guerra de las Malvinas, para que vaya a mis superiores, por muy superiores que sean y les diga: pónganme en libertad a la señora Alma. ¿Alma qué? Modotti, ahora me acuerdo, porque es profesora de literatura y ya sabemos que la literatura es inofensiva. Todos los profesores son inofensivos pedagogos.
—No entiendo el sarcasmo.
—Permítame, Capitán, pero quizá sea hora de que la nena sepa quién es esa gentuza que manipula la universidad.
El Capitán crucifica al gordo con la mirada.
—¿Qué es lo que tiene que saber?
—Que no es oro todo lo que reluce.
—¿Quién te dio vela en este entierro?
Muriel ha ganado la puerta y se vuelve hacia su padre.
—¿Vas a hacer algo o no vas a hacer nada?
—¿No estamos en un Estado de derecho? ¿En una democracia? Que la justicia siga su curso. No me parece ético que yo utilice mi influencia.
—¿Confiás en la ética del poder? ¿Cuántas veces te escuché decir que esta democracia es una farsa?
—Yo digo lo que quiero y hago lo que creo justo.
Muriel toma la puerta de la calle y ante la sorpresa del gordo y del Capitán abandona la casa dando un portazo. La madre se despierta por el ruido. Mira al Capitán, al gordo, con miedo, con odio.
—Un tiro. Eso fue un tiro. ¿A quién mataron ahora?
Entre dos policías llevan la silla de ruedas en la que permanece don Vito exagerando su postración. Alma los sigue, vigilante de la imposible destreza de los agentes. Cuando don Vito se reconoce depositado en las aceras, saluda militarmente a los policías que le devuelven el saludo. Alma se hace cargo de los asideros del respaldo de la silla de ruedas y empieza a empujarla por las aceras mientras atisba la posible llegada de un taxi. Su rostro pasa de la expectación a la sorpresa, a la emoción. Por una bocacalle han desembocado Muriel y dos compañeros. Alma espera que se le acerquen y para entonces ya tiene luces en los ojos. Acaricia los rostros de los chicos, se funde en un abrazo con Muriel, propicia a su calor, a su ternura. Luego va recobrándose y adquiriendo una cierta distancia irónica, aunque tiene que secarse los ojos con la palma de la mano mientras comenta:
—Pero ¿en qué país se creen que vivimos? Esto es una democracia.
Señala el edificio de la comisaría.
—¿No se acuerdan de la frase de Alfonsín? A algunos intelectuales habría que recordarles que la diferencia que hay entre la democracia y su carencia es la misma que hay entre la vida y la muerte. ¿Se la creen? Yo no pienso moverme de aquí hasta que salga Pepe.
Fotos de Carvalho para la ficha policial. De frente. De perfil. Ojeras de insomnio más que de preocupación. Cierta fatalidad en el rostro y el ademán. Una mano le toma una de las suyas y la conduce para la impresión de las huellas digitales. Las manos limpiándose el pringue de la tinta. Carvalho se deja conducir por brazos anónimos que van señalándole la conducta, hasta que lo abandonan en una habitación mejor amueblada que las anteriores en la que le espera un hombre de aspecto tan anodino y pulcro que diríase es un diplomático. Carvalho finge una sorpresa mayor a la que realmente experimenta. El diplomático le tiende una mano, se la estrecha y en la otra ya tiene la tarjeta de visita, prodigios de tahúr. Mientras Carvalho la lee, la voz del visitante aclara su identidad:
—Pertenezco a la embajada de España. Me encargo de asuntos comerciales, pero el compañero que se dedica a estas cosas ha tenido una niña.
—Felicidades.
—Bueno. Ya tenía otra. Pero se las daré de su parte. Me ha dicho, el inspector Pascuali, que no va a retenerle por ahora, pero que permanezca localizable. Si quiere.
Carvalho espera perplejo una aclaración a las últimas palabras.
—¿Si quiero?
El diplomático se le acerca y le habla en voz bajísima.
—Me parece que tienen ganas de que se vaya de Argentina y a cambio archivarán lo del incendio.
—No sé de qué incendio me habla. Yo sólo quemo libros. Ya que presumo que usted es un liberal.
—En mi juventud milité en el Partido Liberal de Pedro Schwartz.
—Se le nota en el acento. Quemo libros. Quemo los libros que me compro con mi dinero. No los libros ajenos.
—¿Usted quema libros?
—Siempre que puedo.
—Pero ¿libros importantes? Por ejemplo, ¿usted quemaría el Quijote?
—De los primeros que quemé. De no ser importantes, ¿para qué quemarlos?
—Tiene sentido. Lo tiene.
—No pienso irme de Argentina. Toda mi vida he soñado con hacer las Américas.
El diplomático le pide que se le acerque al máximo y aún baja más la voz para hacerle una confidencia.
—Desista. Este país no hay quien lo arregle. Ni los japoneses podrían arreglarlo.
—¿Y los catalanes?
—Tampoco. Empezaron a llegar en el siglo XVIII, a finales, y luego en buena medida en el XIX. ¿En qué se nota? ¿Ha notado usted la presencia catalana en Argentina?
Reflexiona Carvalho sobre los datos que posee sobre la influencia catalana en Argentina y deduce que no tiene suficientes. Pero no quiere darle un disgusto al diplomático.
—Ahora que usted lo dice… Por cierto. No quiero irme de Buenos Aires sin ver a Cecilia Rosetto.
Alma detiene el tenedor cargado de comida que se llevaba a la boca.
—¿Loaiza? ¿Bruno Loaiza?
Carvalho, sentado frente a ella, asiente.
—Un paparulo que se creía el más piola del mundo.
—Paparulo. ¿Me lo puedes traducir a la lengua de la madre patria?
—Tonto. Un tonto pedante. Nos separaban varios años. Cuando yo terminaba él empezaba. Le mandaba la parte de haber sido un sicobolche, como Font y Rius, pero ya era considerado como un bla, bla, bla que representaba a una nueva generación «apolítica», ¿entendiste? Después esa coartada apolítica le sirvió para convertirse en un profesor vendido a los milicos, un colaboracionista al que tenían agarrado por los huevos porque tenían dossiers hasta de cómo meaba.
—¿Me traduces sicobolche a la lengua de la madre patria? Nunca me acuerdo de qué quiere decir.
—Un marxista pasado por Freud o un freudiano pasado por el marxismo y además con mucho Reich y mucha teoría orgónica de por medio.
—Sospecho que no te caía bien.
—Depende del piso del que se cayera. Si se hubiera caído de un sexto piso para arriba, perfecto. Y se cayó. Cuando yo volví del exilio y me metí acá —abarca con una mirada el bar del ámbito universitario—, Loaiza ya era una joven ruina. Desacreditado como filósofo, quemado por su colaboracionismo con los chupaculos del Proceso y con una vida privada de marqués de Sade para arriba. Se decía que era el principal cliente de todos los sádicos de Buenos Aires.
—¿Sádicos o sádicas?
—El sádico es neutro.
Carvalho gesticula cual hambriento y se va hacia la barra del self-service de profesores. Aguarda su turno para servirse. Luego pasa ante cada una de las ofertas, como si hiciera un análisis secreto de los pros y contras de lo que le ofrecen los aparadores. Defraudado vuelve a la mesa de Alma con la bandeja casi vacía, sin más vituallas que un racimo de uvas en un platito, un botellín de vino y un panecillo. Alma observa el espectáculo desolador.
—¿No había nada a la altura del paladar de su excelencia?
Carvalho se sienta y suspira resignado.
—Si se confirma mi esperanza de vida, he calculado que me quedan unas siete mil comidas en condiciones más o menos dignas. No quiero hacerme trampas. Eso que hay ahí no es comida.
—¿Y los etíopes? ¿Vos sabes el hambre que pasan los etíopes?
—Después de haber sido español durante más de cincuenta años, ¡qué me vas a contar tú de etíopes!
Varios mendigos de distintos sexos aguardan en la cola para recibir su ración de rancho en la casa de comidas de caridad. Loaiza uno de ellos. Aún lleva en el rostro las huellas de una paliza. Raúl forma parte de la misma cola. Recibe su ración y busca un espacio en una mesa libre. Se sienta frente a Loaiza, que come sin muchas ganas y distraído. Raúl se limpia la boca en un pañuelo antes de beber de un vaso de latón. Loaiza se fija entonces en él y Raúl se da cuenta de que es observado.
—¿Poco apetito? —pregunta Raúl.
—Como para vivir. Soy poca cosa, luego como poco. El hombre es lo que come.
—Lo ha dicho mucha gente. Aristóteles. Feuerbach.
Loaiza se echa a reír.
—El país debe de estar muy mal o muy bien. ¡Qué formidable clase media venida a menos! ¡Un lector de Feuerbach en este sitio! ¿Filósofo desocupado?
—Soy Batman, pero estoy de incógnito.
Loaiza le tiende una mano por encima de la mesa.
—Yo soy Mirtha Legrand y también estoy de incógnito.
Raúl le mira las heridas de la cara, pero nada comenta.
—Una paliza, no lo pregunta pero se lo digo. Una paliza. Precisamente a mí, que tengo el síndrome de Dorian Gray y me horroriza envejecer. Una de esas palizas que hacen mucho mal y te asustan de verdad. Sin pasión. Bum bum bumm, en sitios bien elegidos. Un matón profesional. ¡Así te pagan lo que hacemos por ellos!
—Si no es indiscreción, ¿qué hacemos por ellos? —pregunta Raúl.
—Marginarnos, y al marginarnos nosotros les regalamos el papel de emergentes, de estamentos dominantes. Si no hubiera marginados, ¿de qué serviría la gente integrada? Es la misma pregunta que antes se resolvía de la siguiente manera: para que haya ricos tiene que haber pobres.
—¿Es usted marxista?
—No. Al revés. Soy bastante fascista. De la fracción masoca. Soy fascista masoquista. Creo en la afortunada desigualdad de los hombres. No se ría. Hablo en serio. Creo en los seres superiores, en la desigualdad congénita, en el dominio de la élite sobre la mayoría, en que no se puede comparar el voto de un imbécil con el voto de un profesor de universidad y mucho menos con el voto de Bernardo Neustadt o de Palito Ortega.
Raúl ahora recela de la aparente seriedad de Loaiza.
—Es usted un cínico.
—En el sentido más común de la palabra, sí. En el filosófico no. En el filosófico soy —se levanta para tender una mano a Raúl que se la estrecha automáticamente— Bruno Loaiza, nietzschiano de derechas.
—¿Es que hay nietzschianos de izquierda?
—Pasmosa conversación en este ámbito.
Alza su cuerpo y su voz para preguntar a gritos:
—¿Cuántos nietzschianos hay en esta sala?
Sólo responde el tintinear de los tenedores contra los platos de estaño.
El inspector Pascuali curiosea uno de los expedientes elegidos del montón que tiene sobre las rodillas mientras departe con Vladimiro al volante, más atento a las indicaciones del retrovisor que a lo que le dice su jefe.
—Sorprendente. A esa gente que en teoría busca a Raúl Tourón, de repente les entra la fiebre y me remueven todo Buenos Aires. Después se cansan y el caso languidece, como si no tuvieran otro objetivo que dejar pasar el tiempo. Al Estado le da igual. Al nuevo director general le importan un huevo los casos sin solución, y parte de la teoría de que no vale la pena esforzarse en solucionar lo que no quiere ser solucionado.
Vladimiro se encoge de hombros.
—A vos te da lo mismo. Tenés alma de funcionario. A mí me jode que ese histérico ande suelto por Buenos Aires, me jode que su primo el gallego de mierda se crea que puede tomarnos el pelo. Yo no me rompo la crisma por nada. Lo voy a hacer cagar a ese hijo de puta.
—Ya sé, jefe, ya sé —interrumpe Vladimiro tratando de calmarle en su progresiva excitación.
Pascuali pega un puñetazo contra el aire. Parece determinado a hacer algo.
—¿Sabes por qué le doy trompadas al aire cuando estoy furioso?
Vladimiro se encoge de hombros.
—Porque si los pegas contra la mesa como en las películas, te estrolás la mano.
A Pascuali le hace gracia su propio chiste.
—Jefe, ya sale.
Carvalho ya ha salido de su casa y recorre una cuadra en busca de su coche y se sube a él. Pascuali y Vladimiro adecúan el seguimiento. Carvalho se detiene en una calle anodina, como si buscara un sitio en el anonimato urbano. Se acerca un mendigo y se inclina hacia la ventanilla.
