EN FLORIDA NUNCA SE HA VISTO nada igual, y ¿cómo es posible que algo nunca haya sido visto en Florida? Un hombre disfrazado de explorador o de náufrago, con el atuendo copiado de una ilustración decimonónica del Robinsón Crusoe. Tras él marcha un negro con no menos estrafalario atuendo, un Viernes de diseño nostálgico. Incluso el negro lleva un loro sobre el hombro y Robinsón una llama como animal de compañía. Robinsón y Viernes, dos ejemplares imponentes, con bien cuidadas melenas hasta los hombros. El blanco lleva barba de varios años, camina arrogante, y Viernes actúa como el buen salvaje receloso ante la gran ciudad y sus gentes tan vestidas. Los paseantes creen asistir a una situación de teatro de animación callejera o a la secuencia de un programa televisivo, provocador de las reacciones del público, tal vez un concurso millonario. Robinsón coge un amplificador de sonido rudimentario, un simple embudo, a la manera de cantantes callejeros o vendedores de cancioneros anteriores a la guerra de Corea, y Viernes toca rítmicamente el tambor subrayando las frases de Robinsón.
—¡Ciudadanos de la República Argentina! En estos tiempos de corrupción y de hundimiento de los valores éticos, sociales y patrios, en los que el hombre es un lobo para los demás hombres y la mujer la peor de las lobas para las demás mujeres, hay que regenerar al hombre y a la patria desde el espíritu de Robinsón. Volvámonos isleños. Recuperemos la soledad pura, la grandeza aislada de Robinsón en su isla para reconquistar un continente, el mundo. ¿Desde qué islas?, ¿necesitamos imaginarlas como Daniel Defoe? No. Tenemos nuestras islas, las Malvinas. Hay que reconquistar las Malvinas para salvar la Patria.
Aplausos, silbidos, algún rebuzno, la sorna de un hombre manco:
—Yo tengo que volver a las Malvinas porque me dejé un brazo. A ver si me lo han guardado los gurkhas, se lo han comido o se lo metieron en el culo.
La tristeza de una mujer mal envejecida:
—Y yo dejé un hijo. A ver si me lo han guardado también.
Pero Robinsón ha terminado su mensaje y se cuela seguido de Viernes, la llama, el loro, en los almacenes Harrods. No cesa su avance hasta llegar a la barbería, donde los escasos clientes salen de su duermevela decimonónico para sorprenderse ante la aparición. Robinsón sobre una silla de barbero. La llama. Viernes y el loro. Los barberos se han quedado con las navajas cortando el aire. Los guardas jurados no saben si intervenir. Robinsón habla y los clientes escuchan con la cara a medio afeitar o el cabello a medio lavar o cortar. Las manos de las manicuras se han detenido sobre las manos de los manicurados. Robinsón proclama:
—Y cuando hablo de las Malvinas hablo a la vez de unas islas reales y simbólicas. Tenemos que ocupar nuestras islas, pero sin pensar que sólo son solamente nuestras. Son un primer paso para la reconquista de la razón universal, de los valores de la ética, la solidaridad, la igualdad y la libertad.
Es el mismo cuarteto, amo, esclavo, llama y loro, el que se pasea ante la puerta de la Facultad de Letras hasta tener la audiencia reunida. Robinsón parece, continuar su único discurso, indiferente a la composición de los oyentes, incluso diríase que indiferente a los oyentes.
—Conquistar las Malvinas para reconquistarnos a nosotros mismos, la inocencia que nos quitaron los torturadores y sus cómplices, pero ¿cómo conquistarlas?
Es Alma la que alza su voz entre un público dividido entre el desdén y la curiosidad.
—Antes que nada hay que llegar ahí. Nadando. Como la otra vez, cuando los milicos mandaron a nuestros chicos nadando.
No sólo risas, sino también el comentario constructivo de un estudiante.
—Hagamos balsas.
Robinsón se cruza de brazos y los mira como compadeciendo la levedad de su punto de vista.
—¿Por qué no nadando? ¿Por qué no en balsa? Mi plan está destinado a salvar el ecosistema, y podemos convocar a los nuevos revolucionarios de la Tierra, los ecologistas y los «teólogos de la liberación» para una invasión pacífica y universal de las Malvinas. ¿Qué harían los británicos si miles, millones de pacifistas ocuparan las Malvinas?
De nuevo la voz de Alma trata de poner la Historia en su sitio.
—Ametrallarlos.
Risas y silbidos esta vez y la renovada indignación de Alma.
—Pero ¿de dónde salió este profeta? ¿Sos un loco o un miserable? ¿Vos te crees que podes volver a excitar a las masas como si fuera un partido de fútbol entre la Argentina y Chile?
—Mujer, ¿quién te quitó la fe?
—¿Dónde estabas vos mientras a mí me quitaban la fe Videla y compañía?
Tanto los aplausos como los silbidos empujan a Alma a abandonar la situación, a expresar el disgusto por haberse dejado llevar. Entra airada en el aula, deja libros y apuntes sobre la mesa. Se sienta y quiere serenarse. Levanta la mirada. Algunos estudiantes empiezan a entrar. Entre ellos Muriel, que asume un lugar próximo a la mesa, que Alma agradece, espera que ocupe, porque le gusta tener cerca la encantada mirada de la muchacha. Lentamente van entrando todos los alumnos. Discuten entre ellos sobre las palabras de Robinsón y de pronto dos se enzarzan en una batalla a puñetazos. Alma grita:
—¡Basta! ¿Qué pasa ahí?
Pero son más efectivos los brazos de los compañeros que los separan que los gritos histéricos de la profesora. Un alumno le hace el balance de la situación.
—Éste dice que por las Malvinas daría la vida y este otro dice que por las Malvinas no daría ni…
—¿Ni qué?
—Ni…
Es rubor lo que da color al rostro del estudiante, y toma la palabra el que ha pronunciado la frase.
—Fui yo. Dije que por las Malvinas no daría ni el pedazo de papel con el que me limpié el culo.
Más silbidos que aplausos esta vez, y Alma ha recuperado su sitio, su voz, su razón de estar un metro por encima del nivel de los chicos.
—Entre la literatura tremendista y la escatológica todavía hay una distancia. Las Malvinas existen. Son un referente nacional, nacionalista para la conciencia de muchas personas. Antiimperialista, quizá. Ya no sé si es bueno o es malo. Ahí están. Pero ese payaso de la puerta hablaba simbólica, irresponsablemente. Sin contar los muertos que cuestan las aventuras.
Es Muriel quien interrumpe.
—Perdone, profesora, pero ¿por qué lo llama payaso?
—¿A usted qué le parece?
Traga saliva Muriel, pero se arroja al vacío.
—Un poeta. Además, me gustan los payasos.
Alma contempla a Muriel con curiosidad. Retiene en la punta de los labios la frase brillante con la que podía machacarla. Pone dulzura en su mirada.
—Hay poemas peligrosos, incluso músicas peligrosas. Los payasos son inocentes, pero hay payasadas criminales, como las del general Galtieri provocando la guerra de las Malvinas.
Luego repetirá mecánicamente la frase: hay poetas peligrosos, incluso músicas peligrosas, payasadas criminales, cuando viaja en el colectivo, cuando camina los pasos que separan la parada de la puerta de su casa y tarda en asumir el espectáculo que le espera en el zaguán de entrada: Robinsón, Viernes, la llama, el loro. Atraviesa el cuarteto la mujer mientras deja caer su comentario pregunta.
—¿Ya llegó el carnaval?
Es Robinsón quien se inclina para acercarle su voluntad de cortesía.
—Quisiéramos hablar con usted.
Alma contempla el cuarteto.
—Ustedes forman el más pintoresco cuarteto de Buenos Aires que jamás se vio. Y ahora por lo visto quieren formar un quinteto conmigo.
—Solamente queremos hablar con usted.
—Si quieren hablar tienen que ser todos, la llama también.
El quinteto ocupa el ascensor y es pasmo lo que provoca cuando el elevador pasa ante los vecinos que esperan y no se creen la ascensión a los cielos de Alma, Robinsón, Viernes, la llama y el loro. Ya en el apartamento, Alma deja los libros, sus apuntes, los invita a que se pongan cómodos.
—Como si estuvieran en su cabaña. Lamento que esta casa no tenga empalizada porque se sentirían más seguros.
Robinsón toma asiento en el sofá, Viernes a su lado, el loro sobre su hombro, la llama olisquea plantas de interior. Alma está dispuesta a asumir su papel de anfitriona.
—¿Extrañaban este confort? ¿Quieren tomar algo: una galleta salada, tasajo? ¿Señor Robinsón? ¿Siempre se ha llamado Robinsón Crusoe?
—Yo me llamaba de otra manera y elegí ser Robinsón. Usted se llamaba de otra manera y eligió llamarse Alma.
Alma se pone en guardia. Robinsón ya no es el personaje lunático que pasea por las calles. Habla con extraña calma.
—Yo soy ingeniero en hidrocarburos. Ése es mi oficio y lo ejercí en Oriente Medio y en la Argentina. Después trafiqué con armas, con influencias, con divisas. Estuve blanqueando el dinero negro de muchos asesinos planetarios. Mi chofer y mayordomo predilecto puede decir si miento.
Ha señalado a Viernes y la mirada de Alma va del amo al esclavo para volver al amo y finalmente afrontar al esclavo.
—¿Habla con acento de esclavo agradecido?
Viernes responde como una mujer afeminada.
—Me gustan las locas como vos porque a su lado yo parezco cuerda.
Robinsón está muy satisfecho por el comentario de Viernes. El loro también, y repite:
—Me gustan las locas, me gustan las locas, me gustan las locas.
La llama olisquea el ficus preferido de Alma y a ella la preocupa que se lo coma. Pero Robinsón la distrae de su preocupación.
—Las apariencias engañan, pero es lo único con lo que podemos contar. Yo podría ir disfrazado de sacerdote de cualquier secta, ¿por qué no de Robinsón? Yo contribuí a la guerra de las Malvinas, a cualquier guerra, vendiendo armas, cobrando comisiones. En las Malvinas mataron a mi hijo, a mi hijo más chico. Era un idealista que creía en Videla, Galtieri, y en su padre, sobre todo en su padre. Creía en mí.
Viernes se le acerca y le besa en la mejilla, le pone un brazo sobre los hombros, parece querer protegerlo de sus propios fantasmas. Alma trata de poner hielo en la voz.
—¿Y yo qué tengo que ver con todo eso?
Robinsón dice sin esfuerzo y al parecer sin segunda intención:
—Me han hablado mucho de usted.
—¿Quién?
—Raúl. Raúl Tourón.
Oscuridad ordenada en la sala. Una gran pantalla de televisión reproduce un vídeo que unas manos gordezuelas, llenas de anillos, han puesto en marcha. En la penumbra se distingue el perfil rapaz del Capitán contemplando las imágenes, al hombre gordo moviéndolas, a otros personajes comparsas y confusos. El gordo maneja los mandos y frunce los ojos como un cazador de imágenes. El vídeo reproduce las apariciones callejeras de Robinsón y Viernes. La voz del Capitán salta como una piedra.
—¿Confirmada la identificación?
Es el gordo quien contesta:
—Confirmada. Joaquín Gálvez, uno de los ex vicepresidentes conjuntos de la patronal no hace muchos años, del grupo de Ostiz, Brucker y todos ésos. Creo que lo fue hasta los primeros meses de Galtieri. El negro entonces era su chofer y siempre conducía un Rolls-Royce blanco. Le mataron al hijo más chico en las Malvinas.
El Capitán escupe:
—Lo conocí. Un histrión.
El gordo se sabe el informe de memoria.
—Tráfico de armas, de divisas, bien relacionado con los yanquis, se decía que era íntimo amigo del presidente Reagan, antes de que fuera presidente.
—¿Y ahora dónde construyó la cabaña de Robinsón?
—Conserva un viejo caserón a orillas del río. Antes de llegar al Tigre.
—¿Arruinado?
—No consta. Una gran parte de sus negocios marchan bien y los lleva su hijo Richard Gálvez.
—¿Por qué Richard?
—Homenaje al ex presidente Nixon. Homenaje cuando todavía no era presidente ni ex presidente, sino vicepresidente de Eisenhower. En esa época Gálvez estaba vinculado a un lobby californiano, el mismo que respaldaba al joven Nixon.
Es el momento en el que Robinsón arenga a los universitarios y el Capitán ordena al gordo que se calle y devuelva la voz a Robinsón:
—Mi plan está llamado a salvar al ecosistema, y podemos convocar a los nuevos revolucionarios de la Tierra…
—Pendejo de mierda, payaso, irresponsable.
Pero interrumpe la letanía el Capitán, porque se le impone la presencia de Muriel en la primera fila de los estudiantes.
—¡Es la nena! ¡Quita el sonido y deja quieta la imagen! ¡Es Muriel! El hijo de puta me la está envenenando a la nena. ¿Se puede agrandar un detalle?, ¿ves a quien veo yo?
—La señorita Muriel.
—Agranda el tamaño de la foto de mi hija.
La muchacha parece conquistada por lo que está diciendo Robinsón. El Capitán se frota la cara, como si quisiera borrar esa imagen.
—Pero ¿serás desgraciada? ¿Quién te mandó a meterte en esa comedia? ¡Seguí, gordo, seguí!
Vuelve Robinsón con su voz:
—¿Qué harían los ingleses si miles, millones de pacifistas ocuparan las Malvinas?
Primero la voz:
—Ametrallarlos.
Luego la propietaria de la voz: Alma. Salta el Capitán de su asiento.
—La que faltaba. ¿Viste? ¡La que faltaba!
Sigue la voz, la expresión airada de Alma:
—Pero ¿de dónde salió este profeta? ¿Sos un loco o un miserable? ¿Vos te crees que podes volver a excitar a las masas como si fuera un partido de fútbol entre la Argentina y Chile?
Robinsón responde:
—Mujer, ¿quién te quitó la fe?
Alma:
—¿Dónde estabas vos mientras a mí me quitaban la fe Videla y compañía?
Por la frente del Capitán bajan sudores tan delgados como su rostro. Ordena:
—¡Corten!
Y con la luz se instala el silencio, el rostro del Capitán, oculto por las palmas de sus manos, el gordo, dubitativo, los demás paralizados. Se da cuenta el Capitán de que la luz lo está delimitando.
—¿Quién dijo que enciendan la luz? ¡Únicamente dije que corten la imagen!
Está desencajado y todos recurren al silencio de la prudencia, a secundar sus movimientos cuando abandona la sala de proyección y va hacia el aparcamiento. Se arroja más que se sienta el Capitán en el asiento trasero y conduce el gordo, que poco a poco va asumiendo seguro la situación. Medita su preocupación en voz alta.
