2
El hombre oculto

PORQUE UNA VIEJÍSIMA VIEJA lleva trabajosamente la bandeja, tiembla una cena, especialmente el plato de sopa parece un mar sin orillas. La vieja avanza empecinada, pactando con su dificultad de andar, con su Parkinson manual el tratar de evitar que se le derramara la sopa. Consigue llegar difícilmente a un ángulo de la cocina, dejar la bandeja, siempre trabajosamente sobre una repisa, buscar casi palpando un timbre. Es en realidad un resorte, y la parte baja de la pared cubierta de revestimiento de madera se abre. Boca negra hacia lo desconocido. Un tiempo de expectación y aparece un hombre de vejez equivalente a la de la mujer. Batín, medias lentes de lectura, mirada recelosa, sobresaliendo el cuerpo del agujero hasta la cintura.

—¿Todo sigue igual?

—Todo.

—¿Sigue el patilludo en el poder?

—Sigue, Favila, sigue, como ayer, como antes de ayer.

—¿No volvió Perón?

—Y dale con Perón. Está muerto.

—No lo puedo creer.

—Anda, cómete la cena que se enfría.

Trabajoso es el relevo de la bandeja. Si a ella le tiemblan las manos a él también. Pero consiguen que no se derrame ni una gota de caldo. Ya señor de la bandeja, él se retira y cuando ella va a pulsar otra vez el resorte, el hombre la reprende dándole la última consigna.

—Si vienen los milicos, los franquistas o cualquier gente armada, acuérdate lo que tienes que decirles.

Ella no le hace caso. Pulsa el resorte con cierta inquina y el hombre desaparece en su zulo mientras trata de decir algo nuevo. Antes de hacer cualquier movimiento, la mujer medita.

—Me olvidé lo que tenía que decirles. Les voy a decir lo que se me pase por la concha.

La delgadez de Norman Silverstein suda bajo el maquillaje de semiclown iluminado por el reflector.

—Hasta hace poco de vez en cuando todavía aparecía un japonés en una selva del Pacífico convencido de que la guerra mundial no había acabado. Yo creo que siempre era el mismo japonés, la misma isla. Le daban unos pesos, una cantimplora de sake y llegó a ponerse pesado. Los turistas se decían: «¡Mira ya llega el puto soldado japonés que todavía lucha por su emperador!». Y él, dale que te dale haciendo de soldado imperial, amenazador, con ese sable japonés que llevan los mejores japoneses. ¡Akú! ¡Hatamitaka! ¡Fujimori! ¡Tanaka! ¡Anda, Takiri! ¡No hagas más el boludo! ¡Hacete el harakiri! Evidentemente ya no vale la pena que los japoneses se escondan. Pero ustedes ¿saben la cantidad de topos, de hombres ocultos que hay en el mundo y por qué? Los que no pueden pagar a los acreedores, los que no pueden pagarles las pensiones a todas las mujeres de las que se han divorciado, los que tienen miedo que los reconozcan como ex torturadores, los que tienen miedo de que los vuelvan a torturar, un millón de tutsis escondidos de los hutus y un millón de hutus escondidos de los tutsis. Todos, todos somos viejos soldados japoneses incomprensibles, porque hoy en día ¿quién le pide explicaciones a quién? Lo aceptamos todo. Dios ha muerto. Marx ha muerto. El hombre ha muerto. Marlene Dietrich ha muerto. Yo mismo no me encuentro demasiado bien. ¡Todo está permitido! Ni siquiera los Estados tenemos soberanía. Nos mandan las multinacionales, los fondos monetarios, los precios fijos, los militares yanquis. La única soberanía que conservamos es la de los torturadores. Cuando un juez extranjero quiere acusar a nuestros torturadores, ¡la soberanía nacional! ¡La soberanía de la represión! La que nos delega el imperio. Que nadie se extrañe si las cosas van revueltas. Los guerrilleros se casan con chicas de la oligarquía y los alcaldes de izquierda se llevan a su casa todo lo que encuentran por Buenos Aires: los árboles, las veredas, las cuadras enteras, los solares, los faroles, la luz de los faroles, la sombra de los perros cuando mean en los faroles y únicamente nos dejan las manifestaciones de las madres de la Plaza de Mayo y la de los jubilados delante del Congreso. ¡Todo está permitido! ¿Qué sentido tiene ocultarse? Bueno. Uno solo. Yo respeto a los que se esconden porque se olvidaron donde está Buenos Aires, Argentina, América, el mundo, y únicamente reconocen el rincón donde tuvieron, tienen, tendrán, miedo.

Los rostros de los presentes responden al cálculo sociológico elemental que Carvalho había establecido sobre los efectos de los sarcasmos de Norman: medias sonrisas, alguna congoja, perplejidad, hastío. Carvalho pide la cuenta y paga. Contempla su cartera y la repasa. Le quedan muy pocos pesos. Mira las tarjetas de crédito con escepticismo. Carvalho se vuelve al oír la voz de Alma.

—¿Te quedaste sin guita?

—Me estoy quedando sin guita y no puedo pedirle más anticipos a mi tío mientras no encuentre a su hijo.

—Tendrás que trabajar. ¿Qué sabes hacer?

—Mirar.

Silverstein ha terminado su monólogo y anuncia:

—Todos sabemos que en el tango hay un antes y un después del tango moderno y que esa línea divisoria la marcó el malogrado Piazzola como intérprete de un tango concreto: Balada para un loco. Señoras y señores, esta noche nos honra con su presencia el cantor, el poeta, el autor del prodigio y la memoria más profunda del tango y del lunfardo: ¡Horacio Ferrer!

Entre las ovaciones se levanta a saludar un poderoso bohemio de ojos sabios y rasgados como su bigote.

—Y ahora un tango a la medida de tan ilustre invitado: ¡Hombre oculto!

Empieza a sonar la música del tango. Pero Carvalho vuelve la espalda al escenario donde acaba de aparecer Adriana Valera.

—¿Ya te vas? ¿Ya no estás enamorado de Adriana? ¿No decías que es la mejor cantante de tangos y que los canta con el mejor escote de Buenos Aires?

—Tengo contactos laborales.

La noche en la calle le parece verdinegra o verdiblanca si mira hacia la luna. Pero están pintadas de verde las fachadas y las penumbras, incluso le parece verde el taxi al que se sube y el taxista al que ordena:

—A La Recoleta.

Parpadeará varias veces hasta recuperar las escasas policromías que permite la noche. El verde que llena sus ojos es el verde en que estaban pintadas las puertas metálicas y las barandillas de la cárcel Modelo en la que pasó algún tiempo en su juventud. Le repiten como desde el fondo de una mala digestión el color y el olor de la cárcel cada vez que alguien habla de perseguidos. Pero ahora ve el color del whisky en el vaso y vierte parte de su contenido en lo que le queda de café mientras musita la palabra carajillo y contempla el brebaje de la taza como una patria. Levanta la vista y estudia a la gente que llena el bar y después a su interlocutor. Un hombre de unos sesenta años, pelo plateado por el fluorescente y planchado por gominas no excelentes, excesivamente bien vestido, aunque se le nota que el traje no es nuevo, que la camisa está muy relavada, pero los gemelos relucen, así como la aguja de la corbata, los zapatos y el diente.

—Vito Altofini es mi nombre, Altofini Cangas, de padre lombardo y madre asturiana.

—Don Vito, necesito un socio argentino. Como extranjero no puedo ejercer de detective privado.

—Ha dado usted con el hombre adecuado.

Don Vito esparce sobre la mesa recortes de periódico ya muy amarillentos que reproducen sucesos criminales: «Vito Altofini acierta donde la policía fracasó. Una pista en el caso del secuestro de los Bayer». Carvalho se queda con el recorte en una mano. En él se ve a Vito algo más joven enseñando una pieza de ropa. Pie de la foto: «Los secuestradores llegaron del Uruguay. Se descarta un secuestro político».

—¿Cómo acabó? —pregunta Carvalho.

—Desgraciadamente, de los Bayer nunca más se supo, pero nadie ha podido demostrar que los secuestradores no fueran uruguayos. La tela que yo muestro es lo que queda de un chaleco tejido a la manera uruguaya, en aquellos tiempos en los que todavía se tejía a mano. ¿Dónde tiene el despacho?

—Lo montaré en mi propia casa.

—¿Estilo?

—¿Estilo?

—Detective privado yanqui años cuarenta, despacho con muebles capitoné a lo Hércules Poirot, oficina llena de fluorescentes y computadoras estilo serie B de Hollywood años ochenta.

—¿Es usted crítico cinematográfico? ¿Decorador?

Don Vito se pone soñador.

—En los buenos tiempos yo tenía decorado mi despacho exactamente igual que el de Dick Powell en la serie sobre Dashiell Hammett, la mejor que se ha hecho, en blanco y negro.

Don Vito examina el vestuario de Carvalho y de paso su actitud ante el carajillo y ante la vida.

—¿Piensa enriquecerse con este oficio en Buenos Aires?

—He de ganar dinero para comprar tiempo. Vine a buscar a mi primo desaparecido y se me acaban las reservas.

—¿Un desaparecido? ¿Político? ¿A estas alturas? Ese colectivo ya ha pasado, compañero.

—¿Colectivo?

—Autobús, le llaman ustedes.

—Tal vez no haya desaparecido. Quizá me he expresado mal.

Carvalho medita antes de concluir.

—Quizá sólo sea un hombre oculto.

Los mozos de carga se llevan la mesa de comedor, y como en un juego de prestidigitación, de sus manos sale una mesa de despacho sustitutiva, algunos archivos, viejos, llegados desde una oficina años cuarenta, con algún recuerdo art déco barato. Alma ayuda a Carvalho a ordenar lo que había encima de la mesa, a situar las butaquitas para los supuestos visitantes.

—¿Y adónde vas a comer?

—En la cocina.

Alma mira el reloj y exclama, alarmada:

—¡Oh, llego tarde a clase!

En su retirada se tropieza con don Vito, casi irreconocible para Carvalho bajo su sombrero de fieltro ladeado, aunque el brillo sonriente de su diente de oro le delata cuando obsequia a la mujer que huye con el puente de plata de un saludo caballeroso, sombrero en mano, en la otra un portafolios de cremallera hombre de negocios años cincuenta. Estudia el recién llegado la estrategia decorativa, recompone el gesto y avanza hacia Carvalho contrariado.

—Al final se decidió por el estilo Humphrey Bogart venido a menos.

—Estilo Carvalho venido a menos.

—¿Qué le hizo a esa mujer tan interesante para que huyera despavorida?

—Es casi una prima.

—Genial. Yo siempre tuve en danza a unas veinte o treinta primas. Ahora ya son sobrinas.

—No es lo que parece. Tenía prisa. Es profesora de literatura. Su clase empieza ahora.

Mira el reloj, de pronto se hastía de dar explicaciones y casi ordena a don Vito:

—Siéntese.

Carvalho saca una botella de whisky de malta JB 15 años.

—Es todo lo que he encontrado en cuatro cuadras a la redonda.

Pero Vito Altofini se la rechaza con blandura y saca de su cartera los accesorios para hacerse un mate.

—Si me permite usar su cocina me haré un mate. Ya sabe… y pensé: «Este gallego no debe de tener la menor idea de lo que es un mate».

Carvalho le cede la cocina con un gesto y al rato Altofini sorbe la infusión a un ritmo sincopado con los sorbos de whisky del gallego. A Carvalho le atrae como objeto aquella calabacita con adornos de plata repujada, un objeto valioso tal como lo acaricia y por el ritmo litúrgico con el que sorbe el mate don Vito. Carvalho se siente un poco bebido. Locuaz, pero no borracho.

—De momento no hay clientes, don Vito. Aquí hay el mismo problema de relativismo moral que en España, que en Occidente, que en todo el Norte Fértil. Ya no queda el sentido del adulterio, ni del robo, ni del asesinato como tabúes porque todo el mundo es adúltero, ladrón y un criminal en potencia. Por otra parte, si bien es cierto que la policía pública está en crisis cuantitativa y cualitativa y cada día hay más policía privada, se trata de un servicio privado controlado por grandes compañías, a veces multinacionales. Por eso los detectives privados clásicos no tenemos clientes.

—La policía pública ejerce una competencia desleal. Yo privatizaría la policía. Toda.

—¿Así que usted lo ve como una cuestión de mercado de trabajo?

—Elemental. En tiempos de crisis hasta los escribanos están desocupados. Yo tengo un pariente escribano pluriempleado. Lleva la contabilidad de dos o tres negocios. No sólo la clase obrera cayó en desgracia, pibe, tampoco la burguesía es lo que era.

Canturrea Don Vito:

La clase media cayó en desgracia,

se fue Mireya, murió Margot

y aquel muchacho de aristocracia

acobardado… retrocedió.

Lloró la causa de su partida,

lloró el origen de tanto mal

mientras la guapa Barra Florida

cantó su coro sentimental.

No registra don Vito el relativo asombro de Carvalho y añade una nueva propuesta.

—Si quiere, mientras tanto buscamos a su primo.

—¿Por dónde empiezo? A las pocas semanas de llegar de España casi lo tenía al alcance. Mi primo se escapó de aquí durante el Proceso, pensando que su mujer estaba muerta y su hija desaparecida. Pasaron años y de pronto le cogió la pájara de volver, y lo hizo en mal momento. Habían pasado veinte años. Su mujer estaba viva pero… Perdone. Estaba muerta. La viva es su cuñada. Es la mujer que usted ha visto salir corriendo.

—Así que es una prima de verdad. Carvalho, es usted un hombre de principios.

—Parte de los ex compañeros de mi primo le eran fieles, pero otros se habían quedado con uno de sus descubrimientos científicos, y lo habían patentado con la complicidad de un capitán de los milicos, el mismo que los había detenido hace veinte años y ahora los controla por el terror y por la plata. Su hija sigue en paradero desconocido.

—Parece un culebrón argentino pensado por un guionista venezolano —dice para sí don Vito repentinamente serio—. Pero es real. Real como usted y como yo. ¿Nadie más persigue a su primo?

—La policía. Mejor dicho, un policía que se llama Pascuali, y es un profesional, es decir, quiere que se mantenga el orden que pide la ley.

A don Vito casi se le escapa la risa y el mate que retiene en la boca. Se contiene porque llaman a la puerta y en el vano aparece un joven pálido, delgado, ojeroso, vestido de importación que sin más preámbulos se presenta.

—Me llamo Javier Lizondo. Si son ustedes los detectives que anuncian en la puerta, necesito sus servicios. Mataron a mi novia.

Se miran Vito y Carvalho desde alegrías secretas y cómplices, pero consiguen contemplar apenadamente al cliente.

—Ha dado usted con la gente que necesitaba.