—¿Qué tal?
—Don Vito, parece el deshollinador de Mary Poppins.
Altofini se introduce en el coche. Está satisfecho de su disfraz, de sí mismo. Merodean por Buenos Aires hasta que Carvalho se detiene para que descienda Altofini. Con paso firme se mete en la noche recién llegada y Carvalho prosigue su marcha.
—¿A quién seguimos?
Pascuali desplaza a su ayudante del volante por el procedimiento de correrse y casi obligarle a salir del coche.
—Vos al mendigo. Yo al gallego.
Norman y seis copas de grappa sobre la barra de Tango Amigo. Bebe para que Alma le riña. Pero a su lado, Alma contempla abstraída el interior de un vaso lleno de whisky, y en la pista termina la actuación de Adriana Várela cantando las últimas estrofas del tango. Norman suma sus aplausos a los del público al instante que llega Carvalho y se instala al lado de ambos.
—Llegas tarde —le recrimina Norman.
—¿Para qué?
—Para casi todo —aduce Alma.
Norman cabecea de acuerdo con Alma, y ante la situación, Carvalho hace ademán de levantarse y marcharse.
—Me joden los metafísicos a estas horas.
—Tomate algo y entonces vas a ver las cosas como nosotros —dijo Norman reteniéndole.
Carvalho acepta y bebe un primer trago con una cierta ansiedad.
—¿De caza? —pregunta Alma.
—De ampliación de estudios.
—Yo me voy a clausurar el funeral —interrumpe Norman.
Va hasta la pista y cierra el show despidiéndose del público con la poca voz que le queda. En la barra, Alma y Carvalho acodados juntos, algo bebida ella, a punto de estarlo Carvalho.
—¿Me acompañas a Fiorentino’s?
—¿Qué es eso?
—Uno de los locales habituales de Bum Bum Peretti. Me ha citado Merletti, su hombre de confianza. Pero sin Bum Bum Peretti. Está entrenándose para el combate de mañana, a doscientos kilómetros de Buenos Aires. Parece ser que hay un vasco que quiere partirle la cara.
—No va a poder.
—Ya lo veremos. ¿Vienes?
—Yo no me voy sin Norman. Está depre. Quiere suicidarse.
—Fóllatelo.
Alma le pega un bofetón paródico.
—Si quiero. Pero no quiero. No tengo noche de madre Teresa de Calcuta. Tengo una noche de araña asesina, de mujer araña.
Recorre blandamente con sus uñas la cara de Carvalho.
—Le pediré a Norman que me acompañe.
Norman ha abandonado el escenario y se desmaquilla en su camerino. Desliza un adiós maquinalmente a Adriana Várela que se asoma por la entreabierta puerta, y con el maquillaje corrido y aún no sustituido, Norman se contempla en el espejo. Con los dedos de una mano compone una pistola y se dispara un tiro en una sien.
—Indefinido, indeterminado, imperfecto, inmaduro. Únicamente lo que me niega me define.
Se levanta como movido por una idea irresistible. Va hacia un armario, remueve sus ropas de trabajo y escoge una boa color granate con la que se rodea el cuello y se abanica ante el espejo. Luego perfila sus pestañas con el rímel y se pinta los labios verde turquesa. Alma ve algo que la obliga a parpadear y a ponerse en tensión.
—¿Vos viste eso?
Carvalho mira en dirección a lo que tanto sorprendió a Alma. Norman, vestido de rubia de propaganda de Buick años cuarenta, avanza hacia ellos.
—Llámenme Nelly, por favor. Esta noche soy Nelly.
Carvalho pone el dinero sobre la barra y empieza a desaparecer.
—No contéis conmigo.
—¿Y así desprecias el gesto de Norman? ¿Tan machista sos que no querés jugar?
—Estos gallegos son más machistas que mi madre —dice Norman con una voz exageradamente afeminada.
Carvalho detiene su huida. Se vuelve suspirando. Ofrece su brazo y su noche a Norman.
—Señorita Nelly, recuerde que me debe todos los bailes de esta noche.
—Serás mío, gallego, serás mío.
Entre las sombras, Pascuali contempla la salida estupefacto. Se quita el cigarrillo que le colgaba de entre los labios, lo tira al suelo, en seguimiento del trío. Entra a su estela en Fiorentino’s y a primera vista reconoce a media docena de figuras del cine y del teatro a la sombra protectora de los iconos del pasado que ocupan todas las paredes del local. Remanso de rumores, predominan las conversaciones relajadas y amaneradas, mucho último modelo de lenguaje y penúltimos chismes. Norman se despega de Carvalho.
—Está lleno de avestruces y pavos reales. Déjame suelto. La noche es mía. Hoy juego de tortillera. A ver si me atraco a una starlette.
—¿Y éste y yo? —pregunta Alma.
—Tan aburridos como siempre. Este milenio no fue el de ustedes, che.
Norman se aleja contoneándose. Carvalho ve a Merletti sentado en un ángulo del local.
—Tengo una cita breve con aquel perro dogo de la esquina. Espérame.
—¿Para qué vine con ustedes? ¿Vas a dejarme plantada?
—Liga.
Carvalho va hacia la mesa donde Merletti se aburre en compañía del hijo de Bum Bum y dos muchachas. Merletti les informa a medida que se acerca Carvalho, y cuando llega a la mesa, Merletti ya está solo. El detective sitúa a sus acompañantes. Norman —Nelly— trata de ligar con una joven inequívocamente joven actriz del cine argentino que trata de parecerse a la Benedetto. Alma departe muy animadamente con un otoñal especializado en papeles de millonario o simplemente millonario.
—¿Y sus acompañantes?
—¿Y los suyos?
—Son demasiado jóvenes.
—Los míos están como Alicia en el país de las maravillas.
—¿Un Talsken diez años? Aquí no tienen Springbank.
Carvalho asiente. Mientras Merletti da instrucciones al camarero, observa cómo el hijo de Bum Bum se besa con una de las jovencitas. También lo ha visto Merletti desde una mirada helada, dura, como duro es el rictus de su boca y con la misma dureza habla.
—Al grano. Lo hice venir para hablarle a espaldas de Bum Bum, pero a favor de Bum Bum. Es un hombre inteligente, demasiado a veces, y las personas demasiado inteligentes la cagan. ¿Me sigue? Todo este asunto de las cartas, el chantaje, el recurrir a ustedes es una estupidez. Peretti no tendría que haberse dado por aludido. Peligra su reputación. ¡Lo voy a hacer mierda!
El grito se le ha escapado, así como el ademán de incorporarse e ir en busca de Robert, que se está dando un beso profundo con la muchacha, mientras la otra ríe como una loca.
—¿Está prohibido besarse en este local? —pregunta Carvalho.
Merletti recupera la compostura. Han llegado los whiskies y espera a que Carvalho paladee el suyo.
—Quiero que usted me considere su cliente, en igualdad de condiciones que Peretti.
Carvalho demuestra facialmente su extrañeza.
—Le voy a pagar para ser el primero en saber todo lo que descubra sobre Loaiza y las relaciones con Peretti.
—No es ético. Ni por su parte ni por la mía.
—Lo único que quiero es proteger a Bum Bum. ¿Y si me lo hace gratis, es ético?
—Aún menos. Me expulsarían del cuerpo de investigadores privados.
—No tengo sentido del humor.
—No se angustie. Le pasa a mucha gente.
—Para proteger a Bum Bum soy capaz de todo. Ya lo ve usted, hasta hago de niñera de su «hijo».
—¿No es su hijo?
—Adoptivo. Sí, señor. A todos los efectos. Y le costó nueve meses conseguir los papeles, es decir, un embarazo.
Se echa a reír. Le gusta el chiste que se ha contado. Carvalho bebe en silencio. Alma empieza a ser sobada por el otoñal. Norman empieza a sobar a la starlette. Finalmente Carvalho toma la iniciativa.
—¿Qué sabe usted de Loaiza?
—Lo suficiente como para no echarme a llorar si uno de estos días aparece en un tacho de basura con cuatro tiros en los huevos.
Altofini ha encendido el mechero para vislumbrar los bultos humanos que yacían semidormidos en torno a los rescoldos de una hoguera en el patio de tinglados del Puerto Viejo. Uno de los bultos se incorpora. Ante Altofini aparece el rostro feroz de un mendigo que le enseña los dientes brillantes y a continuación una navaja que prolonga el resplandor de la dentadura. Altofini presencia inmutable el despertar de otros mendigos, otras navajas, otros objetos amenazadores. Sigue sin alterarse. Carraspea y pregunta.
—Perdonen que los moleste. ¿Alguno de ustedes vio por acá al Gran Globero?
Los mendigos, tan desconcertados como Vladimiro, oculto a una distancia suficiente, o como Loaiza, que contempla la escena desde la ventana mellada del primer piso del almacén. El recién llegado ha conseguido ganarse la atención de los demás mendigos. Loaiza recela. La voz de Raúl suena a su lado.
—¿Quién es ése?
—Parece un piantado, pero no me fío —responde Loaiza.
Raúl mira desde la ventana, nota algo familiar en Altofini. Loaiza percibe ese reconocimiento.
—¿Lo conoces?
—No creo. Por un momento me ha parecido. Creo que no. Por un momento me pareció que sí. Pero no, creo que no.
—¿Qué te pareció?
—Fue una falsa impresión.
—¿Qué te pareció?
—No te pongas histérico. Creí que era alguien que me estaba buscando.
—También te buscan. ¡Mira! Hay otro voyeur al acecho.
Desde la perspectiva de Loaiza y Raúl se descubre a Vladimiro escondido entre unos bidones.
—Parece que todo el mundo está jugando al gato y al ratón. ¿Y a ése lo conoces?
—No lo veo demasiado bien. Pero me parece un policía. Creo que lo vi con Pascuali.
—¡Pascuali! ¿Sabes que estás muy bien relacionado?
Merletti no puede contenerse más y va hacia el grupo del hijo de Peretti.
—¿Sigue la farra? Hay que volver. Peretti dijo que volviéramos antes de la madrugada y son doscientos kilómetros. Ya sabes cómo se pone en vísperas de un combate.
—Volvé vos, tío.
Las chicas ríen. Merletti se inclina hacia Robert, lo coge por una solapa y lo levanta hasta casi encontrarse las caras.
—Te voy a dejar tirado en Buenos Aires, sobrino.
—No tenés huevos para eso.
Merletti lo deja caer. Da media vuelta y se va a la barra. Carvalho a medio camino, entre Merletti y el grupo de jóvenes. Robert reclama su atención.
—¿Te tomas una copa con nosotros, sabueso?
Carvalho se sienta a la mesa en su compañía. Una de las muchachas se le pega y le acaricia el brazo. Parece una rubia frágil de ojos malvados, pero instintivamente Carvalho retira el brazo. Examina a Robert, maquillado, estilo Helmut Berger adolescente.
—¿Te gustan mis amigas?
—De cintura para arriba, sí.
Robert y las chicas se miran sorprendidos.
—¿De cintura para abajo, no? —pregunta la rubia clara.
—No.
—¿Por qué? —pregunta Robert.
—Porque las dos tienen una pipa que se la enrollan en la cintura.
—¿Una pipa? —pregunta de nuevo la rubia clara.
—Una polla. Una pindonga. Sois un par de mariconas.
—¡Te voy a arañar! —grita histérica la rubia oscura.
—Quieta. La culpa es de ustedes por el camuflaje —tercia Robert—. Se les ve la poronga a una legua.
—Únicamente lo notó este chanta de mierda —se defiende despectivamente la rubia clara.
Carvalho se inclina sonriente, casi amable, hacia Robert.
—¿Sabe tu papá que te relacionas con esta gentuza?
—¡Voy a arrancarle los ojos! —insiste la rubia clara.
—Mi papá se pasa el día bumm… bumm… Y de noche duerme para reponer fuerzas.
Carvalho, imprevistamente, le levanta la manga de la camisa y aparece un fragmento del tatuaje.
—¿Cárcel? ¿Reformatorio?
—Tengo otro en el culo.
—¿Querés verlo? —pregunta la rubia oscura.
Carvalho se levanta para dirigirse a la barra. Merletti bebe y recibe las confidencias de Norman, con ojos asombrados.
—¿Ya les han presentado? —pregunta Carvalho.
—¡Qué nochecita! Esta mina dice que no es una mina, que es un actor que estudió con un método ruso.
