LOS OJOS RECORREN furtivamente la evidencia del rótulo: «Laboratorio de experimentación conducta animal. Nueva Argentinidad». El hombre camina con el ritual del sigilo. Ratas y alambiques, pero en la pared el capricho de desmesurados carteles. Una vaca y ante ella una hermosísima muchacha que la enseña orgullosa:
«ARGENTINA VOLVERÁ A SER LA MADRE VACA
FUNDACIÓN NUEVA ARGENTINIDAD».
Los ojos se detienen ante el cartel. Pertenecen a un rostro desencajado, colérico, retenido. Musita con ayuda de los dientes:
—Nueva Argentinidad.
De pronto al hombre se le escapa la cólera, arremete contra todo. Derriba los alambiques, las probetas, abre las jaulas de las ratas, que amplían su cárcel a toda la sala. Luego contempla fascinado los resultados de su poder desencadenado. Una rata parece buscar su presencia y él la recoge con cuidado, casi cariñosamente.
—Hermana rata.
Se la mete en el bolsillo de su desvencijada chaqueta y sale del laboratorio al tiempo que empiezan a encenderse luces y se oyen demandas:
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué pasa ahí?
El que más pregunta es un hombre Gordo con mayúscula, con el rostro, el tórax y el abdomen llenos de amontonamientos de grasas y carnes olvidadas.
Tiene el rostro dramáticamente viejo y es lógico que pregunte con un cierto pesimismo:
—¿Qué sabes tú de Buenos Aires?
Ni pesimista ni optimista, la voz de Carvalho le contesta:
—Tango, desaparecidos, Maradona.
El viejo cabecea más pesimista todavía y repite:
—Tango, desaparecidos, Maradona.
Ante Carvalho la perspectiva de un terrado barcelonés, el viejo sentado en un sillón, en el horizonte la ciudad como si creciera a medida que se la mira. El viejo busca palabras que parece le cuesta encontrar. Tras los visillos de la ventana del ático dos mujeres maduras cuchichean mientras los miran de reojo. Carvalho permanece sentado en un sillón de mimbre a lo Emmanuelle, que en el contexto parece haber sido abandonado por un extraterrestre más que por un filipino.
—Por la memoria de tu padre, sobrino, vete a Buenos Aires. Busca a mi hijo, a mi Raúl.
Señala hacia la ventana desde donde espían las mujeres.
—Estoy en manos de sobrinas. No quiero que esos cuervos se lleven lo que pertenece a mi hijo. Quién sabe dónde andará. Yo creía que había superado la muerte de su mujer, Berta, la desaparición de su hija. Fue en los años duros de la guerrilla. Quedó trastornado. También estuvo detenido. Escribí al rey, yo, un republicano de toda la vida. Pedí por él lo que nunca había pedido. Pacté lo que nunca hubiera pactado. Finalmente me lo traje a España. El tiempo, el tiempo lo cura todo, dicen. El tiempo no cura nada. Sólo añade su peso. Tú, tú puedes encontrarlo. Sabes cómo hacerlo, ¿no eres policía?
—Detective privado.
—¿No es lo mismo?
—La policía garantiza el orden. Yo me limito a descubrir el desorden.
Carvalho se levanta, camina hasta la baranda de la terraza y recibe de la ciudad una propuesta síntesis de la vieja y la nueva Barcelona Olímpica, los últimos almacenes de Pueblo Nuevo, Icaria, la Manchester catalana, listos para el desguace, retaguardia de las arquitecturas eclécticas de la Villa Olímpica y el mar. Cuando le llega la voz en off de su tío, Carvalho sonríe levemente.
—Buenos Aires es una hermosa ciudad que se autodestruye.
Su padre siempre le había informado que el tío de América hablaba muy bien.
—Me gustan las ciudades que se autodestruyen. Las ciudades triunfales huelen a desodorante.
Se vuelve y da la cara al viejo.
—¿Aceptas? No entiendo muy bien eso de detective privado, pero ¿aceptas?
—Bien venidos a Buenos Aires. Sabemos que vienen a esta ciudad porque, para los extranjeros, Argentina está en venta. ¡Ah! Pero a nosotros no nos compran únicamente los japoneses: nos compran hasta los españoles, y eso que España también está en venta. A España la compran los japoneses.
Se saca el reloj de la muñeca y lo subasta.
—No lo voy a vender ni por un millón de pesos, ni por mil pesos, ni por cien, ni por un peso.
Se arrodilla lloroso.
—Les ruego que se lo lleven, que me lo quiten. A los argentinos nos gusta que nos quiten los relojes, los amores y las islas. ¡Para luego poder escribir tangos!
El presentador recorre angustiado la sala ofreciendo su reloj compulsivamente a distintos clientes que reaccionan entre la risa tonta y el rechazo ante aquel rostro rezumante de maquillaje y rímel. La luz del reflector persigue al presentador hasta que le paraliza, como si ya no tuviera objeto ofrecer el reloj. El presentador lo contempla cual objeto viscoso, extraño, luego se da cuenta de que existe el público y pregunta intrascendentemente:
—A propósito, ¿qué saben ustedes de Buenos Aires?
Por la ventana de su despacho se ven las Ramblas más anochecidas que otras veces. La estatua de Pitarra con la que finalmente se ha reconciliado. Pitarra, viejo amigo. Un mohín de asco le viene a la cara cuando se pregunta tozudamente quién es, de dónde viene, a dónde va. Sobre la mesa el dossier Llompart y ante los ojos de la memoria la escena que vivió hace dos días. Hace un signo de inteligencia con el portero, que el marroquí entiende aunque probablemente no fuese inteligente y sólo hubiese asumido que sobre el tablero le esperaban cinco mil pesetas. Una llave a cambio. Tanto la escalera como el pasillo le recordaron todas las pensiones de mala muerte y peor vida de las ingles de la ciudad. Le falta el resuello en el último escalón y lo atribuye a la mezcla de tensión y asco que sigue permitiéndole ejercer de huelebraguetas. Pero ya no puede dar marcha atrás. Ésta es la puerta. El número en porcelana desconchada.
—Cuanto antes acabe, mejor.
Mete con decisión la llave en la cerradura y, como si rasgase una cortina, ante él aparece una mujer de suficiente edad, aterrorizada que se tapa sus caídas desnudeces con el cubrecama. Una luz roja en la pared. Un armario entreabierto. Carvalho enciende la lámpara cenital. Lleva una pequeña cámara fotográfica en una mano. Abre la puerta del armario. Un hombre desnudo y calvo. Una mano sobre el sexo. Carvalho lo convierte en una foto fija. Llaman a la puerta y se le desvanece la rememoración. Llompart, sin duda, en busca de los olores de la bragueta del fulano de su mujer. Carvalho se sienta tras la mesa convencional de un despacho de detective convencional, al otro lado de la mesa un hombre con aspecto de marido engañado que sólo depende del aspecto que tenga en cada lugar del mundo cualquier marido engañado. ¿Cómo será un marido engañado en Nueva Zelanda? Carvalho deposita una serie de fotografías ante él. Fotos de la escena de irrupción en la habitación: la mujer semidesnuda, el armario, el ridículo amante escondido. El rostro del señor Llompart pasa por convulsiones que prometen llanto. Pero no llora. Escupe:
—¡Puta!
Y siguen las convulsiones, pero no predicen llanto, sino risa. Ríe cada vez más contento mientras contempla las fotografías.
—Mi mujer es una puta, pero una puta imbécil. Con estas fotos en mi poder no me va a sacar ni un céntimo de pensión cuando nos divorciemos.
Ahora, muy desenvuelto exhibe una chequera, como si fuera un prestidigitador especializado en chequeras, y una pluma estilográfica Montblanc que seguramente le habrá regalado su propia esposa en el Día del Padre.
—¿Cuánto se le debe?
—Doscientas mil pesetas.
No le ha gustado el precio. No le gusta Carvalho. No le gustan las fotografías. Frunce el entrecejo. Se le paraliza la estilográfica. Vuelve a mirar las fotos, a Carvalho, como estableciendo una relación valorativa.
—¡Coño!
—Recuperar el honor tiene su precio.
—¿Qué honor ni qué leches? Usted no me devuelve mi honor; al contrario, me demuestra que soy un cabrón.
—Usted saca pingües beneficios. Me paga doscientas mil pesetas, pero su mujer se va a quedar a dos velas cuando usted consiga el divorcio.
—Eso es verdad.
Y firma complacido, tiende el cheque desde una autosatisfecha conciencia de esplendidez y se marcha entre agradecimientos por la celeridad profesional del detective. Carvalho, otra vez al pie de la ventana, quiere recuperar la inmersión en la náusea, pero Biscuter no le deja. Ha corrido la cortinilla que separa su habitáculo y la cocina y su aspecto de fetito envejecido acentúa la melancolía de Carvalho y le despierta desagrado esta vez su voz eunuca y las maneras con que se seca las manos con un paño de cocina que está pidiendo la jubilación.
—¿Ya se ha ido?
—Le ha parecido caro. Lo único que le importaba era no pagar una pensión a su mujer y pagarme lo mínimo a mí.
—Hay mucho roña en este mundo, jefe.
—Un amoral. Sólo le interesa llevar al matadero a la vieja vaca de su mujer, y se aprovecha de un desliz de la imbécil. Ahora él se lo montará con una novilla que le va a chupar hasta los hígados. En esta sociedad ya nadie cree en nada. Todo está corrompido. Cuando una sociedad se vuelve amoral, los detectives nada tenemos que hacer. Sé lo que me digo, Biscuter.
—Esto es un relajo, jefe. Ni un cliente. Estamos sin trabajo.
—Yo tengo trabajo.
—¿Desde cuándo?
—Desde esta mañana. Pero no aquí. En Argentina. Buenos Aires.
—¡Viajaremos, jefe!
—Viajaré, Biscuter. Si te llevo conmigo me como el beneficio.
Carvalho revisa algunos papeles. Saca el pasaporte de un cajón. Biscuter no acaba de entender lo que ve.
—Y me lo dice así. ¿Se va sin arreglar lo de Charo? ¿Sin probar lo que he guisado para usted?
—Charo. ¿Ha llamado?
—No. Pero le mandó un transistor, ¿recuerda? Y usted no se dio por aludido. Tal vez debería dar un primer paso.
—Me gustan más los segundos.
Pero el octavo sentido, el del complejo de culpa, le advierte que se está pasando con Biscuter. Suaviza la voz y el ademán, se aproxima al fetito almidonado por el amor propio herido.
—A ver qué me has guisado.
—Berenjenas con anchoas, una crema holandesa al gusto de marisco sobre este monumento, un huevo poché, más una cucharada de caviar.
—Evidentemente, un menú de crisis.
—El caviar es de mújol.
—Adelante, Biscuter, Argentina puede esperar.
Una de las ventajas de vivir en Vallvidrera es que te puedes despedir de toda una ciudad con una sola mirada, como si fuera un sujeto convocado a una ceremonia a la que no pudiera negarse. Había leído cuando todavía leía, vagamente lo asociaba al nombre de Bowles, que entre el turista y el viajero se marca la diferencia del que sabe los límites de su itinerario y el que se entrega a la lógica abierta del viaje. Buenos Aires. De momento un viaje de ida con la vuelta más indeterminada que nunca, como en aquellos tiempos en que viajar le era más necesario que la vida. La destrucción de su paisaje y de sus personajes era total. No se reconocía en la ciudad: Bromuro muerto, Charo en un exilio voluntario, Biscuter como único nexo con lo que había sido el azaroso ecosistema de sus relaciones íntimas. Pero sobre todo la ciudad postolímpica, abierta al mar, surcada por vías rápidas, en plena destrucción el barrio Chino, las avionetas de lo políticamente correcto sobrevolando la ciudad, fumigándola para matar sus bacterias, sus virus históricos, las luchas sociales, el lumpen, ciudad sin ingles ya, ciudad de ingles extirpadas, convertida en un teatro profiláctico para interpretar la farsa de la modernidad.
—Desde Buenos Aires todo lo veré más claro.
Luego aparta con un brazo los objetos que ocupan la mesa de la cocina y apila cuidadosamente papel de cartas, prueba el rotulador, se predispone a escribir tantas veces como a desescribir. Finalmente se decide: «Querida Charo: en el momento de partir hacia Buenos Aires para un trabajo, quisiera que empezáramos a deshacer nuestro equívoco…». Levanta la cabeza. Olisquea. Deja el papel y sale corriendo hacia la comida convocado por lo que puede convertirse en olor a rabo quemado. Remueve el guiso de rabo de buey con sepia. Ha llegado a tiempo y lo aparta del fuego a la espera de que se calmen los ardores. Deshuesa el rabo con precisión cisoria y vuelve a juntar la carne con la sepia y la salsa. No se concede el privilegio de poner la mesa y se predispone a comer en la esquina liberada, con una ligera desazón por no respetar un mínimo de liturgia. Tal vez por eso come rápido, como si quisiera cumplir su desconsideración cuanto antes, y media una botella de Mauro. Saciado pero no contento. La carta iniciada le distrae la voluntad de retirar los platos, ordenar definitivamente el caprichoso amontonamiento de los objetos. Retoma la carta, empuña el rotulador, va a escribir algo, finalmente lo deja. Quiere quemar un libro y sus manos se van hacia Buenos Aires de Horacio Vázquez Rial, una guía personalizada que casi ha leído del todo. Pero aún se siente en deuda con lo leído y tal vez pueda serle de utilidad en el futuro. Va hacia la estantería. Escoge un libro. Un volumen de Cuba de Hugh Thomas. Empieza a romperlo y construye en la chimenea la jerarquía de la hoguera, el papel, las tapas. El libro empieza a arder, luego el total de la hoguera ilumina el rostro de un Carvalho pensativo que de reojo recupera la llamada de la carta y del desorden. Finalmente libera la mesa de los intrusos y la carta iniciada adquiere toda su identidad abandonada sobre la superficie pulida. La recoge, la lleva hacia el dormitorio donde la maleta abierta espera los últimos olvidos y la carta cae en un suave vuelo sobre las ropas comprimidas. Luego se arrepiente. La recupera. La introduce en una bolsa de mano. Y de esa bolsa de mano la sacará horas después, a bordo de un avión de las Aerolíneas Argentinas, con la nostalgia nublada por cuatro whiskies y una botella de vino tinto Navarro Correa, un pinot noir de referencias borgoñonas. «No fueron las cosas como tú creías, Charo…». Se cansa. Deja la carta. Toma un periódico. Lee sin ganas la primera página de un diario argentino, información anodina, intrascendente, sabida, corrupción a la argentina en un mundo en el que revientan todas las putrefacciones escondidas y Maradona deshoja la margarita del club de fútbol escogido para seguir autodestruyendo su leyenda. La mano del compañero de asiento le tiende un cigarrillo que Carvalho rechaza amablemente.