El joven está nervioso y traga saliva. Don Vito le alienta con muecas a que siga hablando. Carvalho lo estudia a distancia. Don Vito parece vivir el relato del muchacho, su rostro refleja las vicisitudes del relato.

—Me llamo Javier Lizondo. Mataron a mi novia. Bueno… eso ya lo dije. Mi novia. Mi novia…

—¿Su novia? —le invita a continuar don Vito.

—¿Insinúa que no era mi novia?

—Por favor. Simplemente le invito a proseguir, estamos conmovidos y expectantes.

—Mi novia trabajaba en un cabaret de chica top-less. De esas que van…

Don Vito hace el gesto como de juguetear con sus propias tetas en el aire pero sin abandonar la cara de inmensa tristeza.

—Lo hacía para ganarse la vida. Era una buena chica. De cultura. Eso es. Tenía cultura. Se llamaba Carmen, Carmen Lavalle.

Enseña la fotografía de una muchacha bonita que sonreía confiada en que iba a vivir toda la eternidad.

—¿No tiene ninguna de ella en topless? —pregunta don Vito—. Lo digo estrictamente para identificarla.

Carvalho está al quite.

—Nos bastará con saber dónde ejercía el oficio y por qué no le sirve a usted la investigación policial.

Javier no se atreve a hablar. Finalmente se echa a llorar y don Vito le secunda la emoción sin llegar al llanto.

—Vivo fugado. Escondido. Hay una orden de detención, pero yo no fui.

—Otro hombre oculto —dice Carvalho hablando con alguien que no está en la habitación.

A veces se hacen las cosas o se piensan, dirigidas a alguien que no las ve, que no las sabe que no las recibe. Carvalho en Buenos Aires piensa, hace las cosas con el referente de Alma, es ella o su silueta difuminada la que recibe sus monólogos, la que está como un fantasma invisible en las situaciones, para justificar lo que Carvalho hace o dice. Pero ahora está ahí, es Alma corpórea la que contempla el arte de cocinar de Carvalho desde una controlada perplejidad.

—¿Y en España cocinabas siempre?

—No. En el despacho cocinaba Biscuter, mi ayudante. Un fetito, mezcla de efecto de Spielberg, doctor Watson y cocinero Cordón Bleu.

—¿Por qué le decís fetito?

—Porque lo parecía. Como uno de esos niños a los que les costaba nacer y los sacaban con fórceps del vientre de su madre.

—Lo llamas muy seguido. ¿Lo querés?

—Le compadezco.

—Y a tu chica perdida en España, Charo, ¿la querés?

—La compadezco.

—¿Sos incapaz de amar? ¿Únicamente compadeces? Y a esas pobres bestias que freíste y cocinaste en la cacerola, ¿las compadeces o las querés?

—Las amo. Por eso me las como.

Ya sentada a la mesa, Alma, valiéndose del tenedor, remueve los fideítos de la fideuá que se amontonaban en el plato.

—Parecen gusanos pero están muy ricos.

—Son simplemente fideos —contesta Carvalho melancólico.

—Cocinas, comes pero estás deprimido.

—Cocino y como porque estoy deprimido.

—¿Raúl?

—Es más complejo y me recuerda un poema que leí hace tiempo, cuando leía poemas. Un conductor ha tenido un pinchazo y reflexiona: no me gusta de dónde vengo y no me tranquiliza adónde voy. ¿Por qué aguardo el cambio de la rueda con impaciencia?

—Eso es de Brecht, Bertolt Brecht.

—Sabía que era de Brecht. Hubo un tiempo en que yo sabía quién era Brecht.

—Y ahora también lo sabes.

—No. Ahora no lo sé.

—Tenes que resolver la metáfora. ¿Qué o quién es esa rueda?

—Raúl quizá. No sé por dónde empezar. ¿No se ha puesto en contacto contigo?

—¿Crees que no te lo hubiera dicho?

Carvalho da un manotazo al plato que tiene delante y se levanta airado, histérico.

—¿Y yo qué sé? ¿Yo qué sé qué pensáis de mí? ¿A ratos no os parezco un intruso? ¿No es un intruso también Raúl? ¿Yo qué sé cuáles son tus intereses, los de vuestros camaradas, en relación a Raúl? ¿Queréis que lo encuentre? ¿Que no lo encuentre?

Alma se levanta indignada.

—¡Era mi marido! ¡Es el padre de una hija que todavía no sé quién se la quedó! Huye de sí mismo más que de un peligro concreto.

—¿La policía no es un peligro concreto? Y ese capitán y sus socios que le robaron la patente, ¿no son peligros concretos?

Alma se deja caer en la silla llorando lentamente. Desde el arco iris del llanto contemplado por sus ojos verdes dice:

—Ya no sé distinguir un peligro concreto de otro abstracto. Una angustia real de otra imaginaria.

Carvalho se ha tranquilizado y quiere prolongar el gesto de acercarle una mano en caricia, pero se contiene.

—Quisiera encontrar a mi hija, pero han pasado tantos años que sería una desconocida. ¿La quiero encontrar o quiero joderlo al miserable que me la robó? En cambio, Raúl, me gustaría que lo encontraras vos y te lo llevaras a España. Para siempre. No forma parte de mi vida. Únicamente de lo más horroroso de mi memoria.

—¿Por dónde empezar?

Alma sonríe como en poder de una extraña revelación.

—Por un asado. Acá todo empieza y termina con un asado. Vamos a celebrar un asado de ex combatientes. Raúl tiene que moverse en ese mundo. No tiene otro que pueda ampararle. ¿Te gusta el asado?

Conduce el hombre gordo. En el asiento trasero, el Capitán, su hija al lado repasando unos apuntes y con la falda llena de libros. El Capitán se la mira enternecido, luego preocupado. El coche se detiene frente a la entrada de la facultad. La chica besa precipitada pero cariñosamente a su padre, coge los libros y da un pescozón en el cabezón del gordo.

—Chau, tío Cesco.

El gordo muestra satisfacción en el rostro.

—¿Por qué estás tan apurada, Muriel? ¿Qué te pasa hoy? —dice el Capitán sacando la cabeza por la ventanilla.

—Primera clase con un hueso, una profesora de literatura.

—¿Cómo se llama? —vuelve a preguntar el Capitán.

—Alma. Alma no sé cuántos —contesta Muriel girándose mientras corría.

El rostro del Capitán trata de sonreír sin conseguir diluir la crispación. El gordo hace ademán de bajar del coche, pero el Capitán le retiene. Cuando se alejan de la universidad, el Capitán sigue nublado intentando recuperar una cierta impenetrabilidad. El gordo tiene los nervios completamente despeinados.

—¿La oyó? Tenía que ser precisamente… Tendríamos que haberlos exterminado, Capitán. ¿Usted sabe lo que puede pasar cuando se encuentren Muriel y esa mujer?

—Nada —contesta secamente el Capitán.

—¿Nada? ¿Y la voz de la sangre?

—La sangre es silenciosa, gordo. Eso deberías saberlo vos, que viste mucha. De todas maneras el más peligroso sigue siendo Raúl, el padre. Ése todavía tiene ganas de preguntar, de buscar. Berta o Alma, la que sea, es una desaparecida. Nadie se da cuenta pero es una desaparecida.

—Yo no la subestimaría.

El coche del Capitán se detiene ante la puerta del Ministerio de Fomento. Baja ágilmente el cincuentón fibroso y atlético que sigue siendo el Capitán, casi sin mejillas y con los labios finos apretados sube las escaleras a paso rápido. Enseña un distintivo a la guardia y se mete dentro sin esperar que le permitan el paso. La secretaria no se sorprende al verle, ni reprime su tendencia de meterse en el ámbito del ministro Güelmes sin permiso.

—¿Está solo? —pregunta el Capitán.

—Lo estará.

El Capitán se detiene a la espera. La secretaria hace una llamada. La puerta del despacho del ministro se abre y aparece el visitante bruscamente despachado y algo sorprendido.

—¿Así que ya le parece que todo está claro?

La voz del ministro llega desde el fondo.

—Clarísimo.

—Muchas gracias, excelencia —contesta el visitante satisfecho—. Ha sido todo mucho más rápido de lo esperado.

Se aparta de la puerta algo confuso y el Capitán se mete por el hueco que le deja. Se pone en jarras ante el ministro, a la espera de que diga algo. Güelmes quiere escudriñarle con autoridad antes de decir:

—Cada vez es menos prudente que venga aquí.

—Tengo todas las puertas de la Argentina abiertas.

—No estamos en la Argentina de 1977, ni en la de 1981, ni en la de 1985.

—No. En lo del calendario tiene razón. En lo del país no tanto. Los calendarios pasan, los países quedan. ¿De qué quería hablarme? Ante todo le felicito por el ascenso, señor ministro.

Güelmes trata de recuperar su papel de ministro. Se sienta en su poderoso sillón estatal e indica al Capitán que le secunde. El hombre eléctrico no le hace caso.

—Me sigue interesando un pacto. Aparte de que continuemos con lo de la explotación de la industria alimentaria y de que Font y Rius se haya olvidado de todo lo que pasó.

—Al grano —le corta el Capitán.

—Mi pacto sigue siendo que voy a ayudar a encontrar a Raúl pero que usted no le matará. Hay que sacarlo de la Argentina, pero vivo.

—¿Sabe dónde está?

—No. Pero Alma organizó una curiosa reunión, un asado en casa de los Baroja, ya sabe usted, de la fracción intelectual de la izquierda peronista. Un asado para ex combatientes. Viejos amigos. Tuvo la gentileza de invitarme. Parece un careo para que ayudemos a encontrar a Raúl.

—Supongo que el gallego también va.

—Claro. Oficialmente el que lo está buscando es él, él y el inspector Pascuali.

—A ese Pascuali algún día habría que destetarlo. No comprendo a ese beato de la democracia formal. Me entiendo mejor con un terrorista. Bueno, vaya usted y que le aproveche el asado. Buen oído, y si hay algo que nos pueda llevar hasta Raúl, primero yo, por la cuenta que le trae, y después si quiere va a verlo Pascuali. Quiero un informe sobre todo lo que se hable en ese asado y a quien se cite.

—¿También quiere saber lo que comemos?

—En todos los asados se come lo mismo. Mejor o peor pero lo mismo.

Ya desde la puerta, sin volverse, el Capitán pregunta:

—¿Sabe si Alma sigue empecinada buscando a su hija?

—Hace años que no habla de eso: contesta Güelmes, y en su desgana excesiva se percibe que trata de transmitírsela al Capitán.

Los alumnos van asumiendo el silencio. Alma se pone las gafas, revisa los apuntes y levanta la cabeza. El silencio es total.

—Aunque el lenguaje aplicado a la literatura es nuestra materia prima, quiero hablar hoy de cómo se codifican y descodifican otros lenguajes, por ejemplo, el de la arquitectura real, la de una ciudad concreta, ésta, sin ir más lejos.

La interrumpe la apertura de la puerta. Entra Muriel acalorada por la carrera, con los libros apretados contra el pecho. Balbuceando una excusa, busca un asiento próximo a la puerta donde pueda esconder o hacer olvidar su retraso. No lo hay. Alma calla y todas las miradas se concentran sobre la retrasada.

—En primera fila tiene usted una hermosa silla. Los últimos serán los primeros.

Casi todos ríen mientras Muriel avanza azorada. Al fin se sienta y mira hacia la profesora llena de confusión.

—Yo no exijo que los alumnos vengan a mis clases. Pero les pido que lleguen antes que yo. Si no le interesa mi asignatura…

Precipitada e ingenuamente, casi llorosa por la tensión, Muriel exclama:

—¡Si es la que más me interesa!

Sus compañeros se ríen. También sonríe Alma y, dirigiéndose a todos, dice:

—Que conste que no lo teníamos ensayado. Volvamos a Buenos Aires. Ya les dije que Malraux dijo de nuestra ciudad que parecía la capital de un imperio que nunca existió, y Le Corbusier quiso convertirla en la «Ville Verte» de sus sueños. Un amigo mío que fue arquitecto, mejor dicho, un proyecto de arquitecto porque nunca llegó a ejercer, suele decir que es mucho más importante Le Corbusier por lo que proyectó que por lo que realizó. Proyectó un Moscú auténticamente revolucionario y la burocracia soviética lo frustró. Proyectó un Buenos Aires verde y aquí sólo le dejamos arreglarle una casita a Victoria Ocampo. Estuvo a punto de cambiar Barcelona en España y la guerra civil se lo impidió. Me gustaría que pensaran en todo eso y escribieran lo que opinan de la aparente paradoja. Comparen Buenos Aires como la capital de un imperio que nunca existió con Viena, que no solamente es sino que también parece la capital de un imperio que ya no existe. ¿Podemos oponer el concepto de la ruina de un imaginario, por ejemplo, Buenos Aires y la ruina de una realidad, es decir, por ejemplo, Viena? Por otra parte la Viena imperial en su etapa terminal propició las hornadas culturales más importantes de este siglo junto a las de la década prodigiosa de la Revolución soviética. ¿Hay algo equivalente en este Buenos Aires con el imaginario destruido? Nuestros grandes escritores suelen ser merodeadores del conocimiento que nunca se atreven o quieren salir del conocimiento estrictamente literario. Borges sería el máximo exponente. La Viena de Freud o de Klimt ofreció al mundo la angustia ante la crisis del yo burgués y el Moscú de la Revolución ofreció una esperanza compensatoria de esa angustia. ¿Qué ha ofrecido al mundo Buenos Aires? ¿Borges? ¿La literaturización de una desidentificación perpetrada por Borges, Bioy, Mallea, Sábato, Macedonio Fernández? Preguntas que no quiero contestadas. Las quiero metabolizadas. Merodeadas. Incluso pueden escribir un tango sobre el asunto. El tango, a mi pesar, sigue conservando capacidad de descripción de lo actual. ¿Qué les parecen estos versos de Horacio Ferrer? Son de Juanito Laguna ayuda a su madre.

Nacido en un malvón,

le hicieron el pañal

con media hoja de Clarín.

Un alumno cabecea disgustado y la coleta rubia atada con una cinta le salta de un hombro al otro.

—¿No está de acuerdo, Alberto?

—Si tan mal está esa gente de la canción, ¿por qué leen Clarín? ¿Por qué no leen Página doce?

Alma lanza carpetas y libros sobre un sofá y se quita los zapatos, masajeándose los pies como si le dolieran.

—Estás loca. Te duele la cabeza y te acaricias los pies.

Se levanta y se desviste, para ponerse unos pantalones holgados, una blusa y zapatillas. Al abrir el frigorífico, la derrota se le hace rostro. Finalmente busca una lata en la alacena de la cocina, la sorprende el timbre de la puerta y va hacia ella, pero se contiene recelosa sin abrir. Por la mirilla ve a un hombre vestido con un uniforme de trabajo indeterminado, pero no percibe bien la cara.