—Stanislavski —aporta Norman.
—Si él lo dice —suspira Carvalho—. Esta noche nadie es quien parece ser.
Se les acerca Alma excesivamente indignada.
—Ese tipo era un franelero.
Merletti asume a Alma bajo sospecha. Carvalho la acentúa.
—Merletti, el manager de Bum Bum Peretti. Gustav Mahler, campeón de halterofilia. Lo disimula muy bien. Es un prodigio de travestismo, pero es un campeón de halterofilia.
Merletti se queda boquiabierto ante una Alma igualmente desconcertada. Pascuali, semiescondido en una esquina del local, en una de sus escasas mesas perdidas, con un vaso tras el que trata de ocultar la cara, reparte sus cavilaciones entre el grupo de la barra y el que forman Robert y las dos rubias.
Altofini se pasa la lengua por los labios para hidratar la salida de las palabras; los mendigos, sentados en el suelo, escuchan, entregados.
—En los años cincuenta y sesenta, de 1955 a 1965 para ser más exactos, no había una gran estafa en Buenos Aires en la que no estuviéramos metidos el Gran Globero y yo. A un cosechero de Mendoza le vendimos una máquina de encontrar trufas y le dijimos que también servía para falsificar guita. Yo trabajaba con mi santa, con mi babbo, con la mía mamma. Una familia que funcionaba como una maquinaria de perfección. Mi abuelo había sido soldado de Garibaldi. Todos nosotros éramos anarquistas de origen italiano que cumplíamos a rajatabla la consigna que nos había dado Evita cuando me nombró capitán de descamisados.
—¿Vos la conociste a Evita?
—¿Conocer a Evita? ¿Sabes lo que me estás diciendo? Me sacó de un reformatorio cuando yo tenía diecisiete años. ¿Por qué estás aquí, pibe? Por bacán no será. ¡Bacán, yo, que parecía un bacalao de flaco que estaba! Estoy aquí, Evita, por afanar. No te preocupes, me dijo ella. El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. El capitalismo merece ser desvalijado.
—¿Eso te dijo Evita? —pregunta otro mendigo admirado.
—Eso me dijo. ¡Evita! ¡El Carlos Marx de los argentinos!
—¿También conociste a Carlos Marx?
Altofini se lleva un dedo a los labios.
—Ésa es otra historia, demasiado larga y confusa en estos tiempos en que, después de la caída del Muro de Berlín, en fin, ya saben…
—Cuando era pibe me gustaban las películas de los Hermanos Marx —informa el mendigo más locuaz.
—Carlos era el hermano mayor de los Marx. El que viajaba más, el que sabía más. Pero Groucho era el más simpático —opina Altofini.
—Groucho era muy simpático —insiste el mendigo marxiano.
—¿Así que no lo han visto últimamente al Gran Globero?
—No estaba bien de salud —contesta el portavoz de la mendiguez.
—Lástima, porque necesitaba que me pusiera en contacto con el filósofo Loaiza. Bruno Loaiza.
—¿Qué tiene que ver el Gran Globero con un filósofo?
—Filósofo es un apodo, porque Loaiza fue profesor. Y ahora creo que vive por acá.
—¡Ah! —exclama el mendigo marxiano—. El profesor. Ése es una rata de almacén. A lo mejor está por ahí dentro. Está más enganchado que un chicle. Es un bocina que se cree más piola que los demás y es igual que los demás. No tiene a dónde caerse muerto. Hace poco le dieron una paliza de locos.
—¿Ahí dentro? —pregunta Altofini mirando hacia el tinglado.
—Yo que vos no me metería de noche —le recomienda el primer mendigo—. Aunque únicamente tengas un solo diente de oro, yo no me metería ahí.
—Todo lo que tengo encima es mío. Incluso la mugre.
Se sienta resignado ante el fuego. Luego se acurruca como un mendigo más, escrutando los rostros desvelados, hipnotizados por el fuego. Altofini los recorre con la mirada, destrucción por destrucción. Traga saliva. Finge dormir, pero no puede evitar que un ojo permanezca abierto. En el interior del tinglado, también Loaiza tiene un ojo abierto y lo dedica a observar a Raúl, que no puede dormir.
—¿De qué o de quién te escondes? Vos no sos un pichicatero, no tenés dependencias, tenés cultura. ¿Qué mierda estás haciendo por acá?
—Si pudiera contestar tus preguntas, todos mis problemas se habrían resuelto. Me escondo de la realidad. No quiero aceptar la realidad.
—Exiliado.
—¿Se me nota?
—Yo lo noto, lo notaba antes de que se exiliaran y lo noto ahora que están de vuelta. Nunca registraron la realidad.
—¿Vos sí?
—La registro, pero no me interesa, no puedo destruirla, me autodestruyo. Pero de lo que vos estás huyendo ya pasó mucho tiempo. ¿Quién te persigue? ¿Fantasmas?
—Fantasmas y personas reales.
—¿Te persigue Pascuali?
—No mucho. A la fuerza. Me persigue más un personaje siniestro vinculado a los servicios secretos. Tampoco sé por qué se ensaña tanto conmigo.
—Servicios secretos. ¿Tiene nombre tu perseguidor?
Raúl vacila, pero finalmente suspira y habla.
—Un nombre que no dice nada, el Capitán. Hay que haber estado en aquella guerra para saber todo lo que quiere decir el Capitán. No conseguimos saber nunca su verdadero nombre.
Loaiza se deja caer en el montón de sacos y lonas. Contempla el alto techo.
—El Capitán —dice, interesado.
Norman sale del Fiorentino’s, sostenido por Carvalho y Alma. Merletti, el último de la barra, bebe solo. Pascuali se acerca al grupo de Robert y las dos rubias.
—¿Molesto?
—Según —contesta Robert.
—Qué vas a molestar. Me gustan los hombres que saben presentarse con imaginación —dice la rubia clara.
Pascuali se sienta junto a la rubia oscura. Robert y la otra se hacen una señal de inteligencia y se van.
—¿Cine? ¿Teatro? ¿Televisión? ¿Tus labores? —pregunta la rubia a Pascuali.
—Megafonía y efectos especiales.
La rubia queda algo desconcertada, pero no por mucho tiempo.
—¿Muy especiales?
—Especialísimos.
—¿Querés hacerme algún efecto especial?
—¿Acá?
—No. En mi casa.
Pascuali se deja llevar por un túnel de noche y de silencio. La rubia oscura abre la puerta de su apartamento. En el rectángulo de luz aparece el policía en su seguimiento, que prosigue tras las luces que la rubia iba encendiendo a medida que se adentraba.
—Ponete cómodo y servite una copa. Yo voy a ponerme algo más liviano.
Pascuali se llena una copa del único licor que no huele a dulce mientras hace preguntas en voz alta dirigidas a la mujer ausente.
—Así que ese sabueso, Carvalho, me dijiste, tiene negocios con Bum Bum Peretti.
—Eso me dijo su hijo. Prepárate para la gran sorpresa.
Pascuali no quita ojo de la puerta por donde ha desaparecido la rubia, que no tarda en reaparecer, graduando inmediatamente los efectos de luz. Va en deshabillé, sonríe provocadora y segura de sí misma. Pascuali deja la copa. La rubia llega a su altura. No permite que se levante y le revuelve el cabello. Luego deja caer el deshabillé. Pascuali ha contemplado el desnudo y sus ojos tardan en aceptar que debajo de los pechos pequeños y redondos, de un ombligo de caramelo, de la cintura para una sola mano, cuelga una pinga corta, delgada, operada de la fimosis, como un pintalabios. Retira los ojos del pintalabios y los clava en la cara de la rubia.
—¿No te gustan las variantes?
—¿Variantes? Yo no veo ninguna variante.
Pascuali se levanta, quedando frente a frente de la rubia oscura y desconcertada. Pascuali sonríe con neutralidad. Se inclina. Coge una mano de la rubia y la besa.
—Señorita. Acabo de darme cuenta de que se ha hecho muy tarde y tengo que darles de mamar a mis hijos.
Se inclina ceremonioso, le da la espalda y se va, dejando a la falsa rubia con una mueca en las mejillas y un comentario en los labios.
—Y el tiempo perdido, ¿quién me lo paga?
Alma desvencijada por la risa y a su lado Muriel también.
—Nadie era lo que parecía ser. Únicamente el gallego, con su cara de palo. Ése siempre pone cara de gallego. Con la cara paga.
—Pobrecito. Por lo que usted cuenta parece tan, tan desvalido —dice Muriel.
—¿Pobrecito? ¿Desvalido? ¿Carvalho? ¡Socorro! Norman estaba para comérselo, parecía una gran fulana, de las que salían en el cine argentino de los cuarenta, una de esas fulanas que llevaban a los hombres a la perdición. Pero lo definitivo fueron las falsas pibas que iban con el hijo de Bum Bum Peretti.
—¿Lo conociste a Peretti?
—No, pero puedo conocerlo. Va a boxear en la Federación de Box. ¿Querés venir? ¿Te gusta el boxeo?
—No, pero sí me gusta Peretti, es tan tan…
—¿Desvalido? ¿Te parecen desvalidos todos los hombres?
—Interesante. Insólito.
—Y te lo parecerá más si te cuento algo que no debería, que no tendría que contarte.
Los ojos de Muriel están ilusionados. Alma se inclina y le hace confidencias junto a la oreja, mientras el rostro de Muriel pasa de la ilusión a la sorpresa.
—Así que Peretti, de joven…
—De muy joven. Hay que encontrar a ese Loaiza. Voy a ver qué saben de él sus compañeros de promoción. Aunque en algunos casos se lo pregunte con los dedos en la nariz porque huelen como olía Loaiza.
—¡Me gustaría tener un autógrafo de Bum Bum! ¡Te voy a ayudar!
—Entonces será mucho más fácil.
—¿Te estás riendo?
—Voy a dar la clase.
—¿Clase de qué hay hoy?
—De las interpretaciones de Lionel Trilling sobre la obra de Henry James.
Muriel remolonea, como si no se atreviera a decirle a Alma que no iba a clase.
—¿No venís?
—No creo.
—¿Tenés compromisos sentimentales?
—Quiero dejar las cosas definitivamente claras con Alberto.
—Así que tuviste que fijarte en Alberto. El más canchero. El que más problemas va a tener. ¿No han escarmentado allí dentro, en la cabeza? ¿Qué va a decir tu familia? Nada menos que Alberto.
Muriel no puede creer lo que oye.
—Pero ¡me estás hablando como una madre de película viejísima!
Vuelven a reír las dos, abrazándose.
—Un día me tenés que presentar a tu padre porque de tu madre nunca me hablas.
No tiene respuesta oportuna Muriel, como siempre que Alma le habla de su familia. Alma suspira y antes de meterse en la facultad deja sobre los brazos de Muriel tres libros.
—Toma. Al menos documéntate.
Alma se mete en el edificio y Muriel le grita.
—¡Si ves a Peretti antes que yo, pedile mi autógrafo, por favor!
Alma le dice que sí con la cabeza, sin volverla, y Muriel se queda leyendo los títulos de los libros: La imaginación liberal, El yo imaginario, A la mitad del camino. Irrumpe en su espacio Alberto, sobresaltándola.
—¡Te agarré!
—¡Burro! Me asustaste. ¿En qué me agarraste?
Alberto le arrebata uno de los libros.
—¡La imaginación liberal! Huele a Escuela de Chicago. A perro neoliberal. A idiota criollo o a idiota norteamericano.
Muriel no tiene un buen día. Le arrebata el libro, le grita ¡imbécil!, y se marcha. Alberto queda desconcertado.
—Pero si era una broma. Un chiste intelectual.
Amanece cuando en el interior del tinglado del puerto Loaiza se agita, saliva, gime, insulta, blasfema, padece escalofríos.
—¡Hacé algo! ¡Hacé algo!
Raúl no sabe qué hacer. Se acerca a la ventana, a través de los cristales rotos, y mira hacia el patio. El coro de mendigos ha desaparecido, menos Altofini, que sigue durmiendo junto a la hoguera apagada.
—¡Hacé algo, por Dios!
—¿Qué querés que haga? ¿Llamar a la cana? Una ambulancia. Eso es. ¡Una ambulancia!
Loaiza le retiene el brazo con violencia.
—¡Nada de ambulancias ni de canas!