—No, gracias. Sólo fumo puros, y aquí no dejan.
El hombre gordo y congestionado se queja.
—Lo prohíben todo. Todo lo que era bueno, ahora es malo. Fumar. Comer. ¿Primer viaje a Buenos Aires?
—Sí.
—¿Negocios?
—Más o menos, sí, negocios.
—Bien hecho. Buenos Aires es un paraíso para los buenos negocios. Y rápidos. ¿Qué sabe usted de Buenos Aires?
—Maradona, desaparecidos, tango.
El rostro gordísimo admite una enorme cantidad de perplejidad.
—¿Desaparecidos? ¿Quién ha desaparecido? Ah, se refiere usted a los subversivos, a los que murieron durante el Proceso. Pero hombre, qué visión tiene usted de Buenos Aires. Lo de los desaparecidos es pura historia, una historia inflada por la propaganda antiargentina. Maradona se cae, resurge, se vuelve a caer. Los desaparecidos no aparecerán, y el tango, de museo. A usted se le van a romper los clichés. Ha nacido una nueva Argentina, una nueva argentinidad.
El hombre mete la mano en su maletín negro y saca una bolsa que tiende a Carvalho.
—¿Sabe usted lo que es esto?
Bolsas de altramuces que pasan de la mano del hombre gordo a la de Carvalho.
—Me resisto a admitirlo, pero me parecen altramuces.
—Eso es. El Lupinus albus. Aquí está la base de la futura alimentación humana. En Argentina los llamamos lupines.
—¿Vamos a comer altramuces? En España se comen remojados y salados. Es una comida pasatiempo, de niños, de ferias o para cuando vas al circo.
—No. Los lupines se los comerán las vacas y nosotros nos comeremos a las vaquitas. Hasta ahora tenemos todo el pasto que necesitamos para todas las vacas del mundo, pero recientes investigaciones señalan al lupín como la papilionácea del futuro. Siempre se pensó que el lupín, especialmente la planta, era nocivo para el ganado. ¿Sabe usted por qué?
—Ni idea.
—Porque los lupines amargos contienen un alcaloide nocivo y por eso se usaban para producir abono. Pero ahora hemos seleccionado nuevas variantes de lupín sin alcaloide. Las vaquitas se lo comen como si fueran rosquillas. Ñam, ñam. Los argentinos están en la punta de la lanza sobre la investigación de la conducta y la nutrición animal. Precisamente voy a ver al secretario Güelmes, uno de los políticos argentinos más interesados por la cuestión. ¿Ha oído usted hablar de él?
—Mi conocimiento de la política argentina es muy limitado.
La bolsa ha vuelto al maletín de viaje. Carvalho finge adormilarse. El hombre prosigue lo que ya es un monólogo desde un inextinguible entusiasmo interior. En el territorio del ensueño a punto de convertirse en sueño alcoholizado, el rostro de su tío le pregunta:
—¿Qué sabes tú de Buenos Aires?
—Maradona, desaparecidos, tango.
—Y mangantes, muchos mangantes. Si un millón de argentinos no robaran, el resto sería millonario. Y científicos, eminencias. Era uno de los países más cultos del mundo. Mi hijo era una eminencia. Es una eminencia. No me fueron mal las cosas, sobrino, yo no me fui a la Argentina por política, sino por hambre. Antes de la guerra civil. Llegué a tener una fortuna. Hice de mi hijo un científico, una eminencia. Pero mi nuera se metió en líos políticos, logré sacarlo del pozo gracias a influencias, pero llegué tarde con mi nuera y la niña. Se la ha tragado la tierra. Desaparecidos. Es una palabra tremenda. Se dice que Buenos Aires está construida sobre desaparecidos. La avenida 9 de Julio, la más ancha del mundo, tiene bajo su asfalto enterrados a muchos obreros que murieron durante su construcción. También desaparecieron muchos bajo las obras del metro, del «subte» como le llaman ellos. Desaparecidos. Una predestinación. Conseguí traerme a tu primo Raúl a España para que olvidara. Pero de pronto se me fue, regresó. No te preocupes si no conoces Buenos Aires. Irá a buscarte al aeropuerto una cuñada de mi hijo, Alma, hermana de su mujer, también ella pasó por todo aquello, estuvo casada con un catalán, bueno, con un hijo de catalán que es siquiatra. Un comecocos de Villa Freud. Ya te enterarás en qué consiste Villa Freud. Ella te ayudará, aunque le caen mal los gallegos, no los gallegos de Galicia, los gallegos en general. Allí todos los españoles somos gallegos.
Al hombre gordo le cuesta desprenderse del cinturón, ponerse en pie y ganar el pasillo del avión. Carvalho le ayuda a recuperar el equipaje de mano del maletero. Sobre una maleta varias pegatinas pregonan: «Nueva Argentinidad». Le precede respirando afanosamente y le pierde de vista durante los trámites de policía y recogida del equipaje. Deja abierto su pasaporte por la página de identificación, pero el policía prefiere cerrarlo y volverlo a abrir sin ayuda. Lo hojea, lo manosea, pasa páginas, mira a Carvalho.
—¿Pepe?
—Sí. Soy yo. ¿Me conoce?
El policía le señala su nombre en el pasaporte.
—Es la primera vez que alguien se llama Pepe en un pasaporte.
—Es que soy detective privado.
El policía exclama «¡Ah!» como si la respuesta fuera inapelable y sella el pasaporte.
Ya con su equipaje, abarca el ámbito de Ezeiza y convoca su sabiduría convencional sobre el aeropuerto. El zafarrancho de combate del día de la llegada de Perón entre las derechas y las izquierdas del peronismo. Una premonición de la merienda de izquierdistas emprendida posteriormente por López Rega y la Junta Militar. Carvalho retiene la maleta entre las piernas. Busca a la mujer anunciada. Pasa el hombre gordo sonriente, le enseña desde lejos la bolsa de altramuces y se va corriendo hacia una cabina. Hasta allí le sigue la mirada de Carvalho y desde su puesto, con el teléfono empapado por el sudor del cabello que se amontona en sus parietales para compensar la desnudez de la calva, el hombre gordo devuelve la observación a Carvalho mientras habla con alguien.
—¿Aló? Le sonsaqué. El gallego no sabe nada. Nada, capitán, pero puede enterarse. Pero espere, ¿sabe quién ha venido a recogerle? La Modotti, capitán, la Modotti. El viejo se ha movido. Ya le dije que el viejito se movería.
A la espalda de Carvalho suena una voz de mujer:
—¿Vos sos el gallego enmascarado?
Carvalho se vuelve y lo que ve le interesa o le gusta. Una mujer rubia le está mirando. Unos cuarenta años. Hermosamente inquietante. Con fachada de argentina de ojos sabios, sagazmente rubia con el pelo caracolado cuidadosamente entre visita y visita al sicólogo, pura rutina, porque sabe tanto sicoanálisis como el sicólogo. Huellas del tiempo las arrugas excelentes y una ironía perenne como filtro de cuanto ve. La sonrisa deja la ironía y pasa a ser amistosa. Tiende la mano a Carvalho.
—Alma Modotti, de casada Font y Rius, pero me descasé hace tiempo. No me gustan los apellidos compuestos.
—¿Se descasó por eso?
—Me descasé porque los maridos con apellidos compuestos son más insoportables que los maridos con apellidos simples.
Carvalho desea poder ver a la mujer detalladamente, pero ella avanza a su lado, no le ofrece la cara, como si fuera propietaria de un bloqueado ensimismamiento sonriente. Sólo cuando apalabra un taxi, Carvalho la puede contemplar a sus anchas, y cuando ella sorprende la contemplación afronta a Carvalho con unos ojos verdes e irónicos. Va a dar la dirección al taxista pero Carvalho la interrumpe.
—¿Puedes hacerme una concesión sentimental?
—Estás en la capital del sentimiento.
Carvalho se dirige al taxista.
—Corrientes, tres, cuatro, ocho.
El taxista ha vuelto la cara llena de sorna y canta como si tratara de continuar lo que ha dicho Carvalho.
—¡Segundo piso, ascensor…!
Alma ríe ahora francamente.
—Es mi tango preferido.
—Los tangos son como las novelas. Siempre mienten.
—Eres experta en tangos.
—No. En literatura. Doy clases en la universidad. ¿De qué te viene la afición por el tango?
—Carlos Gardel fue un mito en Barcelona. También Irusta, Fugazot y Demare.
—Ni me suenan. Yo pertenezco a la era del rock aunque no lo parezca. El tango me pareció una argentinada, una argentinariez. Recién me reconcilié un poco con él. Incluso voy mucho a un local que se llama Tango Amigo, a lo mejor porque el presentador es amigo mío y la cantante también. Adriana Várela. ¿Llegó a España Adriana Várela?
—No estoy al día. De hecho con respecto al tango me he quedado en Gardel y Discépolo. La que llegó a España fue Cecilia Rosetto, una actriz formidable. Espero verla.
Carvalho se ha sacado un puro del bolsillo, directamente de la caja de cartón, y Alma elogia su puntería.
—Las yemas de mis dedos localizan los habanos donde los haya.
Lo enciende y abre la ventanilla. Más allá Carvalho percibe por primera vez la impresión del Buenos Aires excesivo para sus propias posibilidades. Como si todo hubiera sido grande demasiado pronto o no hubiera dinero para conservar su grandeza.
—Todo parece prometedor pero algo ajado.
—Es posible. Cada barrio tiene su estilo. Borges decía que cuando cruzas Rivadavia, que es una calle, traspasas la frontera de otro mundo. Rivadavia va de una punta a la otra de Buenos Aires y la corta en dos.
Calle Corrientes. Una escenografía envejecida y caótica, como si los comercios y los edificios pugnaran por un desacuerdo estético amarronado y la voz en off de Alma convertida en guía turística: Corrientes, la patria del tango que tanto te gusta. El taxi se detiene ante el número 348. Carvalho baja del taxi sin hacer caso de la sorna en los rostros del taxista y de Alma asomados a las ventanillas. Carvalho busca algo, sorprendido por no hallarlo, hasta que sus ojos se detienen en la leyenda que recuerda que allí se alzó el edificio del famoso tango, pero ni rastro de él, ni del perfume del adulterio. Un parking. Un desolado parking con las puertas azulinas y algo historiadas, como última reminiscencia de lo que había sido nido de amor. Carvalho se vuelve y allí están, cada cual en su ventanilla, los rostros cómplices del taxista y Alma.
—Antes era un tango, ahora es una playa de estacionamiento.
La mujer se dirige ahora al taxista.
—En cuanto el señor vuelva de su tango, nos lleva a Entre Ríos, 204. Pero antes enséñele el obelisco.
Y el taxista la obedece, pero a manera de compensación canta con toda la potencia de sus pulmones sentados:
Corrientes, tres, cuatro, ocho;
segundo piso, ascensor…
Pisito que puso Maple,
piano estera y velador;
un telefón que contesta,
una vitrola que llora,
viejos tangos de mi flor,
y un gato de porcelana
pa que no maulle al amor.
Corrientes desemboca en la 9 de Julio y el obelisco es testigo del encuentro.
—Mira, la calle más ancha del mundo, la 9 de Julio, y el obelisco menos conmemorativo del mundo. La calle es casi irreal, tiene ciento cuarenta metros de ancho y me gusta porque hay árboles muy hermosos. Buenos Aires está llena de árboles excesivamente hermosos, excesivos: ombúes, gomeros, araucarias, palos borrachos. Aquí, en la 9 de Julio, a pesar del tránsito, se ponen lilas los Jacarandas en noviembre, florecen en rosa los lapachos en setiembre y se vuelven blancos y rosas los palos borrachos en febrero. El obelisco nunca florece. Lo pusieron en 1936 para celebrar el cuarto centenario de la fundación de la ciudad. Pero los motivos reales eran otros. No teníamos ningún referente para el imaginario de la ciudad. Y además, había que llenar con algo ese espacio. Alguien le llamó: símbolo fálico del machismo porteño; también: impúdico sexo de la ciudad. Ahora es el obelisco. A secas. Aquí el obelisco. Aquí un gallego.
Podría ser un piso del Ensanche burgués de Barcelona o Madrid, sin los escalones de madera de los madrileños y sin los detalles submodernistas de los barceloneses.
—Entre Ríos, a dos pasos de Callao. El piso es propiedad de tu tío. El centro del mundo.
Carvalho abre y cierra puertas, para volver siempre al pequeño comedor living donde le espera desdeñosa Alma. Finalmente Carvalho parece haberlo visto todo y señala una chimenea inutilizada en cuya boca se ha instalado un radiador eléctrico o de gas.
—Quisiera quemar leña. ¿Esa chimenea puede utilizarse?
—Puede. Pero ¿sabes cuánto cuesta la leña? ¿Vas a quemar las puertas?
—Lo que queme es cosa mía. ¿Tú vives aquí?
—¿Acá? No. Yo no estoy incluida en el contrato. Esto lo busqué por órdenes de tu tío, el piso es suyo y lo tenía alquilado. Voy a ayudarte a que aprendas a moverte por la ciudad, eso es todo.
Tiene los ojos grandes, verdes, tristes, los baja hasta el bolso y empieza a rebuscar en él. Alma por fin saca una fotografía y un papel y se los tiende a Carvalho.
—Acá tenés mi dirección, no está muy lejos, y una foto de tu primo Raúl.
Es la misma foto de la escena familiar que le entregara su tío, pero en Buenos Aires le parece diferente. Más reciente. En torno a una mesa llena de manjares, el matrimonio viejo, dos parejas jóvenes y una niña. Carvalho delimita primeros planos de los rostros. Alma se vuelca sobre su espalda, nota el calor de la mujer, la presión de los pechos sobre su espalda, luego la voz va describiendo los personajes.
—Tu tío; su mujer, tía Orfelia; yo; mi hermana Berta; mi marido, Raúl.
Permanece en sus ojos la imagen de Raúl. Un hombre delgado, con ojos grandes, desmesurados, como sus pómulos. En la foto Raúl y Alma aparecen sentados juntos. Se le rompe la voz a Alma cuando dice:
—La niña. Eva María.
—¿A santo de qué el nombre compuesto?
—No entendés nada, gallego. Eva por Evita Perón y María por María Estela Perón. Aún entonces todavía no sabíamos lo hija de puta que iba a resultar María Estela.
Carvalho borra a la niña por el procedimiento de cerrar los ojos, de otra manera no podría seguir observando a los demás.
—Tú y tu hermana os parecíais mucho.
—Físicamente, sí.
—¿En qué no os parecíais?