—Ya le dije que iba a ser peligroso lo de la universidad. Ésa es una mala planta que nunca muere. ¿Treinta mil desaparecidos? Vuelve a haber treinta mil zurdos. Los zurdos rebrotan como las plantas parásitas, y la nena en medio de ellos.
—No podía negarle que estudiara, condenarla a ser un vegetal borracho como mi mujer.
—Ahora ni siquiera podemos acompañarla ni irla a buscar, para no encontrarnos a esa subversiva.
Por el cerebro del Capitán pasan flashes del vídeo. Alma respondiendo a Robinsón: «Pero ¿de dónde salió este profeta? ¿Sos un loco o un miserable…?». También Muriel, fascinada por el discurso de Robinsón. Los rostros de Alma y Muriel llegan a confundirse. El Capitán cierra los ojos. El gordo estudia por el retrovisor las evoluciones de su estado de ánimo.
—Jefe, si quiere la saco del medio.
—Podría hacerlo yo, pero hoy por hoy esa gente es intocable. Además me fascina la situación: una madre dando clases de literatura a una chica que es su hija sin que ella lo sepa. Aunque Muriel es mi hija porque yo se la quité para salvarla de una dinastía de subversivos. Es una apuesta. Un juego.
—No se puede jugar a la ruleta rusa con los sentimientos. Déjeme que la liquide, jefe. Algún día la nena podría…
—Por ahora no me pierdan de vista al Robinsón y a la profesora. Todavía tenemos que encontrar a Raúl Tourón. Y mucho ojo porque podría haber una derivación grave, muy grave. Un encuentro entre Gálvez, Robinsón y Tourón podría ser muy peligroso. De mi hija me encargo yo.
Silverstein, a lo lejos, sigue con su show del que llegan risas y su propia voz sin que Alma ni Pepe perciban lo que dice. Tal vez porque la conversación es acalorada, lo suficiente para que Alma deje a Carvalho a media frase y se deslice por un pasillo lateral para escuchar el monólogo.
—Antes si tu mujer se iba con otro mientras vos estabas en la cana o en la guerra, por ejemplo en la de las Malvinas, estaba muy, muy, muy mal visto. Cuanto más patrióticas eran las guerras, peor visto estaba el adulterio. Hoy lo que está mal visto es que cuando volvés de la cárcel o de la guerra, ahí está, ahí está la muy boluda esperándote porque no hay quien cargue con ella. Ahora esperan porque no encuentran un amante que las jubile de amas de casa. La crisis, la crisis ética, la corrupción de las costumbres. ¿Hay malas mujeres? ¿Hubo alguna vez buenas mujeres? ¿Vivas? Escuchen el tango de Adriana Várela, la voz que no canta solamente sino que es toda, toda una orquesta. El Polaco dijo: no me gusta que las pibas canten tangos, solamente puede hacerlo Adriana Várela.
El reflector recoge a Adriana para llevarla como una silueta mítica troquelada en la oscuridad, y cuando silencio, oscuridad y silueta troquelada coinciden, la música del bandoneón subraya la entrada en la primera estrofa:
Por una mala mujer perdés la vida,
te decía tu mami, que era una santa;
por una mala mujer perdés la guita,
te decía tu papi, que era un manta.
Silverstein se aleja de la voz de Adriana para conseguir formar grupo con Pepe y Alma. Enfurruñados y silenciosos, los colores de recientes fiebres continúan en los pómulos de Alma. La indignación de Pepe empieza a naufragar en un vaso de whisky.
—¿De qué se discute?
Y ante el sólido silencio:
—¿De qué discutían?
Carvalho señala a Alma con un simple movimiento de hombro.
—Alma se hizo amiga de Robinsón Crusoe y de Viernes.
Antes de que Alma consiga coordinar la indignación con las palabras, Silverstein pone una rodilla en tierra, le coge una mano y recita:
—Todos los náufragos más tarde o más temprano se encuentran.
Carvalho esta vez sí mira a Alma con ironía cuando dice:
—Hasta sabe dónde tienen la isla.
No es cara a cara, sino casi nariz contra nariz, la agresión de presencia que Alma perpetra contra Carvalho.
—Escúchame, gallego de mierda: o te callas o me voy. Es todo mucho más simple, Norman. ¿Vos no viste a esos dos que van por la calle Florida vestidos de Robinsón y de Viernes?
—Hace tanto tiempo que no veo Buenos Aires. De día duermo, por la tarde ensayo piezas de teatro que muy pocas veces se representan, a pesar de las ochenta o noventa salas de Off Off que hay en Buenos Aires, y de noche trabajo.
—Son dos místicos o dos farsantes. No importa. Predican un nuevo orden universal.
—Igualito que Menem.
—Van disfrazados de Robinsón y Viernes. Predican un nuevo orden universal igualitario. Pero eso me importa un carajo. Viven en un viejo caserón, cerca del Tigre, entre San Isidro y el Tigre. Ahí les da refugio a los mendigos, fugitivos. Y ahí va de vez en cuando Raúl. Robinsón me ha dicho que está ayudando a Raúl. ¿Vos crees que es una boludez seguir ese rastro? ¿No lo podes convencer a este gallego de mierda, cabezón como él solo, de que yo no soy una mentirosa imbécil?
Carvalho insiste, torvo:
—Es una trampa.
—¿A quién se le ocurrió esa trampa? ¿Al inspector Pascuali, que tiene menos imaginación que una abeja macho? ¿Al Capitán? ¿Pero vos te los podés imaginar a los hombres del Capitán disfrazados de Robinsón Crusoe? La cosa es que tengo una cita en ese caserón, y voy a ir con ustedes dos o sola.
Silverstein se ha apoderado de Carvalho por el procedimiento de pasarle un brazo sobre los hombros.
—Nosotros dos te vamos a acompañar.
Abre los brazos ante Carvalho, reconociendo su impotencia, y soporta con una sonrisa los consuelos de Norman.
—Las malas mujeres consiguen de nosotros lo que quieren.
E invita a que atiendan el tema de la canción de Adriana.
Por una mala mujer perdés la vida,
te decía tu mami, que era una santa;
por una mala mujer perdés la guita,
te decía tu papi, que era un manta.
Antes, rubias fanés descangayadas,
ahora, flacas flambés con mil pelucas;
antes eran budines atorados,
ahora son esqueletos apurados;
pero sean chusma sean cacas,
al llegar ya te escupen el asado.
Margaritas Gautier de mil poemas
acabaron en tisis sus tragedias,
o afanaron a algún triste cornelio
que las amaba sin sentirse degollado,
enconchado como gil en un conchado.
Ahora son mises de extrarradio,
del Cosmos, de Belgrano, de Misiones,
tops-models de desnudos diseñados
por el dedo de un bacán con pretensiones
que vende y compra, compra y vende Buenos Aires.
Por una mala mujer perdés la vida,
te decía tu madre, que era una santa;
por una mala mujer perdés la guita,
te decía tu padre, que era un manta.
Yo, que soy la mala mujer de esta garufa,
puedo decirte que soy concha estufada
de tanto gil que me busca por ser mala,
fugitivo de ser huésped de su cama.
Antes, rubias fanés descangayadas,
ahora, flacas flambés con mil pelucas;
antes eran budines atorados,
ahora son esqueletos apurados;
pero sean chusma sean cacas,
al marcharse te escupen el asado.
Como si le abriera la caja de lo inevitable, el llavín se ha metido en la cerradura con una vacilación impropia del Capitán. Ha necesitado dos intentos de acertar con la ranura y al tercero se abre la puerta, a la evidencia de su mujer, sentada frente al televisor zumbante, ensimismada, borracha, con los ojos desesperadamente rómbicos para demostrar que la botella vacía situada en la mesita nada tiene que ver con ella, que no comprende por qué su marido le dice:
—A veces pienso que no te movés de la silla ni para mear. ¿Llegó la nena?
La mujer señala hacia las alturas y sigue parapetada en el fingimiento de su dignidad, de su lucidez, pero cuando el Capitán empieza a subir la escalera dice en voz baja primero y luego la sube hasta alcanzar la condición de grito:
—Hijo de puta. Hijo de puta. ¡Hijo de puta!
Muriel oye la llamada de los nudillos de su padre sobre la puerta y esconde lo que está escribiendo bajo un montón de libros, luego concede el pase.
—Adelante.
Y devuelve una sonrisa a la expresión cariñosa de la cara del Capitán. Se levanta la muchacha, le abraza, le besa.
—Mi oso cavernario chiquitito…
—Muriel, Muriel, ¿vos crees que a un padre se le puede llamar oso cavernario?
—Si es un oso cavernario y, además, es un oso cavernario chiquitito… entonces sí…
El Capitán parece convencido, abarca con la mirada los libros que pueblan la habitación.
—Libros, libros. La vida normalmente queda fuera de los libros.
—Pero siempre va a parar a los libros. No se puede hacer nada, ni bueno, ni malo, que no vaya a parar a un libro.
El Capitán busca una silla, pellizcando los ojos los pósters de héroes del rock que nada le dicen como Kurt Cobain, de Nelson Mándela, de viajes, casi todos a islas del Pacífico. Ahora repasa póster por póster, como si les pasara revista.
—Viajar sí, viajar es hermoso, Muriel. Tengo que hablar con vos.
—De mamá.
Por un momento el Capitán se desorienta, pero es la propia muchacha quien le devuelve a los puntos cardinales.
—Ya sé que no te gusta hablar de ella, pero necesita ayuda. Cada día toma más. Está más aislada. Necesita ayuda médica, de un siquiatra. Dice cosas muy raras.
—¿Qué cosas raras dice?
—Insiste en que un día va a decirme algo que va a cambiar el sentido de nuestras vidas.
Apenas parpadea el Capitán.
—Delira. No quiere o no sabe ayudarse a sí misma, eso es todo. No. No es de tu madre de lo que quería hablarte. Muriel, hija, me dijeron que hoy fue a la facultad un profeta, un farsante, predicando la revolución.
—Pacífica.
—No hay revoluciones pacíficas. Sé que eras una chica sana, con las ideas claras, pero ahora te veo demasiado metida en un mundo libresco, abstracto, impotente ante la realidad, fabulador, falsificador. ¿Cuánto tiempo hace que no vas al club, a jugar al tenis, a nadar? El deporte nos quita las telas de araña del cerebro. Yo conocí a muchos chicos sanos, de buenas familias, cultos, a los que después se les pudrieron las ideas y terminaron mal, luchando contra la sociedad de la que venían.
—¿Los subversivos?
—La mayoría no eran malos chicos, pero las malas lecturas, las malas compañías, la propaganda comunista. Llegó un momento en el que tuvimos que defendernos de ellos porque iban a convertir a la Argentina en un campo de concentración marxista.
—Pero ¿desaparecieron, no? En realidad construyeron el campo de concentración para ellos mismos.
—Querían cambiar nuestras vidas sin otros argumentos que veinte pesos de ideología. No desaparecieron todos. Siguen en activo, más disimuladamente, pero en activo. Ahora van con la flor ecologista, la teología de la liberación, las ONG, todo eso. Lo peor son los profesores. Muchos son antiguos montoneros que ahora matan con palabras. ¿Qué tal tus profesores?
—Hay profesores buenos y malos. Pero sobre todo hay una excelente, la profesora Alma Modotti. Me encanta esa mujer, aunque noto que no le caigo bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Vibraciones. No sé. A veces me parece todo lo contrario, que me mira de una manera especial. La verdad es que me exige más que a los demás. Eso es bueno, ¿no? Desde que era muy chica vos me repetiste siempre que los profesores y los padres deben ser exigentes, ¿no es cierto, mi oso cavernario chiquitito?
«Altofini y Carvalho. Detectives Asociados». Ya existen, al menos consta en la serigrafía grabada sobre el cristal granulado de la puerta, y al abrirse, aparece la espalda de un hombre en trance de monólogo. Un cincuentón atildado aunque con evidente angustia en el rostro, el pelo cuidadosamente teñido y las patillas sobrenaturalmente blancas.
—Es decir, resumiendo, que la culpa la tuvo una mala mujer.
Carvalho procura metabolizar la conclusión sin sonreírse, protegido por la distancia y por la mesa comprada por Alma en una tienda de desechos más que antigüedades en una de las calles que prolongan o le sobran a San Telmo.
—Por una mala mujer, sí. Quiero que usted, que ustedes la encuentren. Mi hijo era la persona más indecisa de este mundo, influenciable, una buena persona, demasiado. Lamento mucho no haberle hecho compañía. Yo soy viudo. Trabajo muchas horas en mis negocios de lencería fina. El chico creció a la suya y no siempre estuvo bien acompañado. Una buena persona, mi pobre Octavio, demasiado, pero desde que encontró a esa fulana cambió. Se volvió molesto, agresivo, se esforzaba en llevarme la contra, lo que era difícil porque hablábamos poquísimo. Trataba de no encontrarse conmigo.
Carvalho olisquea, huele a rosas y lo comprueba cuando se abre la puerta y entra don Vito Altofini. En efecto, huele a rosas. Lleva un pañuelo blanco en el bolsillo superior de la chaqueta, le brillan los gemelos, la aguja de la corbata, el diente de oro, la mirada.
—Mi socio y titular del negocio: don Vito Altofini, diplomado en criminología por la Universidad de Buenos Aires.
Don Vito primero se sorprende del título recién adquirido, pero lo asume y lo aumenta.
—¿Diplomado? Pero estos gallegos todo lo minimizan. Doctorado. Doctorado. Y hay que añadir un máster en criminología y otros excesos en el MIT.
—Disculpe, don Vito, doctorado en criminología. He aquí un lamentable caso. El hijo del señor ha desaparecido por culpa de una mala mujer.
Don Vito lo encaja con gravedad, pero canturrea:
—«Por una mala mujer perdí la vida…». ¡Cuánta verdad hay en los tangos! Prosiga, caballero, prosiga. Solamente un padre que peina canas y no sabe dónde están sus hijos puede entender lo que dice.
El hombre está conmovido. Le cuesta recuperar el hilo de la historia.
—Por la influencia de esa mala mujer mi hijo se convirtió en mi enemigo, y una mañana, me acuerdo como si lo estuviera viendo, llego a mi despacho y encuentro a mis principales colaboradores con cara de funeral.
Carvalho se dirige a don Vito.
—Don Leonardo es un importantísimo fabricante de lencería fina.
Y don Vito se pone soñador y erudito.
—¡La verdadera piel de las mujeres! Dijo un escritor importante: lo más profundo en el hombre es la piel. Y yo añado: ¿y en la mujer? La ropa interior.