—¿Quién es?

—Terminator.

—No estoy para bromas.

—Lo mío es exterminar ratas, señora. ¿No pidió un exterminador de ratas?

Vuelve a utilizar la mirilla. Allí está el rostro de Raúl distante y deformado por el cristal de aumento. Alma abre precipitadamente cerrojos y contracerrojos, y al quedar la puerta de par en par, Raúl espera entrar hasta que ella tira de él, cierra la puerta, lo abarca en un abrazo posesivo al que él se entrega. Las palabras a resuellos y las manos a borbotones, superponiéndose al tiempo aplazado, y una urgente búsqueda de la desnudez, de la piel humana, de los volúmenes tan conocidos veinte años antes, de los jadeos que a ambos les parecen salientes de una grabadora, de la grabadora de la memoria. Luego Alma se pone un pijama porque le molesta su propia desnudez, se sienta en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera. Raúl está sentado en los pies y ella alarga los brazos para poder tener sus manos juntas.

—Veinte años después volvemos a…

—Nunca había esperado esto. Supuse que estabas muerta durante demasiado tiempo. No entiendo por qué nadie me dijo la verdad, ni siquiera vos. Entiendo que asumieras la personalidad de tu hermana para engañar a los milicos, pero ¿y yo, Berta? ¿Y yo?

—Me llamo Alma. Nunca más me llamaré Berta.

—La nena.

—La busqué. Ni siquiera te lo podes imaginar. Me metí a fondo en el movimiento de las abuelas, disfrazada de tía de mi hija. Inútil. Si vive, se la quedó alguien que pudo destruir todas las huellas que llevaban hasta él. De vez en cuando veo a una chica por la calle y algo me dice: tu hija sería parecida a ella y me echo a llorar por dentro. Pero en cuanto me meto entre cuatro paredes me pongo a llorar por fuera. Estoy cansada sicológicamente de necesitarla. A veces, pienso: no queras encontrarla, lo que querés es joder al que te la quitó.

Raúl asiente.

—A mí me pasa algo parecido. ¿Me escondo porque me persiguen o porque únicamente puedo vivir escondido? ¿De quién? ¿De qué?

—A vos te persiguen, Raúl. No lo olvides. El Capitán, sus socios que te traicionaron y están negociando tus descubrimientos, aunque ellos te siguen queriendo, Güelmes, Font y Rius. Lo mejor sería que tu primo consiguiera sacarte de acá. La Argentina no existe. La Argentina que vos y yo reconocíamos, la que nos identificaba, ya no existe. Los supervivientes que seguimos creyendo en los mismos ideales estamos todavía más desaparecidos que los desaparecidos.

—Querés que me vaya. ¿No es cierto?

—No sé —contesta Alma, pero finalmente se echa sobre él, le abraza, le besa con voluntad de reencuentro—. Pero esta noche quédate.

Amanecen bajo las sábanas, sin otro horizonte que el techo. Alma va a decir algo, pero Raúl le pide cariñosamente que se calle con un dedo que le sella los labios.

—No. No digas nada. Yo sé qué pasó hoy y qué va a pasar siempre. En el recuerdo somos aquellos jóvenes amantes que querían cambiar la vida, como Rimbaud, y cambiar la Historia, como Marx y Evita, la extraña pareja.

—Y Trotski.

—Marx, Evita, Trotski. Yo era filotrotskista. Vos eras una nacional peronista. Ahora sos una mujer en plena vitalidad, que no te llamas como mi recuerdo y que te acostaste con un hombre deprimido que ni siquiera tiene libido. Vos ya sabes que uno de los primeros síntomas de la depresión es que no se te para.

—No todo se reduce a eso.

—No. No es cierto. Me voy. Algún día podremos reencontrarnos libremente, charlar, recuperar lazos; a lo mejor, a lo mejor, entonces. Ahora únicamente te pido permiso para verte y hablar con vos. Como Pimpinela Escarlata. Soy un hombre oculto. Ni siquiera voy a decirte dónde me escondo ni quién me esconde. Pero no voy a lo loco aunque lo parezca. Sé que Eva María existe, y sé más que hace unos meses, cómo encontrarla. No me preguntes. Tampoco podría decirte nada concreto.

Se besan. Salido de debajo de las sábanas, el hombre contempla su propia desnudez con cierto sarcasmo.

—¿Vas a venir al asado de los Baroja?

—Es demasiado arriesgado.

—Tenés razón. Si lo organicé fue para hablar de vos, para sondear y no para que vengas.

Gana la calle vestido con el mono de trabajo de una agencia desratizadora, en la mano un maletín de trabajo con unas siglas. Vladimiro se lleva el walkie-talkie a los labios.

—Sale un empleado. Parece de una casa de esas que matan bichos.

—¿Qué bichos? —contesta Pascuali desde el otro lado del teléfono.

—Ratas. Pone algo de desraticida.

—¡Seguilo! —ordena Pascuali—. ¿Todavía no caíste, pedazo de alcornoque?

—¿Si no caí en qué…?

Vladimiro se decide a arrancar y pone la sirena.

—¿Eso que oigo es la sirena? —pregunta Pascuali.

—Sí.

—¡Métetela en el culo! ¿A que el tipo ese desapareció? Atrévete a negarlo si tenés huevos.

Vladimiro trata de reencontrar entre la multitud callejeante al empleado desratizador sin conseguirlo, pero la urgencia de sus acelerones no se corresponde con la sonrisa morosa y escasamente indagatoria que opone a la realidad exterior.

—¿Quiere que pruebe a pie, inspector Pascuali?

—Quiero que te mueras. Y no te preocupes. La corona de flores más linda de tu entierro va a ser la mía.

Un cordero abierto en canal y crucificado en aspa. A una distancia excesiva para los ojos asadores de Carvalho, el fuego, como si jugara sádicamente a asar y no asar. Sobre un asador las brasas y las parrillas se aplicaban a otras bestias y a la nomenclatura de la más implacable autopsia que Carvalho deduce de los comentarios ajenos: vacío, entraña, chinchulines. Una veintena de personas contemplan el espectáculo de los que manipulan las carnes sobre el asador, forman grupos o deambulan por el jardín de una casa de campo en una de las miles de las afueras de Buenos Aires. Tiene una cierta belleza de jardín abandonado, y sin saber por qué a Carvalho le recuerda más una de las dachas de la campiña de Moscú tal como las había conocido en los años sesenta que una relamida segunda residencia a la española. La mayor parte de los reunidos viste como profesionales desenfadados que viven un fin de semana en la naturaleza libre y han sacado a sus hijos del almacén de niños para intentar recuperar el discurso del buen salvaje. Las conversaciones en cambio son algo tensas o, en cualquier caso, políticas, culturales, salvo algún guerrero que trataba de lucirse con el balón delante de sus hijos.

—Más cerca de los cuarenta que de los treinta. Edades. Alguno cerca de los cincuenta como Girmenich. La generación que empezó la lucha armada con el secuestro de Aramburu. Después la que vivió casi desde la adolescencia militante el impacto del golpe de Estado y el del Proceso. Toda la Argentina en armas te saluda, gallego.

Silverstein se ha acostumbrado a hablarle a la oreja como si fuera la voz en off exclusiva o simplemente imita el comportamiento de los malos en las tragedias de Shakespeare. Font y Rius también está entre los invitados, pero todos quedan eclipsados cuando llega un coche oficial con escolta del que desciende Güelmes. Un hombre rubio de ojos azules exclama despectivamente:

—Mirá, Güelmesito.

De nuevo los labios veloces de Silverstein y sus ojos diseccionadores.

—Ese que dijo lo de Güelmesito es Luis Barone, Luigi de nombre de guerra. Y fíjate, ese otro, de mandíbula poderosa y ojos enfadados enojados, es Girmenich, uno de los primeros montoneros, de los del secuestro de Aramburu. Ése los divide. Todavía hay algunos que lo tienen en el altar de los guerrilleros mientras que otros lo odien a muerte. Sigue siendo católico. Me dijeron que cree en la Virgen María.

—A Güelmesito no hay quien lo baje del coche oficial —comenta una mujer de ojos de diseño y nariz afilada y sensitiva a la que la habían presentado como Liliana Mazure.

—¡Y que le dure! Por lo menos reparte juego entre los viejos amigos.

—¡Era el rey de la goma dos! —informa Barone a Carvalho—. A él que no le pusieran una metralleta en la mano porque no ve tres en m burro, pero con los explosivos era una maravilla.

—¿Te acordás cuando volarnos la comisaría? —apostilla un hombre tripón y con los ojos caídos de tan cansados.

Carvalho rehuye el encuentro con Güelmes paseando junto a Silverstein, que le va haciendo un resumen del encuentro.

—Mirá cómo vinimos todos, como boludos, a la convocatoria del reclamo de Alma y de los efluvios de un buen asado. El dueño de la casa tiene una biblioteca fantástica y es descendiente de Baroja, creo, ésta es una familia de la izquierda argentina de varias generaciones. ¡Barojita! ¿Querés enseñarle tu biblioteca al gallego?

Güelmes reparte saludos, apitones de manos, desde la camaradería pero también desde la seguridad que le da ser un hombre de Estado. Algunos se inclinan sarcásticamente pan besarle la mano mientras le dicen reverentemente: señor Ministro. Silverstein evita ostensiblemente el encuentro mientras insiste en voz alta hacia uno de los que más afanosamente trajinan con el asedo.

—Baroja, enséñale tu biblioteca a este gallego. Le encanta quemar libros y a lo mejor te resuelve el problema de los que no sabes dónde meter.

Baroja parece algo más joven que los demás, pero participa cómplice de la operación nostalgia y conduce a Carvalho hacia la casa después de limpiarse las manos con el mandil. Entran en la casona, asaltados por la presencia dominante de los libros. Un mausoleo de la literatura de izquierdas del siglo XX. Carvalho coge los libros de Gramsci, de Howard Fast, de Wright Mills, de Habermas, de Adorno como si fueran especies protegidas y luego los devuelve a su sitio original cuidadosamente.

—Es como un paraíso de izquierdas para lectores entre los setenta y los cuarenta años —dijo Carvalho—. Desde Lukács hasta Marta Harnecker.

—Es que mi padre ya era rojo. En realidad todavía lo sigue siendo, siempre fue de la izquierda peronista. Amigo de Walsh, de Gelman, de Urondo. Yo era muy chico en el 76, pero miraba a toda esa gente del jardín como a mis hermanos mayores. Unos héroes.

—¿Y ahora? —pregunta Carvalho.

Es Silverstein quien contesta por Baroja:

—Nos quiere como se quieren los mejores recuerdos de infancia, incluidos los juguetes y los terrones de azúcar.

—¿Raúl? ¿Vendrá a la fiesta? —pregunta incisivo Carvalho.

—El momento de Raúl ya va a llegar. Alma me explicó los objetivos del encuentro.

Desde una ventana contemplan la vida en el jardín. Desde allí varios dedos se alzan acuciantes para caer sobre los relojes de pulsera. Tienen prisa.

—El asado espera y algunos quieren volver temprano a Buenos Aires. Hoy juega Boca contra Independiente. Yo únicamente tengo libros. Ni siquiera puedo ofrecerles una televisión. ¿Es su primer asado? Es algo más que una comida. Es un rito sofisticado y derivado de la voluntad del pionero, del gaucho, de sobrevivir comiendo toda la carne que podía. ¿Conoce los cortes de la carne argentina?

—Alguno. Érase una vez un restaurante argentino en Barcelona bastante bueno: La Estancia Vieja. Lo llevaban un tal Cañé y Marcelo Aparicio. Pero con los cortes aún me hago un lío. No paso del bife de chorizo y el asado de tira.

—Amigo, progrese. El bife de chorizo es un bisté de la costilla, cercana ya a la nalga. El bife de lomo es lo que ustedes llaman el solomillo, y el de costilla es la parte fina del lomo con hueso. Después está el vacío, muy sabroso, es la carne de la ijada y la entraña. Pero un buen asado debe tener chinchulines o intestinos delgados y mollejas, lo que nosotros llamamos las achuras y ustedes casquería o despojos. Las morcillas. Tenga. Le regalo un ejemplar de Manual del asador argentino de Raúl Murad.

—¿Para qué se lo das? Lo va a quemar.

—Los libros que sirven para algo no los quemo.

En el jardín ya empiezan a comer. Durante cuatro horas Carvalho tiene tiempo de observar la morosa dedicación de los comensales a saciarse de proteínas, el mismo entusiasmo en los adultos que en los niños, ni siquiera las mujeres disimulaban como en Europa su voracidad a la hora de comerse animales muertos. El encuentro le recuerda a Carvalho las comilonas populares al aire libre que en cada lugar de España requieren coartadas sagradas diferentes al servicio de la memoria de la relación entre el hambre y la abundancia. Importantes restos de carnes, empanadas y ensaladas sobre la mesa, varias botellas a medio vaciar.

—Un asado se mide por lo que sobra, no por lo que se come.

Le informa Alma cuando ya la locuacidad de sobremesa cruzaba las conversaciones:

—Decime, Font, ¿cómo van los locos de tu clínica basada en los principios de la antisiquiatría? —pregunta un hombrón con mostacho—. Últimamente me dijeron que aceptas hasta a esposas ricas de maridos pobres que quieren incapacitarlas para quedarse con su patrimonio.

—Sobre todo para quedarse sin su mujer —responde Font y Rius imperturbable y añade—: O tomátelo como un recurso revolucionario. Le quito los bienes a las ricas para dárselos a sus maridos si son pobres, o viceversa. ¿Vos no hacías lo mismo en el exilio falsificando tarjetas de crédito Visa Oro?

Barone informa a Carvalho que el hombrón había surtido a medio exilio argentino de electrodomésticos por el procedimiento de falsificar tarjetas de crédito de ricos del norte. Ríen la historia más los hombres que las mujeres y una de ellas se encara con Font y Rius.

—¿Tan machista sos que en tu clínica no aceptas a herederos ricos?

—Estadísticamente hablando, solamente acepto a una minoría, lo confieso.

—Lo decía para mandarte a mi marido.

La cucharilla de Alma repica sobre una copa.

—Ha sido hermoso volvernos a encontrar, de lo que se trata es de llegar hasta Raúl Tourón antes que los que lo persiguen. Algunos de ustedes ya saben que anda por acá. Tendríamos que unirnos para protegerlo.

Font y Rius permanece cabizbajo, Güelmes interesado pero distante, Silverstein observando las reacciones de todo el mundo. Rostros de jugadores de póquer en algunos. Otros emocionados mientras suena la voz de Alma.