—Digamos que espiritualmente, si convenimos en llamar espíritu al carácter, al talante, a los sentimientos, las emociones, las expectativas. Berta era inapelable e intransigente. Alma, en cambio. Yo. Yo era más frágil y dependiente de Berta desde que éramos niñas. Berta sabía establecer esas relaciones de dependencia, conmigo, con Raúl, con el grupo. Siempre se le elogió «su personalidad». ¡Qué personalidad tiene la nena! Hasta a mi padre, que era un patriarca ricachón cabestro e insoportable, se le caía la baba ante la personalidad de Berta.
—¿Se come en esta ciudad?
—Se come copiosamente, argentinamente.
—Marx dijo que sólo se conoce un país cuando se come su pan y se bebe su vino.
—¿Marxista?
—Fracción gastronómica.
Alma no tenía coche y opuso reparos a tomar un taxi. Creía en los transportes públicos, Carvalho no.
—Mira qué marxista.
Finalmente tomaron un taxi y, camino de la Costanera, Alma forzó a un recorrido por Palermo, el barrio y los parques, el barrio, dijo, no existe, se lo inventó Borges y el parque indica que el alma del buen salvaje precolombino se reencarnó en el mal salvaje rioplatense.
—En cuanto sale el sol se quedan casi en cueros y se van a Palermo a broncearse.
Y es cierto. Sobre la hierba, bajo los argentinos árboles, desmesurados como los ríos de América a los ojos de Carvalho, hombres y mujeres toman el sol entregados a la ilusión de la ciudad libre en la naturaleza libre. El taxi los deja en la Costanera, en busca de un restaurante donde puedan comer «en argentino».
—Te veo muy argentizado a vos, che.
—Consecuencia del marxismo de mi juventud. Ya te lo he dicho, Marx dijo…
—Ya te escuché. Me parece que se lo copió a Aristóteles o a Feuerbach.
Ella no es una buena guía gastronómica, pero recuerda vagamente uno de «los menos malos» de los restaurantes de la Costanera y transige en que Carvalho se acerque al río sin límites y deje que las aguas sucias se le lleven la mirada.
—No te podes bañar. Está tan contaminado que debe de ser pura basura química.
—Es hermosísimo, me gustan los ríos grandes, tal vez porque en España a todo le llamamos un río. Puedo pasarme horas viendo cómo circula el Mississippi, el Nilo, el Mekong.
—¿Los viste?
—Sí.
—¿Existe el Mekong?
—Existe.
Carvalho recita al camarero lo que quiere comer, prescindiendo de la sorpresa irónica de Alma ante su apetito.
—Como entrantes, empanadas, matambre, chinchulines, morcilla, chorizo, y después me trae un bife de chorizo muy poco hecho. ¡Ah! Y además mucho chimichurri.
El camarero había servido muchas comidas en aquel restaurante y en esta vida, pero pregunta:
—¿Está seguro?
—Sólo me siento seguro en los restaurantes.
A medida que la mesa se va llenando y vaciando de todo lo que ha pedido Carvalho, Alma se entrega pasivamente al espectáculo. Se le agotan incluso las exclamaciones de asombro que poco a poco se van volviendo casi agresivas.
—Pero ¿dónde metes todo eso?
—Tengo un espíritu sin fondo. Cuando se me acaba el cuerpo, como con el espíritu. Tú has comido muy poco.
—Como para vivir.
—Yo como para recordar y bebo para olvidar, o al revés, las consignas poéticas siempre me han parecido estúpidas. Este vino mendocino es excelente, yo pensaba que sólo los chilenos hacían buen vino, pero ahora hay buen vino hasta en Nueva Zelanda.
—Forma parte del nuevo orden internacional. ¿Vos sos zurdo?
Carvalho se mira las manos, los brazos.
—Zurdo quiere decir de izquierdas, gallego.
—Lo era. ¿Y tú?
—¿De qué marca? Me refiero a la zurdez.
—Marxista-leninista, fracción gourmet. Luego me metí en la CÍA. Maté a Kennedy. Derroqué a Goulart, a Allende. Volví a casa y me hice detective privado. ¿Y tú de que marca de rojos eras?
—Peronista, de izquierda, creo. ¿Te resulta pintoresco, el peronismo?
—Poco antes de volver a Argentina, el general Perón salió en Televisión Española, una larguísima entrevista. Se proclamó seguidor de las doctrinas de Cristo, Marx, José Antonio Primo de Rivera, el Che. No mencionó a la madre Teresa de Calcuta porque aún era una desconocida.
—Ya te lo dije. Algunos fuimos peronistas a pesar de Perón.
—Y ahora. ¿Qué eres?
—Una superviviente y una profesora de literatura que con lo que gana en un mes no podría pagar muchas comidas como ésta.
Al camarero le entusiasma el apetito de Carvalho y que haya consumido una botella entera de Cautivo de Orfila, un vino amargo en el mejor sentido del adjetivo. También le entusiasma la propina. Alma no está de acuerdo ni con el apetito ni con la propina.
—Es como si, al acabar unas clases sobre Steiner o sobre Tel Quel, los estudiantes me dieran propina. Es un invento pequeñoburgués para que los mozos sigan instalados en el esclavismo. Para que el cliente siga teniendo siempre razón.
Otra vez junto al río. Otra vez la fascinación de las aguas marrones que ahora le parecen pesadas, casi inertes mientras busca inútilmente la otra orilla.
—Al otro lado está Montevideo.
—Eso dicen.
—¿Nunca has estado en Montevideo?
—Creo que sí.
—¿No estás segura de haber estado en Montevideo?
—Estuve en una ciudad que se llamaba Montevideo, estuve en otra ciudad que se llamaba Buenos Aires, seguramente llegué a una ciudad que se llamó Santiago, pero…
—Pero ¿qué?
—Desaparecieron.
—¿Las ciudades?
—Desaparecieron las ciudades, aquellas ciudades llenas de gente que me importaba. Muchos murieron y los supervivientes están muertos.
—Os dividís entre los que sufrieron la represión y los que no la sufrieron.
—¿Quiénes?
—Los amigos del grupo. Supongo que formabais un grupo.
—Cuarenta y seis no viven para contarlo.
—¿Y los otros?
—Un variado muestrario. Vamos a dejarlo en heterogéneo. Nos dividimos entre los santos inocentes: profesores de literatura, artistas fracasados y los que supieron prosperar. Tenemos amigos que se casaron con hijos de la oligarquía. Incluso con hermanas de algún que otro secuestrado por la revolución y el cambio histórico.
—¿Los artistas?
—Yo, una artista de la palabra, Pignatari, un cantante de rock ya demasiado viejo, Silverstein, una mezcla de actor y mentiroso.
—¿Los que han prosperado?
—Güelmes, casi ministro, ¿te dice algo el nombre?
—Me han hablado de él, recientemente, pero no recuerdo quién, cómo, ni dónde.
—A lo mejor fue tu tío. Font y Rius, mi ex marido, tiene una clínica privada y es uno de los gallitos de Villa Freud. Nada más que en Buenos Aires podría haber un barrio de sicólogos y lo llaman, cómo no, Villa Freud. Cuando empezó, Font era partidario de la antisiquiatría de Laing y quería tirar abajo los muros de los manicomios. Decía que la locura era una metáfora. Era un sicobolche. ¿No llegó la palabra ésa a España? En aquellos años le decíamos sicobolche a la mezcla de radicalismo revolucionario y sicoanálisis, una mezcla de Wilhelm Reich y todos los derivados del marxismo. Ahora se hace rico a costa de los locos, es decir, de las metáforas. Para él, la locura ya no es una metáfora. Es un filón. Roberto, el socio de Raúl, otro que tal. Es un pendejo que en realidad nunca se metió en nada. Siguió adelante con las mismas investigaciones de Raúl para ganar dinero, sólo para eso. Para él es como si no hubiera pasado nada. Era un científico, de esos que creen que la ciencia es neutral.
—¿Y Raúl?
—Un fugitivo, siempre un fugitivo. De mi hermana, de sus propios descubrimientos científicos, del compromiso, de los milicos, de mí.
—¿De ti?
—Bueno, sobre todo de mi hermana. Ella tenía el carácter más fuerte de toda la carnada.
Carvalho ha sacado del bolsillo la fotografía del grupo familiar. Se concentra en Raúl. Mira a Alma.
—¿Por dónde empezamos?
Alma desdeña volver a mirar la fotografía y contempla entre divertida y angustiada los cuatro puntos cardinales. Todo cuanto los rodea. Finalmente sus ojos van a parar al agua del río.
—¿Por allá?
Y de sus labios se escapan versos como si fueran una oración irreprimible:
Si dulcemente por tu cabeza pasaban las olas
del que se tiró al mar,
¿qué pasa con los hermanitos que entierraron?,
hojitas les crecen de los dedos,
arbolitos otoños que los deshojan como mudos,
en silencio.
Calla Carvalho con la mirada entre sus manos recogidas, sin atreverse a preguntar a qué Dios ha rezado o de qué Dios es el poema.
—Es de un poema de Juan Gelman.
Las aguas magmáticas parecen haber condenado a una sucia invalidez la eternidad de las riberas llenas de cañizales, más allá las barracas y en una de ellas, sobre un jergón, Raúl tumbado con los ojos fijos en el techo. Luego, la mirada del hombre se dirige a la ventana por la que ha entrado una música cercana, y se levanta para ir hacia ella, filtradiza desde el barrio de barracas. Un grupo de marginados se calienta en torno a una fogata, sobre una loma un improvisado chiringuito miserable, pero emite música, y jóvenes parejas de cuero tratan de bailar un rock. Ratas poderosas, a cientos, parecen un tapiz móvil sobre las basuras. Cuatro motoristas emergen sobre la escombrera. Imposible verles el rostro, semejan guerreros acorazados en corambre y ferretería. Las ratas se apartan enloquecidas al paso de las ruedas. El hombre gordo, ahora gordísimo, realzada su gordura por la miseria del paisaje y el lujo plateado de la limusina de la que ha descendido. Grita a los motoristas:
—¡Hay que encontrarle! ¡Que no escape!
Raúl permanece ensimismado, no muy limpio, despeinado, con barba de días, las manos en torno a un cacillo de hierro humeante. Se revuelve asustado cuando oye el ruido de una puerta al abrirse. Mira en aquella dirección.
—Tenés que irte. Se acerca gente rara.
—¿Estás seguro, Pignatari?
El rostro apenumbrado asiente. Raúl cambia la dirección de su mirada. Se recorta y agranda la ventana abierta. De pronto Raúl Tourón se pone en pie, toma impulso ante el recuadro y se zambulle en el paisaje. El otro hombre le ve caer, rodar por el suelo y correr perdiéndose entre el laberinto de barracas. Los motoristas circulan perdidos por los pasadizos formados por las viviendas de chatarras y cartones, las ruedas encharcadas en aguas residuales. Indiferentes, en el chiringuito las mismas parejas parecen querer bailar siempre el mismo rock.
En las paredes, fotos de Freud, Jung, Lacan, Reich. En fin, un ecléctico, decide Carvalho. Font y Rius es un cuarentón con muchas entradas que acentúan lo que hace cincuenta años se llamaban facciones nobles. Fuma en pipa, firma expedientes y habla con Carvalho sin abandonar su tarea.
—¿Usted sabe lo que firmo? ¿Informes sicológicos? No. Facturas del carnicero. Los locos, como dicen ustedes, también comen.
—¿Carne? ¿Creía que a los locos les va mejor el pescado?
—Si a un loco argentino le quitas la carne se vuelve más loco.
Carvalho contempla las fotos de los maestros.
—Sus maestros. ¿Estarían de acuerdo hoy en llamar locos a los locos?
—Yo tampoco los llamé locos cuando me dejé llevar por la antisiquiatría, la verdad no es una denominación atribuida a Laing en contra de lo que se cree. Cooper fue quien empezó a llamar «antisiquiatría» a lo que hacía Laing y otros experimentalistas como Basaglia. Pero la locura existe. El mal existe.
—¿Y el bien?
—No.
—¿A qué volvió su cuñado Raúl?
Font y Rius deja de firmar. Parece cavilar y recelar.
—No sé, se sentó en esa silla, me miró. No dijo nada. Se fue. No volvió. Es un comportamiento típicamente depresivo, entre una depresión de descarga y una depresión subterránea, no necesariamente patológica.
—Es decir. Su ex cuñado, Raúl, consigue huir a España años después de la muerte de su mujer, la desaparición de su hija y vuelve. Viene a visitarle. Según usted no hablan nada. Se va y eso es todo.
—Aunque parezca increíble, eso es todo. No hablamos de nada porque no pudo balbucear ni una frase. Insultó. Lloró.
—¿A quién insultó? ¿Por qué vino a verle a usted y en cambio no recurrió a Alma? ¿Por qué lloró?
—Insultó a los verdugos del Proceso.
—¿De qué proceso?
—Aquí nos inventamos un eufemismo para hablar de la dictadura, era el Proceso, Proceso de Reorganización Nacional, lo llamaron los militares. Para unos, el proceso de normalización del país, para otros de exterminio. Todas las dictaduras enmascaran su imagen, y el lenguaje es un recurso de enmascaramiento. Si a la crueldad la llamas firmeza deja de ser crueldad.
—Es cierto. En España tuvimos un rey al que los historiadores de derechas le pusieron el Justiciero y los otros el Cruel.
—¿Ve lo que le digo?
—¿A quién más insultó?
—A nosotros también. Los supervivientes le parecían sospechosos. A lo mejor no fue a ver a Alma porque se parece demasiado a Berta o porque no quería insultarla.
—¿Por qué o por quién lloró?
—Creo que lloraba por sí mismo. Aunque a veces parecía llorar por la nena.
—¿A usted le insultó especialmente? ¿Por qué?
—Porque me negué a desaparecer. Todos ellos son unos desaparecidos. ¿Ha visto a Alma? ¿Parece real, no es cierto? No. No es real. Toda esa gente desapareció hace veinte años. Cuando se negaron a crecer.
—¿Por eso se separó de Alma?
—Nos separaron los militares. Es decir, la historia. Porque todo eso ya es historia. Una historia que cada vez interesa a menos gente. Basta calcular la diferencia cuantitativa entre los que desaparecieron y los que no desaparecieron. Siempre ganan los que se niegan a desaparecer.
—¿Y la niña?
—Alma la buscó desesperadamente. Todavía la busca a través de las abuelas, de la organización de las abuelas de los niños desaparecidos.
—¿Las madres de la plaza de Mayo?
—No, eso ya es folklore simbólico. Ésas están locas.
Por la ventana del jardín se ve a los locos convencionales dando vueltas obstinadamente. El siquiatra ha adivinado la asociación de ideas e imágenes que pasa por la cabeza de Carvalho. Tal vez se arrepiente de lo que ha dicho.