Carvalho invita a Leonardo a que prosiga.
—Bueno. Un desfalco. Mi hijo, en mi ausencia y usando los poderes que le había dado para esos casos, se llevó de nuestras cuentas un millón de pesos.
—¿De los de 1984?
Don Leonardo parece ofendido ahora por la valoración de Altofini.
—¿Se preocuparía usted por un desfalco de un millón de pesos de 1984? Hombre de Dios. Un millón de pesos de 1984. ¡Si cabían en un billete!
Don Leonardo ignora el silbido valorativo de don Vito, decidido a concluir su exposición.
—Ahora pienso: ¿qué es un millón de pesos comparado con la vida de mi hijo? No lo denuncié a la policía y encargué a la agencia de detectives David-son que lo buscaran.
Altofini se lleva primero una mano a la cabeza y luego la baja para taparse la boca, pero la boca se niega al silencio.
—¡Qué horror! Y usted perdone. Son unos mediocres, los Davidson. Cuando se veían perdidos, atascados, me consultaban sus casos por teléfono.
—Yo solamente quería que llegaran a mi hijo antes que la policía y llegaron. Estaba en las Bahamas con esa guacha, esa chupasangre. Yo no quería recuperar el dinero, quería recuperar a mi hijo. Lo juro. Que me muera ahora mismo, si no digo lo que pienso. Ordené que se sintieran vigilados, y no pude ordenar peor cosa. Ella tuvo miedo y lo abandonó. Él se sintió solo, a lo mejor pensó que yo lo despreciaba. Huyó. Nadie sabe dónde está. Presiento que nunca lo volveré a ver.
Estalla en una crisis de llanto el cliente. Don Vito, a su manera, llora y pone una mano consoladora sobre el hombro del padre roto, que pronto recupera la serenidad.
—Encuentren a esa mujer.
Carvalho merodea por sus pensamientos y emite el que más le preocupa:
—¿Para qué?
—Quiero que me la presenten, bajo nombre supuesto, claro. Quiero descubrir su asquerosa alma y hacerle todo el daño que pueda.
Se ha marchado ya el cliente cuando don Vito se plantea si es ético buscar a alguien para que el cliente lo mate.
—Eso he entendido yo.
Carvalho le tiende el cheque del anticipo. Don Vito no renuncia a una mirada desganada, pero lo coge, se concentra en la cantidad.
—¿Y esto es solamente el anticipo? Bien. Analicemos el caso desde el punto de vista de la deontología profesional.
—Mi deontología es aplicada y muy simple. Nosotros cumplimos encontrando a la mujer, presentándosela directa o indirectamente al cliente. Lo demás es cosa suya.
Don Vito queda maravillado.
—Che, me ha quitado las palabras de la boca.
—Además, conozco a esa mujer.
—¿Ya?
—No. Antes. En Barcelona se me presentó un caso calcado. Demasiado calcado. Un padre buscando a la mala mujer que había sido la perdición de su hijo. Algo distinto el caso. El chico se había suicidado. Allí la mala mujer se llamaba Beatriz, Beatriz Maluendas. Pero ¿a que es la misma?
Alma, Carvalho y Silverstein permanecen quietos, como hipnotizados por las aguas. Silverstein tira piedras para que reboten sobre la superficie, como un niño impresionado por el misterio de la lejanía en relación con la profundidad. Carvalho se vuelve y contempla el caserón tras una tapia desbordada por la hiedra, las madreselvas, las glicinas. Mansión de estilo francés que aún conserva algo de su pasado esplendor, poderosa en el contexto de las mansiones de San Isidro, próximo al Yacht Club. Una alta puerta de hierro forjado con la divisa de César Borgia: o César o Nada. Se acercan a la puerta. Alma pulsa el timbre pero no suena. Carvalho empuja el portón y se abre a un jardín que estuvo cuidado y aún conserva estatuas, caminos y setos que nadie se ha tomado la molestia en reparar y domesticar. Pero no son inesperados intrusos. Viernes los espera en la puerta.
—Los negros abrimos las puertas mejor que nadie.
—Para ser negro le veo muy pálido.
No responde al sarcasmo de Carvalho. Lleva el afeminamiento exagerado. Siguen su culear por la casa residencial descuidada, vacía de muebles, huellas en la pared de cuadros que han huido del naufragio. Algunas estatuas de alabastro no lo han conseguido. Desembocan en un gran salón que parece un depósito de cojines, que forman un túmulo para que Robinsón toque desde allí la flauta, y sobre el resto se reparten marginados de muestrario: adolescentes con sida, viejas llenas de golpes y con los ojos beodos, locos «cazamoscas». En la chimenea de la estancia que fue lujosa cuece algo dentro de una inmensa olla de cobre a la que de vez en cuando se acercan los mendigos para llenar sus escudillas con comida. Robinsón interrumpe el concierto.
—Viernes, búscales almohadones grandes y limpios.
Viernes arroja sucesivamente los almohadones a los pies de los tres recién llegados. Alma y Norman se sientan, pero Carvalho permanece erguido.
—¿No tiene una silla?
—La última que tenía se está quemando en la chimenea. Hay que podar los árboles para conseguir leña, pero ¿quién puede podarlos?
—No me gusta sentarme en almohadones. Prefiero permanecer de pie.
—Si te quedas parado tenés el espíritu bloqueado.
—De pie o sentado, lo tengo bloqueado desde el día en que nací.
Robinsón lo estudia, pero repara en que Alma repasa más que contempla el catálogo humano y parece decepcionada.
—Esperaba, esperábamos encontrar a Raúl.
—Raúl sabe que están aquí. Si quiere vendrá. Si no, yo puedo transmitirles su mensaje. Es fácil de resumir. Todavía no sabe lo que quiere, pero espera que yo se lo aclare. Si yo me dedico a descubrirle el alma, se quedará con su alma. Si yo me dedico a encontrar a su hija, encontrará a su hija. Le da lo mismo.
Les propone con un gesto que le sigan y suben por una escalera noble, de mármol rosa, Robinsón al frente, Viernes tras él, Alma, Silverstein, Carvalho. En el piso superior faltan casi todas las puertas.
—Hemos quemado las puertas. Las puertas no deberían existir. Son un invento burgués. En las casas del buen salvaje no había puertas.
Estancia dedicada a biblioteca. Alma se siente impresionada por la cantidad y la calidad de los libros. Sus comentarios elogiosos hacen sonreír a Robinsón.
—Los compré a metros hace muchos años. Ahora los leo. Poco a poco. Este es el lugar predilecto de Raúl. ¿Están tranquilos? Observen que aunque la casa tiene un estilo francés, los interiores son ingleses. Yo soy uno de esos argentinos anglófilos que tuvo que hacer de tripas corazón durante el conflicto de las Malvinas. Yo jugaba al cricket en el Hurlo, con el té y las tostadas, y la mermelada incluida a las cinco de la tarde, y mis bares eran el Dickens Pub, el John Bull, el Fox Hunt Café y estaba suscrito al The Buenos Aires Herald. Bueno, ya les conté mi secreto y les he enseñado mi cubil, la cabaña de Robinsón. A lo mejor los ayudo a encontrar sentido a mi parábola de las Malvinas. Parábola, metáfora. Raúl dice que en realidad soy un socialista utópico, y que si me dejaran, llenaría el mundo de falansterios.
—¿Y no tiene miedo de una redada?
Robinsón se echa a reír.
—Alma, mi pasado me protege. Fui tan rico que las puertas de esta iglesia inspiran respeto a la policía. La policía respeta la riqueza. Yo puedo ayudar a Raúl. Me parece que tenemos enemigos comunes. Pero ¿qué puedo hacer por ustedes?
Silverstein no espera a que contesten los otros.
—¿No le interesa invertir en negocios teatrales?
—No se me había ocurrido.
—Piense en eso y mientras tanto ayúdenos a salvar a Raúl. Es una vieja historia. Lo persigue media Argentina de antes y media Argentina de ahora.
—¿Qué quiere decir para ustedes salvarse?
Es Carvalho ahora quien interviene.
—No se nos ponga metafísico, amigo. Salvarse quiere decir que no te maten antes de que te mueras.
«Leonardo. Lencería Fina». Si Carvalho tuviera un negocio de lencería fina, ¿qué rótulo le pondría? «Carvalho. Lencería Fina». No. Lencería fina, desde luego, no. Alguna imagen, sin duda, evocadora de la piel femenina, desde la fascinación infantil que ha conservado hacia las combinaciones, visos los llamaban las gentes de su barrio, las dientas de su madre a las que entreveía furtivamente por el resquicio de la puerta del minúsculo taller. Anochecida la calle sin otro carácter que ser calle de almacenes y pequeñas industrias, con el zumbido próximo de los coches que pasan por la Panamericana. Carvalho espera la salida del personal, sus ojos van descartando, se concentran en una muchacha de unos treinta años, muy delgada, más delgadas todavía las piernas que corren cómicamente tratando de alcanzar un autobús desleal. Carvalho contribuye a que se frustre su empeño.
—¿Doña Esperanza Goñi?
La mujer da un paso atrás antes de reconocer que se llama Esperanza Goñi y de que ya no tiene ninguna oportunidad de alcanzar el colectivo; además, Carvalho le enseña una credencial que ella considera importante.
—Detective Carvalho. No se asuste. Estoy en una investigación sobre la desaparición de don Octavio. Protocolario. Compañías de seguros, qué voy a explicarle a usted, que es una secretaria eficacísima.
Esperanza, entristecida, comienza a caminar a pasos cortos permitiendo que Carvalho la acompañe.
—Era secretaria. Ahora ya no. Lo fui de don Octavio, pero su padre me metió en los archivos, en cierto sentido me rebajó de categoría, me hace responsable de la otra vida de su hijo, de que yo no le informara a él.
—Un empresario es siempre un empresario. Seguro que usted era fiel a su jefe, don Octavio; al fin y al cabo era su obligación.
—Esa es mi ética.
—La única posible. Usted sabrá quién era la acompañante de su jefe. Usted lo comprenderá. Mi compañía está al borde de la quiebra y no hay archivos en los que puedan meterme. O me sale bien este caso o…
Se rebana el cuello Carvalho con un dedo y mira penetrantemente a una señorita Esperanza solidaria.
—Ayúdeme. He de encontrar a esa mala mujer.
—¿Mala mujer? ¡Pero si era encantadora!
—Mejor, mucho mejor. Pero necesito hablar con ella. Usted quizá sepa cómo encontrarla.
Guarda un secreto Esperanza excesivo para ella sola, y Carvalho está seguro de que el secreto escapará de su pecho antes de que regresen a la parada del autobús para esperar el próximo.
—A veces nos telefoneamos. Con Marta. Esa mala mujer se llama Marta y tiene apellido de casada.
—¿Está casada?
—Lo estuvo. Con un piloto de Aerolíneas Argentinas. Perdone. Se me escapa el colectivo.
Malcorren las piernecillas zancudas de Esperanza, mientras Carvalho recuerda que Beatriz Maluendas también estaba casada con un piloto de Aerolíneas Argentinas, y o se trata de la misma mujer o las estadísticas les tienen manía a los pilotos de Aerolíneas Argentinas.
—Don Vito, vaya volando a Ezeiza y pregunte por un piloto apellidado Fanchelli. Se trataría del marido original de la mala mujer.
Los viajeros más torpes o más exhibicionistas han abandonado el avión cansinamente, con ganas de ser los últimos, de ser esperados por los viajeros más diligentes a bordo del autobús del aeropuerto; pilotos y azafatas suben a la furgoneta para el personal de vuelo. Cuando descienden ante el edificio central de Ezeiza un empleado bisbisea algo al oído del piloto adelantado. Asiente. Es un hombre fornido y atlético. Camina con elasticidad con un maletín en la mano hasta llegar a un pequeño despacho donde don Vito lo acoge con una ancha sonrisa. Le estrecha la mano tomando la iniciativa y le tiende una tarjeta mientras la explícita en voz alta.
—Altofini y Carvalho. Detectives Asociados.
El piloto ha dejado la cartera en el suelo. Sostiene la tarjeta en una mano. La derecha. Espera que don Vito diga algo más.
—Señor Fanchelli, es de vital importancia que encontremos cuanto antes a la señora Fanchelli.
—¿A quién dice usted?
—A su esposa, a la señora…
No tiene tiempo de decir el apellido. El piloto le sacude un izquierdazo en la mandíbula que derriba a don Vito. Luego deja caer sobre el cuerpo yaciente la tarjeta recibida. Coge la cartera y sale de la habitación tranquilo, diríase que feliz. Ya en el despacho de Altofini-Carvalho. Detectives Asociados, Carvalho y Alma tratan de restaurar la mandíbula de don Vito.
—Era zurdo.
—¿Cómo lo notó?
—Porque me pegó con la izquierda sin soltar la tarjetita que sostenía con la derecha. ¿De qué se ríe, Alma? No entiendo por qué a las mujeres siempre les divierte que nos humillen a los hombres. Cuidado. ¡No me la toque, Carvalho, como si no fuera suya! Ya me la tocaré yo. La mandíbula me duele a mí. Cuando me la toca usted, Alma, me duele menos.
Carvalho abandona sus intenciones de curandero y se disculpa por no haber avisado a tiempo a don Vito de que Marta, la mala mujer, se hace llamar Fanchelli algunas veces, pero que su matrimonio ya no existe desde hace años.
—En efecto, es española de origen y aquí debuta con Fanchelli y se casa con él. Después de Fanchelli vivió con un importador de zapatos de lujo. Picoteó otras fortunas. Volvió a España. Trató de hacer cine, en España y aquí.
—¿Lo consiguió?
—No, pero sí algunas capitas de armiño, alguna estola de visón, nunca un abrigo completo.
—Tampoco en España consiguió un abrigo completo. Es su sino. Una mala mujer con un tapado de armiño. Nos ahogamos en el tango. ¿Y sabiendo todo eso por qué no me avisó? ¿Dónde podemos encontrarla ahora?
—Las Bahamas, Santo Domingo, Miami, Las Vegas, Nueva Orleans, siempre los mejores hoteles, en Miami, por ejemplo, el Fontainebleau. Su último patrocinador es Pacho Escámez. Está en Buenos Aires y esta noche cenan en Chez Patrón.
—¿Pacho Escámez? ¿El de la televisión?
—El de la televisión.
—Parece imposible. En España implicó a un productor de televisión, aquí a un presentador. Esta mujer es genial. Repite hasta los oficios de sus fulanos y las situaciones.
Carvalho coge el teléfono y marca un número.