Loaiza se registra los bolsillos y el interior de las ropas. De una camiseta sucia de franela blanca saca un monedero. Le tiemblan las manos, pero consigue sacar un papel doblado. Se lo tiende a Raúl.
—Pedile guita a este hijo de puta, decile que es para mí. ¡Cómprame una pichicata, una pichicata! ¡Corré hijo de puta! ¡Corré!
Parece desmayarse, pero tiene que darse la vuelta para no vomitar sobre los sacos. Lo hace sobre el suelo, el más pestilente vómito que jamás ha olido Raúl. El asco le paraliza, sostiene, indeciso, el papel que le ha entregado Loaiza. Finalmente va hacia la ventana. Altofini se ha incorporado. Entumecido. Le duelen todos los huesos. Raúl musita algunas palabras casi mudas. Hace un gesto como convocando al distante Altofini, pero nota un movimiento a su lado. No tiene tiempo de volverse. El rostro contraído, húmedo, amenazador del pichicatero y en sus manos un palo con el que le golpea la cabeza hasta hacerle perder el conocimiento.
Altofini aún camina con dificultad cuando sale de los almacenes. Repasa primero el contenido de sus bolsillos y luego su aspecto, lamentable. Otea el horizonte. Pasan pocos coches. Algún taxi. Se adelanta hasta el centro de la calzada.
—Quién se va a parar con esta facha.
Aprovechando el adelantamiento de Altofini, Loaiza también sale del almacén y avanza agazapado, pegado a la pared. Un coche se detiene ante Altofini. Pascuali y Vladimiro con cara de sueño.
—¿Madrugando? —pregunta Pascuali.
—Lo mismo que ustedes, por lo que veo.
—¿De carnaval?
—De meditación trascendental. De vez en cuando me gusta vestirme de miserable para recuperar la verdad sobre la condición humana. Polvus eris et polvus reverteris.
—Mal sitio y mal aspecto para encontrar un taxi —se lamenta Pascuali.
—Llegaron como caídos del cielo. ¿Se puede?
Trata de subirse al coche, pero Pascuali lo adelanta algunos metros. Altofini asume resignado el desaire. Vuelve a acercarse al coche. Pascuali asoma la cabeza por la ventanilla.
—Esto no es un taxi. ¿Qué estaba buscando por acá?
Altofini le expresa su impotencia. No puede hablar. Pascuali se encoge de hombros. El coche arranca.
—Policía. Policía tenías que ser. ¡Cana! El mejor cana es el cana muerto.
Ve una cabina telefónica a lo lejos y va hacia ella pero está ocupada. Vuelve sobre sus pasos y se queda contemplando la silueta del almacén abandonado. El hombre de la cabina parece tener conversación para rato. Un anhelante y semiderruido Loaiza mantiene el aparato pegado a los labios y conversa entre estremecimientos.
—¡Intermediarios no! ¡Quiero hablar personalmente con el Capitán!
Raúl va recuperando el conocimiento. Le cae sangre por la frente. Abre los ojos. El techo del almacén pende amenazador. Se angustia. Está atado. Impotentemente forcejea con sus ligaduras. Altofini se resigna y vuelve hacia el almacén. Saca una pistola de debajo de las ropas y una pequeña linterna. Se adentra en el edificio, va recorriendo las naves destartaladas. Sube escaleras a punto de derrumbe. Restos de fogatas y excrementos y latas por todas partes. En una de las habitaciones, Raúl, atado, implora ayuda.
—¿Hay alguien ahí? Ayúdenme, por favor.
Altofini no ha percibido los gritos. Sigue buscando, entreteniéndose con los hallazgos de diferentes destrucciones, filosofando.
—No somos nada.
Cree percibir sonidos. Va hacia ellos tras amartillar la pistola. Los sonidos se van precisando. Finalmente Altofini desemboca en la habitación donde yace Raúl atado.
—Soy Raúl Tourón.
—¡Mierda! —exclama Altofini mientras se precipita a desatarle.
—El mundo es un pañuelo. ¿De qué va disfrazado ahora, de croto? ¿Quién le hizo esto?
Raúl, ya desatado, le tiende el papel que le ha dado Loaiza. Altofini lo lee.
—¿Peretti? ¿Bum Bum Peretti? ¿Qué tiene usted que ver con Peretti?
—Nada, pero el que me golpeó y me ató, sí.
Altofini se da un golpe en la cabeza.
—¡Loaiza!
—¿Lo conoce?
—Trato de conocerlo. ¿Él lo ató? ¿Está lejos?
—¿Por qué? Tenía el mono. Yo quería ayudarle. Me dio estas señas para pedir ayuda. Estaba muy seguro de conseguirla pero de repente me golpeó.
—¿Qué le contó usted? ¿Le contó algo de lo suyo?
—Más o menos.
—¿Le mencionó a alguien? ¿A Pascuali? ¿Al Capitán?
Raúl asiente.
—¡Mierda! Hay que salir de acá cuanto antes. Ese tipo ya habrá movilizado a todo el mundo.
Loaiza llega tambaleándose ante la verja de un caserón a las afueras de Buenos Aires. La empuja y la verja cede. El esfuerzo termina con sus energías, y cae cuando entra en el jardín. Se incorpora, prosiguiendo su marcha hacia la puerta. Se desmaya al llegar a ella. La punta de la jeringuilla repleta se acerca a la vena dilatada de Loaiza. Pasa de la angustia a la satisfacción, abre los ojos parpadeando, y en primer plano aparece el rostro difuso del gordo, su corpachón, retirado para dejarle ver al Capitán, que contempla al yonqui con asco. Loaiza balbucea:
—Capitán. Gracias.
—De nada. Usted ya cobró. Ahora quiero cobrar yo. ¿Qué información tan valiosa tenía?
—Raúl. Raúl Tourón. Lo tengo.
—¿Dónde?
—¿Cuántas dosis?
—Cuántas dosis, buena pregunta. Gordo, dale una dosis.
El gordo va hacia Loaiza y le pega dos patadas en la cabeza.
—El alma de los mercados, Carvalho, es el fantasma de la Naturaleza asesinada.
—Coincide con mis tesis. ¿Es de su padre?
—No. Mío.
Camina Borges Jr. junto al errante Carvalho contemplador de carnes, frutas y verduras en el Mercado de Abastos.
—Me tiene muy descuidado, Carvalho. ¿Qué hay de lo mío?
—Hemos ido casi a la cárcel por usted. Creo que lo del Aleph está parado.
—Vi lo del incendio. Muchas gracias. El fuego no purifica, pero evita.
—¿De su padre?
—Tampoco. Mío. Pensé que estaba usted tras de lo de su primo.
—Apenas si me he dedicado. Tenemos entre manos un encargo de Bum Bum Peretti.
—Los boxeadores se guían por el tacto.
—Es suyo.
—No. De mi padre.
Borges siempre se queda a un metro de distancia cuando Carvalho se detiene ante algunas paradas a dialogar con las vendedoras. Ya han asimilado que no es viudo, ni jubilado, ni sarasa.
—¿Y qué va a hacer esta noche? —pregunta una vendedora.
—Después de un combate de boxeo, ¿a usted, qué le parece?
—¡Picadillo de hígado!
—Buena idea. ¡Fegatini con funghi trifolati!
—Demasiadas cosas en un solo plato —le recrimina la vendedora.
—Recomiéndeme un plato criollo que me sorprenda.
—¿Ya probó la carbonada? ¿Sí? ¿Y los «niños envueltos»?
—Ni envueltos ni desenvueltos.
—Pues anote, que es cosa rica y fácil de hacer. Mezcle arroz, carne picada, una cebollita también picada y lo condimenta con sal, pimienta, el jugo de limón y aceite. Deshoje un repollo y sumerja las hojas dos minutos en agua hirviendo para que se ablanden. Lo demás es fácil. Hoja por hoja de repollo rellena con el picadillo y va colocando los paquetitos uno encima de otro en una olla. Los cubre de agua y deja que se cocine todo unos tres cuartos de hora. Queda muy sabroso con cualquier salsa.
—Me suena a plato catalán. Algo parecido son los farcellets de col, al menos el procedimiento. ¿Quiere usted la receta de los farcellets?
—Démela, que el otro día hice en casa la que me dio y mi marido se chupaba los dedos. ¡Calamares rellenos de setas!
Carvalho dicta la receta de los farcellets de col acompañado de la división de opiniones de las mujeres que esperan. Las hay que también toman apuntes y las que expresan en voz alta que no es el momento, que es prioritario respetar la prisa de los clientes. Borges Jr. aprovecha el final de la lección y la continuación del paseo para intervenir.
—Mi padre estuvo en Cataluña poco antes de morir y le ofrecieron pan con tomate. ¿Cierto? ¡Pan con tomate!, decía el viejo: ¡qué miseria!
Se inclina ceremonioso, previo al mutis.
—Un día de éstos pasaré a saldar las cuentas.
Continúa Carvalho su paseo por el mercado en busca de los elementos necesarios para los fegatini. Hígados de pollo, funghi porcini secos, apio y cebollas, hierbas aromáticas. En el rostro de Carvalho se dibuja una felicidad relativa, controlada, consciente de que el día aún no había terminado. Ya en casa procura prolongar la ilusión trabajando con cuidado las materias del guiso. Carvalho prepara el plato de pasta. Los higadillos bien limpios y pulidos en un plato, las setas a remojo, la cebolla y el apio cortados. Al trasluz, Carvalho comprueba la cantidad de vino blanco que hay en una botella próxima. Llaman a la puerta y va maquinalmente hacia ella. Pero se detiene y adopta un mínimo de medidas de seguridad. Abre el chivato y comprueba quién es con una cierta desilusión.
—Altofini.
Pero Raúl precede a Altofini, ya no vestido de mendigo, sino de elegante de la década de los sesenta, con sombrero. Carvalho cierra la puerta tras ellos, después de comprobar que no hay nadie en el descansillo. Va hacia la ventana y examina la calle. Parece limpia.
—Lo dejé vestido de deshollinador.
—He ido a casa a adecentarme. Mire a quién encontré en aquel basurero.
Un Raúl abrumado por la fatalidad, a la espera de la sanción de Carvalho.
—En España pensarías de mí que soy un gilipollas.
Carvalho se dirige a Altofini.
—¿Qué palabra podríamos aplicarle en Buenos Aires?
—Quizá un gil. Buscaba a Loaiza y no lo encontré.
—Lo encontré yo —dice Raúl.
Medita y finalmente se pone a dar explicaciones. Carvalho le escucha sin pronunciarse. Cuando acaba de hablar, Raúl queda a la espera de la sanción de Carvalho.
—¿Y visteis al Capitán en persona?
—Lo saqué del almacén, como ya le dijo, y estuve escondido en una grúa de esas que casi se caen. Llegaron los motociclistas, como siempre y el coche. Dentro iban el gordo y el Capitán. Lo que pasó en el almacén me lo puedo imaginar. Se llevaron un chasco.
—Y Loaiza.
—A ése no pude verlo, se me debió de escapar entre la multitud, porque aquello parecía Florida un sábado. No faltaba nadie. Hasta Pascuali y su acólito, ese chico con nombre de bailarín del Bolshói.
—Seamos lógicos. Pascuali le seguía a usted por si daba con Raúl. No hay otra explicación. Y nosotros seguíamos a Loaiza y dimos con Raúl. El Capitán iba a por Raúl, al que había vendido Loaiza. Todo cerrado y todo abierto. ¿Tú quieres seguir en tu telefilme particular? ¿Quieres seguir haciendo de fugitivo?
—Ojalá fuera al menos un fugitivo.
Carvalho se impacienta.
—Pero ¡qué leches quieres!
—¡Que no me grite nadie!
—Pero ¿vas a recibir a ese farsante?
—Me relaja.
Merletti se encoge de hombros y consiente con la cabeza. El ayudante de Peretti abre la puerta y Borges Jr. impone su humanidad de peso pesado y blando que estremecido se amontona sobre el boxeador para estrechar su mano ya enguantada.
—Borges Jr., para servir a una de las glorias de la esgrima. Vos no sos un boxeador. Sos un espadachín y, más que un espadachín, un angélico luchador de cuchillos de descampado.
—¿Su papá escribió sobre el boxeo?
—Se quedó en los cuchilleros.