—Todos saben que Raulito consiguió salir del infierno. Y muchos años después volvió de España. Nadie sabe qué busca, si a la hija desaparecida. A lo mejor lo que busca es rehacer su vida, como nosotros, pero por el momento se esconde. Se persigue él mismo y le persiguen algunos servicios de información que le robaron una de sus patentes y no quieren que la reclame. Sería muy complicado explicarlo ahora. Cualquiera de ustedes que sepa algo… Hay que encontrarlo antes que los hombres del Capitán.

Algunos rostros empiezan a traducir alarma. Los de Güelmes y Font y Rius tensión. Varias voces preguntan: ¿pero todavía actúa ese verdugo, ese hijo de una gran puta? Alma prosigue.

—Sí, todavía actúa. También hay otro perseguidor. Un policía del sector, vamos a llamarle, profesional, de los que creen en las leyes, en la democracia formal, en la separación de poderes.

—¡Dios ha muerto, Marx ha muerto, Montesquieu ha muerto, pero a los imbéciles no hay quien los mate! —grita Silverstein patéticamente.

—Lo ideal sería que su primo, este gallego… —continúa Alma señalando a Carvalho.

—¡El gallego enmascarado! ¡El gallego oculto! ¡El gallego esencial! —vuelve a interrumpir Silverstein.

—Es de confianza —remarca Alma—. Al menos para las personas en las que yo confío. Por favor. Si Raúl ha recurrido a ustedes, lo ideal, repito, sería que su primo se lo llevara a España.

Silverstein se sube a una mesa a costa de pisotear algunos restos de asado. Declama:

—Un hombre oculto podría estar en cualquier sitio. Pero no pensemos en los que vinimos, sino precisamente en los gloriosos ex combatientes de la inacabada, pendiente revolución peronista que no han venido. ¡Vamos a acordarnos de ellos!

Silverstein se sirve un poco más de asado de entre los restos próximos a los que estaba pisoteando. Carvalho bebe como si tuviera una extraña sed.

—¿Alguien se fijó en que no ha venido Honrubia? —dice Barone.

Algunos silban, otros se ríen.

—Ese está en plena luna de miel y desvalijando, esta vez sin metralleta, a la familia Brucker. Vos lo conociste bien, ¿no Girmenich?

Girmenich apenas si ha hablado, pero a su alrededor se ha producido durante todo el asado una mezcla de acercamiento y lejanía, como si cada uno de los presentes tuviera un expediente diferente con el más histórico de los montoneros.

—Conocernos en aquellos años no quiere decir conocernos realmente.

—¿Todavía sos católico, Girmenich?

—Todavía.

—Y crees en la Virgen María.

—Sí.

—¿Y en la lucha armada?

Es Barone quien le pregunta, tal vez tratando de llegar al choque dialéctico. Girmenich no le contesta a su última pregunta, pero sí una mujer pálida, de piel tan transparente que se le veían las venas.

—Si la ganamos sí. Creo en la lucha armada. Si la perdemos… Ellos nos la ganaron. Y de qué manera.

—¿Todavía no te reconciliaste, Celia? ¿Los matarías? —preguntó Barone.

—Con estas manos.

La noche empieza a sentirse segura de sí misma. Conduce Barone. A su lado Carvalho entre el sueño etílico y la escucha de lo que cuenta el conductor, pero ha tenido tiempo de pedir que le acompañara hasta un club nocturno llamado El Salto.

—Es un club de putas.

Barone se vuelve por si Alma había escuchado su comentario, pero la mujer dormita, también Silverstein permanece entre el sueño y el duermevela. Barone sigue obsesionado con Honrubia.

—La referencia a Honrubia no fue inocente. Fue un destacadísimo montonero que tenía la cabeza a precio porque entre otras hazañas secuestró a los hermanos Brucker, herederos de la más alta oligarquía. Después se exilió y estuvo en medio mundo, siempre radical, con el fierro a mano, dispuesto a realizar la revolución pendiente. —Se echó a reír—. ¡Honrubia era un tipo macanudo! Después vuelve, se pasa un tiempo en la cárcel para compensar el juicio de payasos contra Videla y los otros, sale. Menem le da un cargo importante, lo echan porque se llena los bolsillos demasiado rápidamente y de pronto se anuncia su boda con una señorita Brucker, una hermana de los que había secuestrado a la que le lleva veinte años. Y no solamente se casa con ella sino que consigue apartar a sus hermanos del negocio familiar y ya es casi el gerente absoluto.

Alma se ha despertado y se inclina hacia los dos hombres.

—Maneja despacito, Luis. Este es el país con más accidentes de tránsito de América.

—Tenemos otros récords: las más altas tasas de suicidios, de divorcios, de consumo de gaseosas y de desodorantes. No nos gusta oler bien, sino no oler. Le decía a tu amigo que Honrubia se situó muy bien. Demostró ser un buen negociador.

—La militancia nos hizo eficaces, trabajadores, cínicos, y el fracaso, pragmáticos. Por eso después triunfamos en los negocios. Bueno, los que se metieron en el mundo de los negocios.

Barone cabecea dubitativo.

—A pesar de todo tengo la sensación de que todos estamos instalados en la provisionalidad, como si viviéramos una tregua entre la derrota y la victoria.

—Entre dos derrotas.

—Sos demasiado pesimista, Alma. Un vía volverá el tiempo de las cerezas, como en la canción de Montand. Nada puede arreglarse desde un solo país, desde el exclusivo voluntarismo activista. Pero un día u otro habrá que montar una nueva Internacional Revolucionaria.

Carvalho asiente y Barone cree que le da la razón.

—¿Estás de acuerdo, gallego?

—Me preocupan algunos detalles.

—Por ejemplo.

—Es imposible, hoy día, montar una internacional sin fax.

—Hasta ahí lo sigo.

—¿Dónde instalamos el fax? Ya no se puede en Moscú, ni en La Habana, sería suicida instalarlo en Trípoli o en Teherán. ¿Dónde instalamos el fax, señor…?

—Barone.

El coche se detiene ante El Salto, en neón verdirrojo, como todos los rótulos de puticlubs de la galaxia.

—¿El asado te provocó deseos sexuales? —pregunta Alma.

—Los investigadores privados tenemos extraños compañeros de asado y de cama.

Carvalho saluda. Al salir da un golpe con la portezuela que despierta a Silverstein y se dirige hacia la boîte con las piernas aplomadas por el alcohol y las proteínas. En la puerta le llega el comentario de Silverstein con medio cuerpo fuera de la ventanilla.

—Quién lo iba a decir. El gallego tiene sexo.

El Salto es un puticlub como todos, con chicas de alterne, escasas luces, música estridente y el inevitable travestí brasileño que es la más guapa de todas.

—Me afeito tres veces al día —espeta el brasileño a don Vito cuando se siente desdeñado después de diversos intentos de pegar la hebra.

Don Vito permanece acodado en la barra, abrumado por el ruido y las luces, pero guiña el ojo a todas las chicas que hay a su alcance. Cuando Carvalho le pone la mano sobre el hombro se vuelve y le expresa su alivio.

—Dios me libre y me guarde. Ya era hora. Tengo las orejas llenas de esta mierda. Me voy a casa corriendo a ponerme tangos de Libertad Lamarque. Son los más sedantes. Voy a perderme el partido Boca-Independiente.

Carvalho contempla al personal femenino, sigue las miradas libidinosas de don Vito tratando de adivinarle los gustos.

—No parece pasarlo tan mal.

—La música tan fuerte provoca impotencia. Fijesé en aquel hombrón que está junto a los baños. Lo llaman el Guapo y es el que corta el bacalao y lo que haya que cortar aquí dentro. No tengo edad para tirarle de la lengua.

Don Vito se pone el sombrero, saluda a Carvalho dándose un suave toquecito en el ala y se va, pero camino de la puerta se inclina ante la cigarrera en topless y le dice:

—Si me das las bombachas que llevas puestas te compro media docena.

No da tiempo a que reaccione la muchacha y sigue su camino hasta la calle. Ante un whisky con hielo Carvalho ve de refilón cómo el Guapo se acerca al cajero y le comenta algo.

—¿Y qué querés hacer: meterte para dentro para ver si se pincha? No la armes —le aconseja el cajero.

El Guapo parece difícil de contener. Es igualito que Gabriela Sabatini. Carvalho le aborda.

—¿Mucha drogata?

El Guapo va a contestar chulescamente pero nota en la mano un billete de cincuenta dólares que le ha dejado Carvalho fingiendo que iba a estrechársela.

—¿Detective privado? Cana no sos porque la cana no paga.

—Sociólogo —aclara Carvalho.

Queda el Guapo desconcertado y Carvalho se aprovecha de la sorpresa.

—¿Qué sabe de la topless asesinada?

—Ya dije lo que la policía quería que dijese. La chica tenía nombre. Se llamaba Carmen Lavalle.

—¿Pascuali es el que lleva la investigación?

—¿Lo conoce?

—El inspector Pascuali y yo somos como hermanos. Ya sé que usted le dijo que se trajinaba a la topless.

—No hay chica por acá que no haya pasado por mí —contesta orgulloso el Guapo—. Pero yo no soy un buitre. Tengo mi ética. Aunque me la cogiera de vez en cuando, sabía que esa chica era diferente. No lo hacía por gusto. Cumplía y eso era todo.

Carvalho estudia al chulo tratando de controlarlo a distancia pero él no le cede tiempo de reposo.

—Estudiaba latín.

—¿Latín?

—Latín.

Carvalho le pone otro billete de cincuenta dólares en la mano.

—Seguro que usted sabe la dirección del profesor de latín. Por cierto, ¿no será usted hermano de Gabriela Sabatini? Se le parece mucho.

El Guapo le escribe la dirección sobre una servilleta de papel y Carvalho confirma que el movimiento se demuestra huyendo, al menos del puti club. En un barrio venido a menos, y en una escalera en la que no hay ni portero automático ni portero humano, Carvalho busca el nombre de alguien entre los titulares de los buzones. No lo encuentra. Tres apartamentos no ofrecen el nombre del propietario en el indicador. Mira escaleras arriba. Baja una mujer difícilmente, como si le dolieran los pies, y lleva un viejo aparato de radio metido en una cesta.

—¿Quiere que la ayude? ¿Le duele a usted algo?

—Tengo demasiado cuerpo para tan poco pie.

—El pie pequeño es síntoma de la delicadeza de espíritu.

La mujer está muy contenta de sus pies, se los mira.

—Usted quizá pueda decirme en qué piso de esta escalera hay un profesor de latín.

La mujer arruga la nariz. Contempla a Carvalho todavía con aprecio, pero en sus ojos se ha instalado el disgusto.

—En la escalera lo llaman la peste. Parece que está peleado con el jabón y por si eso fuera poco está rodeado de gatos. De su departamento sale un olor asqueroso.

—Dios mío. Cómo es posible. Un sabio. Un latinista.

—¿Un lati qué?

—Un latinista. Una eminencia en el habla de los antiguos romanos.

—Espero que hablaran mejor que los de ahora. Mi marido es hijo de italianos, de Roma, y le salen alacranes por la boca. El profesor vive en el tercero segunda. Si toma el ascensor tenga cuidado, no vaya a caerse por el agujero que tiene casi en el medio.

La mujer le da la espalda en un avance quejumbroso. Carvalho sube la escalera cuidadosamente, sin otra iluminación que la filtrada por los ventanucos que comunican con el patio interior. Llega ante la puerta y pulsa el timbre frunciendo la nariz. La peste es espantosa y del interior le llegan maullidos desesperados. Nadie responde. Prueba a abrir con la tarjeta de crédito. Es una cerradura demasiado antigua y necesita ensayar con varias ganzúas hasta que la puerta se despega más que se abre. Un pasillo por el que avanza contra él una manada de gatos. Algunos salen a la escalera, otros se frotan contra los pantalones de Carvalho. El pasillo es breve. Las habitaciones a él abiertas compiten en suciedad y desorden. Desemboca en una cocina-comedor, cacharros en la fregadera con restos viejos de comida no identificable. Toda la vajilla de tercera mano o de tercera vida. Abollada. No muy limpia. Una mesita-comedor con hule. Estanterías en todas partes con libros viejísimos. Estanterías incluso en la cocina, con los libros ahumados y grasientos. Carvalho abre la ventana para respirar. Luego se vuelve convocado por un olor dominante. Avanza hacia una puerta entreabierta. El cadáver del profesor está sobre la cama, con los brazos y las piernas en aspa. Ya no le queda sangre, convertida en una película seca sobre la manta y el suelo. Un gato sigue a su lado lamiendo la sangre seca. Amarillo en vida, más amarilleado por la muerte y la sangría, la cara ha empezado a macerarse. Carvalho abandona la contemplación del muerto y se entrega al examen de los cajones de su despacho. Una confusión de papeles y objetos, incluso medio bocadillo enmohecido, un cuaderno sobre el que se había escrito con letra morosa: relación de alumnos. Carvalho se mete el cuaderno debajo de la camisa y sigue su inspección. Libros, fotografías antiguas de gente probablemente muerta o ya viejísima, pero Carvalho tiene que volver la cabeza cuando oye una voz a sus espaldas.

—Siempre busca lo mismo que yo.

La voz de Pascuali. Carvalho se vuelve aparentemente tranquilo.

—Esta vez he sido tan amable que le he abierto la puerta.

Una hora después el piso se ha convertido en un lugar de reunión de la mitad de los policías de Buenos Aires. Carvalho arruga la nariz y se encara con Pascuali y su media mitad, Vladimiro.

—Prefiero que hablemos fuera, si no le importa. Este olor nos va a impregnar durante semanas.

Pascuali también se defiende del hedor con la nariz arrugada y los dos de acuerdo seleccionan un bar con carácter, con jugadores de billar al fondo, la inevitable madera en los revestimientos, y señores que parecían de cualquier período de entreguerras, pulcros, lustrosos y bien vestidos que comerciaban o parecían comerciar. Pascuali pide un batido y Carvalho un oporto.

—¿Pueden beber batidos en horas de servicio?

—No se relaje, gallego. No se tome confianzas. Lo quería ver lejos de Buenos Aires y resulta que abrió una oficina de detectives.

—Me limito a ayudar a mi jefe, Vito Altofini.

—Otro chanta. Un manguero que tiene de detective privado lo que yo de bailarín clásico. ¿Ya no busca a su primo?

—Se ha escondido muy bien. ¿Sabe usted si el Capitán aún le busca?

Pascuali se inclina amenazadoramente ante Carvalho.

—Yo soy un funcionario público. No creo en los detectives privados como usted. Ni en los servicios paralelos como los del Capitán.

—Lo tiene mal en este mundo, en este siglo. En el futuro, toda la policía será privada y todos los Estados mafiosos, llenos de servicios paralelos, fontaneros de mierda, especialistas en cloacas.

—¿Quién lo metió en el caso del topless y su profesor de latín? ¿El novio de ella? ¿Ese otro fugitivo? Un cheto de buena familia que debe de estar escondido bajo las polleras de alguna tía solterona de su mamá.