—¿Don Leonardo? Convendría que cenáramos esta noche juntos en Puerto Madero. Chez Patrón, ¿le parece? No, no es un capricho. Pero hay muchas posibilidades de que usted pueda ver en persona a la señora Fanchelli. Montaremos una mesa verosímil. Usted ponga la tarjeta de crédito y yo todo lo demás.
Alma pregunta:
—¿Qué es una mesa verosímil?
—Tú, don Vito, yo, don Leonardo.
Alma se retira sin volver la cara y desde la puerta informa:
—Conmigo no cuenten. Tengo mis propias teorías sobre lo verosímil.
—Chez Patrón. ¿Y se lo pierde? Una mesa sin una mujer no es verosímil. ¿Y si yo trajera una primita?
Ya en el portal, Alma consulta el reloj. Busca un taxi impaciente. Aparece uno con una misteriosa celeridad.
—A la universidad, todo lo rápido que pueda. Llego tarde.
Se distrae Alma contemplando los fragmentos rotos de coches y personas. El taxi busca la ruta de la Ciudad Universitaria, pero de pronto Alma se sorprende, le parece que están dando un merodeo excesivo y más tarde comprueba que han tomado un camino que desconoce, que rechaza su memoria. Un cristal le separa del taxista. Alma da unos suaves toques.
—¿No se equivoca, señor? Le dije que estoy apurada.
El taxista ni se molesta en volverse, y Alma decide no inquietarse, pero se inquieta. Primero comprueba que las portezuelas no se abren. Están bloqueadas. Ahora decide irritarse, asustarse. Empieza a dar puñetazos en los cristales de las ventanas tratando de llamar la atención de los escasos transeúntes de aquellos lugares solitarios. El taxi marcha por calles que desconoce, pero que supone próximas a Quilmes, y se eterniza la salida de la ciudad hacia bosques sucios y solitarios, para escoger una vereda que se adentra en la penumbra boscosa. El terror no le ha impedido ver cómo un dedo del taxista ha apretado el mecanismo y las puertas se desbloquean. Alma reacciona rápidamente para abrir la de la derecha y salir, pero la conquista del exterior le cuesta topar con dos motoristas que la cogen por los brazos y la atontan mediante un puñetazo en la mandíbula.
Cuando se despierta ve las copas de los árboles, el cielo nublado, pero también a cuatro motoristas y al gordo que la rodean. La han atado al suelo, en aspa, entre cuatro estacas. El gordo empieza a darle patadas suaves con la punta del zapato en el sexo. Alma aúlla de miedo o de dolor. El gordo se inclina sobre ella. Su rostro se agiganta en el primer plano.
—¿Sabes lo que es esto?
Le enseña una navaja barbera.
—¿Qué preferís que te corte? ¿Los pezones? ¿El clítoris? O quizá preferís esto.
Una mano enguantada le ofrece una sustancia viscosa.
—Toma, come mierda. Es mejor mierda que la que sale de tu boca. Esta mierda es mía. La cagué esta misma mañana.
Alma mueve la cabeza, aprieta los dientes pero no puede evitar que la masa viscosa caiga sobre sus labios, sobre la nariz.
—Es el último aviso. Cuidado con lo que hablas con tus estudiantes. Cuidado con tus lavados de cerebro.
Desaparece el gordo. Las copas de los árboles. El cielo otra vez. Las lágrimas de Alma sobre la suciedad de su rostro y las arcadas que predicen el vómito que el estómago y las lágrimas le niegan.
Los ojos de Pascuali se niegan a asumir lo que ven en el suelo. A sus espaldas Vladimiro forcejea con el deseo de vomitar y otros dos policías esperan órdenes instalados en la compasión. Alma abre los ojos para que salga el terror. Asco y compasión en los de los policías. Pascuali escapa de su parálisis, se acuclilla, arranca las estacas, desata a la mujer con la ayuda ya precipitada de sus compañeros. Uno de ellos trae un bidón del coche y Pascuali moja su pañuelo para limpiar la cara de Alma, agua y pañuelo insuficientes, hasta que ella misma se apodera del bidón y vierte el agua sobre su cara, sobre su cabeza. Se ha incorporado y llora bajo los chorretes de agua, busca refugio entre los brazos de Pascuali, se lo conceden, la nuez de Adán del hombre sube y baja al compás de una muda angustia, mientras los desgarradores sollozos de la mujer le golpean el pecho. De pronto Alma se da cuenta de dónde está y se retira bruscamente, como si abrazara algo desagradable, frente a frente, los rostros de la mujer y de Pascuali recuperan la distancia, el recelo.
—¿Quién fue?
—¿Usted no lo sabe? Claro… paseaba por el bosque y me encontró por casualidad. ¿Es su bosque preferido?
—Aviso telefónico. ¿Reconoció a alguien?
—Use la imaginación. ¿Es necesario que le diga yo quién o quiénes pueden atreverse a hacer una cosa así? ¿Quién, quiénes siguen disfrutando de una impunidad total?
—En la Argentina de hoy, nadie.
Alma grita histérica:
—¿Nadie? ¿Iba a decir que nadie disfruta de impunidad? Se lo voy a decir, reconocí al gordo, a ese gordo hijo de puta, el lugarteniente del Capitán. Y a esos tipos que van en motos. ¿Lo va a detener? ¿Quiere que lo acompañe?
Pascuali insta a Alma a que se meta en el coche. Se sienta a su lado, conduce Vladimiro, por el espejo retrovisor estudia el mutismo encastillado de Alma y Pascuali hasta que ella propone:
—Déjeme en mi casa.
—Discúlpeme pero no puedo llevarla directamente a su casa.
—No estoy para declaraciones.
—La declaración es inevitable. No se trata de una declaración solamente. Primero hay otras cosas que hacer.
Vive Alma una larga, inacabable travesía de Buenos Aires, y el recorrido se concreta en los paisajes que llevan a la mansión de Robinsón. El coche de Pascuali se mete por la puerta abierta que da al jardín, ocupado por otros coches de la policía, también una ambulancia, el rostro herido, cansado, asombrado de Alma a través de la ventanilla. Y recibe la orden de bajar, de seguir a Pascuali, a buen paso, un paso impropio de su cansancio anímico, la escalera que lleva a la planta superior, el distribuidor que conduce a un dormitorio muy amplio, una cama para dos matrimonios y sobre las sábanas ensangrentadas el cadáver semidesnudo de Robinsón. Un corte en el cuello casi le secciona la cabeza. La llama rumia en la esquina del dormitorio. El loro en su columpio dice de vez en cuando: «Me gustan las locas. Me gustan las locas». Alma ha apartado la vista del cuadro sangriento y se sobrepone a las ganas de reír por la salmodia del loro.
—¿Era necesario traerme aquí, así, tal como estoy?
—Se conocían. Estuvieron hace pocos días aquí, su gallego, el payaso judío y usted.
—¿Qué le molesta de Norman: que sea payaso o que sea judío?
No responde Pascuali y Alma elige pasear por la habitación.
—¿Es el único muerto?
—¿Se le ocurre a usted alguno más?
—Viernes.
—¿Viernes? Ah, sí. Robinsón y Viernes. No. No está. ¿Qué le parece la explicación de un crimen pasional? Un criado negro y maricón degüella a su señor blanco y maricón que resulta ser Robinsón Crusoe.
El loro parece respaldar la tesis de Pascuali.
—Me gustan las locas. Me gustan las locas…
—¿Estaba Raúl aquí cuando vinieron ustedes?
—No. Se lo juro. Pero Robinsón, bueno, como se llame…
—Se llamaba Joaquín Gálvez Rocco y seguro que el nombre le dice algo. Era uno de aquellos oligarcas que ustedes extorsionaban, denunciaban, a veces secuestraban, atracaban, asesinaban o ajusticiaban o ejecutaban, ¿qué palabra empleaban?
Alma contempla al muerto como si acabara de conocerlo.
—Gálvez Rocco.
—¿A quién beneficia su muerte? —le pregunta Pascuali.
—Al género humano en su conjunto. Gálvez Rocco era uno de los oligarcas que respaldaban a la Junta Militar, como Ostiz o Pandurgo o Mastrinardi. No pierda mucho tiempo con este tipo. ¿No va a hacer algo sobre lo mío? ¿Buscan al gordo?
—No lo podemos encontrar. No va a ser tan ingenuo como para esperar en su casa a que investiguemos una denuncia contra él. Ni siquiera sabemos dónde vive.
—¿Y en la casa del Capitán?
Vacila Pascuali.
—¿Tampoco saben dónde vive el Capitán?
—Es materia reservada, al menos para mí. Nadie sabe dónde vive el Capitán, ni se le conoce un apellido fiable, y así es difícil encontrar al gordo.
El puño metálico que golpea el rostro del gordo se recrea con las grietas y las tumefacciones que ha ido construyendo. Le sangra la boca, se lleva la mano a ella, saca un diente roto, mira con miedo y sorpresa de perro apaleado a su agresor, pero recibe dos puñetazos seguidos, en el bazo, en el estómago. Se derrumba gimiendo. Ya en el suelo implora piedad con la mirada. Ante él se alza el Capitán. Frío. Sus pies patean al caído. Luego lo coge por las solapas, lo alza a pesar de su peso, lo estrella contra la pared, le pega un rodillazo en los testículos.
—Jefe, por compasión.
—¿Quién te pidió que te metieras? ¿Quién te pidió que secuestraras a la profesora? ¿Quién te pidió que mataras a ese desgraciado?
—Yo no maté a nadie, jefe, se lo juro.
Un guiñapo ensangrentado contra la pared. Incluso parece haber adelgazado. Aprovecha la tregua de golpes.
—Confieso que me pasé con la profesora porque me duele el mal que puede hacerle a la nena. Pero yo no maté a nadie, que lo digan éstos.
El coro de motoristas permanece en la penumbra y en silencio.
—¿De qué muerto me habla, jefe?
El Capitán pulsa el percutor del vídeo. En la pantalla, el cadáver degollado de Robinsón sobre la cama.
—El degüello es bueno, gordo.
—No es mío, jefe, se lo juro. Pero sé a quién encargarlo. Es bueno. Pero no es mío. Yo sólo quería proteger a la nena.
—Tal vez ese degüello me proteja a mí más que a la nena. O no. Protegerme a mí es proteger a Muriel.
Carvalho reprime el vuelo de sus manos por las solapas del policía. Pascuali las esperaba y uno de sus puños se había cerrado hasta blanquear los nudillos.
—Está usted a la altura de su oficio. Esta mujer ha sido secuestrada, golpeada y usted la retiene desde hace horas sin ninguna acusación.
—Ya la atendieron. La revisó nuestro equipo médico. También le dieron calmantes, y si sigue aquí es por lo mismo que están ustedes. Fueron las últimas personas reconocibles que vieron con vida a Robinsón Crusoe y a Viernes.
—¿Qué esperamos? Por lo visto le encanta retenernos en esta comisaría.
—Esperamos al hijo de Robinsón. Es su expreso deseo.
—¿Desea vernos a nosotros?
Se niega a contestar Pascuali y les da la espalda, condenándolos a una espera que Silverstein dedica a acariciar el rostro dolorido de Alma y Carvalho a maldecir las circunstancias que le han llevado a Buenos Aires y a esa sensación de complicidad con estos residuos humanos e históricos, y se repite los adjetivos con rencor y compasión mientras contempla la Piedad que componen Silverstein y Alma.
—Os queréis demasiado. Os compadecéis demasiado.
—¿Qué está diciendo el gallego?
No tiene tiempo el gallego de responder. Es evidente que ha entrado alguien importante. Un hombre de unos cuarenta años, viste de sport, sport selecto, sport de gala, va seguido de dos hombres estrictamente disfrazados de abogados. Camina con la seguridad de llevar en el bolsillo diez tarjetas de crédito oro y se dirige al guardia de la entrada como si fuera un bedel.
—El inspector Pascuali me espera. Soy Gálvez Aristarain. Anunciemé.
El guardia bedel le indica el camino de acceso al despacho de Pascuali y le precede. Pasa el recién llegado ante la derrotada tropa carvalhiana, ensimismada y abatida por la inercia. La puerta del despacho se ha abierto y enmarca a un Pascuali enfurruñado que atiende el anuncio del policía chambelán que lee la tarjeta que le ha entregado el recién llegado.
—Gálvez Aristarain.
Prescinde del introductor Gálvez Jr. y propone su mano a Pascuali.
—¿Pascuali?
Pascuali asume la mano magnéticamente.
—Lamento mi retraso, pero mi avioneta no fue diseñada para luchar contra tempestades serias. Ya es un milagro que estemos aquí. Pasé por la Morgue. En efecto. Es mi padre. Nuestros únicos contactos fueron notariales hasta hace un par de años y telefónicos desde que se convirtió en Robinsón Crusoe.
Pascuali le invita a que le acompañe al despacho y desde allí le ofrece la contemplación de los que han quedado fuera.
—Ahí tiene a tres personajes singulares: una profesora de la universidad, un detective privado gallego, un cómico. No. No, no estoy loco. Fueron los últimos personajes identificables que vieron a su padre con vida. Los mendigos que cobijaba han desaparecido. Viernes, el criado…
—Liberto. Mi padre lo obligó a llamarse Liberto desde que lo contrató. Su nombre real se me escapa.
—Bueno, Liberto desapareció y yo le voy a hacer una pregunta que necesito hacerle, aunque es posible que la pregunta y la respuesta queden solamente entre usted y yo. Su padre y Liberto, ¿tenían relaciones? En fin…
—Mi padre, en el momento de hacerme entrega de la gestión de buena parte de sus bienes, me confesó también secretos de familia. Algunos usted no los necesita. Otros, por lo que parece, sí. Mi padre me dijo que siempre había sido bisexual y que a partir de los cincuenta y cinco, cincuenta y seis años se hizo claramente homosexual.
—Los análisis demuestran que Viernes, digo Liberto, tiene un sida galopante. Tuvimos acceso a la ficha médica del tratamiento del negro. Le quedan meses de vida. Aquí tiene usted al curioso grupo con el que se relacionó su padre por motivos que supongo…
—¿Qué motivos?
—En los últimos tiempos, la vieja residencia de San Isidro se convirtió en una especie de hospicio para la basura humana. Por ahí anda un desaparecido, un piantado, amigo y familiar de esta gente, y no me extrañaría que su padre fuera el vínculo de unión. Los retuve para que hablen con usted, a lo mejor esa conversación aclare alguna cosa.
Valora Gálvez Jr. al trío que espera y niega con la cabeza.
—No me interesa esa reunión.