Borges coge una de las manos enguantadas de Peretti y se la besa. Luego le saluda mestizo de húsar de la reina y croupier elegante del Mississippi y se retira sin darle la espalda. Por la puerta abierta llega el ruido sólido, ruido de Federación Argentina de Box, que antecede al combate. El público grita como si hubiera pasado cien años de soledad y silencio. Salta al ring el speaker con el micrófono en la mano. En uno de los ángulos del ring, un mocetón vasco con su equipo de asistentes. Tiene la larga nariz tan aplastada que parece una segunda cara parapeto. En el otro, Peretti con los suyos. En primera fila Merletti, Robert, entre sus amigas. Un poco más lejos Carvalho, Alma y Muriel, las dos mujeres muy excitadas.
—¡Campeonato del mundo de los superwelters! El aspirante, ¡Aitor Azpeitia! —grita el speaker.
El público escupe abucheos y silbidos.
—¿No aplaudís a tu compatriota?
—No es mi compatriota. Él es vasco y yo soy mestizo.
—Pero los dos son europeos.
—Yo soy afroeuropeo —responde Carvalho a Alma.
El speaker levanta la mano y el público deja de silbar y de gritar.
—Contra el actual campeón, ¡Bum Bum Peretti!
La ovación es patriótica y el éxtasis étnico se instala en el público como las lenguas de fuego del Espíritu Santo se habían instalado sobre las cabezas de los apóstoles. Los boxeadores saludan según su estilo. Tosca y bravuconamente Azpeitia y con elegancia desganada Peretti. Suena la campana. El árbitro da instrucciones. Se pegan un manotazo de saludo con los guantes, en el instante que el vasco susurra a Peretti:
—Te voy a dejar la cara como un mapa, guapito.
Peretti sonríe sin contestarle. Se va a su rincón. Suena el gong. Los boxeadores acuden al centro del cuadrilátero. Empiezan pegándose manotazos con los guantes. Pero Azpeitia pronto arremete. Peretti le burla con su juego de piernas. Los golpes del vasco son fuertes, pero Bum Bum los esquiva y de pronto coloca un derechazo que no da plenamente en el rostro del aspirante pero hace daño. Un ¡uy! del público.
Muriel ha cerrado los ojos. No quiere ver los golpes, sólo quiere presenciar la victoria de Peretti. Alma los contempla, suma los puñetazos con un mohín de disgusto en los labios, mientras Carvalho permanece impasible. Robert grita animando a su padre. Lo propio hace Merletti. El vasco mete la cabeza y da en el rostro a Peretti. Bum Bum, rabioso, se lleva una mano a la cara. El árbitro advierte al vasco. De nuevo el cuerpo a cuerpo. Peretti acierta con dos golpes sin fuerza y suena el gong. Luego suenan diez gongs más y el vasco resiste el castigo, metiendo las manos pesadas con el propósito de darle a Peretti en la cara, aplastado por los gritos y los insultos del público.
—¡La derecha, Bum Bum! —gritan—. ¡Rómpelo todo!
Muriel está pasando un mal rato. Abre los ojos y los pasea por la sala. De pronto los desorbita. Su padre está allí. A su lado, el gordo. Muriel trata de esconderse detrás de Alma.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
Pero Carvalho ha seguido el viaje de la mirada de Muriel y ha localizado al Capitán. Alma no entiende la actitud de la muchacha y expresa su incomprensión a Carvalho. Carvalho no dice nada, pero a partir de ese momento mira indistintamente al ring, al Capitán, a Muriel. En el asalto número once, el vasco está cansado. Se agarra a Peretti y le da dos cabezazos. El arbitro vuelve a advertirle. A la salida de una de las advertencias, Peretti conecta un izquierdazo al hígado del aspirante, y cuando trata de cubrirse, le da un contundente derechazo. Azpeitia trastabilla y abre la guardia. Un segundo derechazo y un izquierdazo. La gente se ahoga de éxtasis. Sólo el Capitán y Carvalho permanecen inmutables. Mirándose.
—¡Pepe! ¡La chica! —grita Alma advirtiendo que Muriel ya no está a su lado.
—No le gusta el boxeo —contesta Carvalho.
Pero el griterío los obliga a volver los ojos al ring. El vasco ha caído y el árbitro empieza la cuenta. Peretti ganador. El público estalla a favor del vencedor. Robert y Merletti se abrazan y Alma busca a Muriel entre el gentío. Carvalho mira hacia donde estaba el Capitán. Ha desaparecido. Peretti marcha corriendo hacia el vestuario y al llegar, mientras el ayudante le quita las vendas de las manos, Merletti habla y habla excitado, comentando el combate sin que nadie le oiga. Peretti se mira en el espejo, repasa uno a uno los impactos de los puños del vasco. Recorre el rostro con la yema de los dedos, se acaricia especialmente una contusión sobre la ceja.
—¡El hijo puta un poco más y me hace mierda la ceja!
—¡Un auténtico hijo de puta! —repite Merletti—. Pero lo dejaste planchado, Bum Bum. Ese puñetazo en el hígado lo convirtió en paté de fois.
Robert ríe incontrolado.
Entra un conserje y dice algo a Peretti. El boxeador queda pensativo y vacilante. Finalmente afirma con la cabeza. De un tarro que le tiende Merletti, saca un poco de crema con los dedos y se la aplica suavemente sobre los golpes de la cara. Se vuelve en el momento en que entran en el camerino Alma y Carvalho.
—Me acompaña una ayudante, la profesora Alma.
Peretti besa la mano de la mujer, que asume el beso contenidamente fascinada. Carvalho hace un aparte con Peretti, ante la desconfianza de Merletti y de Robert.
—Digamos que el caso se complica —dice Carvalho—. Hemos llegado hasta Loaiza pero no le tenemos. Su amigo tiene relaciones extrañas y no precisamente sexuales. Además, me consta que recibió una paliza anónima hace algunos días.
—Yo no tuve nada que ver.
—Le creo. Tan preocupante como la paliza es que tenga relación con antiguos grupos de «incontrolados».
Peretti se sorprende y se le escapa una mirada dirigida a Merletti que Carvalho percibe.
—A Bruno siempre le gustó jugar con juego. Con juego, no con fuego —dice Peretti dejando de mirar a Merletti.
—¿Tenía esos contactos cuando ustedes se relacionaban? —pregunta Carvalho.
Peretti piensa la respuesta.
—Bruno era un provocador. El clima de la universidad estaba marcado por la represión y el oficialismo, a Bruno le gustaba desacreditar a los izquierdistas y asegurar que eran tan asesinos potenciales como los propios milicos.
—¿Pensaba usted lo mismo?
—No me gustaba el terrorismo, pero tampoco la dictadura. Yo era y soy apolítico. Me pidieron que hiciera como Ortega o Neumann y me metiera en las listas de Menem o en las de los radichetas, los radicales. La política es más insegura que el boxeo. Entre Perón y los militares escojo a Jünger.
—¿Es una marca de tanques?
—No. Es un escritor prusiano.
—La política sólo es segura cuando deja de ser política y se convierte en boxeo. Sospecho que las amistades peligrosas de Loaiza darán señales de vida.
—Soy amigo personal del presidente.
—No lo dudo. Sólo le rogaría que no me ocultase lo que sabe. Entre el público de esta noche he visto a un personaje emblemático, el Capitán, le llaman. Tuvo poder en los sótanos de la dictadura y se lo sigue tomando en los de la democracia.
—Seré leal con usted.
Carvalho hace la señal de retirada a Alma. Ella, por el contrario, se acerca a Peretti y le tiende un papel y un bolígrafo.
—Sería tan amable, un autógrafo.
Carvalho no da crédito a lo que ve ni a lo que oye.
—¿Para usted? —pregunta Peretti.
—No, para una alumna, dediqueseló a Muriel, estaba aquí, pero es tan tímida.
Peretti escribe una frase y firma. Tiende el autógrafo a Alma, que le mira respetuosa. El boxeador contempla preocupado la salida de Alma y Carvalho. Se le echa encima Robert.
—¿Qué te dijo de mí?
—¿Qué tenía que decirme de vos?
Merletti interrumpe el diálogo.
—Pasá la revisación médica y después te lo explico.
Al salir del vestuario de Peretti, Carvalho y Alma atraviesan el salón vacío por el pasillo central. Muriel los espera en la salida.
—¿Dónde te metiste? —pregunta Alma.
—No sé qué me pasó.
—Toma, tu autógrafo.
Muriel lo toma y lo guarda en su bolsón. No sabe qué decir. Tiene los ojos enrojecidos por el llanto.
—Les voy a contar la verdad. Vi a mi padre entre el público.
—¿Y qué?
—Es muy especial. Muy conservador. Les tiene bronca a los profesores. Dice que son todos unos corruptores de menores. Yo le di una excusa para volver tarde, pero no le dije que venía con vos a ver la pelea.
Alma la coge con un brazo por el talle y le insta a proseguir la salida.
—Los padres. Uno no elige a los padres. Hay que tomarlos como son.
El rostro de Carvalho está de luto y hasta siente niebla almacenada en la recámara de los ojos. El Capitán los ve partir semiescondido detrás de una columna y decide volver sobre sus pasos para ganar el vestuario. Apoyado de espaldas contra la pared junto a la puerta, de refilón puede ver y oír lo que pasa entre Merletti y Bum Bum. Merletti da explicaciones al boxeador, que está muy enfadado.
—Tenía que hacerlo, Bum Bum. Vos sos un idealista. Yo no hubiera recurrido a extraños, yo lo habría arreglado por nuestra cuenta, por eso lo cité al gallego en Fiorentino’s y allí estaba también Robert con sus amigas, ya me entendés. Juega, juega a tener tres sexos, cuatro. Por eso estaba preocupado por lo que pudiera contarte el gallego, y de paso me dejó en pelotas.
—¿Qué más me escondés?
—Nada.
—Esa paliza a Loaiza es cosa tuya.
—¿Cómo puedo habérsela dado si no sabía dónde estaba?
—Fuiste vos, no me vuelvas a mentir.
—¡Sí, qué mierda, fui yo! ¿Qué vas a hacer vos cuando lo encuentren? Ponerle un restaurante o darle guita para que se drogue. ¿No es cierto? La mierda sólo entiende de mierda.
Peretti no puede contenerse y pega un puñetazo controlado a Merletti, que le contesta con el brazo blando. Pero a los pocos segundos pelean con coraje, librándose de sus furias, sin ganas reales de hacerse daño, hasta que se quedan sin respiración, Merletti derrumbado en la camilla de masaje, Peretti de cara a la pared, como buscando un refugio para su cuerpo y para su cara. Ajeno a la pelea, Robert sale del vestuario sin fijarse en el escucha adosado a la pared, y a continuación de la Federación de Box. Observa desganado el revuelo que convoca un hombrón que recita poemas entre carcajadas y perplejidades de la multitud que aún lleva los puñetazos de Peretti en los ojos y en el cerebro.
Los puños de los ángeles baldíos
engendran planetas alocados
tras las huellas del capador de astros.
Robert se mete en un cupé. Al volante la rubia oscura la noche de Fiorentino’s, ahora chico afeminado, teñido de rubio, oscuro. Se besa fugazmente con Robert y arranca.
—Los días de combate hay una tensión terrible. Todo el mundo se vuelve agresivo.
—¿Quién ganó? ¿«Papá»?
Se echa a reír después de haber pronunciado la palabra papá.
—No te rías de Bum Bum. Es un tipo gaucho, muy legal.
—Legal, legalmente rico. ¿Lo fajaron en la cara? —Suelta el rubio oscuro la mano del volante para hacer carantoñas a Robert—. ¿Le han desfigurado la carita al papá de mi nene?
Robert le da una bofetada. El rubio deja de controlar el coche por un momento, histérico, recupera el volante con las dos manos.
—¿Estás loco? ¡Un poco más y nos reventamos!
—¡Respeta a Bum Bum! ¡Respeta a quien nos da de comer!
El rubio oscuro recupera la tranquilidad. Repasa el coche con la mirada, sin dejar de conducir.
—Pero te compra coches poco generosos. Vos te merecías un Porsche y no este cupé de cuatro pesos. Vos sos un hijo de Porsche.
Un coche les envía señales luminosas desde detrás. El rubio mira por el retrovisor. No le gusta lo que ve, menos todavía cuando suena la sirena.
—¡La cana! Esta noche debimos de pisar mierda, carajo.
Frena y aparca junto a la acera. También lo hace el coche de policía. El rubio comprueba por el retrovisor que se les acercan dos policías de paisano, uno por cada lado del coche.
—¡Oh, no!