—¿Por qué estudiaba latín una topless?

—A lo mejor quería hacerse monja.

—La respuesta no está a la altura de su clase, señor Pascuali.

Pascuali parece que se le va a echar encima, pero recupera bruscamente la serenidad.

—Pasemos al otro hombre oculto, su primo. No tan oculto. ¿Le interesa Alma?

—¿En qué sentido?

—Un hombre, una mujer.

—Tengo novia fija, en España.

—¿También detective privado?

—No. Era puta, puta de esas de teléfono. Pero luego le entró la depre, se quedaba sin clientes por lo del sida. Envejecían los amantes fijos, yo mismo ya no era el que fui. Se fue. También la busco. Buscar personas es el signo de mi vida.

—No me extraña nada que su novia fuera puta. Pero Alma tampoco es trigo limpio. Visita con frecuencia su casa, cena con usted, van a escuchar tangos y a Silverstein y después recibe a su cuñado, a Raúl Tourón. Pasan la noche juntos.

—¿Completaba usted el triángulo?

—Tengo una fuente de información segura.

—¿Y cómo dejó que se le escapara? No hay nada tan indefenso como un hombre en pelotas y en la cama.

Pascuali no puede contenerse y lanza un puñetazo por encima de la mesa que da en plena nariz de Carvalho. Mira luego a derecha e izquierda por si alguien le ha visto.

—El puñetazo se lo dio el hombre, no el policía.

Carvalho le devuelve el puñetazo, que se estampa contra la nariz del policía. Pascuali se la toca. Mana sangre, como de la de su oponente.

—¿Sabe que lo puedo encañar diez años por lo que hizo?

—El puñetazo se lo he devuelto al hombre, no al policía.

Pero Pascuali le había dado más plenamente y desde esa satisfacción deja que el detective se marche. Le duele la nariz y el alma, a través de los conductos secretos que unen las narices con las almas. Ya en casa los dedos se le mueven sobre el dial del teléfono; sin control convocan el número de su despacho en las Ramblas.

—¿Biscuter? Sí soy yo. ¿Todo va bien? ¿Recibiste el dinero de mi tío? Dile que todo va bien, que mi primo está a tiro, pero que, en fin, complicaciones técnicas. Que Raúl está bien de salud. Pues he cenado… unos calamares en su tinta. Sí, en Buenos Aires hay calamares y argentinos deprimidos, sí, sigue lleno de argentinos deprimidos y policías paranoicos. Siquiatras, también. No se han exiliado todos a Barcelona. ¿Charo ha llamado? ¿No ha dicho esta boca es mía? ¿Qué te has hecho para cenar? ¡Una tortilla de fredolics! Charo, no ha llamado, ya. ¿Barcelona qué tal? ¿Y las Ramblas?

Carvalho, empequeñecido, agarra el teléfono como si de pronto todo su entorno se hubiera agrandado, en medio de una inabarcable sensación de soledad y de la abarcable impresión de que Pascuali le había roto la nariz.

La casa estilo nostálgico inglés emergía de un césped impecable, mobiliario de jardín del Edén, una barbacoa sin duda producto de un diseño no por debajo de Foster, comensales que visten con elegancia gauchesca como si posaran de gauchos Giorgio Armani para un asado libre en la naturaleza libre, contrarrestado los aromas de la carne carbonizada con dosis equidistantes de Must de Cartier las gauchas y Opium los gauchos. Carvalho desciende por el talud de césped y se aproxima a los bebedores de aperitivos y desganados degustadores de canapés servidos por camareros disfrazados de camareros gauchos ricos, mientras esperan el asado.

—Nos descubren a nosotros o a cualquiera de nuestros hijos con cien gramos de cocaína y salimos en la televisión como criminales. Descubren al Pelusa ciego de coca y lo convierten en un mártir nacional. Ésa es la demagogia peronista. ¿No le parece a usted? —escucha Carvalho de los labios de una rubia dama bien conservada arengando a dos atentos caballeros, uno de ellos el Capitán, que viste también de asado de lujo.

El Capitán contesta cortésmente:

—La política siempre es demagogia.

—Usted que fue un hombre de armas y uno de los más inteligentes defensores del Estado.

Le habla un senador que parece haberlo sido desde que nació.

—¿Fue? ¿Quién dice que no siga siéndolo? Quien tuvo retuvo —objeta la dama.

—Son ustedes muy amables.

—Bueno, usted, que es un hombre de acción, y al mismo tiempo desde los servicios de información, sabe más que nadie qué quiere decir hacer política. ¿Se puede hacer política sin caer en la demagogia? —pregunta el probable senador.

—Si le digo que no, me expedientan.

Ríen, el Capitán saluda y pasa junto a Carvalho, que le da la espalda, y marcha en dirección contraria, como si fuera al encuentro de un ricacho disfrazado de mariscal del ejército de Rosas, orador ante un grupo variado y rumiante de canapés.

—Los radicales siempre han robado con la mano izquierda, pero los peronistas con las cuatro manos.

—¿Cuatro manos, Brucker? —pregunta un interlocutor.

—Che. ¿No comprendes que son primates? ¿Que acaban de bajarse del árbol?

—¿Se lo decís a tu yerno, que fue más peronista que Perón?

—Pero fue a los mejores colegios y es de una excelente familia —contesta Brucker.

—¿Busca usted a alguien? —pregunta un criado a Carvalho rompiendo su estatuto de escucha invisible.

El criado disuasorio, respaldado por otros dos criados disuasorios, interrumpe el camino de Carvalho, ante la curiosidad de un par de corrillos que se aprestan a contemplar la escena.

—No queremos periodistas ni mirones.

—Repito que el señor Honrubia me ha citado.

—Aquí hay un tal… —El criado consulta a través de un walkie-talkie.

Carvalho le tiende la tarjeta, donde dice «Altofini y Carvalho. Detectives Asociados».

—Un tal Altofini-Carvalho.

Recibe órdenes benévolas y cachea a Carvalho.

—Siga esa vereda hasta llegar al lago, el señor Honrubia lo está esperando en el embarcadero.

El Capitán contempla lo sucedido a distancia. No pierde de vista la marcha de Carvalho por la vereda hacia el estanque y el embarcadero. Un hombre corpulento está sentado sobre la pasarela y contempla las aguas como si le tentaran blandamente a un suicidio blando o como si ocultaran a un ahogado que sólo él ve. A medida que se acerca Carvalho aumenta el corpachón del hombre y su cara de perro triste.

—¿El señor Honrubia?

Honrubia estudia a Carvalho. La melancolía se vuelve recelo.

—¿No le gustan los asados? Lo veo muy solitario.

—¿Es usted de la revista Gourmet?

Carvalho le tiende la tarjeta.

—Ya me habló Alma. ¿Cómo está Alma?

—El otro día fuimos a un asado con Girmenich, Silverstein, Güelmes, a casa de los Baroja.

—Qué colección de dinosaurios. ¿Sabe usted por qué se extinguió el dinosaurio? Es un chiste. Un chiste ruso. ¿No lo sabe? El dinosaurio se extinguió porque era un dinosaurio.

—Los dinosaurios recordaron aquellos tiempos en que usaban el «fierro» y la goma dos, hablaron mucho de usted.

—Mal. Seguro. Yo soy el traidor que se casó con una señorita de la oligarquía contra la que luchábamos.

—Me pareció que era usted profundamente envidiado. Se ha casado con la hermana de una persona que usted secuestró cuando era montonero y está a punto de que le nombren administrador general de las empresas de su suegro.

El corpachón se alza. Un brazo se mueve hacia Carvalho. Puede ser amenazador, juega a serlo, pero finalmente se posa sobre los hombros del recién conocido y le invita a caminar en dirección a la fiesta.

—He sido guerrillero, exiliado, muerto de hambre en el exilio, atracador, alto funcionario corrupto, cesado y ahora soy un oligarca. Pero soy fiel a aquellos versos de Pavese: «El hombre que ha estado en la cárcel vuelve a la cárcel cada vez que muerde un pedazo de pan».

Está casi emocionado, se pasa una mano por los ojos y señala a los que esperan el asado.

—Fijesé. Todos posan para la revista Caras. Si no existiera la revista Caras, esta gente no existiría. Parecen monos y hablan como monos desclasados. El que fue montonero lo sigue siendo en el fondo de su corazón, toda la vida. El que luchó a favor de la Historia nunca pierde esa identidad.

—Güelmes dice lo contrario.

—Ése nunca fue montonero. Ese es un mierda.

Una muchacha joven y controladamente atractiva corre hacia ellos.

—Antes de que llegue mi mujer, ¿qué quiere usted de mí?

—Busco a Raúl, a Raúl Tourón.

Ya no hay melancolía en la cara de Honrubia. Simplemente recelo. La muchacha se cuelga cariñosamente del brazo del hombretón y los tres se aproximan al escenario del asado. Llegan en plena elucubración filosófica de Brucker y sus invitados.

—El asado sigue siendo cosa de criados. Una cosa es la estrategia y otra la realización.

—En cambio a mí me encanta ponerme los guantes de amianto y asar, asar, asar.

El señor Brucker proclama:

—¡Los corderos los controlo yo! ¡Nadie les da el toque que yo consigo!

Algunos invitados asienten, complacientes.

—¡Nadie asa los corderos como papá! —exclama la mujer de Honrubia, y el marido corrobora, otra vez con la cara de perro triste. Carvalho, Honrubia y su mujer siguen a los invitados al lugar donde se asaban los corderos. Cinco cristos, en cruz de aspa, como crucificados ante las brasas.

Agnus Dei tolis pecata mundi! —reza Honrubia.

—¡Hasta sabes latín! ¿Qué dijiste? —pregunta su mujer entusiasmada.

—¡Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo! —salmodia Honrubia con rostro de profeta bíblico.

Ora pro nobis —secunda Carvalho.

Atardece especialmente para Honrubia y Carvalho sentados en el salón-biblioteca, en sillones de una confortabilidad riquísima, de los mejores cueros de las mejores vacas. En la chimenea arden los mejores leños de los mejores bosques de Misiones o Bariloche. En cambio Honrubia bebe un llenísimo vaso de whisky malo. Carvalho también.

—¿Qué le hace pensar que yo pude haber escondido a Raúl?

—Ustedes son dueños de media Argentina.

—Exactamente de un cero, coma, cero, nueve de Argentina.

—No está mal, teniendo en cuenta lo que les toca a los demás argentinos.

—Algún día estas casas arderán y todo este mundo se caerá. La revolución es inevitable. El mundo no puede seguir dividido entre una minoría de gentuza como nosotros y millones de muertos de hambre.

—Mientras tanto…

—Mientras tanto —interrumpe Honrubia—, yo pensaba que este whisky era excelente hasta que usted me ha dicho que no. Usted es de los pocos que saben apreciar un buen malta, por lo que veo, y éste no lo es.

—Ni siquiera es un malta.

—¿Es usted subversivo?

—Lo fui. Ahora me limito a beber y fumar todo lo que puedo, y de vez en cuando quemo libros.

Honrubia le señala toda la biblioteca.

—Queme lo que quiera. Son de mi suegro o de su padre o de su abuelo. ¡Qué importa! Nunca leyeron nada.

—¿De verdad puedo?

El propio Honrubia predica con el ejemplo. Se pone de pie, coge un libro evidentemente caro y lo tira a la chimenea. Carvalho le imita y Honrubia continúa la cadena incendiaria. Al rato, una humareda de incineradora de media cultura occidental sale por la chimenea de la biblioteca. Varios criados guiados por el señor Brucker e invitados residuales penetran en la habitación. Se la encuentran vacía, pero algunos libros arden en el hogar todavía.

—Menos mal. Solamente son libros —dice Brucker.

La primera sonrisa que recoge es la del Capitán.

Carvalho sigue mientras tanto a Honrubia por las escaleras que conducen al sótano-bodega, donde le conmueve una espectacular colección de botellas.

—Hay botellas de Burdeos de 1899. Para mirarlas, no para tomarlas.

Honrubia busca una portezuela y sale al jardín. Un caminillo conduce a un viejo, pequeño palacete belvedere.

—Mi estudio. Un lugar sagrado.

Caminan hacia él y nada más traspasar el dintel Carvalho cree haber accedido a otra dimensión. En las paredes, pósters revolucionarios (Evita, el Che, Castro), libros, pasquines y armas en una vitrina. Honrubia ordena a Carvalho que se siente y él desaparece por una puerta. Carvalho dedica una cierta ironía a la escenografía. También hay un telescopio para contemplar las estrellas por una cúpula de cristal que se abre en el techo en el momento en que Carvalho se acerca al aparato. El cielo estrellado. Un ruido a sus espaldas. Carvalho se vuelve. Honrubia y Raúl le están mirando.

—Diez minutos —advierte Honrubia antes de retirarse.

Raúl permanece de pie, Carvalho sentado. No hablan durante segundos.

—¿Cómo está mi padre?

—Sobrevive porque te espera.

—Es una cuestión patrimonial. El viejo tiene miedo de que mi tía y mis primas le chupen la sangre. Yo también le chupé la sangre toda la vida. Conseguí llegar a lo que fui gracias a él y lo perdí todo sin contar con él. Ahora ya es tarde.

—Todo sería más fácil si volvieras a España conmigo.

—Todo sigue siendo difícil. Descubrí que soy argentino. En España me sentía como un sudaca, ¿no nos llaman así? Aquí, en algún lugar, está mi hija. A Alma ya renuncié. Aquí está mi pasado, mi nostalgia. En España no tenía futuro y había perdido el pasado.

—No sólo te busco yo. El Capitán. Pascuali. Con Pascuali puedo pactar que te deje salir del país.

—Me bastaría sólo con una cosa: que me dejara vivir aquí, no salir. La búsqueda que más me preocupa es la tuya. Vos sos el que más miedo me das. Sos un salvador. Me querés salvar de mí mismo.

—Soy un profesional. Cobro por devolverte a España.

—Busco a mi hija. Estoy en el buen camino.

Raúl lo estudia para finalmente decir:

—Dentro de dos semanas se celebra un asado familiar.

—¿Otro asado?

—Todos los asados son iguales y a la vez diferentes. En casa de un tío segundo mío, en Villa Flores. Un primo de mi padre. Ahí no me encontrarás a mí. Pero tendrás mi respuesta definitiva. Tampoco me encontrarías aquí. No puedo seguir por más tiempo aquí; por lo tanto no te empeñes en volver. —Le tiende un papel—. Es el lugar para la cita definitiva o para la despedida definitiva.

Carvalho se aleja de la casa de Brucker dentro del Mercedes más lujoso de todos los Mercedes. Un chófer uniformado aprieta un mando a distancia y la potente puerta de hierro forjado de la residencia Brucker se despliega abriéndoles el horizonte. Ya fuera del jardín del Edén, el chófer pregunta:

—¿Le gustó el asado, señor?