—Pero usted me dijo…
—Sé lo que le dije, pero el encuentro dejó de interesarme.
Se encoge de hombros Pascuali y aún los lleva encogidos cuando despacha a Carvalho, Alma y Silverstein.
—Pueden marcharse, pero sigan recuperables.
—Como si fuéramos envases.
—No me haga enojar, Carvalho. Puedo convertirme en su sombra y hacerle el trabajo imposible.
—A partir de las nueve treinta puede encontrarme en Chez Patrón. Cocina de autor.
Pascuali renuncia a molestarse. Gálvez sonríe curioso y Alma se guarda la indignación, que estalla cuando el trío llega a la calle.
—O sea, que el gallego se va a cenar, vos te vas a tus tangos y después del día que tuve yo… ¿A casa? ¿A esperar que vuelvan por mí? ¿A esperar a que vuelvan a buscarme y me llenen la cara de mierda?
—Es una cena profesional. Estabas invitada y no quisiste. ¿Quieres que deje solo a don Vito y al seguro esperpento de prima o sobrina que va a traer?
—Decime… ¿vos te crees que me siento como para salir a cenar?
Silverstein la protege con su brazo sobre los hombros.
—Venite conmigo. Te podes recostar un rato en mi camerino.
—Luego pasaré a buscarte. Esta noche duermes en casa.
Alma se resigna a que los dos hombres dispongan de su vida. A punto de disolverse el grupo, uno de los abogados de Gálvez tiende una tarjeta a Carvalho.
—El señor Gálvez Aristarain tendría mucho interés en hablar con usted de asuntos profesionales.
Gálvez Aristarain pasa a su lado. Carvalho le aborda.
—¿Esta tarjeta es suya?
—Sí.
—¿No sabe repartir tarjetas a mano? ¿Necesita un abogado?
Los abogados se están poniendo nerviosos y uno de ellos hace el ademán de encararse con Carvalho. Gálvez Jr. le detiene. Recupera la tarjeta de la mano de Carvalho, la rompe, saca otra del billetero y se la entrega.
—¿Conforme?
—Es usted un joven muy bien educado.
Alma está muy orgullosa de Carvalho.
Acincuentada y en technicolor, don Vito la luce como su mejor prima, de hablares muy finos, incluso cultos, como si pensase en caligrafía, perfiles y gruesos. Carvalho está solo y alivia el gesto de animal atrapado por la cordialidad de la dama y la zalamería cortés de don Vito, cuando ve aparecer a don Leonardo. Es Carvalho quien hace las presentaciones.
—Madame Lissieux, profesora de ballet y sobrina de mi socio, ya le conoce usted.
—Es mi prima, no mi sobrina; y es bailarina de danza moderna. Hay que precisarlo.
Don Leonardo le besa la mano.
—Tratándose de usted no podría ser otra clase de danza.
Tras tomar asiento, don Leonardo queda a la espera de una explicación. Carvalho le indica con la barbilla una mesa vacía y añade:
—Si mi intuición femenina no me engaña, a esa mesa se sentará la mala mujer y su actual amante, un presentador de televisión que ya no presenta casi nada, pero ella no lo sabe.
—No. No vengo preparado. No sé si mi reacción será la correcta.
—Contrólese y recuerde aquella máxima de Confucio: espera en la puerta de tu casa a que pase el cadáver de tu enemigo.
Madame Lissieux corrige a Carvalho en un aparte, en voz baja.
—Es un proverbio árabe.
—Lo sé. Pero a los clientes suele impresionarlos más como máxima de Confucio. Yo se lo atribuyo a Confucio casi todo. Hasta los pensamientos de Menem.
Se suceden los platos, la mesa señalada por Carvalho sigue vacía y don Leonardo filosofa sobre lo que está comiendo.
—¿Esto es nouvelle cuisine? No es la comida que más me gusta, a pesar de que puedo permitírmela. Lo mío son los boliches, La Cabaña, si quieren, la Costanera, y para hacer buenos negocios y comer bien, nada como el restaurante de la Cámara de Sociedades Anónimas, por Florida, detrás del Cabildo. Y esa mujer no llega.
—A esta cocina podríamos llamarla «cocina de autor».
Madame Lissieux le secunda.
—Como la que hacía el Gato Dumas. Creo que se retiran Robuchon y Girardet. Cocina de autor. Como el cine de Bergman.
Don Vito está orgulloso del nivel de su pareja.
—Claire, eres indispensable en las cenas interesantes con gente interesante.
Don Vito y Claire enlazan las manos y los ojos de Carvalho van de las cuidadas manos de Claire a la puerta. Allí está la mala mujer acompañada del presentador Pacho Escámez. Bastante alta, suficientemente llena, rubia, de una piel blanca, lechosa como si la hubieran barnizado con la misma leche que podría salir de sus pechos suficientes asomados al escote. Es Beatriz, Beatriz Maluendas, pero pasa junto a Carvalho sin reconocerle. A su lado el viejo Escámez disfrazado de héroe posmoderno de televisión arrastra a don Vito hacia una consideración escatológica.
—Qué viejo está Pacho. Parece una momia recién salida del cementerio de La Recoleta. Pero en pantalla todavía da bien.
Todo lo que en Escámez es seguridad de antiguo seductor telegénico, en la mujer es alegría de vivir, que se le ve en su simple avanzar hacia la mesa, en la ilusión con que escoge menú, con que acaricia la mano venosa y pecosa del viejo. Gesto por gesto los persiguen los ojos incisivos de don Leonardo. Carvalho lo estudia. Le recomienda.
—No los mire demasiado. Se darían cuenta.
—Pensar que esta hija de puta…
Don Leonardo inspira aire para contener sus emociones. Contención y emociones excesivamente obvias, piensa Carvalho. La mala mujer en cambio lanza humo de su cigarrillo a la cara de Escámez, que trata de reñirle sin ganas. Don Leonardo mira con agradecimiento a los que le rodean.
—Gracias por haber sido tan eficaces. Ahí la tengo. Ahí está la causante de la perdición de mi hijo.
Carvalho suspira y se enfrenta a don Leonardo.
—No deja de ser una metáfora.
—¿Por qué?
—Si no me equivoco, su hijo tiene treinta años, y la señora, de casada Fanchelli, Marta Fanchelli, o Beatriz Maluendas, para ser más exactos, debe de ir por los treinta y cinco. No puede hablarse de infanticidio.
Leonardo sonríe tristemente.
—Mi hijo podía ser el número uno en cualquier cosa, pero en asuntos de mujeres acaba de salir del cascarón. Nosotros somos de otra generación. Hemos vivido menos abrigados. Yo empecé vendiendo ropa interior femenina por las casas y a plazos y me cogía a la mitad de la clientela, con perdón, señora Lissieux. ¿Saben adónde fue a parar mi hijo? Me dijeron que se metió en una de esas sectas americanas instaladas en Centroamérica. Está programado. ¿Qué puedo hacer?
La insistencia de la mirada de don Leonardo ha alertado a Marta Fanchelli y le corresponde con una sonrisa.
—¿Vio cómo me mira?
Madame Lissieux está al quite.
—Lo que pasa es que usted es muy pintón.
Don Vito aprieta un brazo de su prima y es como una señal. Madame Lissieux se levanta y va hacia la mesa del presentador y su pareja. Don Leonardo mira a Carvalho sorprendido, pero sigue los movimientos de la bailarina de danza moderna sorteando mesas, camareros, mesitas en llamas para los flambeados.
—¡Gambetea como el Burrito Ortega! —jalea don Vito.
Claire lleva un cuaderno en la mano y un delgado bolígrafo de oro. Supera la sorpresa con que la recibe Pacho.
—Perdone, pero lo reconocí en cuanto entró. Usted fue y sigue siendo mi presentador de programas preferido. También me acuerdo de sus tiempos de galán. Nadie consiguió superar todavía Nostalgia de organdí, ni La guita ensangrentada, junto a Mirta Legrand. No. No. Ella era la Laplace.
Amplia sonrisa en los labios lilas de Escámez. Toma de buena gana el bolígrafo y escribe una larga dedicatoria. Madame Lissieux se vuelve hacia Marta.
—En mi mesa comentábamos que usted sin duda será una próxima gran estrella del canal, del canal ¿ocho? ¿Su último descubrimiento, don Pacho?
—Puede ser.
Besa el viejo la mano de madame Lissieux cuando se retira. Carvalho se ha inclinado hacia don Leonardo y las instrucciones que da en voz baja parecen órdenes inapelables.
—Usted se llama Álvaro de Retana, es fabricante de imitaciones de antigüedades y tiene varias tiendas de cueros por la zona lógica, Santa Fe, Paraguay, por allí. Tenga. Éstas son sus tarjetas.
Don Leonardo contempla con estupor las tarjetas que Carvalho le tiende. Consta como «Álvaro de Retana. Cueros Los Macabeos». Una dirección que no le dice nada.
—Me he permitido contratar en su nombre un lujoso apartamento junto al hotel Alvear. Ahora va a dar el paso para entablar contacto con la señora, y entonces sí nuestro trabajo habrá acabado. Usted irá con madame Lissieux, ella entretendrá a Escámez y usted le da una de estas tarjetas, con mucha discreción, a la mala mujer. Todo lo que ocurra a partir de ahora será cosa suya. Incluido pagarnos la minuta.
Leonardo no sabe si indignarse o cumplir lo ordenado. Madame Lissieux no le da opción. Se levanta e inicia la marcha, don Leonardo la sigue, Carvalho y don Vito observan y esperan que lo que suceda confirme su estrategia. Madame Lissieux y don Leonardo saludan a la pareja. Pacho atiende la conversación con la Lissieux y don Leonardo dialoga con la mujer. Algo pasa de su mano a la de Marta.
Con las manos protegiéndose la boca don Vito comenta:
—Seremos cómplices de un crimen.
—O del inicio de una gran amistad.
—¿Con la que llevó a su hijo a la perdición?
—Me parece que hay una tragedia griega en la que pasa algo así.
Don Vito está maravillado por el buen hacer de madame Lissieux.
—¡Qué bien lo hace Claire! Yo había pensado en hacerle un regalito. Cuando cobremos, claro. No una coima, entiéndame. Un detalle. Algo fino.
Hay ilusión en la mirada de Carvalho, que contempla los preparativos de las avionetas, como si quisiera subir a ellas. Se vuelve cuando nota la presencia de alguien a su espalda. Gálvez Jr. y sus abogados. Se estrechan la mano suficientemente y busca el financiero un aparte.
—Lamento la precipitación del encuentro, pero estoy en una época en que parezco una hoja de papel, de aquí para allá. Quiero que usted investigue paralelamente a la policía y me tenga al día de por dónde van. Lo del sida no me ha hecho ninguna gracia. Si Viernes tiene el sida, eso nos puede infectar a todos; para empezar, la memoria de mi padre. Los negocios de hoy en día se basan en la apariencia, en la buena imagen. Si se les tira petróleo se convierten en incendios gigantescos. En cuanto se quema el petróleo se acabó el incendio.
—Perdone, pero no comprendo. Soy duro para las metáforas.
—Entienda o no entienda las metáforas, lo que sí entendió es que queda contratado. Le dejo a uno de mis abogados para que se pongan de acuerdo. El dinero no es problema.
Camina hacia un hermoso avión privado acompañado de dos de sus acólitos; junto a Carvalho queda el abogado que le sobraba.
—¿A usted no le pasean en avioneta?
—No es una avioneta. Usted y yo tenemos que hablar de dinero.
—Le advierto que quiero hacer las Américas.
El abogado no entiende la metáfora.
—Usted y yo somos duros para las metáforas. ¡Guita! ¡Mucha guita! ¡Mucha!
Es Carvalho quien tiende el cheque para que lo vea don Vito, ocupante del sillón habitual de Carvalho.
—¡Guita! ¡Guita! Mucha guita. Pero también mucho trabajo. El caso de la mala mujer. Ahora el de Robinsón Crusoe.
—Necesitaremos un ayudante.
—Eso ya sería una multinacional o un despacho de abogados o de arquitectos. No me gustan las multinacionales.
—Distribuyamos el trabajo. Hay que organizarse.
—Usted especialícese en mujeres malas, yo me voy en busca de Viernes.
—Y de su primo. No se olvide de su primo.
Nada más darle la espalda Carvalho, un don Vito irritado por el desprecio a su oferta le hace la señal de los cuernos. No ha querido verla Carvalho, pero no puede dejar de ver la presencia de Pascuali que se le echa encima nada más salir del portal. Echa a andar Carvalho a la espera de que el policía tome la iniciativa. De momento camina a su lado como si le acompañara, seguidos a dos metros por sus ayudantes preferidos.
—No se puede negar que usted es muy trabajador.
—Usted parece un policía a destajo. Es un buen ejemplo de la productividad de los trabajadores públicos. ¿Ya le ha dado Menem la medalla del trabajo? ¿Le pagan comisión por cada detenido?
—¿Está aprendiendo a volar? Ayer lo vieron en el aeropuerto, en compañía de Richard Gálvez. No vuelva a cruzarse en mi camino.
—Me mueve la lógica de la situación. El caso Robinsón conduce a Raúl. En cuanto encuentre a Raúl y consiga convencerle de que vuelva conmigo a España, adiós. Le liberaré de mi presencia. Pero lo que no entiendo es por qué le molesto yo más que el Capitán. El que le jode de verdad es el Capitán. ¿Quién controla en esta mierda de orden? ¿Usted ante las cámaras de TV o el Capitán desde las cloacas?
—No me venga con problemas éticos a estas horas. Estoy aquí para proponerle un pacto que en realidad siempre existió: Viernes por Raúl. Si usted encuentra a Raúl, yo le pongo un puente de plata para que se lo lleve si quiere, se lo lleve a la mismísima mierda; pero en todo lo referente al caso Gálvez Robinsón, quiero que me diga inmediatamente cuanto averigüe.
—Demasiado interés por un Robinsón. Es un simple caso de arteriosclerosis. Lo pudo degollar Viernes, un mendigo…
—Para que compruebe mis buenas intenciones le voy a dar una información que a lo mejor no sabe. Robinsón nos salió chantajista.
No disminuye la marcha Carvalho, pero Pascuali percibe que al menos ha cambiado el paso.
—Chantajista por amor a la humanidad, claro está. Amenazaba a grandes tiburones de las finanzas, la industria, el comercio, quería un impuesto revolucionario para recuperar las Malvinas, para sus falansterios, para redimir a la humanidad. Conocía todas las basuras que ha producido la oligarquía de este país en los últimos treinta años. ¿Comprende por qué le cortaron el cuello?