—Esas mujeres están locas de soledad e impotencia, y cada vez que se reúnen en la plaza de Mayo es como si convocaran los fantasmas de sus hijos. Un rito.
Es su estreno en la cultura y querencia de los cafés de Buenos Aires, sus ámbitos maravillosos pasan por encima del horrible organicismo de la mayor parte de cafés españoles y se muerden la cola reinventando el tiempo que cabe en los cafés modernistas, décos, racionalistas. Madera. Madera. Madera. Los generosos bosques argentinos convertidos en domesticados revestimientos para tomar el té, el exprés, la conversación fluida y musical, castellano con eufonía italiana. Es su primer café. Se llama Tortoni, y al pronunciar el nombre, Alma parecía pronunciar el de un templo. Avenida de Mayo, Piedras, tragaluces pintados, luces embalsamadas por las maderas trabajadas y los estampados de las paredes, espejos románticos, tapicería en cuero rojo, billares y salones como de familia para clientes familiares, en las paredes la iconografía de los cafés y su tiempo, precisamente en este que parece haber conservado su propia lógica del tiempo.
No está lejos físicamente la plaza de Mayo y su noria de madres, pero emocionalmente parece en los antípodas de estas señoras apacibles que conversan a sorbos de café o de chocolate. Carvalho quisiera presentir el clima de reivindicación de más abajo, en el tramo de la plaza que aborda la Casa Rosada. Pero entre la noble ebanistería perfumada por excelentes cafés, aguardientes, reposterías y helados, la Historia no tiene nada que hacer, y hombres y mujeres parecen, como siempre, simples tratantes de sus vidas o sus mercancías.
—A pocos metros unas madres reclaman a sus hijos muertos y aquí nadie les hace ni caso.
—Y afuera muy poca gente.
Alma parece desorientada por la sorpresa de Carvalho.
—Individualmente tendemos a olvidar lo malo que hicimos o lo que nos pasó. ¿Por qué no colectivamente?
—A veces me salen ramalazos de ingenuo colegial resistente.
—La ética de la resistencia. Esa morirá con mi generación, y a mi propia generación le queda muy poca.
Hay que descender hasta encontrar el piquete circular de las mujeres, con alguna pancarta y sobre la pechera, como trofeos, las fotografías de sus hijos desaparecidos. Algunas pecheras parecen todo un universo de vacíos. Pocos curiosos del lugar, algunos extranjeros con alma de turistas éticos o de simples turistas. Pero dominan a partes iguales la emoción, la curiosidad y la indiferencia, incluso un cierto hastío en bonaerenses molestos por «la mala fama» que la buena memoria histórica reporta a la ciudad.
—¿Han explicado por qué se manifiestan? ¿Acaso ignoran que sus hijos están muertos?
Una ráfaga de cólera pasa por los ojos de Alma.
—Si aceptan que están muertos, dejan de ser una acusación contra el sistema. Si aceptan dinero en concepto de indemnización es como si disculparan al sistema. ¿Cuántos cómplices tuvieron los milicos para hacer lo que hicieron? A pesar de todo, esta manifestación de las madres de Mayo ya se convirtió en una atracción turística más. Yo trabajo con las abuelas. Ellas buscan sistemáticamente a los chicos adoptados, secuestrados, vamos, por los milicos, como mi Eva María. Esos chicos existen. No son entelequias. Mi sobrina. Ahora ya debe de tener veinte años. ¿Quién podría reconocerla?
La manifestación está a punto de disolverse. La Bonafini, la madre líder, empuña un megáfono y saca la conclusión política del encuentro: volveremos para que nuestros hijos no se borren de la memoria de infamia. Nos los quitaron vivos. Deben volver vivos. En otros pueblos del mundo otras madres están buscando a sus hijos. La barbarie del sistema no cesa. Carvalho y Alma atraviesan la calle que separa a las manifestantes de la puerta de la Casa Rosada. Carvalho convoca todas las imágenes que tiene almacenadas sobre una de las casas de gobierno más famosas del mundo.
—¿Querés entrar? ¿Preferís subir hasta la puerta del Congreso? Un día por semana se manifiestan los jubilados. Parece una colección completa de viejos hermosos. ¿Querés entrar en la Casa Rosada?
—¿Tan fácil es?
—Está llena de antiguos amigos. Incluso de antiguos militantes. El menemismo quiso desintegrar a la izquierda integrándola, como el PRI en México. Es suficiente que les diga mi nombre en la recepción para que se me abran las puertas hasta de direcciones generales.
—No tengo el día para conceder audiencias.
—Cuando me necesites silba y vendré.
Y fiel a lo que ha dicho, Alma le da la espalda y se va, extrañamente molesta con Carvalho o consigo misma o con el escenario, con Casa Rosada y madres incluidas. Carvalho la alcanza.
—Quiero ir a ver la casa de Raúl y Berta. ¿Me acompañas?
—Pero ¿por quién me tomas, gallego? Ya tengo el cupo de morbo saturado. No. ¿Qué te crees, que no tengo nada más que hacer que acompañarte?
—¿En qué te he molestado?
Pero Alma ya está tan distante que sería violento volver a perseguirla, porque ella corre para que no se le escape el colectivo. Un taxi sube desde Puerto Madero y Carvalho lo dirige hacia La Recoleta, para hilvanar lo que recuerda del libro sobre Buenos Aires de Vázquez Rial que leyó antes de salir de Barcelona, entre las ganas y las desganas de enfrentarse a un libro como lector. Dentro del acomodado Buenos Aires Norte cabe más de un barrio, dice el autor y varias zonas tienen carácter propio como La Recoleta, presidida en uno de sus límites por un cementerio cantado por el joven Borges. A estos barrios llegaron los ricos de Buenos Aires fugitivos de la ciudad portuaria asaltada por las epidemias y más tarde prosiguieron su hégira hacia barrios más selectivos, como ha ocurrido en todas las ciudades del mundo que son algo más que una ciudad. Allí están los gomeros de los que habla el guía, con las muletas de cemento que permiten a las viejas ramas seguir siendo viejas ramas, y frente a ellos el cementerio de «La Recoleta», tan cantado por Borges, siempre Borges, como un convidado de piedra en todos los imaginarios de Buenos Aires. Entra en «La Recoleta» en busca del panteón de Eva Duarte de Perón, de lo que queda de un cadáver tantas veces embalsamado, torturado, roto, violado por la locura de un militar antiperonista y necrofílico que se enamoró del alma helada de la enemiga muerta. Las flores llenan de compasión la geometría de la piedra y dos mujeres jalean el recuerdo de Evita como si ella las estuviera escuchando desde las profundidades en las que ha sido enterrada para evitar nuevas profanaciones.
—¡Ay, Evita! ¡Tan lejos de Chacarita, donde yace Perón!
Es un panteón responsable, de ricos, familiar, homologable en un cementerio de calles tan racionales y amplias como las del barrio de La Recoleta, con fincas de aldabas de bronce recién pulimentado y portones de maderas de los mejores bosques, signos externos de ser alguien para los que viven protegidos por porteros con oficio, como el que atiende la casa en la que moraron Berta y Raúl hasta la noche del asalto. El portero uniformado saca brillo a los dorados de la escalera y no tiene ganas de contestar al evidente «gallego». Mientras Carvalho espera la respuesta, una vieja vecina trata de meterse en el ascensor.
—No funciona.
La vecina resignada empieza a subir la noble escalera de mármol.
Ahora el portero parece tener ganas de sincerarse.
—En este barrio lo único que funcionan son los porteros.
—¿El señor Raúl no le pidió la llave de su piso?
—¿De qué Raúl me está hablando?
—Ya le he dicho que soy el primo de un antiguo vecino, Raúl Tourón. Quisiera encontrarle y quizá haya pasado por esta su antigua residencia.
—¿Ah, usted quiere decir el profesor Tourón? Vivió aquí hace muchos años. Aunque no por mucho tiempo.
—¿Ha vuelto recientemente?
—Sí. Pero no le di la llave. Ni siquiera me la pidió. Si me la hubiera pedido no se la habría podido dar. El piso estuvo precintado después de la noche del allanamiento. Y después se lo devolvieron a los propietarios, el doctor Tourón lo tenía alquilado nada más. Los propietarios están vendiendo los pisos de este barrio, sobre todo a europeos y a norteamericanos. Muchos españoles compraron pisos baratos. La Argentina estuvo en venta, aunque ahora los precios subieron y esto empieza a ser muy caro para los extranjeros.
—¿Qué hizo exactamente el señor Tourón?
—Primero estuvo un rato ahí en la calle, en la vereda de enfrente, con miedo a entrar. Un buen rato. Después cruzó la calle, abrió la puerta, fui a pedirle explicaciones, porque, aunque su cara me decía algo, había cambiado mucho. Me llamó por mi nombre. Matías. Yo le pregunté. Usted es el doctor Tourón, ¿no? Dijo que sí con la cabeza. Me preguntó, ¿y la nena? No sé nada, doctor, yo nunca supe nada. Y entonces se fue por donde había venido.
—¿Es cierto que usted nunca ha sabido nada?
—Un portero lo sabe todo y no sabe nada. Veo entrar y salir gente. Casi siempre sé quiénes son, y cuando no lo sé lo pregunto. Y así años y años. Le saco brillo a los metales y le saco el polvo a las alfombras. Si usted sube a uno de estos pisos lujosos, probablemente hoy no le podrán ni invitar a un café, porque las cafeteras son eléctricas y no hay electricidad. ¿Me explico?
—Sin duda. Pero yo no le entiendo.
—Eso es lo que quería, explicarme y que usted no me entendiera.
—Bien. El doctor Tourón regresa tras un largo exilio, viene aquí, hace preguntas lógicas, se va. Durante estos años su cuñada, Alma. ¿Tampoco ha venido?
El portero ha perdido las ganas de filosofar. Sus ojos se han puesto fríos y sus manos se adhieren a la gamuza sacabrillos como si le fuera en ello la vida.
—No puedo decirle más, porque no sé nada más y ya hablé más de la cuenta. Un noventa y nueve por ciento de los argentinos no le hubiera contestado nada a todo lo que usted ha preguntado. Las historias del Proceso no fueron cosa de porteros. Nosotros lo único que hicimos siempre fue ver entrar y salir.
Es un lema, pero también es el nombre de la razón social. «Nueva Argentinidad». Carvalho recuerda de pronto la conversación del avión con el gordo. El mundo es un pañuelo. El instituto de investigación alimentaria y de conducta animal en el que había trabajado su primo antes de la dictadura se llama ahora Nueva Argentinidad, y aunque ése sea su nombre, el edificio es neoclásico años cuarenta, con tufillo mussoliniano, y las exaltaciones nacionalistas asaltan continuamente al visitante. Datos de producción, exaltación de la raza vacuna argentina, de la caballuna, incluso de la humana. Carvalho avanza por interiores de pulcritud científica, precedido por una muchacha vestida con una bata blanca insuficiente para ocultar el esplendor del culo y las piernas, y Carvalho no puede resistir el reclamo de la obviedad.
La puerta del laboratorio se abre y aparece uno de los gordos más gordos de este mundo, aunque Carvalho tardará algunos segundos en reconocer la ficha fotográfica que su memoria le envía como un fogonazo. Es el gordo aéreo. El hombre finge desinteresarse de Carvalho, dedicado también a fingir interés por el laboratorio prototipo, con sus jaulas de ratas y su atrezzo científico que a Carvalho siempre le ha parecido alquímico. Por fin se presenta Roberto Améndola. Es un hombre enorme, física, cínica, juguetonamente. Todo en sus manos y en su boca parece pequeño. Contempla a Carvalho como si fuera un ratónenlo.
—Raúl y yo hicimos la carrera de biología juntos. Ganamos las oposiciones juntos. Dirigimos este laboratorio juntos. Afortunadamente yo no me casé y desgraciadamente él se casó. Berta, su mujer, era como una mezcla de Marta Harnecker y Evita Perón. ¿Sabe usted a qué hembras me refiero?
—En cuestión de hembras soy una enciclopedia.
—El a Berta le dejaba hacer lo que quisiera, se dejaba llevar. Él era brillante. Yo tenaz. Impropio. ¿Por qué? Porque él era hijo de inmigrantes recientes y le tocaba el papel de tenaz. Yo desciendo de una familia que se estableció acá desde los tiempos de Rosas. Un buen linaje para la Argentina. A mí me tocaba ser brillante.
—Él se metió en líos políticos y usted no.
—En eso sí que le traicionó la condición inmigrante. Tenía algo de rebelde, pero con corbatas de seda italianas, un departamento en La Recoleta y un coche europeo de importación. En realidad las que le metieron en política fueron su mujer y su cuñada. Esas dos chicas tenían una visión masculina de la Historia.
—¿Usted la tiene femenina?
—Digamos que asumo un rol femenino convencional. Soy pasivo ante la Historia. Me parece más interesante la memoria biológica de los animales que la memoria histórica de los hombres. ¿De qué sirve hoy en día la memoria histórica?
—¿Recurrió a usted cuando volvió?
—Sí.
—¿Qué quería?
—No sé. Si le digo la verdad, no sé. Me habló de sus trabajos, del punto en el que los había dejado. Ya estaban muy superados, pero le ofrecí ayudarle para que recuperara su puesto en este departamento. No se gana tanto como antes, porque no se consiguen contratos con empresas privadas y el Estado paga mal. No le gustó nada que esto se llamara Nueva Argentinidad. Dijo que era un nombre fascista. Necesité nuevos socios y tanto ellos como todos los argentinos necesitan creer en la argentinidad después de tanta mierda como nos echamos y nos echaron encima. Antes era más fácil. ¿Sabe cómo conseguimos vivir bien, muy bien, antes y ahora? Aplicamos parte de nuestros descubrimientos para fabricar raticidas.
Los ojos interiores de Carvalho tratan de distanciarse a sí mismo junto al científico, en la generalidad del laboratorio diríase que construido para ser cárcel de ratones desde el miedo a que los ratones algún día construyan cárceles para hombres. Los animalitos tratan de adivinar el lugar de la huida con el hocico o tal vez la estén imaginando. La voz del investigador llega como un ruido con voluntad de información.
—La conducta de estas ratas nos enseña cómo hay que hacer para destruir a las demás ratas, pero también cómo hay que hacer para salvar al hombre. Cómo hay que hacer para salvar al único animal que no merece vivir. Por ejemplo, mejorando su alimentación. ¿Qué sabe usted de ludines?
—Es curioso. Es la segunda vez que me preguntan algo semejante. Casi nada. ¿Hay que comerlos?
—Las vacas se van a comer los ludines y nosotros a las vacas.
—Parece un proyecto casi histórico y muy extendido.