—Excelente.

—Cada asado es diferente. Yo lo hago en el patio de vecinos, todavía vivo en uno de los conventillos que quedan, siempre que tengo libres los domingos. Es lo que más me tranquiliza, es sedante, te devuelve a la verdad de la vida: matar, comer.

Carvalho contempla el cogote del chófer con curiosidad.

—¿Usted también fue guerrillero?

—Muy de la base, sí, señor. Yo estudiaba en una academia de mala muerte de Barracas y fue ahí donde me reclutó el señor Honrubia. Ha metido a muchos viejos compañeros a trabajar aquí.

—Preparando la revolución pendiente —dice para sí Carvalho—. Los Brucker no saben lo que les espera.

Varias motocicletas merodean en torno a los muros de la casa. Finalmente se concentran ante una de las entradas. Bajan los conductores sin perder el casco, ni la máscara. Los dos guardianes encargados de proteger aquella puerta no los hostigan. Uno de ellos incluso la abre después de pulsar una clave de alarma.

—La desconexión cubre únicamente la zona que rodea el estudio del señor Honrubia —comunica el guardián.

Los motoristas asienten. Se distribuyen en torno al palacete de Honrubia, del que se filtran rayas de luces interiores. Uno de ellos mira por la ventana. Honrubia parece leer mientras los leños arden en la chimenea. También canta. Los motoristas rodean la casa. Mientras uno da una patada a la puerta otro se introduce en la estancia lanzándose contra la cristalera. En décimas de segundos los seis están encañonando a Honrubia, que sigue sin perder su cara de perro triste, aunque en los ojos se adivina un resto de inquietud. Dos de los invasores se meten en la otra dependencia y envían una señal afirmativa. Uno de los que encañonan a Honrubia le sigue. El cuarto de baño parece cohibir a los asaltantes, pero superan el síndrome de intrusos al ver corrido el bidé, y bajo él aparece lo que en principio podría ser un zulo. Las ametralladoras apuntan hacia el agujero. El bidé termina de girar, la boca del zulo se agranda. Una potente linterna revela todas sus vacías dimensiones. De regreso al salón el comando, una voz neutra ordena a Honrubia:

—Siga donde está durante un cuarto de hora. Sin moverse. Ni siquiera se asome a la ventana.

De retirada, el comando recupera la puerta donde aguardan los guardas jurados que les habían facilitado las cosas. Dos de los motoristas sacan una botella de las profundidades de sus monos de cuero, un pañuelo; las narices de los guardianes se adelantan a la espera de la sumisa cloroformización. Ya en el suelo las cabezas de los guardianes reciben culatazos, recuperan los asaltantes las motos y llegan hasta un coche oculto en el bosque. Al volante el hombre gordo. Uno de los motoristas se quita el casco y las gafas que ocultaban su cara. Es el Capitán.

—Ese guerrillero oligarca de mierda se ha librado de su compinche.

—¿Le apretó las tuercas? —pregunta el gordo.

—A veces pareces imbécil —dice el Capitán dejándose caer en el asiento trasero—. Es un Brucker postizo, pero un Brucker.

Carvalho tiene abierto sobre la mesa el cuaderno que se ha llevado del apartamento del profesor de latín. La escritura cuidada de la portada prosigue en el interior al servicio de anotaciones maniqueas sobre alumnos: los que pagan y los que deben. Los ojos de Carvalho unifican el grupo: Juan Miñana, funcionario de correos; Mudarra Aoíz, estudiante repetidor; Carmen Lavalle, bailarina y estudiante de filología clásica; Enzo Pasticchio, profesor.

—Por lo que pagaban, si no lo matan se hubiera muerto de hambre.

—Estos jubilados tienen una resistencia increíble —comenta don Vito sentado frente a Carvalho.

—Si usted los vio en la manifestación de delante del Congreso, algunos parecen esqueletos y lo son porque se alimentan casi de huesos. Otros son hermosos viejos bronceados por el sol de las manifestaciones, que broncea mucho. Algunos van con el tórax al aire presumiendo de la musculatura épica del trabajo. Pero la mayoría son supervivientes. Yo compro a veces en las carnicerías de mi barrio desde que me dejó mi quinta esposa y ahí ves a los viejitos: señora, póngame doscientos gramos de carne de tercera, es para el perrito. ¿Comprende, don Pepe?

—Dividamos a la gente. Carmen Lavalle ha muerto. Usted a por Mudarra Aoíz y Enzo Pasticchio, yo Juan Miñana.

—Dos a uno.

—Yo sigo teniendo a mi primo. O mi primo me tiene a mí. A veces pienso que es él quien me está vigilando.

Como Alma acaba de entrar en el despacho, don Vito la suma al inventario.

—Y a su prima. Aquí tiene a su prima.

Carvalho contempla a Alma con una especial sorna que consigue sorprenderla, antes de pasar a desafiarle con la mirada. Don Vito capta el duelo.

—Este. Ya me iba. Estamos trabajando hasta aquí.

Se justifica ante Alma, la saluda mediante una ligera reverencia que ella secunda. Carvalho se dirige a la mujer y le muestra la silla de los clientes.

—Siéntese, por favor.

—¿Vamos a jugar al detective y a la cliente?

—Vamos a jugar.

Alma se sienta, cruza las piernas, contempla a Carvalho como a un objeto sexual y sentimental.

—¿Viene usted a encargarme que encuentre a su marido, perdón a su cuñado?

—Ese es su problema.

—Tal vez empiece a ser el suyo después de la estupenda noche de amor que pasaron en su apartamento la otra noche. Toda la noche.

Alma se levanta indignada.

—¿Me estabas espiando?

—Yo no. Pascuali sí, y Raúl se libró por los pelos de ser detenido.

—¿Y qué hay si estuvo en casa? ¿Tenía la obligación de decírtelo?

—Estuvo en tu casa la noche anterior al asado aquel de los cojones con los ex combatientes y tú cínicamente pediste ayuda para encontrarlo: «Hay que llegar hasta él antes que el Capitán».

—No trates de imitar mi voz. Yo no hablo como un maricón.

—Y me convenciste cuando afirmaste: «Lo ideal, repito, es que su primo se lo lleve a España».

—¿Por qué te burlás? Lo ideal sería que te lo llevaras a España y vos te fueras con él. Cuanto antes.

Coge lo primero que encuentra sobre la mesa, un liviano dossier, y se lo tira a Carvalho. Se marcha, pero cuando él corre y la alcanza en la escalera, se deja atrapar.

—Fue tan triste. Fue como el final de una historia de veinte años que nunca existió. Le dije que lo mejor para los dos era que se fuera con vos.

—Para que me vaya yo también.

Ella sonríe algo desalentada.

—Raúl no sé si se irá, pero vos, gallego, un día u otro te vas a ir, con Biscuter, con Charo, a tus Ramblas. Tenés cara de hombre que tiene miedo de no poder volver a casa.

Carvalho parece incluso conmovido.

—Nunca he vuelto a casa. Y lo malo es que no recuerdo el momento en que me marché, ni de qué casa.

Alma le abraza intentando transmitir un abrazo cómplice.

—Desde cuándo. ¿Desde que eras chico? ¿Así? —Y calcula una estatura infantil de Carvalho.

—Te invito a cenar en un boliche sin luz y malísimo que queda a dos cuadras —dice Carvalho recuperando la entereza.

—Me lo pedía el cuerpo.

Carvalho se abre paso entre sacas, furgonetas, carteros, capataces, hacia la oficina del jefe de personal.

—¿Juan Miñana? Ya no trabaja aquí. Era novelista en sus horas libres. Ganó un premio literario importante y se fue a Europa. Tenía un tío en Europa. Antes esto estaba lleno de europeos y ahora todo el mundo quiere irse a Europa.

—¿Le conocía usted bien?

—Fue como un hijo para mí. Yo lo estimulé para que siguiera escribiendo, estudiando. ¿Qué es preferible: ser cartero o escritor?

—Lo de cartero es más seguro y, además, ¿qué sería de los escritores sin los carteros?

No le da tiempo para instalarse en el desconcierto.

—¿Sabe usted que estudiaba latín? ¿No le parece extraño?

—Se nota que usted no es escritor —dice el funcionario, que ya sumaba dos desconciertos—. ¿Qué iba a estudiar? ¿Quechua? Lo único que nos aportó el quechua es la palabra chinchulines. ¿Para qué es necesario el latín? ¿Usted cree que se puede escribir bien en español sin saber latín?

—¿Usted sabe latín?

—¿Si yo supiera latín cree que estaría aquí?

Carvalho no quiere molestarse en considerar el considerando del malhumorado padrino intelectual de Miñana y se va a la cita con don Vito, en el mismo escenario del primer encuentro.

—Es más seguro hablar aquí que en casa. Sospecho que está llena de micrófonos —dice Carvalho.

—Los ponen sólo por joder. Por pura morbosidad anticonstitucional. Los necesiten o no los necesiten.

—Balance —apremia Carvalho.

—Pero bueno, ¿por qué me agrede? A veces me parece usted más alemán que gallego. Va directo a las cosas. Hay que darle un poco la vueltita a las cosas, compadre —dice don Vito fingiendo bailar consigo mismo.

—Balance.

Don Vito se resigna.

—La topless muerta, el cartero novelista en Europa. Enzo Pasticchio es un profesor de latín de enseñanza media que trata de ganar un concurso para meterse en la universidad, y el chico Mudarra, eso, un chico, un chico extraño, hijo de viuda inválida, pasea todas las noches a su perro, Canelo se llama el perro; él, Mudarra, es una mezcla de nobleza y sordidez, rubio, elegantes gestos, pero se hurga la nariz sin respetar la presencia de extraños.

Se interrumpe ante el gesto de asco de Carvalho.

—No puedo soportar a la gente que se hurga la nariz en público.

—El profesor de enseñanza media es un todo terreno. Da clases en el instituto, en dos mil academias, y tiene la obsesión de la universidad. Se quedó calvo de tanto utilizar la cabeza para conseguir tan poca cosa. Nada notable pero…

—¿Pero?

—Mudarra me contó la causa de que hace algunas semanas abandonara las clases del profesor. Carmen Lavalle y el señor latinista estaban solos en su oficina. Profesor inclinado sobre Carmen, con las manos en los hombros mientras ella se concentraba en la lectura del libro que estaba sobre la mesa. Sospecho que el profesor la aconsejaba mientras sus ojos se descolgaban por el escote en busca de los valles perdidos entre los senos: lea más espaciadamente, recreándose en la emoción de Catulo. Bebamus mea Lesbia atque amemus

—¿De dónde ha sacado usted esos versos?

Pero don Vito no quiere interrupciones y prosigue su monólogo:

—Carmen leyó el poema amoroso de Catulo y las manos del profesor pasaron a ser acariciantes. Carmen dejó de leer, se dio vuelta y en su cara había una expresión divertida. ¿Qué le pasa, profesor? ¡Los viejos también tenemos corazón!, contestó el latinista con expresión de lástima. ¿Se refiere usted al sexo?

—Don Vito, ¿está improvisando?

—Estoy ofreciéndole una situación en tres dimensiones y a dos voces. El anciano latinista opone: ¿por qué no? También tenemos sexo. Muy mal alimentado pero tenemos sexo. Carmen cierra el libro, se levanta, pone sus manos sobre los hombros del profesor avergonzado, con la cabeza gacha. Le alza la calavera con una mano. Carmen le besa la frente. Luego le da un beso apasionado sobre los labios. Cuando los rostros se separan el profesor parece confuso, casi aturdido. Carmen, entre risueña y divertida. En la puerta se enmarcan Pasticchio y Mudaría, que acaban de entrar y han presenciado asombrados el final de la escena. Entre alarmados y conmocionados. ¿Comprende? —pregunta don Vito, pero continúa, sin esperar respuesta—: Pasticchio es un hombre de principios, tiene seis hijos, ha sido seminarista, está en contra de los condones. Ni qué decir tiene que todos los hijos son de la misma mujer.

—¿Y Mudarra?

—No tiene músculo. Es como un muchacho sin músculo —dice despectivamente llevándose la mano a la bragueta.

Hace años que nadie ha extirpado las hierbas bordes, ni podado los árboles, ni mediado en el duelo entre ratas y gatos salvajes, pero la línea del cielo de la casa, más francesa que inglesa, sigue siendo hermosa, despegada del programa de vida que alguna vez albergó. Escalones de mármol hasta la puerta de madera repujada con llamador de bronce turbio que no es preciso utilizar porque la puerta se abre en cuanto Raúl apoya la punta de los dedos sobre ella y del amplio zaguán salen puertas y una escalera de mármol rosa iniciada en una estatua de ángel acogedor. Se filtra música por una de las puertas y hacia ella va Raúl, la abre y una llama sale en estampida perseguida por los gritos de un loro que se balancea en un trapecio.

—¡Me gustan las locas! ¡Me gustan las locas! ¡Me gustan las locas! —insiste el loro que sobrevuela la estancia llena de almohadones policrómicos distribuidos sobre el suelo y se posa sobre el hombro de un negro.

A su lado semiyace un hombre disfrazado de explorador fin de siglo XVII al menos, aunque Raúl se confiesa incapaz de adivinarle el siglo. También el negro viste como un negro fantasía de grabado romántico y es cariñoso el pase de su mano por la cabellera canosa y lacia del hombre blanco.

—¿Qué fue lo que lo asustó, el loro o la llama?

—Vengo de parte del señor Honrubia.

Se ríe el explorador y comenta con el negro:

—Si viene de parte de Honrubia, habría que registrarlo, no sea que vaya armado.

Raúl separa las piernas, alza los brazos, inclina la cabeza sobre el pecho resignado.

—No lo registres, Viernes. A este hombre lo registraron demasiado a lo largo de su vida. ¿No se lo notás?

El negro tampoco se había movido y ahora contempla al intruso divertido mientras el explorador especula.

—Si usted es un amigo de Honrubia que no merece ser registrado, eso quiere decir que usted fue uno de los perdedores de la guerra sucia. Solamente los perdedores de la guerra sucia nunca merecerán lar registrados. ¿No es cierto, Viernes?

—Sí, mister Crusoe.

Es decir, aquéllos están jugando a Robinsón Crusoe, la isla desierta, el fiel criado Viernes. Reprime Raúl las ganas de irse por donde ha venido, adivina que le someten a un juego y que el explorador espera la reacción del abandono. Pide permiso para sentarse sobre los almohadones y el gesto que le autoriza es tan generoso que le incita a considerar todo el ámbito como propio.

—En esta casa no rigen los principios de la propiedad privada. ¿Quiere un vaso de leche de llama? ¿Agua fresca? ¿Un faso de marihuana? Aquí no tomará ni Coca-Cola, ni Seven Up. Solamente queremos bebidas sanas y antiimperialistas.