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —pregunta Robert nervioso.
Pero ya Pascuali se asoma por la ventanilla del conductor.
—Eso digo yo, ¿qué pasa? ¿Conducen borrachos? ¿Coco?
—Ni borrachos, ni coco —contesta Robert.
—Conducen en zigzag, una nueva fórmula. Afortunada coincidencia, porque quería hablar contigo.
Pascuali señala con un dedo a Robert. El rubio oscuro suspira aliviado.
En el Fiorentino’s la especie humana no ha cambiado. Peretti, con leves huellas del combate en la cara, toma una copa junto a Merletti. Cuando alguien le saluda y le felicita, el boxeador devuelve la gentileza con una sonrisa superwelter.
—Haceme caso. No tenías que dejar esto en otras manos.
Merletti se levanta y va hacia el lavabo. Se lava las manos, y en el espejo, a su espalda, aparece el Capitán.
—¿Habló con él? —pregunta el Capitán.
—Poco a poco. Déjelo a mi manera.
—No tengo por qué.
Merletti está preocupado. Se seca las manos y sale del lavabo, se junta con Peretti ya en la puerta y abandonan el local. Merletti camina cabizbajo, pero cuando levanta la cabeza ve cómo el Capitán avanza hacia ellos, no respeta su mirada de contención, va directo a por Peretti.
—Peretti. Un admirador.
Peretti le estrecha la mano, pero el Capitán se la queda.
—No sólo soy un admirador, sino también alguien que puede hacerle un gran servicio.
Peretti trata de alejarse sin perder la sonrisa. El Capitán sólo dice un nombre.
—Loaiza.
Peretti se para. Merletti cierra los ojos porque sabe que la suerte está echada.
Carvalho provoca la luz del apartamento, Alma le sigue cansada o desganada. Carvalho cierra la puerta y pasa ante ella para abrir la comunicación del despacho con la vivienda privada.
—Puedes salir.
De la puerta del dormitorio brota Raúl y Alma musita su nombre, como si sólo lo dijera para ella. Luego le abraza.
—¿De qué jugás hoy? ¿De gato? ¿De ratón?
—De ratón, como casi siempre.
Carvalho remolonea por el comedor, mientras Alma y Raúl se sientan en el despacho, las sillas separadas, las manos unidas.
—¿No estás cansado ya de escapar?
—Es casi un vicio. A veces me imagino a mí mismo en la normalidad, viviendo como una persona normal, y me parece asistir imaginariamente a una vida ajena. No soy yo.
—¿Quién no está cansado? No me ilusiona nada. Norman está igual. El gallego no se aguanta ni a sí mismo. Hasta voy al boxeo.
Raúl se calla lo que iba a decir. Carvalho sostiene el teléfono entre la clavícula y la oreja mientras ordena los platos y cubiertos a su alcance sobre la mesa.
—¿Biscuter? ¿España? ¿Barcelona?
Cuelga furioso y vuelve a marcar gritando como un histérico.
—¡El día en que se juntaron la telefónica española y la argentina debió declararse la tercera guerra mundial!
A sus gritos acuden Alma y Raúl, expectantes ante su histeria.
—Pero bueno. El gaita perdió los estribos —dice Alma.
—¿Qué gaita ni qué carajo? ¿Dónde está la gaita?
—Un gaita es un gallego. Un español.
—¡Yo nunca he soplado una gaita! ¡El que se inventó el lunfardo era un soplapollas!
—A ver. Explícame tus problemas —le propone Alma.
Carvalho le tira el teléfono.
—No me sale España. Este teléfono sólo comunica con la Patagonia.
—A ver. Dame el número.
Carvalho le dicta el número y se equivoca al dar el referente de España.
—Extranjero. Treinta y tres por España. Tres por Barcelona.
—Me parece que con el treinta y tres te sale Francia, pero no España.
—¿Eres telefonista? ¿Cómo coño sabes el prefijo de España?
Alma no le hace caso y vuelve a marcar con el 34 como prefijo español. Espera.
—¿Biscuter? Le llamo desde Buenos Aires. Soy la telefonista del señor José Carvalho Tourón. No se retire. Mientras llega al teléfono le cantaré un tango como hacen en los teléfonos de los mejores negocios.
Por ser bueno, me pusiste a la miseria,
me dejaste en la palmera, me afanaste hasta el color.
En seis meses me comiste el mercadito,
la casiya de la feria, la ganchera, el mostrador…
Carvalho le quita el teléfono y Alma se aparta bailando el tango sola, ante la sonrisa triste de Raúl.
—¿Biscuter? Una loca. Una loca que va a cenar conmigo. Fegatini con funghi trifolati —dice Carvalho ante la expresión de asco cómico de Alma—. Lo había probado en un restaurante de Arezzo, en el Buceo de San Francesco. De entrante risotto con carciofi. Estoy harto de quedarme en esta ciudad llena de argentinos y de argentinas como la que se ha puesto. Están locos y me llaman gaita. ¡Gaita! A mí, que la gaita siempre me ha parecido una fábrica de pedos lastimeros. ¿Has encontrado a mi tío? ¿Ni rastro? ¿Qué tiempo hace en Barcelona? ¡Nieva! Aquí no saben lo que es eso. ¡Ha llamado Charo! Nieva y ha llamado Charo. Bien. Ya. Bueno. Ya te llamaré.
—Si molestamos… —propone Alma.
—Claro que molestáis, pero no tiene remedio. Además he hecho cena para un batallón.
—¡Fegatini! ¡Después del puñetazo en el hígado que Bum Bum le pegó al vasco! —le recrimina Alma.
Alma y Raúl comen con apetito los fegatinis. Carvalho apenas los prueba.
—Creía que te daban asco.
—Andá, quemá un libro. Te traje uno para que lo quemes.
Recupera su bolso y saca de él Respiración artificial de Ricardo Piglia. Antes de entregárselo a Carvalho lee:
—«Pero no era, dijo, sobre las leyes del azar que me interesa reflexionar, hoy, aquí, con usted. A todos nos fascina pensar en las vidas que podríamos haber vivido y todos tenemos nuestras encrucijadas edípicas (en el sentido griego y no vienes de la palabra), nuestros momentos cruciales. A todos nos fascina, dijo, pensar en eso y a algunos esa fascinación les cuesta cara…».
Luego cede el libro a Carvalho mientras lanza un suspiro de resignación. Carvalho sigue el ritual y cuando las llamas empiezan a lamerse las unas a las otras, Alma apaga la luz. El fuego les ilumina las melancolías por separado, Carvalho frente a la hoguera, de espaldas a Raúl y Alma. La mujer se le acerca por detrás, le rodea el cuello con los brazos y pone la barbilla sobre su cabeza.
—¿Ha llamado tu Charo? La gaita esa.
—Casi no ha preguntado por mí.
—Una zorra como todas las mujeres. Únicamente piensa en vos y por eso ni siquiera te menciona.
Abandona a Carvalho. Mira ahora hacia Raúl, deprimido, luego a Carvalho. Suspira.
—Niños, niños. Pibes, pibes. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
Alma, Raúl y Carvalho están vestidos, tumbados en la cama sin abrir. Miran al techo, mientras Carvalho fuma un habano y Alma de vez en cuando trata de alejar el humo manoteando.
—Es peligroso que Raúl se quede aquí… —dice Carvalho rompiendo el silencio.
—Ya me da todo lo mismo.
—¿Por qué no te vuelves a España conmigo?
Pero Raúl ya duerme y Alma examina su sueño con angustia.
—¿Qué sería de mí sin el espectáculo de estas persecuciones? ¿De verdad te querés volver a España, gallego?
Carvalho no contesta directamente.
—En esta época llegaba del colegio todavía con horas de luz por delante y mi madre me dejaba bajar a la calle, poco rato, era la posguerra en Barcelona y circulaban leyendas sobre hombres vampiros tuberculosos que les chupaban la sangre a los niños. Una mañana mi madre me dio un pedazo de pan que parecía recién hecho o quizá lo imagino recién hecho y un puñado de aceitunas negras, muy sabrosas, de esas aceitunas arrugadas que se llaman de Aragón. Recuerdo aquellos sabores, la alegría de mi libertad en la calle. La mirada protectora de mi madre. Si pudiera volver a aquella mañana. Ésa sería mi verdadera patria. Mi Rosebud. ¿Recordáis Ciudadano Kane?
—El país de la infancia.
Alma se levanta y va hasta la ventana. Plácidamente deprimida, mira hacia la calle. Su rostro pasa de la crispación a la ironía. Dos coches de policía acaban de estacionarse sigilosamente ante el portal. Salen de ellos Pascuali y hasta seis ayudantes. Se sitúan en la esquina de cada cuadra y ante la puerta de Carvalho. Pascuali ordena silencio y avanza hacia el portón. Le siguen Vladimiro y dos policías de paisano. Suben aceleradamente pero sin hacer ruido hasta llegar ante la puerta del apartamento. Carvalho no espera a que llamen. Les abre la puerta en pijama y parece somnoliento.
—Vaya horas…
Pascuali empuja la puerta y entra.
—Orden de registro —pide Carvalho sin demasiadas ganas.
—La llevo colgada acá —dice Pascuali tocándose la bragueta.
El gesto sobra, piensa Carvalho. Los policías ya están dentro. Carvalho los sigue cansinamente. Alma está en la cama, aparentemente desnuda, con las sábanas sobre los pechos. Los policías examinan la habitación como si no la vieran y prosiguen el registro de la casa, respaldados por la cara de sorna de Pascuali que no abandona cuando en el comedor hace el recuento de los tres cubiertos. Un policía cree haber descubierto el Atlántico cuando, arrodillado ante la chimenea, grita:
—¡Aquí han quemado algo!
Pascuali se dirige a Carvalho.
—¿Borges? ¿Sábato? ¿Asís? ¿Soriano? ¿Macedonio Fernández? ¿Bioy?
Alma sale de la habitación con la sábana como improvisada vestal.
—Piglia. Ricardo. Nacido en Adrogué, hace unos cincuenta y pico de años.
Vladimiro se cruza con Carvalho y le evita la mirada.
—¿Quién estaba aquí? ¿Raúl Tourón? —Espera Pascuali el efecto de sus palabras siguientes—. ¿O quizá Bruno Loaiza?
—Usted y yo hemos de hablar a solas —propone Carvalho.
—No sabe usted lo que le agradezco la invitación. Me la quita usted de la boca.
No tiene tiempo de atravesar Tres Sargentos en dirección a San Martín. Se ve envuelto y aupado a una furgoneta, sin un golpe, sólo con recordatorio de presiones cilíndricas sobre una espalda educada en amenazas. El cerebro empieza a funcionar más que a alarmarse y ni el olor ni los gestos le indican que esté otra vez en manos del Capitán, tampoco de Pascuali. Es inútil preguntar y no lo hace. Tampoco cuando la furgoneta se mete en senderos de tierra a juzgar por las quejas de sus amortiguadores y por el empeño en agarrarse a las paredes de los cuatro hombres que le guardan. Ni siquiera encapuchados. Que no lleven capucha inspira confianza en primera instancia, pero en segunda sugiere conciencia de impunidad, de muerte. Del exterior llega olor a agua y putrefacciones vegetales, el río está cerca o el delta del Tigre. Fin de trayecto y tampoco se preocupan de que no vea la cara del barquero o de que reconozca los canales del Tigre, solidario Raúl con los sauces llorones caedizos sobre las verdosas turbias aguas. La lancha abandona los canales principales y va en busca de los recoletos, mientras los ojos de Raúl tratan de asirse a los edificios nobles progresivamente alejados, el Cannotieri, el Club de la Marina, el Tigre Club, edificios inseguros en su insegura memoria. No así los árboles que reconoce en su esplendor de gigantes perlados por la humedad del laberinto de ríos, gomeros, Jacarandas, pindós, palmeras, araucarias, seibos y setos naturales de cañas y helechos, el regalo de las orquídeas colgantes y el olor a zumo de agua y viejas, profundas podredumbres. Tampoco le impiden que vea el jardín abandonado, ni la casa zancuda en la que han quedado las señales de las crecidas, como si marcaran diferentes arqueologías. Están en el Tigre, en una de las casas traseras del Tigre, rebozadas de maderas ex nobles y oscuras en los interiores, rotos casi todos los cristales y el alma de la humedad subiendo desde el suelo hasta los estucados desconchados del techo. Hay una mesa demasiado nueva para el contexto en el centro del salón con chimenea de columnas historiadas derrumbadas y tras la mesa un hombre sonriente que le ofrece una silla frente a él.