Roberto ha quedado ensimismado y Carvalho respeta su huida durante unos segundos.
—Raúl. ¿No le dijo nada sobre sus intenciones?
—Todo su discurso fue entrecortado, pero sereno. Me habló de ratas, me dijo que cuando él fue rata estuvo detenido en una mazmorra subterránea aireada por una rejilla cenital, a veces miraba hacia arriba y creía vernos a los dos examinándole. Vos y yo, me dijo, estábamos ahí encima de la rejilla, examinándome, y yo quería portarme como una rata útil, como una rata serena, a veces impaciente, graciosa, como una rata que miraba el reloj, pero…
—¿Qué?
—No tenía reloj. Por lo visto no les dejaban tener reloj.
Parece divertirle la situación imaginada. Pasa junto a ellos la pletórica muchacha, posiblemente su ayudante. El detective le mira el culo y las piernas. Roberto capta el interés.
—Eso se consigue con mucha proteína cárnica, amigo, mucho bife de chorizo. Nuestros culos están llenos de argentinidad. ¿Quiere ver la Argentina profunda?
Los ojos de Roberto se van hacia el cartel de la vaca. Los de Carvalho también. «Fundación Nueva Argentinidad», consta en la puerta. Más allá de la ventana merodean motoristas rigurosamente disfrazados de motoristas inquietantes. Roberto abre el paso a Carvalho y lo lleva hacia un establo de película probablemente norteamericana donde no falta ningún adelanto. Vacas memorables. Muy bien cuidadas.
—Primero los lupines… recuerde, luego la vaca, el hombre, la riqueza, la saciedad. Otra vez el futuro.
Atraviesa las cercas, palpa las vacas, las besa, Carvalho no sabe si reír o preocuparse. Mira alrededor por si alguien contempla la escena, pero no advierte que tras un visillo corrido un hombre enjuto, con cubitos de hielo gris pálido en los ojos los está mirando, y a su lado el hombre gordo del avión parece querer recuperar las mandíbulas bajo los mofletes porque las tiene apretadas. El hombre enjuto, atlético, cincuentón contempla la escena y le comenta:
—Es un imbécil. ¿Por qué ha atraído hasta aquí al gallego?
—Es un inseguro, capitán, se lo dije. Nos va a dar un disgusto. El asalto del loco de Raúl de la otra noche lo tiene desconcertado.
—Debí machacarlos a todos hace veinte años. Ese hijo de puta no es suficiente para darme disgustos a mí. Maldita sea la hora en que se me ocurrió pactar.
Roberto, en la distancia, sigue teorizando sobre las vacas. De pronto se detiene. Al otro lado de la cerca ha visto a Raúl que le está mirando desde una hondonada. Roberto va a decir algo pero no puede, como si la mirada de Raúl, semioculto, le paralizara el cuerpo y la voz. Sale de su sorpresa y su parálisis, balbucea una excusa hacia Carvalho, da media vuelta y corre hacia la casa de la Fundación. Irrumpe en el salón donde estaban el gordo y el Capitán, que le miran fulminándole.
—¡Está ahí, acabo de verlo!
El gordo va a por él y pregunta:
—¿Quién?
—¡Raúl!
El Capitán acude a la ventana. Sólo se ve a Carvalho filosofando a costa de las vacas. El gordo sale por otra puerta y corre haciendo aspavientos hacia los motoristas. Las motos rodean el edificio y avanzan hacia el lugar donde Carvalho se ha detenido, sorprendido ante el encono puesto por los motoristas en llegar a su altura. No tiene tiempo de preguntar nada. Dos ángeles negros de cuero se le echan encima y le derriban, encaja dos puñetazos, y cuando trata de zafarse del tercero, más allá de las caras enmascaradas de los motoristas cree ver al hombre gordo del avión descompuesto y vociferante.
—¡Boludos! ¡A éste no!
Y Carvalho pierde el conocimiento.
Raúl ha corrido por una quiebra del terreno y cae sin resuello junto a un canalillo. Se alza sobre sus codos y no percibe peligro en la lejanía. Se arrodilla para sacar agua del canal con las manos como cuenco, y le paraliza el rostro tembloroso que le devuelven las aguas. Los ojos desorbitados de un hombre. Raúl. El mismo. Maltratado. Con barba de días, como si no hubiera salido todavía de aquella fosa de cemento cubierta por una rejilla sobre la que se instalaban las botas de los milicos con todo el peso del mundo. En sus ensoñaciones de entonces, a veces se desdoblaba y se veía a sí mismo sobre la rejilla, junto a Ricardo, comentando las reacciones de su otro yo prisionero, una rata, una rata de laboratorio. Allí estaban, vestidos con la bata blanca, contemplando al Raúl torturado con la misma asepsia con la que contemplarían a un ratón. Tal vez sobrevivió porque fue capaz de salir de sí mismo y verse como una rata de laboratorio de tortura, de comprender las claves objetivables de su situación. Pero ¿por qué estaba siempre Ricardo allí, cómplice de su otro yo científico, torturador de ratas? Incluso comentaban con voz neutra los chillidos de la rata. Raúl, fuera de sí, a punto del bloqueo mental por el dolor y el miedo. Y junto a los dos científicos aparecía de pronto el Capitán con su ágil crueldad parsimoniosa.
—¿Quiere salir a la calle, doctor Tourón?
O bien:
—¿A quién matarías, hijo de puta, por asomar la cabeza al exterior?
Era el mismo Capitán. El mismo que aquella vez le sacó a pasear en su propio coche. No era ninguna garantía de supervivencia. Los torturadores de pronto te sacaban de la caverna a donde sólo te llegaban las sombras de la realidad y te permitían durante una, dos horas, circular por las calles donde te esperaban tus vidas aplazadas. Te llevaban al cine. Al restaurante. Te enseñaban las facturas de los ramos de flores que en tu nombre habían enviado a su mujer, a tu madre. El Capitán le llevó a ver El guateque de Peter Sellers, y a los pocos minutos él y su torturador reían, en un descanso de sus papeles reales, porque luego, de vuelta a su encierro, nada garantizaba que la amabilidad se perpetuara y que una paliza o un tratamiento de picana no le sumergiera de pronto en la única realidad posible. Y no podías aprovechar las escapadas para huir porque toda clase de amenazas rodeaban a tu familia, a ti mismo, y por debajo o por encima de las amenazas, el síndrome del secuestrado agradecido.
—Es una idea excelente, señor Tourón —le dijo un día el Capitán en una de sus salidas—. Y es suya. ¡El secuestrado agradecido! Recuerdo que en sus investigaciones sobre la conducta animal usted reflexionaba muy agudamente sobre el premio arbitrario y escaso, como excepción gratificante del castigo arbitrario y constante.
Y un día le permitieron ver a su padre. Era la señal de que no iban a matarle, de que no iba a desaparecer o de que también desaparecería el viejo. Pero estaba muy entero. Muy seguro de sí mismo y el Capitán parecía respetarle. Pudieron hablar a solas pero nada se dijeron. Nunca más se dijeron nada. Ni mientras días después volvían a España. Ni en España durante casi veinte años. Sólo el día antes de su regreso huida a Buenos Aires, cuando se lo comunicó, un hecho consumado, y el viejo se limitó a decir:
—La suerte está echada. Todo ha sido inútil.
Los estudiantes la escuchaban quizá porque parecía una madonna madura, en el rostro cicatrices suaves y diríase que trazadas con permiso. Aula de universidad empobrecida, como a la medida de una cultura depauperada. Alma habla desde detrás de la mesa alzada sobre la tarima, y Carvalho se ha infiltrado en la estancia por el resquicio de la puerta entreabierta, a las espaldas de los estudiantes cuidadosamente destartalados en el marco de una aula descuidadamente destartalada, espacio envejecido y mercenario, ajeno al espíritu de las palabras que salen de la boca carnosa y pálida de Alma.
—La crítica contra el lenguaje que se habla entre los marginados como si fuera un no lenguaje, enmascara que todo lenguaje se ha convertido en un no lenguaje. Prestemos atención a los mensajes más habituales que nos llegan de la política o de la publicidad. No pretenden transmitir conocimiento, ni verdad, ni misterio, sólo pretenden convencer. Todos jugamos a fingirnos convencidos, desde la sospecha de que no vale la pena sospechar, ni dudar, y mucho menos negar. Steiner se plantea románticamente si todavía es posible esperar el retorno del misterio de las palabras tal como se daba en los orígenes de la poesía trágica.
La profesora está tan hermosa como segura de sí misma y escéptica.
—¿Por qué se hace esta pregunta Steiner? ¿Acaso no la hace desde la falsificación de su propio lenguaje? ¿No está fingiendo una nostalgia imposible?
Silencio.
—Muchas gracias por su silencio. Mañana nos ocuparemos del tema desde la perspectiva de Mythologies de Roland Barthes.
Mientras se abre paso entre los cuerpos jóvenes, Carvalho estudia los gestos rutinarios de Alma, la sabiduría rítmica con que recoge los libros, se ajusta la rebeca, se pone en pie y adapta los bonitos músculos a un excelente esqueleto de mujer de cuarenta años. Se pone la breve sonrisa de retirada y cuando levanta la cabeza para adivinar qué pasillo le conviene más para la huida, ve a Carvalho detenido al pie de la tarima.
—El gallego enmascarado. ¿Te interesan Steiner o Barthes?
—¿Es un dúo de tanguistas? ¿El ala izquierda del Boca Juniors?
—No me hagas hablar más. Tengo sed. Sed de agua.
—La sed de agua es primitiva, la sed de vino es cultura y la sed de un buen cóctel es sin duda la más elevada.
Es entonces cuando Alma ve las huellas de los golpes en el rostro de Carvalho y una tirita transparente en la comisura de un labio.
—¿Qué te pasó?
—Me han pegado por error. Creían pegarle a Raúl y me han pegado a mí.
Alma ha perdido la ironía y mira alrededor como si el nombre de Raúl sólo pudiera producir alarma y desgracia. Carvalho le abre camino y ella le seguirá sin resistirse y sin darse cuenta exacta del recorrido hasta que se encuentra dentro de un club inevitablemente enmaderado, con una lista de cócteles entre las manos. No la mira. Sigue pendiente del rostro de Carvalho.
—¿Me lo vas a explicar de una vez o no?
Pero se cierne sobre ellos la presencia del camarero. Carvalho examina la lista de tragos ofrecida en la carta, la cierra y se la entrega al camarero.
—Sorpréndame.
—¿Quiere un Maradona?
—¿De qué va?
—Bourbon, jugo de durazno, de limón, naranja, ramita de menta fresca y frutillas.
—¿Qué tiene eso que ver con Maradona?
—Probablemente nada. Pero si el señor es español.
—¿Se me nota?
—Ustedes los españoles son casi tan inconfundibles como los argentinos.
—No me había dado cuenta. Continúe. Si fuera español, ¿qué me ofrecería?
—Tal vez un «quinto centenario».
—Descúbramelo.
—Pisco, vino blanco y unas gotas de jerez dulce.
—Socorro.
Alma ha reído a pesar de que tiene los ojos preocupados e interrogantes en cuanto el camarero se marcha.
—Fui a ver a Ricardo, el ex socio de Raúl. Mi primo había pasado por allí y volvió a pasar. Resulta que las investigaciones forman parte de una fundación que se llama Nueva Argentinidad, una fundación que me resulta familiar desde el comienzo del viaje. En el asiento contiguo del avión venía uno de los promotores, me habló de Nueva Argentinidad, de Güelmes.
—¿De Güelmes?
—De vuestro casi ministro Güelmes. Mientras Ricardo me estaba enseñando las mejores vacas argentinas, al parecer creyó ver a Raúl y salió corriendo. De pronto se me echaron encima dos motoristas, motociclistas, como los llamáis vosotros, y empezaron a zurrarme, pero antes de perder el conocimiento tuve tiempo de ver a mi compañero de viaje, a un gordo de película de la serie negra que daba órdenes a los motoristas.
—¿Y qué te dijo Ricardo?
—Me curó. Me pidió disculpas y me habló de la manía de Raúl por volver a aquel lugar. Primero fue una visita de toma de contacto, luego se metió en el laboratorio una noche y lo puso patas arriba y finalmente se había presentado hacía unos minutos. Lo curioso es que cuando le hablé del hombre gordo, del hombre que yo había conocido en el avión y que estaba detrás de los motoristas, puso cara de científico ante un conocimiento improbable o inútil y me aseguró que lo único gordo de Nueva Argentinidad eran las vacas. El encuentro del hombre gordo en el avión me huele a chamusquina. Sin duda sabían que yo iba a venir desde España. He pensado que han controlado tu correspondencia con mi tío o tus contactos telefónicos con él. ¿De qué otro modo podían saberlo?
Alma no tiene tiempo de aterrorizarse, aunque tiene ganas. Dos «quintos centenarios» cayeron del cielo y rompieron la confesión de Carvalho. Alma esperó a que el hombre probara el mejunje y a que guiñara un ojo al camarero y dictaminara.
—Muy refrescante.
Se va el camarero protocolariamente satisfecho.
—Horroroso, ¿no?
—He tomado cosas peores. ¿Qué te ha parecido mi aventura?
—¿Por qué te golpearon? Es decir, ¿por qué Ricardo dejó que golpearan al que pensaban que era Raúl?
—Me dijo que el asalto nocturno de Raúl había sentado muy mal.
—¿Y vos te lo creíste?
—No. Pero tampoco puedo creer otra cosa. Por cierto, no volveré a ir a tus clases.
—¿Por qué? ¿Tan mal lo hago?
—Tú eres una pesimista sobre el lenguaje, pero te ganas la vida hablando y analizando el lenguaje de los otros. ¿No crees en lo que dices?
—Hablo para ganarme la vida y digo lo que se espera que diga. ¿Vos no sos un pesimista?
—He de buscar a un primo que no conozco en una ciudad que desconozco. Las personas que más le tratasteis podríais ayudarme. ¿Seguro que tú no le has visto?
Alma le aguanta la mirada.
—No.
—¿Por qué? No lo entiendo.
—No quiso verme. Tal vez le recuerdo a mi hermana. Nos parecíamos demasiado.
—Tal vez.
Alma cambia de conversación. Bebe un sorbo del vaso.
—Yo también he tomado cosas peores.
—¿Qué te parecía tu cuñado?
—Un industrial de la ciencia. En realidad quería hacer negocio con sus descubrimientos. Era un conductista que enseñaba a tratar a los hombres como si fueran ratas.
—¿Berta estaba de acuerdo?
—No. En un momento dado pensó que a lo mejor los descubrimientos eran positivos para la causa, pero muchas veces me explicó sus dudas. Raúl, como todos los que vienen de las clases populares, casi siempre llevan un hermano gemelo enquistado que quiere ser rico, aunque su padre ya era un hombre rico. Pero basta de hablar de Raúl.