—Oligarquía. Vaya lenguaje, Pascuali. Parece usted un policía convencido de la existencia de la lucha de clases.
—Tampoco soy partidario del sida, y el sida existe.
Acelera la marcha el detective por si también lo hace Pascuali, pero el policía abandona su estela, mientras hace una señal para que se movilice un coche que seguirá a Carvalho.
Sin duda es la sala de los enfermos más enfermos y pasa como de puntillas para no molestarse a sí mismo con un exceso de compasión. El médico que le precede parece caminar dormido, pero lo que ha sido somnolencia se trueca en nerviosismo cuando queda a solas frente a Carvalho en el interior del despacho.
—Le advierto que mi amistad con Raúl Tourón, con su mujer, Berta, que en paz descanse, nunca fue política. Tampoco debería hablar con usted acogiéndome al secreto profesional.
—Es un caso de vida o muerte. Viernes, es decir, Liberto, el antiguo mayordomo de los Gálvez, está en una fase terminal, ¿cierto?
—Cierto, y en cuanto a su estado clínico no le diré más.
—Necesita un tratamiento, un tratamiento que usted le daba y hace días que no viene por aquí.
—Positivo, y me extraña, aunque también leo los diarios y veo algo la tele. Lo relacioné con el asesinato del señor Gálvez, del Robinsón.
—Tiene usted poder deductivo.
—La ciencia utiliza la deducción y la inducción.
—No esté rígido, amigo. Esta entrevista ya no será necesaria a partir del momento en que usted me diga algo sobre dónde puedo encontrar a Viernes. Si encontrar a Viernes significa encontrar a Raúl, no se preocupe. Ustedes se conocieron de estudiantes. Soy su primo. Alma, su cuñada, ya le habló. Está de acuerdo.
—Lo único que sé es que Liberto tenía un amigo por Bolívar. Detrás del parque Lezama. ¿Se ubica?
—¿Un amigo muy amigo?
—Muy amigo.
Como Carvalho se encoge de hombros, el médico consulta una ficha y le escribe una dirección que le entrega con ganas de sacárselo de encima.
—A todos los efectos, yo no he hablado con usted.
Demasiada gente en el horizonte y, por si acaso, Carvalho ordena al taxista que se detenga y avanza a pie hacia el escenario del tumulto, donde se concretan coches de policía, agentes cortando el tráfico, curiosos y entre los curiosos se infiltra Carvalho tratando de llegar a la primera fila del espectáculo. Cuando lo consigue dirige sus ojos adonde todos: las ventanas de un inmueble que traducen movimiento de la cana, como si el interior ya estuviera coordinado con la expectativa del público. Pascuali permanece tras la ventana y escucha las explicaciones del forense o mira hacia el lecho donde Viernes, en slip, muerto, conserva el atrezzo de la sobredosis: una goma en el brazo, la jeringuilla colgándole de la vena, en el momento en que el forense la retira con las manos enguantadas. Pero para hacerlo ha debido pasar sobre otro cadáver, en el suelo, un muchacho que parece dormido con el antebrazo sobre los ojos.
—¿Sobredosis? ¿El del suelo también?
El forense asiente con la cabeza y Pascuali pega un puñetazo en el aire.
—Llévense todo lo que puedan llevarse y registren hasta detrás de las pinturas de las paredes.
Se acerca de nuevo a la ventana y su rostro cambia de registro. Ha podido distinguir entre los curiosos a Carvalho y ve cómo va ganando plazas hacia él otro viejo conocido: Raúl. Pronto se producirá el encuentro al que permanece ajeno Carvalho, y Pascuali saca del bolsillo un comunicador a distancia.
—Atención, agentes de los coches cuatro y cinco. Tomen posiciones junto a la tienda de electrodomésticos que hay en la esquina. Sin ser advertidos. Nuestro amigo Carvalho y Raúl Tourón están a pocos pasos de la tienda. Operación envolvente sin ser advertidos. Insisto. Procedan a detenerlos antes de que yo llegue, pero yo salgo ahora mismo.
Corta la comunicación y sale corriendo, mientras Raúl ya ha conseguido colocarse junto a Carvalho, invitarle a que le reconozca sin enfrentarse y hablarle de lado, como si fuera un espectador más de lo que ocurre.
—Yo encontré los cadáveres antes que la policía. Estuve escondido aquí más de una noche.
—Y sólo se te ocurre quedarte a la vista.
—No me dieron tiempo para que me fuera. En fin. Todavía me queda curiosidad. Viernes iba a pasarme una información póstuma de Gálvez.
Carvalho no quita ojo a los coches estacionados de la policía, se han abierto las puertas, demasiados policías parecen tener ganas de dar un paseo y casi todos quieren darlo en dirección adonde ellos están.
—Si quieres que te detengan, que Pascuali respete el pacto, volver a España conmigo, quédate. Si no, echa a correr porque la policía viene ya por nosotros.
Raúl ha recuperado la actitud de animal acorralado y sale corriendo a la velocidad del miedo. Los policías se desconciertan ante la pasividad de Carvalho y la huida frenética del otro, se dividen tarde, y los que van a por el detective le afrontan en el momento en que enciende un Rey del Mundo especial al aire libre, pero con una parsimonia de fumador de interiores. No les ha gustado el gesto y sacan las pistolas como si fueran sexuadas, gritan alto, quédese sin moverse, histéricamente algún agente, mientras rodea al grupo crece el griterío y un vacío precautorio alrededor del hombre que fuma un puro, sin respetar la gravedad del momento. Llega Pascuali, respira afanosamente, rompe el cerco. Se queda ante Carvalho. Finalmente arrebata el puro de entre los labios de Carvalho, lo tira al suelo y lo pisotea.
En cualquier lugar del mundo los detenidos habituales se parecen, como se parecen los pijos y los locos. Carvalho y siete u ocho detenidos habituales, habituales en sus delitos y sus aspectos, salvo un hombrón semicegato. Se ha dado cuenta de que Carvalho no es un delincuente habitual y le pide lumbre para el cigarrillo.
—El Estado corrupto y corruptor ya no distingue lo que separa la virtud del vicio, se limita a ponerle un límite. Mi papá escribió: «No habrá nunca una puerta. Estás dentro y el alcázar abarca el universo».
—¿Su papá era funcionario de prisiones?
La infinita paciencia del detenido puesta a prueba ¿cuántas veces?, y sin embargo se limita a ser amable cuando responde:
—Mi papá fue Jorge Luis Borges. La literatura en carne y hueso. —Y le entrega una tarjeta al tiempo que se presenta, con más detalles—. Soy el hijo natural de Jorge Luis Borges.
Se saca un cuaderno del bolsillo de la chaqueta y se lo entrega a Carvalho.
—Elogio de la sombra, uno de los mejores libros de mi padre. Lo copié a mano. Me lo sé de memoria. ¿Ama usted los libros?
—Tanto que arden en mis manos.
—¡Hermosa imagen! Es verdad. Los libros son como llamaradas que brotan de nuestras manos.
—En mi caso completamente cierto. Los quemo.
Pero ya repara en la presencia de Pascuali al otro lado de la reja. La abre un agente. El policía indica a Carvalho que salga, sin más explicaciones se pone a caminar, Carvalho le sigue, pero saluda al hijo de Borges con un ademán cómplice y Borges Jr. se lo agradece y recita fuerte, honda, calmosamente:
—«y no tiene anverso ni reverso,
ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino».
Pascuali se ha vuelto y observa torvamente al recitante.
—Hay más locos fuera que dentro de los manicomios.
—¿Lo ha detenido por loco?
—Por suplantador de personalidad.
—¿No es el hijo natural de Borges?
—Es el hijo sobrenatural. Váyase a casa.
No discute Carvalho la propuesta, ya en el zaguán de comisaría lleno de sombras de vigilados y vigilantes. Las manos de Pascuali retienen a Carvalho antes de salir.
—Usted ha roto el pacto. Ayudó a escapar a Raúl, y el acuerdo era que yo le ayudaría a que saliera del país sin problemas. Usted está loco. Ni siquiera yo puedo controlar el caso Raúl Tourón del todo y usted además se mete en el de Robinsón Gálvez, que todavía está más podrido. ¿Sabía usted que Robinsón Gálvez era un tiburón que chantajeaba a sus antiguos compañeros de acuario para reunir fondos con destino a la conquista de las Malvinas? ¿Sabe de qué estaba lleno ese acuario? ¡De tiburones!
Y como si Carvalho fuera un tiburón, Pascuali le invita a salir de la comisaría mediante un empujón que le hace trastabillar sobre los primeros escalones. Sin darle la cara a Pascuali, Carvalho respira hondo y escupe con la voz suficientemente alta:
—¡Hijo de puta!
Le urge volver a casa y comunicar con Barcelona, con Biscuter, cocinar quizá, pero sí tenía claro el para qué, ¿para quién? Desde una cabina informa a Alma de sus propósitos y no recibe seguridades. Ya en casa valora las posibilidades que le ofrece la cocina y recuerda una receta que viera en un suplemento de revista atribuida a una cocinera catalana, de Sant Pol de Mar. El mundo es un pañuelo. Pilota catalana sobre fondo de verduras y tallarines de sepia. Amasar la carne picada de cerdo con huevo, pan migado, ajo, perejil, rebozarla de harina blanca, cocerla. Ya escurrida colocarla sobre un lecho de espinacas y tiras de sepia livianas cortadas a manera de tallarines. Una vinagreta con un toque de vinagre de Jerez, algo de soja.
—¿Biscuter? Disculpa, es que no paro.
Biscuter tiene un memorial de agravios y urgencias, pero sí, sí, ha llegado la transferencia bancaria y todo está preparado para cuando vuelva.
—Le preparo un plato para chuparse los dedos, jefe. Pilota sobre lecho de verdura y tallarines de sepia. Lo he sacado de una revista, es de una cocinera de por aquí que se llama Ruscalleda.
—No podía ser de otro sitio.
—¿Le sorprende el plato?
—¿A quién no?
—Estoy sofisticando mi cocina. ¿Cuándo vuelve, jefe? Tengo noticias de Charo que quizá le gusten. Me parece que va a volver.
Necesita no contestar, pero Biscuter quiere ser contestado.
—¿Qué le parece?
—Bien.
—¿Sabe qué me dijo cuando me llamó? Me dijo que usted era el hombre de su vida.
—¿De toda su vida?
—Eso no me lo aclaró.
Se deshace Carvalho de Charo más que de Biscuter y vuelve a sus cocinas hasta que suena el timbre. Saca una pistola envuelta en plástico del interior de un pote de pasta italiana. Se la mete en el cinturón bajo el delantal. Pega el ojo a la mirilla. Abre y Alma está allí, tan cansada como él.
—Quiero cenar algo cariñoso. Estoy en horas tan bajas que ni siquiera figuran en el reloj.
Carvalho le abre paso y le describe el primer plato.
—Pero eso es arquitectura, no cocina.
—Tengo otras alternativas preelaboradas: una tortilla de cebolla con bacalao; cordero a la agridulce con hierbas de Provenza; higos a la siria.
Alma se ríe cada vez con más ganas. Carvalho, ofendido, espera llegar a la cocina y le enseña lo que ha prometido.
—Increíble. ¿Y todo eso lo cocinaste para comerteló vos solo?
—Estaba deprimido y siempre guardo lo que sobra. En España cocinaba para un vecino, Fuster, amigo. Cuando estoy solo esta casa se llena de invitados imaginarios. A veces he tirado al retrete cazuelas de comida que me han costado horas de trabajo.
Han terminado de cenar y Alma permite que la rodee el silencio de Carvalho; luego su mirada, la mano del hombre le roza la cara y se apodera de sus rizos. Ella se acerca con la mirada franca, el cuerpo abierto, pero suena el timbre y Carvalho comprueba la hora al tiempo que exclama:
—¡La madre que me parió!
Está alarmada Alma.
—No temas. Es don Vito. No recordaba que le había citado aquí.
Los ojos de Alma le piden que no lo reciba.
—Me lo sacaré de encima en cuanto pueda. No te dejes ver.
Don Vito se derrumba en el sillón del despacho, vencido por el tango que lleva dentro.
—Su llamada evaporó el amor que me rodeaba.
—Póngase Fahrenheit de Yves Saint-Laurent. No hay quien lo evapore. Ahora va a llegar a la cima de su carrera. Ha de seguir como una sombra a la policía, a Pascuali.
—Pero ¿se ha vuelto loco? Me subo a un taxi y le digo al taxista: siga a ese coche, al coche de la policía.
—Lo ideal es que tenga usted un taxista fijo, es decir, contrate un chofer de confianza y se le paga.
Se ilumina el rostro de don Vito.
—¡Madame Lissieux! Fue campeona femenina de rallyes en Europa.
—Le he devuelto el perfume del amor. Quiero una lista completa de las visitas que haga Pascuali en las próximas veinticuatro horas. Está siguiendo a tipos demasiado poderosos como para citarlos en comisaría. Quiero saber quiénes son.
Alma le está esperando desnuda entre las sábanas, pero aún le quedan preguntas.
—El perseguidor perseguido. ¿Por qué Pascuali?
—He recibido el encargo profesional del hijo de Robinsón, un yupy que utiliza la avioneta hasta para irse a tomar el aperitivo en Mar del Plata y volver a jugar al polo en Buenos Aires. Ha aparecido Viernes, muerto de sobredosis. Raúl estaba allí. A veces se refugiaba en un departamento que tenía un joven amante de Viernes, detrás del parque Lezama. Fue allí y se encontró ante los dos cadáveres. Sobredosis.
—El Capitán.
—No lo sé. Robinsón Gálvez se dedicaba a chantajear a los alegres compañeros de su vida de ricacho para conseguir recuperar las Malvinas. Supongo que Pascuali dispone de una lista de extorsionados y los interrogará en su casa. No les va a llamar a comisaría, aún hay clases. Vito seguirá a Pascuali y en dos días dispondremos de una lista de oligarcas agraviados. Me interesa tener mis bazas, porque el joven Gálvez tiene su juego, presiento.
—Robinsón era un terrorista.
—Éste sí. El original fue el mejor predicador del individualismo burgués y del providencialismo moral del capitalismo.
Tan asombrada está Alma por el comentario que se incorpora y le brotan las tetas sobre la colcha aún con los pezones dormidos.
—¡Eso lo digo yo en clase!
—Es probable. Después de este interrogatorio ¿sigues desnuda?
—¿A vos qué te parece?