—¿Está bien? ¿Le han tratado bien? Dentro de lo que cabe, cierto. No perdamos el tiempo, señor Tourón. La comedia ha terminado y usted no lo sabe, pero por el bien de todos debe terminar. Su viaje está a punto de terminar, ¿no es así?
—¿Quién le envía? ¿Gálvez?
—Hay muchos Gálvez.
—Ya sabe a qué me refiero. Richard Gálvez Aristarain.
—Pongamos que sí.
—No hacía falta el secuestro.
—¿Secuestro? No utilicemos el viejo lenguaje. Vivamos el presente. Usted busca recuperar su identidad y a su hija. Su identidad se la ofrecen sus socios, pero ahí está el Capitán, el obstáculo del Capitán. Su hija. Queda su hija.
—¿Han descubierto algo nuevo sobre la relación entre Ostiz y la misteriosa señora Pardieu?
—Estamos en ello.
Hace una seña el interrogador para que los cuatro guardianes cumplan su oficio y sube por una escalera atormentada bajo sus pies. En una habitación más desguazada que las de la planta le aguardan Güelmes y el director general Morales.
—¿Y ahora cómo sigo? ¿Escucharon lo que dijo?
—¿Pregunta que cómo sigue? ¡Pero si él acaba de darle el guión! Nos lo ha dicho todo en dos minutos. Richard Gálvez lo ayuda a buscar a su hija a través de Ostiz y una tal señora Pardieu. Morales. Quiero un informe inmediato sobre los citados, Gálvez, el doctor Ostiz, ese borgiano a quien usted tanto admira y la Pardieu. La que él llamó misteriosa señora Pardieu. Usted siga interrogándolo. Prométale próximas revelaciones y que le hable del porqué del impulso de su vuelta. Que hable. Que hable. Debe de tener ganas de hablar.
Tiene ganas de hablar, sobre todo porque cree ver el final del túnel, sin saber exactamente qué va a encontrar. Eva María. Una silueta de bebé de pronto convertida en una mujer. Él mismo. ¿Cómo sería él mismo al final del túnel?
—Todo empezó en España. Una discusión con mi padre. Un hombre de carácter. El que me falta a mí. Le expresé mi desarraigo. No podía entenderlo. Tienes el poder de mi dinero y de tu ciencia, me gritaba. Y en el calor de la discusión me reveló algo que me dejó aterrado. Él había pactado mi libertad con los milicos. Les había entregado mis cuadernos de investigación y les había prometido borrón y cuenta nueva. El punto final en lo que a mí, a mi familia, a mi grupo correspondía. Renunciaba a buscar a su nieta. Incluso renunciaba a reclamar a su nieta. Yo era su único hijo. Ni siquiera tenía nieta. ¿Comprende?
—¿Con quién pactó todo eso?
—Con el capitán Gorostizaga. Se llamaba entonces Gorostizaga.
El Capitán ordena al gordo que se vaya, pero los motoristas siguen alineados a sus flancos. Merletti está sentado en una silla bajo el peso de un secreto abatimiento y de la mirada inquisitiva de Peretti.
—¿Otra de tus protecciones secretas?
—No prejuzgues, déjalo que hable.
—No prejuzgue. Tiene mucha razón —corrobora el Capitán—. Voy a poner las cartas sobre la mesa. Me enteré del caso Loaiza por casualidad. Nos pediste una paliza a un pichicatero embarazoso. Buscaba un ratón y me encontré con un gato. Loaiza y yo somos viejos conocidos. Fue un antiguo colaborador en los tiempos en que limpiábamos el país de bolcheviques disfrazados de nacionalistas y peronistas. Los verdaderos nacionalistas fuimos nosotros. Loaiza no es lo que era. Es un desperdicio humano que le hace chantaje. No. No me lo niegue. Lo sé todo. Todo. No me meto con sus relaciones, ni con sus gustos. Yo conocí maricas muy machos. Usted es un símbolo nacional y no estamos como para destruir símbolos nacionales como pasó con Monzón o Maradona. Lo de Monzón o Maradona hubiera debido ser declarado secreto de Estado. ¿A quién van a mitificar los argentinos? Venga. —Invita a Peretti a que le acompañe hacia una puerta. Corre la mirilla y se aparta—. Mire, por favor.
Peretti se acerca a la mirilla. En una habitación desnuda, al fondo, Loaiza, en el suelo, convulso, atacado por el síndrome de abstinencia, entre orines, babeante.
—He sido más eficaz que su Pepe Carvalho. ¿Por qué ha metido a ese gallego, rodeado de subversivos, en esta historia? Debíamos arreglarlo entre argentinos.
—Te lo dije, te lo dije siempre, Bum Bum —corrobora Merletti.
—Suéltelo —ordena Peretti.
—¿A quién? —pregunta sorprendido el Capitán.
—A Bruno. A Loaiza.
—No puedo, no debo. ¿Me equivoqué con usted?
—Si no lo suelta, ¿qué va a hacer con él?
—Me equivoqué con usted. Vayasé. Soy fiel a mi respeto a su mito, pero usted, como argentino, me parece sólo un pulastro.
—He dicho que suelte a Loaiza —repite Peretti cogiendo al Capitán por el brazo.
El Capitán sacude el brazo. Peretti le pega un puñetazo en el estómago y lo estrella contra la puerta de la cárcel de Loaiza. Los motoristas se lanzan sobre Peretti, golpeándole con porras, cadenas, patadas, puñetazos. Merletti trata de defenderle, pero también recibe la flagelación de los cadenazos. El Capitán ha recuperado el aliento y trata de intervenir para que termine la paliza.
—¡No toquen a Peretti, manga de desgraciados!
Hay que arrastrar a Merletti y Peretti para meterlos en el coche. El gordo al volante, el Capitán desencajado y vacilante presenciando la partida. Para el gordo es un servicio más y monologa sobre lo divino y lo humano, a veces jaleado por sus acólitos, mientras el coche busca un lugar determinado en la carretera anochecida. Cuando lo encuentra, el gordo aminora la marcha, luego frena. Se abre una portezuela para arrojar a Merletti y Peretti a la cuneta. La cara de Merletti refleja el castigo recibido. La de Peretti es pura pulpa amasada por los cadenazos. Derrumbados, Peretti no aparta las manos de su cara, como si tratara de protegerla ya inútilmente. Merletti no acaba de entender lo que ha ocurrido y persigue con la mirada la huida del vehículo. No va muy lejos. El coche continúa su camino a marcha lenta hasta detenerse junto a un vertedero de basura. Dos motoristas descienden a contraluz de los faros, abren el maletero y arrojan un cuerpo contra la basura. El coche arranca y Peretti corre hacia el basurero donde ha quedado un cuerpo yacente cara al cielo con los ojos abiertos. Es Loaiza, comprueba Peretti, que sigue la ruta del coche con una cólera inútil.
—Es Bruno.
Es Bruno, repite obsesivo horas después, tan obsesivo como la contemplación en el espejo de su rostro deformado por las magulladuras y los cortes que han necesitado puntos de sutura, los hematomas espesos como tumores. En la soledad del lavabo, Peretti llora por Bruno y por sí mismo.
—El síndrome de Dorian Gray. La cara es el espejo del fracaso. Del fracaso fundamental. Así lo pensabas. Bruno. Pobre Bruno. Pobre Peretti. Pobre Bum Bum Peretti.
Sale del cuarto de baño. Merletti duerme tumbado en un sofá. Peretti se acerca a la puerta de una habitación para espiar el sueño plácido de Robert. Luego sale a la calle.
El Capitán entra en su casa y va a la cocina office. Se sirve una taza de café y se la toma de dos tragos. La casa está en silencio. Sube las escaleras y se asoma a la habitación de su hija. Duerme Muriel y el Capitán va hasta la cama para acariciarle la cara con el dorso de una mano. Muriel se despierta. Sonríe.
—Tengo un secreto.
—A lo mejor para mí no es ningún secreto.
—Estuve en el combate de Peretti.
El Capitán queda a la espera. La invita a que prosiga.
—No me gustó, ¡qué salvajada!… —Antes de volver al sueño señala con la cabeza hacia algo que está sobre su mesilla de noche—. Peretti me dio un autógrafo. Se lo dio a alguien para mí. Yo no me atreví a pedírselo.
Muriel vuelve a dormir. El Capitán coge el autógrafo.
A una muchacha desconocida, pero con el aval de que me pide un autógrafo una mujer que se llama, nada más y nada menos, que Alma.
BUM BUM PERETTI
Inmutable el Capitán deja el autógrafo donde estaba, desciende la escalera, pasa junto al cadáver adormilado de su mujer y se deja caer en un sillón ante el televisor. Entre cabezadas espera el primer noticiario de la mañana, y las fotografías y las palabras llegan finalmente, construyendo una oración completa en su cerebro: algo le ha pasado a Bum Bum Peretti. Abiertos los ojos contra el sueño va poniendo palabra tras palabra, imagen tras imagen, para reconstruir lo ocurrido en el inicio de la madrugada.
Los empleados del aeropuerto Jorge Newbery, entre el sueño y el trabajo, abren los ojos y la sonrisa ante el recién llegado. Le tienden las manos y le felicitan.
—¡Vaya paliza, Bum Bum!
—Pero esta vez te dieron.
—Por la televisión no lo pareció.
El empleado resume que le gastaron bromas como otras veces, pero que Bum Bum no les contestaba. Peretti escondía los ojos tras enormes gafas de sol, y el rostro camuflado por alguna venda, y las solapas de su chaquetón de piel. Subió a su avioneta en el lugar del piloto. Hizo una señal para que le dieran salida. Ajustó los mandos. Su rostro quedó liberado de las gafas de sol y los demás camuflajes. Era pura destrucción.
—Le habían dejado la cara hecha puré.
Arrancó el avión. Peretti lo condujo con decisión. Remontó el vuelo, subiendo y subiendo. Luego planeó y estabilizó la altura. De pronto el avión se lanzó en barrena contra una autopista. Había decisión en las manos de Bum Bum agarradas al volante y en su rostro contraído. El impacto del avión contra una autopista fue terrible.
—Terrible, porque no sólo lo vimos, ¿comprende? También lo oímos.
El Capitán acaba de darse cuenta de lo que ha sucedido. Bum Bum se ha suicidado.
—¡Merengue de mierda! —grita el capitán con los ojos endurecidos.
Alma y Carvalho ni beben ni hablan en Tango Amigo.
—¿En qué piensas? —pregunta Carvalho.
—¿Y vos?
—No me seas gallega. No me contestes a una pregunta con otra pregunta.
—No me quito de la cabeza lo del accidente de Peretti. O su suicidio. Tampoco puedo dejar de pensar en Muriel. Es tan tierna. ¿Te acordás de ayer, en el combate? Quería un autógrafo de Peretti, pero no podía resistir los golpes. Por eso se fue.
Carvalho no le aguanta la mirada.
—¿No? ¿No se fue por eso? —pregunta Alma.
—Sí, ¿por qué si no? Pero no pienses tanto en esa chica. No es nada tuyo. Tiene su familia. Tiene ese novio. Rojo, según tú.
—Lo del novio, así, así. Se tambalea. Muriel tiene miedo a la reacción de su padre. Un día voy a hablar con su padre.
Carvalho cierra los ojos.
—¿Por qué no pensamos un poquito en Raúl? Nos toca.
—Raúl. Es verdad. Otra vez se salvó por los pelos, aunque creo que Pascuali tiene tantas ganas de encontrarlo como…
—¿Como quién?
—Déjalo. Es cierto. De vez en cuando tenemos que pensar en Raúl. Es en definitiva nuestra finalidad más constante. Sobre todo la tuya. Raúl es el que da sentido a tu permanencia en Buenos Aires. ¿Qué habrá sido de él?
—Ése nos enterrará a todos. Tiene una excelente mala salud social. Oculto. Invisible. Fugitivo. Buscado. Todos los adjetivos que me gustan, que cada vez me gustan más.
—Sigue el espectáculo.
Norman ha salido al escenario disfrazado de mujer, como la noche de Fiorentino’s. Se dirige al público.