—¿Qué os pasó?
—Así, ¿en general?
—No. La noche en que os detuvieron. ¿Cómo sobreviviste? ¿Qué ocurrió exactamente con la niña?
Alma rechaza con la cabeza decir algo, pero finalmente piensa, habla como si no necesitara ser escuchada, incluso interpreta diferentes papeles de los que intervinieron aquella noche.
—Entraron a patadas, entre gritos, insultos, con los fierros en la mano. Estábamos en el piso de Raúl y Berta. También había otros compañeros que no vivieron para contarlo. Font y Rius, mi marido, sí, mi marido. Pignatari había escrito un rock especial dedicado a Eva María, la niña era como la mascota del grupo, y lo había grabado en una cajita de música. ¿Alguna vez escuchaste un rock metido en una cajita de música? Y de repente llegaron ellos. Fue como un zafarrancho de combate. Berta agarró una pistola y les hizo frente. Entonces ellos se parapetaron en el hall de entrada mientras iban avanzando, Raúl contra el suelo le gritaba a Berta que no se resistiera. ¡No seas boluda, que nos matan, la niña! ¡No seas boluda que nos van a matar, la nena! ¡Nos rendimos! A cambio de la vida de la nena. ¡La nena! Entonces pensé en Eva María, dejé la pistola, corrí hasta la cuna. Era una bebita de un año, la alcé. No pensaba en nada y a lo mejor por eso pude salir, sin pensar en nada. Salí con mi Eva María. Las balas se paraban a nuestro paso.
Retorna a la realidad. Alma mueve los brazos como si aún llevara a la niña. Carvalho detiene con una mano el balanceo acuñador de su brazo, pero no detiene la voluntad de confesión.
—Días después me enteré por los diarios que Berta había muerto en el tiroteo. Pensé que era el momento de volver a casa o al menos a la de mis padres para entregarles a Eva María. Yo había sobrevivido escondida, como una alimaña, sin poder recurrir a nadie. Fui a casa de mis padres. Los milicos estaban allí. Ni pude ver a los viejos. Me detuvieron. Se llevaron a la bebita.
Va a volver a romperse. Carvalho la disuade.
—Ya está bien. Por hoy ya está bien.
—Tenés razón. Me hiciste hablar de lo que nunca hubiera querido volver a hablar.
Ya no es una Alma conmovida, sino irritada consigo misma y con Carvalho la que le mira con ojos enfurecidos y da por terminada la confesión y el encuentro. Se levanta y deja a Carvalho boquiabierto y enfrentado a la evidencia de que Alma le acaba de dejar plantado por segunda vez.
Todas las oficinas crediticias de derechos humanos se parecen, sobre todo si han nacido y crecido de abajo arriba, empujadas por cualquier colectivo de víctimas de lesa humanidad. Apartamentos precarios, muebles de desguaces, carteles que proclaman esperanza bajo luces a la vez llamativas y usureras de neón y gentes con maneras conventuales, animados por la secreta alegría de todo aquel que se ha liberado de una parte de su egoísmo. Es decir, gentes solidarias, mujeres casi todas en este caso, entre la tercera y la cuarta edad, pulcras pequeño-burguesas que descubrieron la crueldad de la Historia durante el Proceso y en su propia familia. Todo el que penetra en el local entrega y recibe una invisible tarjeta de crédito ético, un Master Card de solidaridad. Lo nota Carvalho en el bolsillo de la chaqueta situado sobre el corazón en cuanto le expone su problema a una anciana tan miope que tras las dioptrías le sonríen a la vez cinco ojos sumergidos y superpuestos, tanto como una delgada boquita pintada con carmín suave, a la medida para un hablar dulce. La anciana le da la espalda mientras se adentra por un pasillo que lleva a la memoria dolorosa y guardada de las abuelas que buscan a sus nietos vivos, pero tan desaparecidos como sus padres, a raíz de la operación secuestro de la Junta Militar. A Carvalho le conmueve todo lo que le rodea, incluso la inercia rutinaria que ya se revela en algunos comportamientos burocráticos, la pátina de la costumbre sobre las pieles más sensibles, incluso sobre las carnes más despellejadas. Y vuelve la vieja con una gran carpeta blanca. La husmea antes de abrirla.
—Les tengo dicho que me pongan esas bolitas contra la humedad.
Y mete todos sus ojos insuficientes y oceánicos en el hojear del contenido de la carpeta hasta…
—Ya me ubico… ya me ubico…
… ubicarse y devolver la mirada a Carvalho.
—Eva María Tourón Modotti. Todas las pistas se detienen en el momento en que se la quitan a su tía, Alma. Un bebé desaparecido, muy bien desaparecido. Aquel operativo lo dirigía el capitán Ranger, aunque los detenidos lo recuerdan como Gorostizaga. Nadie sabe a ciencia cierta cómo se llamaba. ¿Quiere verlo?
Le tiende un recorte de prensa. Alguien condecora al capitán Ranger. Puro músculo y fibra, ojos que se hacen obedecer, la mueca del desprecio sonriente en los labios, entradas en el cabello, triangulares, isósceles.
—Un héroe de las Malvinas.
—¿Han hablado con él a propósito del operativo?
—Oficialmente no se demostró nada sobre su participación en la detención y el secuestro. Los archivos están vacíos. Lo sabemos por datos propios aportados por la tía de la niña, la doctora Alma Modotti, y por otros supervivientes. Pero ni siquiera se los puede acusar a los jefes de operativos de todo el tráfico de niños. A veces desaparecían en estamentos inferiores. Ranger es un seudónimo que le pusieron porque se mandaba la parte de haberse formado en la escuela de marines de Panamá, allí donde los yanquis prepararon a todos los militares carniceros de América Latina.
—¿Ni una pista?
—Nada. Pertenece a esos casos oscuros, oscurísimos que después, cuando se solucionan a veces, los teníamos a un palmo delante de la nariz. A veces estamos ciegos ante lo evidente.
A pesar de la miopía, capta la sonrisa irónica de Carvalho.
—Y no hablo por mí, que tengo todas las dioptrías de este mundo. Cada embarazo me costaba tres dioptrías. Cuatro embarazos.
Es cuando Carvalho percibe que sobre la pechera lleva tres retratos prendidos con alfileres. La mujer podría echarse a llorar, pero le sale firme la conclusión de su secreta lógica.
—De mis cuatro hijos únicamente me queda una chica, vive en Suecia. Dice que no vuelve a la Argentina ni aunque Menem le envíe el Ferrari a buscarla.
—¿Algún nieto en los archivos?
—Un chico recuperado y una chica por recuperar.
Carvalho le desea suerte con un gesto. Luego le deja una tarjeta.
—Si sabe algo sobre el bebé Tourón Medotti.
—¿Bebé? Ahora será una piba de casi veinte años.
Cuando Carvalho salió a la calle tenía los ojos tan llenos de humedad que temió reconocerse a sí mismo que estaba llorando. La humedad es la humedad. Las lágrimas son las lágrimas.
No es fácil abrir una puerta con los brazos ocupados por dos bolsas y con el cerebro obsesionado por un absurdo ahorro de tiempo que impide dejar las bolsas en el suelo, abrir la puerta, retomarlas y hacer cada cosa a su tiempo. Mientras Carvalho actúa amontonadamente, piensa en cómo debería moverse para ser más eficaz, pero cuando consigue dejar las bolsas sanas y salvas sobre la mesa, se alegra de haber burlado su propio sentido de la racionalidad con el mérito añadido de que la habitación está a oscuras. Va hacia la ventana, abre los postigos y sonríe liberado del peso y por la llegada de la luz. Pero algo imprevisto ocupa espacio a su espalda, se vuelve. Un hombre anguloso, fuerte, seguro de sí mismo, palpa las bolsas que Carvalho ha dejado sobre la mesa. Otro permanece en pie, con las piernas abiertas, las manos en los bolsillos, contemplándole disuasoriamente. El primer hombre vuelca una bolsa de la que salen libros. Luego la otra, y aparecen distintos alimentos. Una lata rueda hasta el suelo en dirección a Carvalho y se inclina para recogerla. Un pie da una patada a la lata y se la aleja. Carvalho mira desde abajo las presencias que se ciernen amenazadoras y se incorpora lentamente. Un primer plano de placa de policía retiene sus ojos y cuando los alza comprueba que este policía argentino es parecido a cualquier otro policía del mundo. Un policía no es una cara. Es un estado del espíritu.
—Inspector Óscar Pascuali.
Carvalho se levanta receloso. Le pone cara de detective privado bregado, correoso, a veces conviene empezar la casa por el tejado. Pero el policía argentino pertenece a la raza de policías sarcásticos.
—¿De compras?
El segundo policía sigue en su posición vigilante. Carvalho se separa de Pascuali, recupera la lata del suelo y la pone sobre la mesa. Pascuali se mueve en dirección a la mesa. Manosea los objetos y los libros:
—Bacalao salado, salsa de tomate, pimientos, arroz, una guía de Buenos Aires, aceite de oliva, ajos, ¿Quién mató a Rosendo?, Las venas abiertas de América Latina, Los cafés de Buenos Aires, Las obras completas de Jorge Luis Borges, Adán Buenosayres, No habrá más pena ni olvido, dos botellas de vino chileno, tres de vino argentino, menos mal, Navarro Correa, Velmont, La década trágica, Flores robadas en los jardines de Quilmes, Los muchachos peronistas, un buen pedazo de entraña, morcillas. ¿Tiene quién le cocine todo esto?
—Soy bastante buen cocinero.
—Y lector.
—Apenas si ojeo los libros, sin hache. Hojearlos, con hache, representaría un esfuerzo excesivo. Me gusta guardarlos y quemarlos.
—¿Quema libros? ¿Escuchaste lo que dijo, Vladimiro? El señor Pepe Carvalho quema libros. Eso nos corresponde a nosotros, los policías. ¿No es cierto? ¿No es cierto que los policías somos fascistas? Quemar libros es cosa de fascistas. ¿Es usted fascista?
—Un poco, como usted, como todo el mundo.
—Yo únicamente soy un policía. Pero respeto los libros. Incluso ésos, que lo más probable es que nunca lea. ¿Sabe usted por qué respeto los libros?
Carvalho se encoge de hombros.
—Porque cuando era chico tuve uno solo.
—¿Corazón, de Edmondo de Amicis?
—¿Cómo lo adivinó?
—Era el libro único de los niños de las clases populares, y usted tiene aspecto de venir de las clases populares.
Pascuali se acerca a Carvalho hasta casi rozarse las narices, luego le echa el aliento mientras le dice:
—Cuando se entra en este país hay que dejar los huevos en la aduana. Cuando se vaya se los devolvemos.
Da unos pasos atrás para comprobar el efecto de sus palabras en Carvalho, pero sólo constata un rostro impenetrable que no quiere traducir ninguna emoción. Pascuali hace una señal a su acompañante para que le siga. Se encaminan los dos hacia la puerta. Una vez allí se vuelve.
—Lo mejor que puede hacer por Raúl Tourón es dejar de buscarlo, y si su familia quiere encontrarlo que se vaya a la policía.
—¿Dónde? Soy extranjero. ¿Dónde puedo encontrar a la policía? ¿No me dejan su tarjeta?
Vladimiro quiere echarse sobre Carvalho, pero Pascuali lo retiene.
—Déjalo. Este boludo es de los que se ahorcan solos.
No se quita la frase del mutis de la cabeza mientras merodea en torno de una cazuela humeante.
—¿Será cierto que soy un boludo de los que se ahorcan solos?
Corrige el aderezo. Retiene en una mano cerrada el vapor que sale de la cazuela, se lo lleva a la nariz.
—Las apariencias engañan. Siempre he tenido instinto de conservación.
De vez en cuando atiende la lectura de un libro abierto sobre los fogones: Las venas abiertas de América Latina.
—Pero instinto de conservación ¿de qué? ¿Qué vale la pena conservar de lo que tengo? ¿Yo mismo?
En el comedor la mesa está puesta. Un solo plato, un solo cubierto, una cazuela de arroz con bacalao, la botella de vino destapada, el vaso.
—Instinto de conservación ¿de esto?
Carvalho va hacia la chimenea. Ordena los troncos. Recoge el libro que ha estado leyendo. Sus manos lo descuartizan y colocan bajo las astillas las hojas desgajadas. Les prende fuego, las llamas le flamean la cara, lo sabe y se imagina su propio rostro iluminado como si fuera el de otro. Al volver la vista hacia la mesa cree percibir el reclamo del aroma del guiso, pero no le despierta otro sentido que el de la nostalgia, un fogonazo en el que se quema la figura de su abuela con una cazuela similar entre las manos. Luego meterá el tenedor en el arroz y le sabrá a exilio, como si faltara algún requisito para ser igual al plato de su memoria. El tenedor apura los restos del plato para desdeñar cualquier autocomplacencia en la postración, luego la mano de Carvalho coge el vaso mediado de vino y lo apura. Un suspiro satisfecho dedicado a su otro yo que le acompaña durante la solitaria cena. Carvalho se levanta. El fuego permanece vivo en la chimenea. Carvalho se deja caer en una butaca. De pronto se va a buscar sobre la mesa escritorio el papel donde ha continuado la carta a Charo tantas veces interrumpida. «Tal vez deberíamos asumir que no somos unos muchachos y que nos jugamos la posibilidad de vivir o malvivir los últimos años que nos quedan sin demasiada vejez». Relee lo escrito. Abandona la carta. Se decide a coger el teléfono y marca un largo número.
—¿Biscuter? Soy Carvalho, desde Buenos Aires. Te puede parecer que estoy cerca, pero de cerca nada. Las diez de la noche. Lo siento. No he calculado bien la diferencia horaria. Arroz con bacalao. No. No. Es nostalgia. ¿Qué tiempo hace en Barcelona? ¿Hay noticias de Charo? Bien. Esta ciudad sigue llena de argentinos deprimidos. Oye, ¿verdad que tú a veces le pones sobrasada en el sofrito del arroz con bacalao? Usa de los fondos con prudencia.
Alma aguarda en la cola del autobús. Carvalho observa desde un taxi el embarque de la mujer. Se inclina para dar instrucciones al taxista, no se extraña de su requerimiento pero se le han puesto los ojos excitados y cumple las órdenes, como si fuera en Buenos Aires lo más normal. Arranca en pos del autobús, lo sigue con una precisión profesional, aunque da voces excitadas cada vez que un coche le dedica a él, precisamente a él, alguna fechoría. ¿Vio? Diga que me agarra tranquilo, pero ese tipo se merece que saque un fierro y le rompa la cabeza. ¿Va a Caminito su amigo o amiga? ¿Es un duelo entre turistas?