Dice Raúl que también es abstemio de bebidas sanas y antiimperialistas, pero expresa cierta curiosidad por beber leche de llama.

—Ya me imaginaba que iba a pedir lo imposible. Nuestra llama acaba de escaparse y es muy difícil agarrarla, por lo menos no antes de que llegue la hora de darle el pienso. Bueno, tiene nuestro permiso para explicarnos el motivo de su visita.

Raúl resume su vida y la general historia que la ha condicionado. Explica la caída de 1977, la desaparición de su hija, su retorno alienado e impotente a España de la mano de un padre hiperprotector, la crisis de identidad de los últimos meses, la necesidad de encontrar a su hija, el consejo de Honrubia: has de ir a ver a un amigo en las señas que te diré, no puedo decirte su nombre, pero por raro que te parezca, ese hombre te ayudará. El explorador ha examinado una por una las señales que envía el cuerpo, la gesticulación, las palabras, la voz, los diferentes tonos de voz que Raúl ha aportado. De vez en cuando ha consultado con los ojos del negro en un código que sólo ellos comprenden, y tras el fin de la perorata del cliente, Robinsón y Viernes deliberan con las miradas, en silencio. Lo rompe el loro.

—¡Me gustan las locas! ¡Me gustan las locas! ¡Me gustan las locas!

Pero como si el animal hubiera quebrado la conspiración del silencio, Robinsón alza su alta, armoniosa estatura y habla a Raúl:

—Hubo un tiempo en que fui poderoso y, como todo hombre poderoso, me rodeé de información y de archivos disuasorios. Algo conservo de todo eso, aunque es muy raro que lo utilice en mi nueva vida, consagrada a reclutar voluntarios para organizar un falansterio en las islas Malvinas. Tengo que decidir si merece nuestra ayuda, no solamente porque sea un hombre angustiado, o un padre atribulado. Si usted me conociera sabría que yo no soy una persona compasiva. Ni me dejo llevar por arbitrariedades como el optimismo o el pesimismo. Yo soy esclavo de la lucidez. Si mi lucidez me indica: ayuda a este hombre, lo ayudaré. ¿Vos qué opinas, Viernes?

—Es una historia demasiado sentimental.

—Es cierto, es su defecto, pero ¿contra quién va? ¿No es interesantísimo contra quién va?

Viernes parece haberse dado cuenta, admirado, del prodigioso sentido de la finalidad de su dueño y señor de la isla desierta. Asiente entregado. Robinsón exclama:

—¡Lo voy a ayudar, porque usted y yo estamos contra la oligarquía!

Es un boliche venido a menos, Tacuarí a punto ele llegar a San Juan, periferia interior de Buenos Aires, cuatro o cinco sillas, algunos parroquianos, casi sólo una barra y tras ella un camarero cansado, y es su desgana la que envejece demasiado el café y desasosiega a Carvalho, consumidor de una grappa nacional, pero con la vista puesta en un portalón al otro lado de la calle. Mira el reloj. Las doce de la noche. El portalón se abre y aparece un muchacho inconcreto tirando de un perro viejo, sin demasiado entusiasmo por salir, ni el perro ni su amo. Es un muchacho rubio, con aspecto de tuberculoso o de príncipe de genes en decadencia. Joven, pero viejo y triste todo lo que lleva encima, en especial los zapatos. La antigüedad no del medio pasar, sino de la pobreza disimulada por una limpieza relavada. Carvalho envuelve unas croquetas en un papel de estaño, paga y sale a la calle. Camina por su acera, a cierta distancia de Mudarra y su perro. El joven tira de vez en cuando del animal y provoca entonces un conato de rebeldía. Mea Canelo. Caga. Carvalho atraviesa la calle y se hace el encontradizo. El paseante le mira sin expresar emoción alguna.

—Es usted un reloj. Cuando yo vuelvo de cenar aparece usted con Canelo, ¿se llama Canelo? ¡Canelo! —El perro parece muy contento con la presencia de Carvalho—. Si serás listo.

Saca del bolsillo el paquete con las croquetas, lo abre y deja caer la comida ante Canelo, que se lanza sobre ellas.

—Ya comió —dice el joven con una cierta inseguridad.

—Los animales comen todo lo que les echas.

Canelo engulle las croquetas. El joven contempla a Carvalho con curiosidad.

—¿De dónde nos conoce?

—De verlos salir del portal, todas las noches. A las doce y poco más. Soy un habitual del bar.

—¿Cómo sabe que mi perro se llama Canelo?

—Porque le he oído llamarle más de cincuenta veces. En cambio no sé su nombre. El perro no suele llamarle por su nombre.

—Mudarra. Me llamo Mudarra.

—Curioso nombre. Es de cantar de gesta.

—¿De qué?

—De un cantar de gesta español.

—Mi padre era español. Creo que de Navarra.

Mudarra tira de Canelo para proseguir el paseo. Carvalho se pone al lado de ambos como si fuera en la misma dirección.

—Yo quiero mucho a los animales. Hace años me mataron a una perra lobita, se llamaba Bleda. Me juré no tener otro perro. Me parecía una traición a Bleda. ¿Qué tal su madre, se ha repuesto?

Mudarra sonríe como si no quisiera comunicar lo que le motiva la sonrisa.

—¿También conoce la existencia de mi madre?

—Los camareros de los bares lo saben todo.

—Yo nunca he entrado en un bar.

—¿Seguro?

—No me gustan.

Cavila y vuelve de su breve viaje mental.

—¿Quiere conocer a mi madre? Le encantan las visitas.

—¿A estas horas?

—Mi madre no duerme. Yo tampoco. El único que duerme en casa es éste.

Tira de la cadena de Canelo.

—Es muy tarde. Pero otro día subiré. Su madre está inválida, como lo estuvo la mía.

—Más. Mucho más. Mi madre siempre estuvo mucho más inválida que nadie.

Canelo recibe otro tirón de cadena.

—Escúchenme con atención —dice Pascuali, y sus cuatro ayudantes habituales prestan atención, Vladimiro el que más.

Pascuali lee el informe que tiene entre manos:

—«Confidencial. Allanamiento morada de los Brucker. Nocturnidad. Grupo de desconocidos vestidos de motociclistas con los rostros prácticamente ocultos. “¿Les suena lo de los motociclistas?” Golpearon y cloroformizaron a la policía de seguridad de una de las puertas traseras de la mansión y entraron violentamente en un belvedere, habitual lugar de reposo y meditación del señor Honrubia. Por fortuna no molestaron a nadie en el belvedere, es decir, no molestaron a Honrubia, y todo quedó en daños materiales y en la agresión a la policía privada». ¡Confidencial! ¡Con-fi-den-cial! Ni una sola palabra a la prensa. Nada fuera de este departamento. ¡Confidencial!

El simple contacto manual con el informe le excita, de pronto con el informe en la mano atraviesa todas las puertas que se le oponen y sale al pasillo de la Dirección General de Seguridad. Pasa por varias antesalas ante la sorpresa de las secretarias y se planta ante una puerta evidentemente importante. La empuja, entra y la cierra a sus espaldas. Un hombre demasiado joven para creerse director general de algo contempla el vídeo del partido Boca-Independiente.

—Hola, Pascuali. Perdone, pero no pude ir al partido, ni verlo por televisión. ¿Vio cómo acarician la pelota? Mucha caricia, pero aquí nadie define. Es como si a Bilardo se le hubiera olvidado que el fútbol se juega con las pelotas. Como si se hubiera contagiado de la cháchara de Menotti. ¡El fútbol arte! ¿Leyó el otro día la entrevista con Valdano? ¡El fútbol de izquierda! Tocarla y tocarla y tocarla, de izquierdas. Jugar poniendo las pelotas, de derechas. A Bilardo le extirparon el cerebro. El Flaco me lo dejó medio tonto.

Pero la cara de Pascuali es poco cómplice y el papel que sostiene en su mano invita al director general a desconectar el vídeo y a enfrentarse al subordinado desde la silla giratoria.

—Muchas gracias por su información confidencial, pero me parece que tenemos un caso de injerencia de servicios que no tiene nombre en una investigación oficialmente policial, que lleva este ministerio, su Dirección General, mi departamento.

El director le deja hablar sin descomponerse.

—Yo me paso al Capitán y sus motociclistas por los huevos si me da el poder para ponerlos en su lugar.

El director general estudia a Pascuali, finalmente habla.

—Usted no se pasa al Capitán por los huevos, Pascuali. El Capitán estaba aquí defendiendo el Estado antes que usted y se ensució las manos, no fue el único. Todo Estado necesita cloacas y expertos en cloacas, y sobre todo un Estado democrático. Lo que la mano pública no sabe, lo hace la mano oculta. No sea tan ingenuo.

—Si mantenemos esta especie de policías paralelas terminaremos otra vez en la mismísima mierda.

—No exagere. Un Estado democrático nunca está del todo en la mierda, pero tampoco deja de tener mierda. Cada cuatro, seis años renueva sus dirigentes en las urnas. ¿Qué son las papeletas, papel higiénico? También. Las papeletas sirven para limpiar la mierda. Trabaje en lo suyo, que lo hace muy bien, y marque al Capitán y sus chicos. Pero sólo marcarles. Son un poco, no sé, teatrales. Usted en cambio no es teatral. Es demasiado soso, Pascuali.

Da un giro a la silla y vuelve a conectar el vídeo. De los labios de Pascuali salían silenciosas, progresivamente mayores culebras, mientras su rostro es pura mueca de indignación contenida, incontenida cuando alcanza su despacho y se encula en el sillón, frente al semicírculo de sus cuatro ayudantes expectantes. Los invita a marcharse, pero retiene a Vladimiro.

—Vladimiro, quédate.

Permanece Vladimiro en silencio, estudiando las emociones que pugnan por hacer estallar los labios, los pómulos, los ojos de Pascuali.

—Decime, Vladimiro, ¿el día que entraste en la policía dejaste las bolas colgadas en el picaporte de la puerta?

—Nadie me lo dijo.

—Mira, yo pensaba que éste era un oficio en el que había que tener huevos, pero no, hasta yo tengo que dejar los huevos colgados en el picaporte de la puerta antes de entrar. Así, cuando cualquier político de mierda me pegue una patada en las pelotas invocando la razón de Estado, como ese cretino bienudo lleno de másters, el director general, Morales, se encuentre con la gran sorpresa de que no llevo las pelotas puestas. ¿Entendés lo que quiero decir, Vladimiro?

—Creo que sí.

Mira el muchacho el reloj y no escapa el gesto a Pascuali.

—¿Estás apurado?

—Sí. Para serle sincero, sí.

—¿Una ternerita?

—Pues casi. Un asado. En familia.

—¡Ah! Los asados son sagrados. Anda nomás Vladimiro y olvídate lo que te dije.

—¿Y qué hago con los huevos?

—¿Con qué huevos?

—Con los míos. ¿Los dejo colgados en el picaporte de la puerta? ¿Los llevo puestos?

Revienta Pascuali y se vuelca sobre Vladimiro, que retrocede.

—¡Aquí el único que tiene que llevar los huevos siempre puestos soy yo!

El patio trasero de una villa de barrio, doce metros de fachada y cien años de olvido en sus herrerías de cancela y balconcillo, más parece el camarote de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera. Cada vez más gente, sobre todo matrimonios entre los treinta y los cincuenta años, de niños, adolescentes y parientes desparejados, perdidos ellos sin collar, ellas con collar. Los más activos se afanan en torno a una modesta barbacoa que ya había asado lo suyo y que aún tenía que asar dos veces más lo mismo. Se bebe sidra efervescente. Otros tiran la sidra natural a la asturiana. Se comen empanadas como aperitivo y rodajas de chorizo español hecho por un carnicero italiano. La vieja esposa de Favila intenta una y otra vez ser útil, llevar bandejas aquí y allá en lucha contra su Parkinson y sus nueras o nietas o sus hijos que tratan de disuadirla. Ella no se da por enterada y pone en peligro carnes y botellas, aunque nunca se le cae nada, nunca se le ha caído nada, alguien recuerda. El hijo mayor la abraza por los hombros.

—Mamá, ¿por qué no se va a buscar al viejo? Digalé que estamos todos… hasta la policía.

Señala a uno de los presentes, Vladimiro, y todos ríen.

—Que a nadie se le ocurra decirle al viejo que Vladimiro es policía. Él se cree que trabaja de abogado. Él se cree todo lo que necesita creer —dice la madre.

La evidente compañera de Vladimiro parece algo contrariada.

—La verdad, no entiendo por qué no se puede ser policía.

Nadie le hace mucho caso, ni siquiera Vladimiro, que está merodeando el asado con ojo de experto. La vieja deja el patio y se va a la cocina. Trabajosamente, se acerca como siempre al pulsador del escondite, lo acierta y se abre la puerta. Grita.

—¡Favila! Ya está todo el mundo. Es tu cumpleaños. ¡Favila! ¡Sal de una vez, leche!

De la oscuridad brota el pálido viejo Favila vestido de día de fiesta.

—Se nota que eres española por lo mal hablada.

—Hablo como me sale del moño.

—¿Seguro que no hay moros en la costa? —pregunta Favila mientras no interrumpe pero sí entrecorta el avance hacia el patio.

—En las de Argentina no. No te ha jodido.

—¿Os habéis acordado de la sidra?

—¿Por qué no te has preocupado tú en lugar de estar jugando al escondite?

La vieja prosigue su marcha sostenida por todas sus indignaciones acumuladas. Antes de llegar al patio, don Favila culmina el brillo de sus dolorosos zapatos negros con la ayuda de una servilleta que encuentra a mano. En cuanto aparece en el patio, todos los parientes e invitados le aplauden y rodean, le besan, le dan regalos.

—¿Ha venido Vladimiro? —pregunta Favila.

Vladimiro se acerca a su padre y él le besa con especial emoción.

—El pequeño, y a pesar de los difíciles tiempos en que naciste, bajo la dictadura de aquel aprendiz de asesino que se llamó Onga…

—Se atraganta, tanta es la pasión con la que habla. Una hija trata de cortarle el discurso.

—Papá. Nada de política. Hoy es tu día anual de terrestre.

—Vladimiro se llama así en homenaje a Lenin, como tú te llamas Rosa en homenaje a Rosa Luxemburg, y tú Dolores gracias a Dolores Ibárruri la Pasionaria —informa Favila obstinadamente, señalando con el dedo a cada uno de sus descendientes.

—¿Y yo, papá, por qué me llamo Fulgencio? —pregunta otro hijo—. ¿Por Batista?

—No me irrites. Te llamas Fulgencio porque así se llamaba mi padre, tu abuelo. La revolución no está reñida con la tradición. A ver. Quiero tirar yo la sidra, que vosotros sois unos mastuerzos, criados con la Coca-Cola y el Seven Up.