Cuando Carvalho abraza el cuerpo desnudo percibe electricidades que emanan de todas las puntas de la mujer y se llena en seguida la boca de pelos rubios rizados sobre un pubis de nácar. Necesitaba comer sexo como quien necesita besar el suelo después de un destierro. Alma no habla, no grita, pero sus ojos se ablandan ante la penetración y sus manos amasan la espalda del hombre como reconociéndole a cada arremetida. Luego el amor, ha sido amor, teme Carvalho, los introvierte, melancolía incluso en Alma, semivestida ante los troncos preparados mientras Carvalho rompe un libro y se predispone a colocar los fragmentos bajo la pirámide de leña.
—¡Señor! Cada vez que te veo estás quemando un libro. ¿Querés la dirección de un siquiatra? Inexorablemente Carvalho quema el libro.
—¿De qué va hoy?
—De Borges. Elogio de la sombra, uno de los mejores libros, según su hijo. Me refiero al hijo de Borges.
—¿Un hijo de Borges? Borges nunca tuvo hijos. Se sospecha que murió virgen.
—Se presentó como hijo natural de Jorge Luis Borges y se le parecía.
—¿Dónde?
—En los calabozos de Pascuali. Se me olvidó decirte que me detuvo unas horas. Dudó entre patearme un habano o detenerme, y se inclinó por pisotearme un habano y meterme en una celda varias horas. En el libro ese que arde, lo hojeé un poco, alguien decía que nunca se sale del laberinto. Ya te dije que siempre he pensado que nunca volvería a casa, desde niño, ¿a qué casa?
—Pepe, estás todavía más triste que yo. Bésame, pero no como lo hiciste antes. Bésame como un amante impotente.
—¡A mis años! Fingir dos veces. Tan seguido. Fingir potencia. Fingir impotencia.
Pero la besa como un amante impotente y luego se aparta de Alma para reordenar las llamas de la chimenea.
Con su mejor atrezzo venido a menos, don Vito aguarda en el interior de su coche. Consulta el reloj demasiadas veces. Un taxi se detiene a pocos metros. Baja un extraño ser de sexo, cuerpo y rostro no identificables. Paga al taxista a través de la ventanilla. Luego se vuelve. Es madame Lissieux disfrazada de campeona de rallyes años cuarenta, incluidas las gafas, las polainas. Saluda cariñosamente a distancia a don Vito.
—¡Y cómo me viene! ¡Parece Fangio!
Pero cambia de expresión para salir del coche y ofrecer el volante a la mujer tras besarle la mano, gesto que queda como la cortesía de un caballero gomoso a un piloto automovilístico equívoco.
—Vos siempre a la altura de las circunstancias.
—¿A quién hay que seguir? ¿A un criminal peligroso?
—Al más peligroso. Al Estado.
A pesar de las gafas se adivina la concentración profesional de madame Lissieux cuando arranca dispuesta a abordar su destino.
—Manejaba como si se estuviera jugando la vida, mi vida más que la suya, gallego, y gambeteaba los coches para que no se le escapara Pascuali, corriendo el riesgo de que el propio Pascuali se diera cuenta y nos detuviera.
Carvalho se siente a gusto en los cafés de Buenos Aires, donde junto a la madera reinan los metales pulidos y un espacio a favor del tiempo. Don Vito interpreta el papel de hombre cansado después de un día insoportable. Se afloja el nudo de la corbata. Se desabotona el cuello de la camisa.
—¿Usted sabe lo que es seguir a la policía en un coche conducido por un chofer que parece una síntesis de Juan Manuel Fangio y el Hombre Enmascarado y además ese chofer es una mujer: madame Lissieux? ¿Usted ha ido alguna vez al lado de una mujer que cruza la avenida del Libertador y Callao a ciento veinte por hora? ¿Sabe lo que fue cuando se nos acercó un policía en un semáforo para decirnos que íbamos demasiado rápido y madame Lissieux le contestó: no nos detenga, agente, que estamos siguiendo a ese auto de la policía?
—Los han detenido.
—¡No! Al contrario. Nos abrió paso para que pudiéramos seguir al coche del policía.
—Las palabras tienen dueño. ¿Misión cumplida?
Don Vito lanza teatralmente una hoja de papel sobre la mesa.
—Parece la selección nacional de los ricos argentinos pero sin Maradona. Esa gente tiene más guita que Fort Knox.
Carvalho se guarda la hoja doblada. Ha recuperado don Vito el aliento para pegar la hebra con la muchacha sin flor que le calcula lo que cuesta una noche, la cama aparte.
—No me dirigía a vos con esas intenciones, sino por el puro placer de aspirar el aroma de los escotes y las ingles.
—¡Será asqueroso el tipo este!
Carvalho deja a don Vito a su suerte y le pide al taxista que le lleve al Club de Polo.
—¿Cuál, el de Palermo?
—Se llama Club Hurlingham.
—Ah, al Hurlo. Allí va gente de plata plata.
Bajo la noche y los focos de la iluminación, los señores obedecen la inexplicable persecución de la pelota. Un deporte de caballeros, piensa, mientras observa los últimos lances del partido de polo. Distingue de los demás jugadores cesantes a Gálvez Jr. cuando desciende del caballo y lo entrega con desgana y cansancio a uno de los mozos. Ha visto a Carvalho asomado a la baranda y le hace un gesto de reconocimiento. Cuando se acerca a él se está quitando los guantes.
—Voy a ducharme. Tome lo que quiera. Diga que es mi invitado. No les gustan los extraños.
Son muy severos los ojos del criado que han decidido que Carvalho no merece estar en los salones de tan privilegiado club. Pero antes de que le zahiera con alguna insinuación excesivamente educada, Carvalho se parapeta.
—El señor Gálvez me ha rogado que le espere aquí.
Aunque el atuendo de Carvalho no traduce el nivel de encuentro o desencuentro con el poderoso Gálvez Jr., el criado decide que es el suficiente como para que regale al intruso la condición de clubman.
—¿Desea tomar algo, señor?
—Cuatro dedos del mejor whisky de malta, sin hielo.
—¿Del más caro?
—Del mejor.
—Es muy subjetivo.
—Es su problema.
Se inclina el camarero y se va. Carvalho padece un ataque de síndrome de Estocolmo y examina al personal convencional con cierto afecto. Atuendos deportivos, cuerpos bien cuidados pero una cierta atmósfera de irrealidad, como si todos fueran extras para una secuencia de bienestar que ya no pertenece al final del milenio. Es el maître, no el criado, quien se acerca ahora a su mesa, con una botella de whisky y un vaso en la bandeja.
—El mozo me ha expresado sus deseos y me he atrevido a interpretarlos. Para estas horas me he permitido escoger un Glenmorangie, un Single Malt que igual cumple entre horas o como aguardiente de sobremesa. Me permito escogerle este veinte años y recordarle que si le pone hielo o agua gana en aroma pero pierde el redondeado en garganta. El whisky, lo sabe usted muy bien, no es como el vino que termina en el paladar y la lengua. El whisky termina en la garganta.
Carvalho da su autorización. Cinco dedos de malta en el vaso y botella, vaso y bandeja quedan a su disposición. Coge el vaso, da los tres olfateos de rigor, de menor a mayor movimiento del líquido, y bebe un trago. La garganta se lo agradece. Asiente Carvalho.
—Excelente, señor…
—Loroño, para servirle.
—En mi próxima reencarnación le contrataré como somelier de whiskies.
—Perdone mi curiosidad. ¿En qué piensa reencarnarse?
—En socio de este club.
La llegada de un Gálvez Jr. impecable corta la respuesta del maître.
—¿El señor Gálvez lo de siempre? Gálvez asiente. Mira el reloj.
—¿Le espera la avioneta?
—No. Comprendo que parezco un tópico. Avioneta y polo. Mi padre me educó para que tuviera avioneta y jugara al polo, para que fuera un yupy inglés. Mi padre, a pesar de todo, era un anglofilo, de los que creían que el problema de la Argentina empezó el día en que rechazamos la colonización británica. Dirijo treinta empresas a lo largo y ancho del país.
—Los yupies de verdad no saben que lo son.
—He leído algo, no mucho. Lo suficiente para saber que ser yupy no está bien, quiero decir, que no está bien parecerlo.
Carvalho le tiende el papel que le había dado don Vito.
—Su padre, desde la senilidad o la lucidez, se dedicó a extorsionar a estos señores. Quería dinero para apoderarse pacíficamente de las Malvinas y llenar el mundo de falansterios.
La lectura de cada nombre provoca una monótona exclamación, a manera de salmodia, en Gálvez Jr.
—Dios. Dios. Dios. Dios…
Luego contempla estupefacto a Carvalho.
—¿Se volvió loco? Ni siquiera chantajeó a los más moderados, sino a los más duros.
—De los que tenía información más comprometedora.
—El efecto ha sido fulminante. Cualquiera de ellos pudo financiar el asesinato.
—¿Es habitual?
—Verosímil. Y peligroso. No se puede desafiar a la mafia secreta y mucho menos a la pública. La mafia pública, eso que los subversivos llamaban oligarquía, es mucho más peligrosa. ¿Hay copias de esta lista?
—Pascuali los ha visitado a todos.
Carvalho cree oír el ruido del cerebro yupy cuando reflexiona, y saca en seguida conclusiones.
—Yo voy a tener que hacer algo por el estilo. Voy a ir directamente a la cabeza. Ostiz y Maeztu. Creo que conviene que sepan que estoy enterado de todo.
El maître le trae lo de costumbre.
—Su combinado de zumos, señor. Gálvez observa la reacción de Carvalho y se echa a reír.
—Una bebida robinsoniana. Cuando sea mayor, cuando crezca, quiero ser Robinsón Crusoe.
Pero los negocios son los negocios y, tras un trago sano y satisfactorio que Carvalho compensa con otro insano y no menos satisfactorio, Gálvez dicta más que habla:
—Quiero que me acompañe a la reunión con Ostiz y Maeztu.
Un rayo de sol arrebata reflejos dorados de los cabellos rizados de Alma. Muriel persigue con los ojos los destellos, como si de la cabeza de la profesora iluminada escaparan realmente las lenguas de fuego del saber, mientras termina el monólogo.
—Así, el de Robinsón no es un mito inocente, sino una propuesta de entender el papel del hombre en el mundo como un ser individual capaz de dominarlo mediante la experiencia, la inteligencia y el aval de la Providencia. Defoe es un constatador de la filosofía de la burguesía, la clase ascendente, imparable y como propuesta didáctica, Robinsón acabaría siendo más realista que el Emilio de Rousseau. El Emilio de Rousseau conlleva el germen de la transgresión y de la rebelión ácrata. El liberalismo contemporáneo se ha sublevado contra el padre del liberalismo y niega la condición del hombre como buen salvaje que depende del medio social. ¿Literatura didáctica? ¿Qué escritor se atrevería hoy a proponer un Robinsón, un Emilio, un Werther, un Iván Karamázov? Sólo se pueden proponer modelos de conducta desde la esperanza, aunque sea angustiada. La esperanza puede ser una virtud teologal. Pero de vez en cuando es solamente una virtud histórica o una necesidad biológica. Necesidad biohistórica, la esperanza laica de Bloch, él abarcaba el futuro como religión.
Alumnos en retirada, también Alma recoge sus cosas. Al levantar la cabeza ve a Muriel ante su mesa.
—Perdone si la molesto.
—Al contrario.
—He leído Robinsón como usted ordenó, bueno, recomendó, y yo hice una lectura diferente, ecológica.
—También se puede leer Robinsón como la apología del argentino libre en la casa de fin de semana, haciendo un asado. Es una broma. Toda obra literaria excelente es una obra abierta que puede leerse de muchas maneras. El lector es siempre más libre que el autor y dispone de siglos para imponer su interpretación.
Muriel musita «Gracias» y se marcha. Alma la ve partir. En sus ojos hay una ternura profesoral, pero a sus labios acude una llamada:
—Muriel.
Está sorprendida la alumna de que Alma recuerde su nombre.
—Me gusta mucho cómo participás en la clase y cómo trabajás. Escribís muy bien, por lo menos los trabajos que me entregas.
Se ha quedado sin voz la muchacha, tiene ganas de llorar de gozo y algo le tiembla la voz cuando musita:
—Es que me gusta mucho su materia.
—¿De qué te viene? ¿Tu familia tiene algo que ver con todo esto?
—No. Nada. Mi padre tiene negocios y mi madre no, nada de nada.
—Cuando lleguen las vacaciones me gustaría formar un taller literario, nada pesado, muy lúdico, muy libre, pero reunimos unos cuantos alumnos, escribir, opinar, comentar textos. ¿Te gustaría?
—¡Claro! —casi grita Muriel.
Se enternece Alma y le propone salir juntas. Lo hacen y al llegar a la escalera le viene como un flash la estampa de Robinsón arengando a los estudiantes.
—¿Recuerda lo del vate? ¿Robinsón? El otro día.
Se pertrecha Muriel recordando que no hubo acuerdo entre ella y la profesora.
—A lo mejor no entendí lo que decía.
—No lo mencionaba por eso. No queda nada de aquella secuencia. Robinsón ha muerto, Viernes ha muerto… y yo pienso…
Muriel está asombrada.
—¿Muertos?
—Y yo pienso, ¿qué habrá pasado con el loro? ¿Y con la llama? ¿Y de la llama? Sobre todo con la llamita. Pobrecita.
Don Vito le ha contado cómo terminó la conquista nocturna:
—Que no era puta, Carvalho. Que era una viuda alegre.
Pero adivina que no está el gallego para complicidades y lo comprueba cuando coloca ante sus ojos una página de Clarín: «Asesinado Pacho Escámez. La policía sigue la pista de la DAMA BLANCA».
—Bueno, el viejo Pacho. Que le quiten lo bailado. ¿Qué pintamos usted y yo en este fatal desenlace?
—Devuelva durante unos segundos los pechos soñados a su propietaria y lea sólo cuatro o cinco líneas. Se las he marcado.
«Con un golpe en la nuca se ha tronchado la vida de uno de los mejores presentadores de la Televisión Argentina. La policía busca a la última acompañante habitual del gran profesional, protegida bajo las siglas M. F. M., una mujer que fue descrita como rubia y blanca. El caso ya tiene nombre. El productor y la Dama Blanca».
—¡La mala mujer!
—Este número de Clarín es de hace cinco días, lo cual quiere decir que usted y yo no leemos periódicos o los leemos sesgadamente.
—Tanta corrupción, tantos deportes. Mire. Maradona se caga en los políticos argentinos y dice que confía solamente en Fidel Castro.
—El periódico me lo ha hecho llegar un viejo cliente, don Leonardo, y nos pide que vayamos a verle.