El autobús va en dirección a la Boca. A su izquierda, las ruinas contemporáneas del Puerto Viejo. Metros y metros de tinglados portuarios hasta hace poco abandonados, semirruinosos, obsoletos, poéticamente inútiles, aunque tal vez sirviesen de algo durante la noche, cuando todos los gatos y los vagabundos son pardos. Alma desciende del autobús. Carvalho liquida a su taxista.
—Los viajes como éste se pagan en dólares —le grita mientras arranca.
Pero Carvalho está en el rastro de Alma, que corre ligera por una calle pintada de colorines y llena de pintores callejeros, hasta llegar a una zona de restaurantes entre turísticos y populares. La mujer duda. Mira hacia la derecha e izquierda, o no se decide a ultimar su viaje o teme que la sigan. Finalmente se mete por la boca de chapa ondulada de un almacén con las fachadas oxidadas. Por el interior parecen haber pasado veinte años de nada y de nadie, con los objetos desusados de antiguos trabajos, abandonados al polvo, la herrumbre y las ratas. Alma sube por una escalera de caracol metálica hacia un altillo. Allí le espera el espectáculo de una pobre, improvisada vivienda y un hombre con el cabello blanco, aspecto envejecido, un amasijo de histrionismos que se relaja cuando ve a la mujer. Se miran. Se sonríen. Él se abalanza sobre ella. En el rostro de Alma, extraña quietud, una tenue sonrisa mientras el hombre la desnuda a manotazos hasta la cintura mientras va envalentonándose.
—No podes vivir sin mi carajo, ¿no es cierto? No podes vivir sin el guachito de Norman, ¿no es cierto? No hay nada como el guachito judío de Norman. Tan circuncidadito que parece un chupón, una frutilla grande y colorada. ¿No es cierto?
Alma se deja empujar hacia el jergón, se acomoda en él, abre las piernas cuando ya tiene encima al fogoso Norman, que se baja la cremallera de la bragueta y empieza a arremeterla. En el rostro de Alma, bajo el asalto sexual, placidez autocontrolada, como si estuviera haciendo un favor. Cinco arremetidas, cinco jadeos, sólo cinco. Alma parece contarlos mudamente, con el movimiento de los labios. Al quinto jadeo, el cuerpo del hombre se derrumba sobre el de ella, las manos de Alma le acarician el cogote y trata de mirarle a los ojos.
—Hoy estuviste mucho mejor, Norman.
Norman se ha sentado en el borde del catre. Sonríe, contento consigo mismo. Le respalda el desnudo de Alma algo difuminado.
—¿Cuántos clavos te metí?
—Cinco.
Norman se da un puñetazo contra una palma de la mano.
—Me estoy recuperando. La última vez fueron tres. ¿Te acordás de mis buenos tiempos? No. Vos no eras mi pareja, pero cómo me llamaban. ¿Te acordás cómo me llamaban?
—El hurón insaciable.
—Volveré a ser el que era.
Alma le acaricia el cabello.
—Poquito a poquito, con paciencia.
—Vos no me cohibís. Pero si la tipa se pone a gritar antes de empezar y a decirme ¡mátame!, ¡cógeme! y a mover la concha como si fuera una batidora. Es que no puedo, Alma. Antes me cogía cualquier cosa. Media hora. Un polvo de media hora sin sacarla, como decían en España.
—¿Y Raúl?
Norman se repliega, como si la pregunta le acorralase.
—No sé.
Todo lo que era placidez en Alma se vuelve alarma e indignación.
—¿Cómo que no sabes?
Norman señala una jaula dentro de la cual se mueve nerviosa una rata de laboratorio.
—Eso es todo lo que queda de él.
—¿Pero qué estás diciendo, imbécil?
—Se presentó con esa rata, y cuando ayer se esfumó, la dejó y yo la he recogido. Me la traje del teatro.
Alma empuja a Norman y se pone en pie, tira de una manta para taparse el desnudo. Conserva las medias enrolladas como si fueran unos calcetines y el sostén en la cintura. Sustituye la manta por una sábana.
—¡Sos un boludo, un hijo de puta, un irresponsable!
—Yo soy así. Qué le voy a hacer.
—¿Cuánto tiempo hace que se fue?
—Yo no podía estar todo el día pendiente de él. De sus monólogos sobre ratas, sobre Berta, sobre Eva María. Es un adulto. Un hombre libre.
—Tan adulto como vos, tan libre como todos nosotros. ¿No se te ocurrió preguntarte de dónde sacó la rata? ¿Te cuesta imaginarlo? ¿No ves que corre peligro? ¿Cuánto tiempo hace que se fue? ¿A dónde?
—Unos cuatro días.
—¡Cuatro días! ¿Por qué no me avisaste?
—¿Pero vos quién te crees que sos? ¿Todavía la capitana?
El hombre se echa a llorar.
—No sé. Me cansé de él, de mí mismo, de nosotros. Me dijo cosas raras. Que había estado en su antiguo laboratorio, que lo seguían unos tipos en moto, que habían tratado de atropellado en el puerto o de empujarlo al agua. Que estaba muy cerca de saber dónde estaba Eva María. Pensé que desvariaba. Salí para contratar a un actor. No podía faltar, era mi primer ensayo general. Le dije que fuera a verlo a Pignatari. ¿Qué haces?
Alma se está vistiendo a manotazos. De pronto el rostro de Norman se vuelve, una señal de alarma, y el hombre se levanta del jergón.
—¿Quién es ése?
Alma mira en la dirección que le señala Norman. Carvalho emerge de entre las sombras del almacén.
—Carvalho, el gallego enmascarado.
Norman se alza espontáneamente para arrojarse sobre Carvalho, pero se queda paralizado al darse cuenta de que está en cueros. Le llega la voz desdeñosa del intruso.
—No se te vaya a estropear el hurón insaciable.
—Cálmate, Norman. Es un voyeur.
—¡Un asqueroso voyeur!
—Un respetuoso voyeur que sólo ha aparecido cuando la señora ya estaba desocupada y casi vestida.
Hay indignación contenida en el rostro de Alma, pero aún está semidesnuda, y Carvalho se adueña de la situación.
—Vamos a hablar tranquilamente, despacito de Raúl, y espero que tú dejes de mentirme. ¿Por qué me habías dicho que no habías visto a Raúl si sabías dónde estaba escondido?
—No te mentí, Raúl no quiso verme. Otra cosa es que yo lo ayudara.
—¿Por qué no ha querido verte?
—Ahora estoy igual que vos. Yo pensaba que estaba protegido por Norman, y se fue.
—¿De aquí?
—No. Norman lo tenía casi escondido en un teatrito que dirige. Fingió contratarlo para que limpiara el lugar.
—¿Quiénes son esos motoristas que le persiguen a él y me pegaron a mí?
Alma se encoge de hombros. Norman se ha vestido y su tono de voz se ha aplomado.
—Ahora pregunto yo: ¿quién es este gallego de mierda que vino a enquilombarlo todo?
Pero como un gentleman inglés de comedia de Noel Coward, añade.
—Los señores tendrán muchas cosas de qué hablar. Un caballero lo es precisamente porque sabe darse cuenta cuando está de más. Señora.
Besa la mano de Alma. Da la vuelta e inclina ligeramente la cabeza ante Carvalho y pasa a su lado, pero cuando lo tiene cerca le larga un puñetazo en los genitales y sale corriendo. Carvalho se queda doblado, mientras se oyen los pasos precipitados de Norman alejándose mientras grita:
—¡La próxima vez anda a verla coger a tu vieja, maricón!
Carvalho se ha sentado en el jergón y trata de recuperarse. Alma lo mira dubitativamente, no sabe si hablar, si intervenir.
—¿Viste algo?
—Nada y todo. No te preocupes. A los cuarenta años todo el mundo es responsable de su cara y de su culo.
Carvalho contempla la rata dentro de la jaula. Coge la jaula.
—El socio de Raúl no me ha dicho toda la verdad. O quizá no me ha dicho ninguna verdad. Raúl pasó por allí, pero ¿qué ocurrió exactamente?
—Roberto es una mierda, siempre ha sido una mierda, y siempre lo será. En el fondo estaba celoso porque Raúl y Berta eran brillantes.
Alma va hacia el jergón y se sienta junto a Carvalho. Le mete la mano en el bolsillo de la chaqueta. Le saca la cigarrera. De ella un puro. Alma enciende el grueso cigarro, da una chupada y se lo pasa a Carvalho. El detective lo fuma con deleite.
—¿Amigos?
Alma vacila ante la proposición de Carvalho, pero también le tiende una mano y una sonrisa.
—Amigos.
—¿Vamos a colaborar?
Alma asiente con una cierta ternura.
—Los artistas vamos a colaborar. Norman no es mal tipo. A pesar del golpe que te dio a traición, es un actor. Siempre está interpretando. Los artistas vamos a colaborar. Yo, Pignatari.
—¿Pignatari?
—Quizá haya llegado el momento de Pignatari. Pero te aconsejo que vayas a ver a Güelmes, es el poder. Es casi ministro. Algún día lo será.
Un actor hierático, delgado, con el rostro casi pintado de blanco y el peinado acharolado se está cortando un dedo sobre el escenario de un teatrillo que nunca ha vivido buenos tiempos, en el que nunca nadie ha estrenado nada.
—Te extirpo de mí. Mutilación sumaria. Por haber señalado personas, cosas, deseos imposibles.
Acentúa los esfuerzos por cortarse el dedo. Suena una estentórea voz en off.
—¡Hijo de puta!
El actor cabecea enfadado, tira el cuchillo al suelo, se arranca el dedo de goma y trata de marcharse. Pero le detiene de nuevo la voz histérica que sube desde el patio de butacas en penumbra.
—¡No! ¡No te vas a escapar!
Norman irrumpe en el escenario, se echa sobre el actor, lo tira al suelo, lo patea, le pone un pie en el cuello.
—Repetí: ¡soy un hijo de puta!
—Soy un hijo de puta.
—¡Más fuerte!
—¡Soy un hijo de puta!
—Así me gusta. Ahora levántate. Agarra otra vez el cuchillo.
Le habla cogiéndole por los cabellos, cara contra cara.
—¡Y te vas a cortar el dedo de verdad! ¡Porque sos un hijo de puta! Repetilo otra vez ¿Qué sos vos?
—¡Soy un hijo de la gran puta!
—No hace falta que agrandes la condición de tu madre. Basta con que reconozcas que sos un hijo de puta.
Norman abandona el escenario. El actor le escupe y grita.
—¡Te odio, Norman!
La voz de Norman vuelve a salir de la penumbra de la platea, extrañamente serena.
—¡Eso me gusta más!
El actor, evidentemente, odia a Norman, pero vuelve a ponerse el dedo de goma, cierne el cuchillo sobre él y recita con una fiereza total:
—¡Te extirpo de mí! Mutilación sumaria, por haber señalado personas, cosas, deseos imposibles.
Aplausos desde la platea. La voz de Norman.
—¡Genial, hijo de puta, fantástico!
Norman está sentado, con los codos apoyados en la butaca delantera, la cara entre las manos, mesándosela, al tiempo que musita las mismas palabras que el actor declama sobre el escenario.
—¡Obscena realidad! Si no te señalo, ¿existes?
Norman parece algo más satisfecho hasta que a su lado suena la voz de Carvalho.
—¿Es el método Stanislavski?
Norman tiene sentado a Carvalho a su izquierda y a Alma a su derecha. Una mano de Alma le retiene y le comunica tranquilidad. Carvalho está acabando su puro.
—Es mi método.
Alma ha pasado un brazo sobre los hombros de Norman, como si tratara de protegerlo y al mismo tiempo recomendárselo a Carvalho.
—Norman es un impostor. No es actor, es arquitecto. Cuando estuvo exiliado en Barcelona se hizo pasar por sicólogo porque en Barcelona sobraban arquitectos pero faltaban sicólogos.
—Únicamente es posible conocer las locuras nacionales. Freud podía curar únicamente a austríacos, porque él mismo es un loco austríaco angustiado por la crisis del imperio austrohúngaro y por la crisis del yo burgués. ¿Cómo iba yo a curar catalanes? Los únicos pacientes que conseguí sanar en Barcelona fueron dos gatos siameses, tenían impulsos suicidas porque yo me acostaba con su dueña, que a su vez era sicobolche.
Ahora Alma trata de interceder por Carvalho.
—Tenemos que ayudarlo al gallego. Va de buena fe.
—Se empieza colaborando con los detectives privados y se termina colaborando con la policía. Al fin y al cabo un detective privado es el exponente de la nostalgia por una supuesta edad de oro, una antigua civilización ordenada en torno de una mitoideología colectiva, de un sistema de vida presidido por sólidas autoridades: ley del señor e Iglesia o bien dogma y líder político partido único. Entre un detective de Chesterton y un detective marxista no existe diferencia cualitativa. Son dos nostálgicos de la reacción, del orden.
Queda satisfecho de su discurso.
—Tengo que anotar lo que acabo de decir. Es genial. Háganme acordar. Pero ahora supongo que quieren ver el lugar donde se produjo la catástrofe, la magnitud de la tragedia. ¡Vengan conmigo!
Y le siguen hacia la escalerilla que lleva a los camerinos inferiores.
—Piensen, queridos, que están viviendo una mezcla de Le Dernier metro de Truffaut y El fantasma de la ópera.
Norman abre la marcha, le siguen Carvalho y Alma. Una escalera de caracol metálica que parece haber permanecido sumergida durante siglos sin pie humano que la hollara. Norman enciende una cerilla cuando llegan ante una puerta metálica, la abre y aparece una minúscula estancia donde cabe apenas un catre, una palangana, un pequeñísimo armario, algunos libros.
—Aquí estuvo Raúl casi un mes.
Carvalho trata de percibir alguna huella, algún mensaje cosificado del fugitivo. Pero no le llega la menor vibración.
—¿Le contó qué quería hacer, por qué había vuelto?
—Un impulso. En parte estaba indignado por el indulto a los golpistas, pero no sé si el indulto le importaba demasiado. Hablaba de recuperar a su hija, pero más bien quería recuperarse a sí mismo, volver a encontrar su sitio en la película. A veces también hablaba de su padre. Decía, el viejo me sorprendió. No se daba cuenta de que esa noche se terminó todo. En aquella foto fija.
Alma tiene la voz amarga.
—Anótala, es una frase brillante.
La mujer acaricia los libros que están sobre la mesa. Escoge un ejemplar de Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges. Se desentiende bruscamente del libro y se enfrenta a los dos hombres.
—Hay que empezar por el principio. Un día de éstos vendrá otra vez a verte a vos, Norman, o a los otros dos.
—¿A ti no?