Señala a los más jóvenes.

—Coca-Cola, la bebida del imperialismo.

Le dan una botella de sidra natural.

—La compramos en la tienda de la calle Corrientes, ya sabes, la que vende productos españoles.

Asiente con los ojos don Favila. Coge el vaso ancho de rigor. Se pasa la botella por detrás del cuello con una mano, con la otra sostiene el vaso abajo y lo alcanza con la proporción justa de chorro de sidra que se apodera del fondo entre espumas. Aplausos y vítores. Ofrece gentil el vaso a su mujer. Lo coge temblorosamente. Llora la vieja. Bebe la sidra, pero comenta.

—Nunca me gustó, parecen orines.

Las gentes toman asiento entre intentos frustrados de protocolos. Ya están dispuestas sobre la mesa las primeras carnes, ensaladas, empanadas, pastas a la italiana, incluso una fuente llena de fabada de lata. Suena el timbre de la puerta. La vieja trata de marchar para abrirla, pero una nuera la disuade.

—Cuando usted llegue, la visita ya se habrá ido.

—La madre que te parió. Así se te congele el coño —protesta la vieja por lo bajines.

Al rato aparece la nuera acompañada de Carvalho, tanto ella como el detective cortados, ella porque no sabe cómo explicar lo que sin duda es una larga historia y Carvalho porque no se esperaba tanta gente. Y más aumenta su disimulado desconcierto cuando ve entre los sentados a la mesa a Vladimiro.

—Es José Carvalho Tourón, un sobrino de Evaristo Tourón, su primo —señala a Favila— e hijo de Evaristo Carvalho, hermano de…

Favila se levanta emocionado y exclama.

—¡Sobrino!

Se desparraman los comentarios y las memorias mientras Favila abraza a Carvalho.

—No te conocía, pero eres el vivo retrato de tu tío y de tu padre. El padre de este hombre fue un héroe que desafió al franquismo, y se tiró cuarenta años en la cárcel.

—Cinco, sólo cinco —corrige Carvalho.

—En aquellos años, cinco eran cuarenta.

La mirada de Carvalho se cruza con la de Vladimiro y en el aire queda flotando el mensaje desesperado del policía. Favila le va presentando a sus hijos. Fulgencio como su abuelo. Rosa como Rosa Luxemburg. Dolores como Dolores Ibárruri, Vladimiro como Lenin.

—Felicidades. El último leninista —comenta Carvalho, antes de ser empujado por don Favila a sentarse a la mesa y sumarse a la fiesta.

Se sienta y come, cada vez más golosamente, más a sus anchas, como si los sabores le permitieran volver a casa. Al cabo de un rato, de un poso de su memoria le acude un festín de boda, en Barcelona, un primo se casaba con una muchacha de servicio, gallegos los dos, años de noviazgo, de ahorros, un festín de pote gallego, carnes con chachelos, empanadas de berberechos. Era el banquete de su memoria infantil, la felicidad de la abundancia y de un extraño momento de relajación vital o quizá mejor decir histórica. La Historia le había marcado la infancia y la vida entre hombres y mujeres ocultos y ahora volvía a sentirse feliz, comiendo, bebiendo sin miedo, contestando preguntas, sobre todo de don Favila.

—Yo sigo escondido, por si acaso. Un día u otro estallará otro golpe de Estado o por fin la revolución y conviene que no nos pille por sorpresa. Hemos sido y seremos vanguardia. Las revoluciones fracasan cuando desaparecen o se debilitan las vanguardias, como en la URSS. Con gente como tu padre o como yo.

Rosa Luxemburg se lleva un dedo a la sien advirtiendo a Carvalho sobre el estado de don Favila. La fiesta transcurre en el estómago y en el corazón, y finalmente llega a los cerebros, saciados. Se reparten las porciones del pastel esparcido también por el mantel y los rostros a causa de los diez soplos que don Favila ha necesitado para apagar las ochenta y cuatro velas. Carvalho contempla la escena con un vaso en las manos. Cara de póquer, aunque con una punta de emoción en su mirada. Se le acerca Vladimiro.

—Usted ha sido la sorpresa de mi vida.

—Mi padre no sabe que soy policía.

—Mi padre murió sin enterarse de que yo había dejado de ser comunista y que mi oficio era el de policía privado.

Vladimiro duda, pero finalmente habla.

—Yo sabía que usted iba a venir, pero no en plena comida. Raúl me encargó que le dijera que por el momento no tiene una respuesta para usted. Volvió a esconderse. El Capitán allanó la casa de los Brucker.

—¿El enlace de Raúl era usted?

—Es mi primo. Un primo segundo, pero mi primo. ¿Cree que podría volver a mirar a mi viejo a la cara si fuera yo el que lo detuviera?

—¿Y Pascuali?

—Un policía con un buen par de huevos.

—¿Hay algún policía que no tenga dos cojones? El problema es saber dónde los tiene. Si los tiene en la cabeza, mal asunto.

Vladimiro recupera su lugar junto a su chica. Su chica, piensa Carvalho, no parece su mujer. Sus ojos se distraen siguiendo la figura de la vieja, en pleno secreto inventario de objetos reales o imaginarios por la cocina. Parece rezar. Desde la ventana la vieja le envía una sonriente mirada y con un dedo garfio le invita a meterse en la casa. Carvalho se reúne con ella en la cocina y ve que don Favila le espera semioculto en un ángulo que no puede verse desde el jardín.

—He de volver a esconderme. He tentado demasiado la suerte. Un día es un día, pero no conviene confiarse. Pero he querido que te quedaras porque tú, en representación de tu heroico padre, mereces conocer mi secreto. Vivo oculto y sólo salgo una vez al año, el día de mi cumpleaños.

—Y cuando pasan un partido de Boca por la tele —aduce la vieja.

—¿Qué hombre no tiene debilidades? ¿Acaso a Lenin no le gustaba aullar como un lobo bajo la luna?

Don Favila oprime el resorte y se abre la puerta de su refugio. Se mete primero e insta a Carvalho a que le siga. Carvalho deja paso a la vieja, se predispone a ayudarla a que le preceda.

—¿Yo ahí dentro? Ni muerta me meterían. Cuando éste vuelva a la cama, a cumplir como Dios manda que cumplan los maridos, yo me meteré en ese hoyo que debe de ser la puerta del infierno.

Carvalho se mete en el zulo. Cuatro escalones, don Favila los baja con sabiduría y conecta la luz. Se encuentran en una habitación subterránea suficiente, pero Carvalho no puede avanzar, detenido por el asalto de los mensajes de las paredes. Parece un museo de cultura roja desde comienzos de siglo hasta los años setenta, con alguna muestra de iconografía de la protesta actualísima, posmarxista. Incluso algún cartel de la «teología de la liberación» junto a pacifistas de la guerra del 14. Insumisión de los soldados españoles en la guerra de África. La Spain Civil War. El Che. Castro. La Revolución de Octubre. Fotografías de los ídolos de la revolución mundiales. Libros seleccionados para el naufragio de un rojo en los años treinta en una isla desierta. Una maqueta de una de las estatuas gigantescas de Lenin. Otra del proyecto de la III Internacional de Tatlin. Una fotografía del subcomandante Marcos enmascarado. Rigoberta Menchú. El viejo estudia el efecto que la iconografía produce a Carvalho.

—El mundo está lleno de hombres ocultos. Esta ciudad también. Desde siempre ha habido que esconderse de alguien. Buenos Aires está llena de túneles secretos, y me consta que en la calle Perú hay una completísima red de catacumbas. ¿Por qué he de salir de aquí? Me reconozco en cuanto veo. Allí fuera lo han hecho todo a la medida del imperialismo. De momento ha ganado, pero un día, una nueva generación, descubrirá el viejo y el nuevo desorden y todas estas esperanzas volverán a tener sentido. ¿No es cierto?

Carvalho asiente. Se deja sentar por el viejo, que pone en una gramola manual un disco de piedra de 78 revoluciones. Al rato suena el himno de la brigada Thaelmann de las Brigadas Internacionales durante la guerra de España. El viejo lo sigue en un supuesto alemán. Carvalho acaba fingiendo también que lo canta, pero sobre todo lo secunda con un brioso braceo.

—¡Los alemanes siempre han tenido un gran talento sinfónico!

Carvalho le da la razón con la cabeza.

Carvalho y Alma se abren paso por Tango Amigo en busca de dos sillas cercanas a la peana. Norman está acabando su monólogo del mes sobre los hombres ocultos.

—Yo respeto a los que se esconden porque se olvidaron dónde está Buenos Aires, Argentina, América, el mundo, y solamente reconocen el rincón donde tuvieron, tienen, tendrán miedo. —Abandona el tono trascendente—. Y ahora la oculta Adriana Várela por fin les va a cantar ¡Hombre oculto!

Sale Adriana Várela. Es el tango con escote y con una dicción como hecha a la medida para el tango narrativo.

¿De qué vas?, hombre sin sombra.

¿De qué vas?, entre tinieblas,

a la luz de un viejo miedo

que te abriga y que te hiela.

¿De qué vas?, dueño sin perro.

¿De qué vas?, amo de nada,

que has matado tu mirada

para no ver, ni matar.

Hay quien teme a los verdugos,

hay quien teme tener miedo,

hay quien teme ser verdugo,

hay quien quiere seguir ciego.

Hay quien huye de su suegra,

hay quien huye de un recuerdo,

hay quien huye de sus sueños

para poder seguir cuerdo.

¿De qué vas?, hombre sin sombra.

¿De qué vas?, entre tinieblas,

a la luz de un viejo miedo

que te abriga y que te hiela.

¿De qué vas?, dueño sin perro.

¿De qué vas?, amo de nada,

que has matado tu mirada

para no ver, ni matar.

Tú verás entre las sombras,

tú verás entre tinieblas

lo mejor de tu memoria

que te abriga y que te hiela.

Si lo blanco ya era negro,

cuando todo era tan blanco,

¿para qué salir del hoyo?,

¿para qué volver al bollo?

Ya has matado tu mirada

para no ver ni matar.

Termina el tango, Adriana rutilante, Carvalho alelado, la palabra que escogía Alma para calificar su fascinación por Adriana y otra vez la mano de Alma borrándole la retirada de la cantante.

—¿Sabes por qué te gusta tanto Adriana? Porque canta tangos, y para vos representa lo que pensás que es el prototipo de la mujer argentina, una mezcla de culpa, sexo y melancolía.

—Culpa, sexo y melancolía. No está mal. Recuerdo un show de Cecilia Rosetto que vi en España. El monólogo de una pobre histérica. Por cierto, sigo sin ver a la Rosetto.

Se levanta con celeridad repentina.

—¿Ya te vas? ¿A ver a la Rosetto? Mira la cartelera.

—Soy un detective privado. Siempre buscamos a un hombre oculto, a una mujer oculta. Pero esta noche no es Raúl ni la Rosetto.

—¿Tenés una colección completa?

—Es una colección inacabable.

Sale a la calle seguido por la mirada de Alma. Esta vez debe callejear a medio paso por San Telmo, ganar tiempo y acercarse a las estribaciones del barrio para ir a por el universo límite del joven Mudarra y de Canelo, el melancólico perro devorador de croquetas. Se mete en el bar. El camarero parece más cansado que nunca. De vez en cuando se adormila. Mudarra no sale esta noche y ya han dado las doce. Se sitúa Carvalho ante la casa y espera como otras veces a que se abra el portalón. Consulta el reloj. Las doce y media. Vuelve al bar y pregunta al camarero que está recogiendo las sillas:

—¿El chico ese del perro? No sale esta noche.

—No sé. No es cliente nuestro. La verdad, no creo que ese chico sea cliente de nadie porque viven muy mal. La única guita que entra en esa casa es la de la pensión de la madre. Imagínese lo que deben comer, menos que un caníbal en una pecera. Ese chico siempre anduvo mal de los nervios.

Carvalho va hasta el edificio de Mudarra y abre con su llavero la puerta de la calle. Sube a tientas una escalera iluminada por la corriente eléctrica que le sobra a La Recoleta. Llega ante el apartamento de Mudarra. Duda acariciando su llavero. Finalmente lo guarda y llama. Pasa un cierto tiempo y finalmente la puerta se abre. Mudarra contempla a Carvalho sin emoción aparente.

—He venido a saludar a su madre. Me dijo usted que le gustaba que la saludaran.

Mudarra se retira para dejar paso a Carvalho. Un piso tan pobre y triste como el del profesor, pero limpio, limpísimo. En el comedor, sala de estar y cocina al mismo tiempo, ante un televisor en blanco y negro, sin imagen, con las líneas locas, permanece una mujer aparentemente inválida en su silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas. Pero Carvalho le ve sangre en la cara. Los ojos muertos. Finge no advertirlo.

—Duerme. Siento…

—Duerme, por fin.

—¿Y Canelo?

Mudarra le señala con la cabeza una lejanía indeterminada.

—También duerme.

Carvalho avanza seguido por el joven, levemente sonriente, parsimonioso. Entran en un cuarto de baño. Una bañera que había tenido pretensiones, ahora un desconchado paquidermo sobre tres patas que debieran ser cuatro. En el interior agua mezclada con sangre y el cadáver de Canelo, la cabeza emergente, los ojos turbios, los dientes enhiestos, como si amenazara inútilmente a la muerte o esperara las croquetas de Carvalho.

—Lloraba demasiado. Los vecinos se quejaban. Mi madre no se movía. Todo el mundo es falso. Y si no, fijesé en mi madre. Me quería porque me necesitaba, pero si no me hubiera necesitado hubiera confesado que me odiaba.

—¿Y el profesor de latín?

Mudarra no se sorprende ante la pregunta.

—Otro farsante. Un libidinoso, un viejo cerdo con la bragueta siempre a medio cerrar. Ese olor a meadas. No puedo soportar el olor a meadas.

—¿Y Carmen Lavalle?

—Una puta. Se mandaba la parte de que se pagaba los estudios laburando de bailarina, pero le daba lo mismo chuponearse con cualquiera, incluso con el viejo.

—¿Con usted no?

Mudarra se frota los labios como si los llevara sucios, una y otra vez. Carvalho contempla por última vez todo el horror que contiene el piso. Pasa quedamente al lado de la mujer muerta.

—Adiós, señora.

Mudarra le sigue y se le adelanta para abrirle la puerta. Carvalho, ya en el descansillo, se vuelve hacia el rostro de príncipe tuberculoso sin emociones.

—¿Y usted? ¿Qué va hacer?

—Nunca más volveré a salir de casa.

Cierra cuidadosamente la puerta, poco a poco. Carvalho oye cómo se accionan los cerrojos. Luego empieza a bajar la escalera.