De nuevo abatido don Leonardo, con barba de días, un vaso que ha sido varias veces llenado y vaciado de grappa, colillas en los ceniceros. Un cierto desorden lujoso. Don Vito y Carvalho esperan a que diga algo. Don Leonardo va hacia el televisor y se vuelve a preguntarles:
—¿No vieron los informativos?
Niegan Carvalho y don Vito.
—Lo tengo grabado en el vídeo.
Brota de la pantalla una aglomeración de periodistas y curiosos a la puerta de un juzgado. Pascuali con sus policías. Una mujer rubia y blanca, aunque con un pañuelo sobre la cabeza y gafas de sol, trata de abrirse paso, perseguida por el micrófono del presentador, que opta por volverse hacia la cámara.
—El caso de la Dama Blanca dio este mediodía un giro de ciento ochenta grados. Se presentó voluntariamente a declarar Marta Fanchelli Maluendas, la famosa M. F. M., y de su declaración se desprende que ella no asesinó al presentador Escámez.
Habla Marta con los labios pegados al micrófono, como besándolo.
—¿Cómo voy a desnucar yo con un golpe de karate a nadie? Me paso la vida haciendo régimen y no puedo desnucar ni a una mosca.
—Pero usted sabe quién fue.
—Todo cuanto sé ya es cosa del juez y de la policía.
Señala a los policías y muy preferentemente a Pascuali.
—El inspector Pascuali ha sido muy gentil y muy inteligente.
Todo el protagonismo es ya para el presentador.
—Y no podía ser de otra manera. De las siglas M. F. M., que escondían a Marta Fanchelli Maluendas hemos pasado a las de L. C. L., también capicúa. El nuevo objetivo de las investigaciones policiales.
Don Leonardo corta la transmisión. Se queda unos segundos absorto ante la pantalla. Se vuelve.
—L. C. L. Leonardo Costa Livorno. Yo.
Se indigna don Vito.
—¿Cómo se atreve esa puta?
Carvalho le invita a que se calle, pero don Vito está lanzado.
—¡Esa mala mujer!
Leonardo le mira con cierta ira.
—Las apariencias engañan. Marta. Marta es una mujer extraordinaria. Necesito vaciar mi alma, don Vito, Pepe, permítame que le diga Pepe. Marta es una mujer extraordinaria. Dedicó su inmensa ternura a mi hijo, trató de persuadirlo para que no cometiera el desfalco. Lo siguió hasta las Bahamas porque temía lo peor, como así sucedió. El hundimiento sicológico del pobre muchacho. Era una mujer, es una mujer llena de amor, vitalista. No es una suicida y mi hijo era un suicida, es un suicida en potencia, como ella me hizo ver muy bien, muy lúcidamente. Yo la quiero, ella me quiere a mí. Ese cerdo de Escámez la chantajeaba, le decía que si lo abandonaba vendría y me lo contaría todo, y además le proponía amantes para que la ayudaran en su carrera.
—¿Lo ha matado usted?
—¿Por qué no yo? Le dije que así lo declarara ante el juez. Yo, en un rapto de indignación cuando escuché las asquerosas proposiciones del viejo.
—¿Es usted un karateka?
—Sé defenderme. Puedo darle el golpe con un puño de hierro.
Don Vito desaconseja con la cabeza.
—Premeditación.
Carvalho también a la contra.
—Olvídese del puño de hierro.
—Mañana voy a entregarme y quiero que ustedes digan la verdad, que yo la odiaba por lo que le hizo a mi hijo. Quiero que el juez conozca toda la historia, que va del odio al amor, no del desquite a la muerte. Les pagaré lo que quieran.
Carvalho y don Vito se miran y es Altofini el que emite el veredicto.
—Nosotros los testimonios no los cobramos.
Al día siguiente Carvalho, Alma y Altofini conectan la televisión para ver los informativos. Confusión de mirones y periodistas, Pascuali y dos policías conducen a Leonardo esposado, pero posan para que el presentador enuncie:
—Leonardo Costa Livorno, autor confeso de la muerte de Pacho Escámez, se presentó esta mañana y contó una historia de amor entre la Dama Blanca y él. Pacho Escámez quiso impedirlo llevando a la mujer hacia la corrupción y la trata de blancas, como así lo ha calificado su abogado.
Como si pasara por allí, el abogado aparece y declara:
—Fue una reacción temperamental ante la malvada alcahuetería de un viejo libidinoso. Un impulso de amor. Don Leonardo en el pasado había odiado a Marta Fanchelli por las relaciones que había mantenido con su hijo, hasta que se dio cuenta de su calidad humana.
Carvalho cierra el televisor. Don Vito canturrea el tango Cambalache:
Siglo veinte, cambalache problemático y febril,
el que no llora no mama y el que no afana es un gil.
¡Dale no más! ¡Dale que va!
Que allá en el horno nos vamos a encontrar.
No pienses más, sentate a un lao.
Que nada importa si naciste honrao.
Es lo mismo el que labura día y noche como un buey
que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley.
Alma sorbe un mate y comenta:
—Lo van a cargar de cadenas.
—Primero lo han cargado de atenuantes. Pocas cadenas va a llevar. Sólo en los tangos el mal de amores lleva a la cárcel para toda la vida.
Camareros uniformados y bandejas de plata. Carvalho los ve pasar, engullido por un sillón carnívoro. Galvez Jr. tiene el cuerpo acostumbrado a tanta entrega, ha conseguido imponer su esqueleto a los propósitos engullidores de la holoturia. Los otros dos interlocutores, Ostiz y Maeztu, están sentados con toda naturalidad, no pierden de vista la lucha de Carvalho, con los codos y el trasero, para situarse en posición de interlocutor. Ostiz, anguloso y calvo de lujo, ha empezado a aleccionar a Gálvez.
—Creo, Richard, que sería estúpido que el cadáver de tu viejo dividiera el antes y el después de unas relaciones que necesariamente deben ser buenas.
Flanquea Maeztu la operación, con ojos de beodo triste y no me olvides de medio kilo de platino.
—Desgraciadamente nada va a devolverle la vida, y vos con tu trabajo y tu inteligencia salvaste lo mejor de tu patrimonio.
Y entra a su vez Ostiz según la invitación de la orquesta.
—Richard, tenés que reconocer que ese último Gálvez, ese hombre poético, tan patético como poético, ésa es la palabra, que se disfraza de Robinsón y nos da la lección de su sentido de la solidaridad universal, merece que no lo olvidemos.
Cierra los ojos alcohólicos y tristes Maeztu para decir:
—Era de los nuestros, y conviene que se sepa que nosotros pensamos en los demás, que no todo se reduce a crear riqueza, indudablemente para los demás, pero también para nosotros. La clase adinerada argentina tiene mala prensa por culpa de un retorno de los descamisados. Pasaron aquellos tiempos, al comienzo de Menem, en los que nos manifestábamos juntos con los sindicalistas. Hasta nuestras mujeres se hicieron peronistas.
—Must Cartier, perfume y sudor de axila. Lo leí en Nuevo Porteño.
El comentario de Carvalho ha divertido a Ostiz y enojado a Maeztu. Gálvez asiente para que Carvalho entre a matar.
—Mi cliente y yo no quisiéramos dejar de lado el asunto mínimo, sin duda, de que alguien ordenó asesinar al señor Gálvez y a su chófer.
Ostiz y Maeztu se miran y de común acuerdo reclaman la presencia de un sirviente del club. Acude con una inmensa cartera de piel, de las dedicadas a contener proyectos arquitectónicos, y de la cartera sale un gran plano, y los dos financieros deben levantarse y tenderlo a cuatro manos, como si estuvieran plegando una sábana. Lo más aparente es que allí está el río, entre Buenos Aires y la desembocadura. Y Ostiz asume la explicación del proyecto.
—Vamos a construir una isla artificial en homenaje a tu padre. Se llamará isla «Robinsón Joaquín Gálvez», y ya tenemos garantizado el capital básico, incluso es muy probable que lo podamos asociar con la Bush. Nuestros propósitos son casi benéficos, los de la Bush ya veremos. Vos tenés un quince por ciento asegurado, Richard. En cualquier caso, Isla Robinsón, parque de atracciones, destinará parte de sus beneficios a la investigación contra nuevas enfermedades. No hablaremos del sida para que nadie pueda asociarlo con tu papá.
Es Carvalho el que insiste en su condición de portavoz del mudo Richard Gálvez.
—¿Por qué una isla artificial? ¿No quedan islas naturales?
—¡Están a unos precios! Lo del Tigre ya es prohibitivo, y en Buenos Aires todavía se acuerdan de la paparruchada de la isla artificial de Le Corbusier.
Gálvez Jr. ha entrado en la lógica de los industriales y asiente con la cabeza. Sí, en efecto, una isla natural sería imposible. Maeztu se pone soñador.
—¡Ya lo veo! ¡La veo en la imaginación! ¡Isla de Robinsón, «Joaquín Gálvez»!
Carvalho espera que Richard vuelva a la cuestión de la muerte de su padre y realiza un último intento de plantearla.
—Volvamos de la Isla del Nunca Jamás, señores. ¿Tienen ustedes respuesta para la pregunta…?
—Déjelo, Carvalho —ha ordenado Richard Gálvez como sólo puede hacerlo un patrón de industria, y Carvalho piensa que el viejo Gálvez era el padre de Richard, no el suyo. Y escucha la fluidez de la conversación de Richard con los inductores del asesinato de su padre, cómo se ponen de acuerdo, cómo manejan el mismo código, cómo pactan beber y comer en los próximos días, aunque de vez en cuando Richard repara en Carvalho, tratando de adivinar su proceso interior y de implicarle en el juego.
—El que es un auténtico gourmet es el señor Carvalho.
—¿De veras?
—Odio a los gourmets, pero en cierto sentido lo soy.
—Muy interesante.
Era Ostiz el interesado.
—Yo tengo viñedos, vinos y con unos amigos monté un Club de Gourmets, cenamos a puerta cerrada en Chez Reyero, hablamos de lo que comemos, de lo que comimos, de lo que comeremos. ¿Se daría por invitado, señor Carvalho? Vos también Richard, por descontado.
—Yo no distingo una patata de una berenjena.
—¿Se dejaría invitar, Carvalho?
«¿Me dejaría invitar por esta pandilla de hijos de puta?», piensa Carvalho. «Contesta», se contesta.
—Sí.
Costea el río el yate engalanado. Es tan sucia la niebla como el agua, pero el brillo de las gentes convocadas y las luces otorgan presencia mágica al lento bogar. A bordo delincuentes de excelente vivir, un arzobispo al menos, presuntas figuras de la política, prensa, cámaras de TV. Gálvez es la voz en off que va recitando la lista de invitados notables a la oreja de Carvalho. Desde el puente más alto, Maeztu grita:
—¡Isla a la vista!
El barco fondea. Ostiz, radiante, señala las aguas inmediatas.
—¡Ahí está la isla!
Carvalho no la ve por parte alguna. Pero las gentes van hacia babor y allí descubre una pequeña hormigonera trabajando a bordo de una embarcación, y cuando la mezcla parece ya preparada, Ostiz se inclina para que el alcalde haga el resto y el arzobispo bendiga. El alcalde secunda los movimientos de los operarios que arrojan a las aguas la primera porción de hormigón sobre la que crecerá la isla. El arzobispo bendice. El joven Gálvez musita admirado al oído de Carvalho:
—Han presupuestado veinte millones de dólares.
Pero ha de callar porque es tiempo de discursos y también de un suave, inacabado himno nacional. Gálvez coge por un brazo a Carvalho.
—Papá se sentiría satisfecho. Robinsón, quizá no. No se sienta defraudado, Carvalho. La verdad no siempre es necesaria. Hay que esperar el momento adecuado. Llegará o lo prefabricaré. Le aseguro que esto no quedará impune. Le invito a cenar. Vamos a Puerto Madero, me han dicho que es más interesante la oferta gastronómica que en La Recoleta. Desde que se fue el Gato Dumas, La Recoleta es lo de siempre. ¿No le gusta mi oferta? Le veo muy desganado.
—Se bebe para recordar, se come para olvidar. ¿Cómo resuelve usted este orden de prioridades?
Gálvez se queda pensativo, finalmente reacciona.
—¿No era al revés? La cuestión es recordar u olvidar según lo necesitemos.
Ya en la mesa de un restaurante italiano con pretensiones de pertenecer a la mejor raza de restaurantes italianos, los de Nueva York, Carvalho trata de registrar los pensamientos abundantes y melancólicos del Gálvez Jr. hasta que una mano enguantada se posa en su hombro y al levantar la cabeza allí estaba Marta, la dama blanca, con su sonrisa rosa y su cabellera, cascada dorada.
—¿Me recuerda?
Carvalho se pone en pie para balbucir:
—Beatriz o Marta, es usted inolvidable, ¿me recuerda a mí? ¿De España? ¿El caso Frigola? ¿El señor Frigola?
Pero ella se limita a reír, suponiendo un cumplido que no ha oído. Tiene prisa por comunicar:
—Leonardo está en la cárcel. Por poco tiempo.
—Lo sé.
Ve entonces que Marta va acompañada por un joven de buen ver y vestir que la espera a un prudente metro de distancia.
—Lo nuestro ha terminado, me refiero a lo que hubo entre Leonardo y yo. Pero seguimos siendo buenos amigos. Voy cada semana a verle. No se preocupe. Ya no consiento que se suiciden por mí.
—Es usted temible. Consigue que los hombres se suiciden y maten por usted.
Ríe como loca y agradecida besa suavemente los labios de Carvalho antes de dirigirse a su mesa. Carvalho se sienta y no satisface la curiosidad muda de Gálvez. Marta ha depositado sus caderas en una silla frente a su acompañante y aprovecha la primera copa de champagne que le sirven para volverse hacia su paisano y brindar silenciosamente, a distancia. El detective le corresponde. Gálvez traiciona su curiosidad.
—¿Quién es? ¿Puede saberse?
—Una mala mujer. Por una mala mujer se puede perder la vida, la guita, las dos cosas. ¿Le gustan a usted las malas mujeres?
—Conozco al hombre que va con ella. Es el hijo de Leonardo, el superfabricante de lencería fina.
—¿No se había metido en una secta?
—No estoy al día. Pero contesto a su pregunta. Sí. Me gustan las malas mujeres. Me encantan.
Carvalho abre el brazo, la mano, ofreciendo a Gálvez que salve la distancia que le separa de su perdición.
—Vaya, pero procure no matar a nadie por su culpa.
La mala mujer ha seguido a distancia la conversación que la implica, desatendiendo el discurso severo del joven que la acompaña. Mira intencionadamente a Gálvez Jr. la mala mujer y él sostiene la mirada y alza su copa en un silencioso brindis.