—Perdonen que venga con esta facha, no soy un mariquita, tal vez un maricón, pero mariquita ¡nunca! Pero de vez en cuando tengo angustias metafísicas e incluso físicas y me hago preguntas fundamentales. ¿Verdad no hay más que una?, ¿mercado no hay más que uno?, ¿ejército no hay más que uno? Posible. La verdad, la única, sería la del liberalismo. Mercado, uno, claro, ya lo ven ustedes. Uno, universal, donde podes comprar de todo y donde únicamente podes vender lo que te dejan. Ejército. Uno. Uno. ¡Faltaría más! El yanqui. El ejército yanqui y en su defecto el inglés para pueblos ambiguos, como el argentino. Pero hay otras magnitudes que no cuadran. Pirámides. A todos nos han educado en el saber de que las pirámides de Egipto son tres… y no, en Egipto hay más pirámides. Sobre los sexos. Dos. Las que tienen la Conchita ensimismada y los que tienen la pija retráctil, sobre todo ¡retráctil! De sexos va el tango. Respetable público, tengo el honor de presentarles el estreno universal del primer tango que está a favor de los trolos.
Vestida de mujer afeminada más que de hombre afeminado, Adriana falsamente ojerosa y en la punta de la pupila todas las braguetas del salón.
Zapatos de gamuza
sin calcetines,
pantalones de seda,
dedo en la sien,
eran como garufas
caricaturas
de mujeres de cera
de hombres de miel.
Mariquita, maricón,
amores de rugidos
a media voz,
mariposa mariposón,
perfumes de cliente
de waterclós.
Caricatura
de mujer afeminada,
caricatura
de macho bufarrón,
caricatura
de hombre sin mirada,
caricatura
de muchacho en flor.
Ahora van de boda
por los juzgados
con besos en las calles
a pleno sol,
ya agarras las sartenes
bien por el mango,
pero no hay quien les cante
ni un solo tango.
Mariquita, maricón,
amores de rugidos
a media voz,
mariposa mariposón,
perfumes de cliente
de waterclós.
Caricatura
de mujer afeminada,
caricatura
de hombre bufarrón,
caricatura
de amante sin mirada,
caricatura
de muchacho en flor.
Les canto este tango
sin condiciones,
el sexo siempre ha sido
cosa de tres,
nunca hubo dos sexos
sin rendiciones,
y el que no tuvo cuatro
no tiene dos.
Zapatos de gamuza
sin calcetines,
pantalones de seda,
dedo en la sien,
dejas de ser caninas
caricaturas
de mujeres de cera
de hombres de miel.
—Se ha matado Bum Bum Peretti, mamá. Qué lástima. Con lo caballero que era.
—Lo conocías.
—Desde la infancia.
—Nunca me lo dijiste.
—No te gustaba que me juntara con niños boxeadores. El otro día fui a saludarlo antes del combate. Me abrazó. Recordó poemas míos de memoria. Estoy triste, mamá.
—Andate a dar una vuelta y comete una empanada. Pero no tardes. Hay que ir a San Telmo a vender libros.
Borges Jr. pasea por el parque con un andar torpón, el corpachón vencido por todas sus secretas nostalgias y melancolías. Recita, como si rezara: «Esta ciudad es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros…». Pasan algunos deportistas mañaneros haciendo footing y los ojos miopes no le advierten que dos de los que corren en sincronizada marcha son el secretario Güelmes y el director general de Seguridad, Zenón Morales. Borges prosigue su aparatoso caminar y los corredores su marcha, que se ralentiza a medida que rematan la suave loma desplomada en un talud de césped y senderos, abajo una carretera y nadie en el horizonte.
—¿Es la hora, no?
Consulta el director general la hora y asiente. Se han sentado los corredores entre sudores, con las toallas como gorguera y sin suficientes manos para compensar la congestión del rostro.
—Ahí están.
Se detiene un coche poderoso en la carretera bajo el talud del parque. Se abre una portezuela y sale un hombre como si saliera de la cárcel, agradeciendo la verticalidad y el horizonte. Se palpa el cuerpo. Se limpia con las manos la suciedad que el sueño ha añadido a la suciedad de su atuendo. Se repasa los huesos con la palma de las manos. Luego se ubica, huele a hierba mojada, sonríe satisfecho. Empieza a subir el talud y cuando llega arriba contempla la extensión del parque que crece a sus pies y comprueba presencia humana en un banco rodeado de palomas. Hacia ella va sin haber podido ver a Güelmes y al director general incorporados ya y contemplando su avance.
—Ahí va Raúl Tourón. Sigo sin entender el juego, Güelmes.
—Peter Pan.
—Expliquemeló para que pueda explicármelo a mí mismo. ¿Peter Pan?
—Hoy por ti, mañana por mí. Ese hombre es Peter Pan. No creció. Yo tampoco crecí del todo. Por eso lo protejo. Por la cuenta que me tiene y que le tiene, esto queda entre nosotros. Dejemos hacer a Gálvez Jr. y a Raúl. Nada de nada a Pascuali. Yo ya organicé mi operativo.
—A Pascuali menos que a nadie. Es un boy scout.
—Raúl está a punto de llegar hasta los secuestradores de su hija y usted debe buscar a esa supuesta madre soltera, Pardieu. Sospecho que ese descubrimiento puede liberarnos de más de un personaje incómodo heredado del Proceso. ¿Qué hacía usted durante el Proceso?
—Estudiaba en el MIT.
—¿Qué pensaba de los milicos?
—Que no me gustaban, pero que a lo mejor eran necesarios.
—¿Ahora?
—No. Ahora ya no son necesarios.
Toma Güelmes al director general de Seguridad por un brazo y se lo aprieta cómplicemente.
Borges Jr., sentado en un banco, saca alpiste de sus bolsillos, como si los llevara llenos, bolsillos granero. Repara de soslayo en que otro hombre se ha sentado en el extremo opuesto de su banco. Es el recién llegado quien contempla enternecido el afán del hombrón por alimentar al mayor número posible de palomas convocadas de los cuatro puntos cardinales. La mirada del otro se convierte en presencia intrusa en el espacio de Ariel y las palomas. Se vuelve y descubre a un prójimo propicio.
—¿Le molestan los animales?
—No. En parte me gano o me ganaba la vida gracias a los animales.
—¿Criador de perros? ¿Caballos?
—Cuidador, simple cuidador. Los alimentaba.
—¡Como yo! Es el ciclo de la vida. Las palomas comen gusanos, nosotros nos comemos a las palomas y los gusanos se nos comen a nosotros.
—Bien cierto.
Está contento Borges o al menos respira como si lo estuviera.
—El amanecer es como el atardecer. Papá decía: penumbra de la paloma, llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde.
—¿Su padre era un colombófilo judío?
—Papá era escritor. El más grande. Jorge Luis Borges.
No hay ironía en la voz del desconocido cuando comenta:
—Me suena a nombre importante. A hombre importante.
Borges cabecea melancólico.
—Escritor importante. ¿Hombre importante? Quizá no. Un fugitivo, como todos, como Ulises. ¿Conoce usted a Homero?
—No tengo el gusto. ¿Es el de los tangos?
—No. El autor de la Odisea. Del mito de Ulises. Mi padre, como yo, como todos, se inventó un regreso a casa. Pero cuando se vuelve, ni Penélope, ni Telémaco existen o son como deberían ser.
—¿Su madre? ¿Su hermanito?
—Mitos. Sólo mitos. Al final sólo quedarán los mitos y el obelisco. Todo el mundo tendrá memoria de los mitos, pero ¿quién se acordará de a quién estuvo dedicado el obelisco?
Tiende repentinamente una mano hacia adelante. Llueve. Se levanta como si tuviera miedo a la lluvia.
—Mi nombre es Ariel Borges Samarcanda, y ha sido un placer.
—El mío, Raúl Tourón, y el placer es mío.
Ha cerrado los ojos Borges y al abrirlos apuntan a Raúl como si quisieran absorberlo.
—Raúl Tourón.
—¿Le suena?
—A mito. Podría ser el nombre de un personaje de mi padre.
—Yo también soy el nombre de un personaje de mi padre.
—Su padre, ¿es escritor?
—No. Sólo es, como yo, un superviviente. He tardado en darme cuenta. Apenas nacemos deberían inculcarnos: sos un superviviente, hijo de supervivientes.
Se despide ceremoniosamente Borges Jr. de su compañero de banco y empieza a alejarse mediante progresivos saltitos casi cómicos, como si no supiera correr. Raúl se deja mojar. Le complace mojarse y sus labios recitan el poema que iniciara Borges Jr.:
—Penumbra de la paloma
llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde,
cuando la sombra no entorpece los pasos
y la venida de la noche se advierte
como una música esperada y antigua,
como un grato declive.
Corre Ariel bajo la lluvia suave, desemboca en las calles, las supera con velocidad de paquidermo veloz y llega adonde su madre forcejea con un carrito lleno de libros. Refunfuña la vieja la tardanza, pero sigue al hijo mientras se introduce en San Telmo hasta que desemboca en la plaza Dorrego, pero ya hay demasiados vendedores ambulantes y se apostan madre e hijo en una calleja adyacente. Trata de llamar la atención Ariel de los que pasan, mientras su madre va ofreciendo libros desde la impasibilidad cosificada.
—¡Las obras completas del hijo natural de Jorge Luis Borges! ¡Carta a mi padre! ¡Historia universal de la obviedad!
Se repite como un disco repetido, que no rayado, porque cada vez entona de diferente manera. La vieja tampoco ceja en su empeño vendedor desganado mientras fuma su pipa. Pocos compradores, proclamas, tiempo, arrecia la lluvia y madre e hijo protegen los libros, se protegen, con hules. Borges Jr. empuja un carrito lleno de sus obras. Su madre le ayuda relativamente, aunque más parece apoyarse en el carro que empujarlo. La carga molesta tanto al hombre como la circunstancia y sólo alivia su rictus de tango malevaje cuando abandona el carrito en la entrada de casa y recupera su ámbito de libros y fetiches. Luego requiere de su madre los dineros obtenidos, los desarruga, extiende, apila sobre un canterano, cuidadosamente. Ariel culmina la contabilidad, recuenta, su madre teje y fuma en pipa tras la espalda del jayán, al fondo del salón.
—Apenas cuatro mil pesos en dos meses. Me voy a comer la edición. Costó casi lo mismo imprimirlos.
—¿Le pagaste al impresor?
—Sí.
—Mal hecho. Si no los vendo no cobras. Eso tendrías que haberle dicho.
—Pero mamá. ¿Qué culpa tiene un impresor si el editor y el autor no venden?
—Algún riesgo tiene que correr.
Abandona su trabajo la mujer e inspecciona a su hijo.
—La literatura será tu perdición.
—Es lo que siempre me ha gustado ser. Escritor.
—Lo de Borges ya está muy visto. Agotado. ¿Y si cambiaras de padre?
Desconcertado, Ariel busca las palabras que le concierten con las estrategias de su madre.
—Vos siempre me dijiste que yo era el hijo de Borges.
—Lo importante es saber quién te ha parido, no con la ayuda de quién. El que está ahora de moda es Sábato. ¿Por qué no escribís algo como Sábato y presentas como hijo natural de Sábato?
—Pero si no me parezco a Sábato. Es delgadito. Tiene poco cuerpo. Va de triste por la vida y por la literatura.
—Tampoco Jorge Luis era un cascabel. A ver. Vení acá.
Borges Jr. se acerca resignadamente a su madre. La mujer le coge una mano. Estudia a su hijo.
—La cabeza más monda y lironda. Bajas bastante de peso. Te irá bien. Un bigotito. Pones la cara triste. Muy triste. «El hijo natural de Ernesto Sábato». ¿Cómo suena?
—Prefiero a Cortázar.
—¡Cortázar! ¡Cortázar!
La vieja está disgustada. Vuelve a tejer. Fuma en pipa.
—No sé qué le ven a Cortázar. No pude pasar de la quinta página de Rayuela.
Borges mira la calle tras los cristales recompuestos. Tristón.
—Hoy me encontré con un hombre al que están buscando desesperadamente. Sentado en un banco. Bajo la lluvia. Sé quién es. Podría decírselo a los que lo buscan, pero él no quiere que lo encuentren.
La vieja no le ha oído, tampoco él insiste. Ella sigue tejiendo y fumando, pero se guarda una mirada conmiserativa hacia el hombrón y un comentario.
—Julio era muy absorbente. Siempre le gustaba que sus mujeres posaran para sus obras, y a mí me daba mucha vergüenza que me leyeran tantos desconocidos.