Alma no le aguanta bien la mirada a Carvalho. Ella y Norman se miran, como propietarios de una secreta complicidad. Es Norman quien encuentra primero una respuesta.
—A Alma no conviene que la vea. Se parece demasiado a Berta.
Pero Carvalho sólo tiene ojos para el rostro conmovido de Alma y oídos para lo que la mujer no llega a decir.
Alguien ha encendido a desgana las pálidas luces de la Boca, procurando que sólo iluminen los restaurantes de colores que pudieran ser chillones si no estuvieran velados por la eterna humedad del viejo riachuelo. El resto es un barrio donde mandan las fachadas de chatarra, un barrio lleno de prótesis oxidadas para seguir sobreviviendo sin otro motivo épico que las victorias del Boca Juniors en un estadio que ha vivido tiempos mejores, entre los descampados más desordenados del mundo. Callejean Alma y Carvalho por las aceras de los restaurantes, entre rectángulos de luces amarillas desplomadas de las puertas abiertas, ráfagas de bandoneones secretos y olores de carbón, cadáveres asados de corderos crucificados y chimichurris atmosféricos.
—Acordate de las señas de Pignatari, pero no guardes mi nota.
—Estamos en una democracia.
—Vigilada. La gente tiene miedo a tener memoria. La vuelta de Raúl resucitó demasiado la memoria. No. No te creas que vivís un problema político, es una simple cuestión de miedo a la memoria.
—Los vencedores se aprovechan de la memoria del vencido, y cuando el vencido consigue recuperarla, la memoria ya no es lo que era. ¿Tú crees que le persigue alguien, realmente?
—Es posible. Las ratas, las ratas que él estudió tanto tiempo. Escribió un tratado sobre la conducta animal en situaciones de extrañamiento total. Era el más preparado de todos nosotros para resistir teóricamente lo que ocurrió, pero se quebró.
—¿Y Norman?
—También se quebró, pero estaba previsto, figuraba en el guión que había hecho Berta. Ella creía saber de conducta militante tanto como su marido de conducta animal. Norman siempre fue inofensivo y los milicos lo entendieron así. Ahora dejó la arquitectura por el teatro. Cuando era estudiante quería recuperar la utopía de Le Corbusier sobre Buenos Aires. Construir la «Ville Verte» aprovechando la fecundidad de estas tierras de humus, donde los árboles son algo más que árboles. Ahora monta obras de teatro en el Off Off teatral de la ciudad, obras que probablemente nunca representará, y se gana la vida como showman, conductor de programa de un cabaret tanguista de San Telmo: Tango Amigo.
—Otra vez el tango. Negáis el tango, queréis escapar de él y volvéis inexorablemente.
—El país mismo es un tango. Esta ciudad es un tango. Recuerdo una frase de Malraux que suena a tango egregio: «Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió». Yo detestaba el tango. Pertenezco a la generación de los rockeros seguidores de los Rolling, como Pignatari, que se atrevió a ser rockero. Nos parecía todo tan joven, tan joven para siempre y ahora, a los cuarenta años, me ruborizo cada vez que confieso que mi música es el rock. Como si confesara que es la polka. Pero después del rock, ¿qué? ¿Y la tuya?
—El bolero, casi siempre, el corrido, el tango, a veces.
—También a vos te gustan más las palabras que los cuerpos. El rock es una música para el cuerpo, las que vos decís están llenas de palabras. Dependen de las palabras.
Carvalho se la mira de arriba abajo. Alma le disuade con una sonrisa.
—Gallego, gallego. Pignatari todavía anda con su coleta canosa cantando rock por los pueblos, incluso por los barrios más miserables, junto al Riachuelo. Barracas, la Boca, pero no la Boca para turistas como esta que estás viendo, con esa policromía de Caminito, ese cromo. A lo mejor Raúl fue a verlo para que lo ayudara. Otro perdedor. Norman. Pignatari.
—¿Y tú?
—Ni él quiere verme a mí ni yo quiero verlo a él.
—¿Me llevarás a ese local tanguista donde actúa Norman?
—Te voy a llevar cuando estés maduro.
—Maduro, ¿para qué?
—Maduro, nada más que eso, gallego, maduro.
El caminar distraído tiene un límite y varios precios. A Carvalho le rodean unos bultos humanos y entre la confusión visual cree ver una placa de policía. Una voz se lo confirma, dice: «¡Policía!». Luego se le mueve el mundo porque le están zarandeando, hasta que le empujan contra una pared y le obligan a abrir los brazos y las piernas. Le cachean manos sabias que sólo nota en los cojones. Le registran los bolsillos. Cae al suelo una considerable navaja automática y una bolsa de plástico llena de polvo blanco. Cocaína, se dice Carvalho, y se echa a reír sin ganas. Dos manazas le obligan a darse la vuelta. Carvalho tiene ante sí a Óscar Pascuali y a otros dos policías de paisano, uno de los dos el excitable Vladimiro. Pascuali mira hacia el suelo, donde destaca la navaja y la bolsita como si reclamaran atención. Pascuali tiene la voz fría y el aliento cálido.
—Armas, droga.
—¿Cómo sabe usted que es droga? Podría ser detergente. Vivo solo, he de lavarme la ropa. Uso Colón.
La mano de Pascual coge la bolsa, la abre, mete un dedo, lo huele, casi se lo mete en la nariz a Carvalho.
—¿Colón? ¿Orno?
—Desconozco las marcas argentinas.
—Los detergentes son multinacionales.
Carvalho se cree en el derecho de impacientarse.
—Es de novela barata. Cualquier médico, aunque sea de la policía, descubrirá que yo no he esnifado desde que hice la primera comunión. La navaja es mía, la droga es suya.
Pascuali le devuelve la navaja y se mete la droga en el bolsillo de la chaqueta.
—Vamos a dejarlo así, por ahora. Pero es fácil que usted aparezca un día con la nariz llena de mocos y coca y su casa bien repleta de bolsas como ésta. ¿Le ha contado a su amiga que yo lo visité?
—No.
—¿Por qué?
—Es cosa de hombres. Cuanto menos cosas les contemos a las mujeres mucho mejor.
—Pregúntele por mí.
—¿Es usted un ex combatiente de la guerra sucia, jefe?
—Sí. De una guerra sucia. Muy sucia. La de las Malvinas.
—Estamos entre perdedores. Yo perdí la guerra de España, cuando era niño. Alma perdió la guerra sucia y usted la de las Malvinas. ¿Por qué no formamos una asociación de ex combatientes?
Alguien insulta a Carvalho a espaldas de Pascuali. Pero no ha sido Vladimiro, que observa al detective con un cierto respeto. Ha sido el otro. Un mozalbete. Pascuali cabecea con desaprobación.
—No te excites. Es un pico de oro. Miralo a Vladimiro. Ya sabe cómo tratar a estos vivos.
—Un policía que se llama Vladimiro. ¿Su papá era seguidor de Lenin?
A Pascuali no le gustan las disgresiones.
—Voy a serle claro y conciso. Cuanto antes encontremos nosotros a su primo, será mejor para él, para nosotros y para usted. No somos los únicos que lo estamos buscando. Su primo vio demasiado y se escapó por la puerta de atrás. Tienen que pasar cincuenta años para que desaparezcan los protagonistas de esa pesadilla. Alguien le tiene ganas y si lo encuentra es hombre muerto. Usted está demasiado viejo para jugar a ser Marlowe.
—Antes imitaba a Marlowe. Tiene usted razón. He envejecido. Mi modelo es Maigret. No tiene edad.
—¿Qué buscaba en la Asociación de las abuelas?
—A una niña.
—¿Y en Nueva Argentinidad?
—Documentación sobre vacas.
—¿De qué estuvo hablando con ese payaso judío?
—De teatro y de gatos siameses suicidas.
—Si nota un aliento en la nuca, no se preocupe, soy yo. Si le pegan un tiro en la nuca, usted será el único responsable y yo no habré sido.
Los tres hombres se convierten en sombras detrás de los faros encendidos de su coche.
Desde que había matado a Kennedy, Carvalho nunca había estado tan cerca del poder. Nunca había puesto los pies en un ministerio, a lo sumo en una dirección general, de Seguridad, cuando investigaba el asesinato del secretario general del Partido Comunista de España. Pero tal vez en otra vida lo estuvo, quizá tuvo poder, porque le parecen ya vistas las idas y venidas de funcionarios, clientes, víctimas y pedigüeños moviéndose por un edificio que vacío parecería obsoleto y lleno inverosímil. La simple mención del secretario Güelmes le ha abierto todas las puertas hasta llegar a la antesala en la que la secretaria se identifica también como gallega.
—Pero gallega, gallega, de Galicia. Acá le dicen gallegos hasta a los andaluces. Mis padres se exiliaron después de la guerra civil.
—¿Republicanos?
—Pobres. Pobres de solemnidad.
Güelmes ordena que pase. Ante Carvalho un hombre aún joven, de porte aristocrático, de movimientos elásticos, casi danzarines en torno a una mesa, como si aplazara el sentarse. Carvalho ha tenido tiempo de ver a través de la rendija cómo aspiraba una raya de coca y luego pasaba la yema de un dedo por la mesa, para restregarla después por las encías. Cuando Carvalho entra, apenas ha permanecido un segundo sentado en la silla que abandona para incorporarse, estrecharle la mano, preguntarle por Alma, por Norman. A Carvalho le cuesta apartar la vista de la pared donde permanece, enmarcado, un cartel de Nueva Argentinidad, con la inevitable vaca.
—Todo el mundo con ganas de visitar España y ustedes los españoles no paran de venirse a la Argentina.
—Sale más barato.
—Ya no tanto. Gracias a la política de Menem el país está saliendo de la bancarrota. Por este despacho pasan cien peticiones, cien peticiones al día para invertir en la Argentina. Hay confianza en nuestro futuro. Me llamó Alma, y para mí un llamado de Alma es una orden, pero no sé mucho más. ¿Qué desea?
—¿Fue usted guerrillero?
—Gracias a Menem, guerrilleros y no guerrilleros todos volvemos a ser peronistas. El que no fue revolucionario a los veinte años es que no tenía corazón, y el que lo sigue siendo a los cuarenta es que no tiene cerebro.
—El poder.
Güelmes ha entendido que la breve locución de Carvalho sintetizaba el fruto de la contemplación de un despacho majestuoso en relación con el marco total del destartalado edificio.
—Alguien tiene que ejercerlo y es mucho mejor que lo ejerza yo que atiendo los llamados de Alma.
—¿Raúl Tourón ha pasado por aquí?
—No. ¿Está en la Argentina? Suponía que estaba en España. Yo estuve algún tiempo exiliado en España, después en Alemania, Estados Unidos, un largo camino de ida y vuelta. Muchos argentinos, chilenos, uruguayos nos fuimos a España esperando que nos recibieran bien en la Madre Patria. Pero ustedes están más preparados para exiliarse que para asilar a los demás.
—Es una vieja tendencia histórica.
—Raulito era un caso aparte. En realidad él nunca perdió la nacionalidad española. Ahora hay un insensato, un juez español que se llama Garzón, que quiere procesar a los militares porque hicieron desaparecer a españoles. Raúl, que es otro insensato, se salva y ahora vuelve para ahorcarse él solo, ¿no?
—Al parecer le busca todo el mundo, yo por encargo de su padre, la policía y una extraña gente no identificada, pero con malas intenciones.
—¿Para que volvió Tourón?
—Unos dicen que a vengarse y otros que ni siquiera él sabe a qué ha vuelto.
Güelmes ríe civilizadamente y Carvalho deduce que así ríen los secretarios ministrables.
—¿A vengarse? ¿Por orden alfabético?
—Tal vez busque a su hija.
Güelmes parece escéptico.
—¿Y usted qué espera que haga yo?
—Podría pedir a la policía que me ayude.
—Se me respeta en áreas civiles y económicas. En el territorio policiaco o militar no puedo meterme. Ésos también tienen memoria.
—Tal vez podría enterarse de quién le persigue. Tienen algo que ver con ese cartel, supongo.
Güelmes se vuelve para distinguir el cartel.
—¿Nueva Argentinidad? Es un proyecto en el que tenemos depositadas grandes esperanzas, con inmediatas inversiones japonesas. Roberto, el compañero de Raúl, lo lleva como cosa propia.
—A los de Nueva Argentinidad no les gusta Raúl.
—¿Eso le dijeron?
—He podido percibirlo. ¿Podría usted aclarar este extremo?
—Eso es difícil pero no imposible.
—Y si viene por aquí, tal vez podría avisarnos.
—¿A quién? ¿A quiénes?
—Alma, a mí, a Norman Silverstein, a…
—¡Silverstein! Su nombre de guerra era Camilo, Camilo Cienfuegos. Qué gran actor. Algunas noches, para relajarme, voy al Tango Amigo, un local entrañable, la penúltima isla del tango. Miento. Usted es un turista. Usted puede ir a El Viejo Almacén o a café Homero, en la calle Cabrera.
—No quisiera ser sólo un turista. Quisiera ser un viajero. Aunque no tengo tiempo para entender del todo esta ciudad.
—Si es un viajero y no un turista, entonces vaya a Tango Amigo. Ahí presenta el espectáculo Silverstein. A veces está genial. Cuanto más histérico, más genial. ¿Todavía no vio el espectáculo?
—No. Alma dice que aún no estoy maduro para verlo. ¿También era usted partidario del rock?
—El que a los veinte años no era rockero es que no tenía corazón, y el que a los cuarenta sigue siéndolo es que no tiene cerebro. Nosotros teníamos en el grupo a un gran rockero: Pignatari. ¿Lo conoce? Éramos más hermanos que camaradas. Nos queríamos mucho. Pignatari adaptó la musiquita de uno de sus rocks a una cajita de música para Eva María, la hija de Berta y de Raúl.
Se calla. Estudia a Carvalho descaradamente. Finalmente pregunta, después de dejarle escribir el nombre de Pignatari en un cuadernillo:
—Y dígame, si no es preguntar demasiado… ¿por qué busca a Raúl con tanto interés?
—Por encargo de su padre. Es decir, mi tío. De mi tío de América.
—¿Sabe qué le digo? El que hace veinte años no tenía un tío en América, es que no tenía pasado. Pero el que lo sigue teniendo, es que no tiene futuro. Ahora son preferibles los tíos de Europa.
Se desternilla de risa en contraste con la simple sonrisa valorativa de Carvalho. El detective se levanta. Cuando le da la espalda a Güelmes, la sonrisa del secretario se vuelve preocupación. Su voz suena a espaldas de Carvalho.
—¿Sabe lo único que me compensa de este puto oficio del poder?
Carvalho se encoge de hombros. Güelmes le invita a que salga al balcón con él. Le muestra a una pareja que se está dando un lote sobre el césped.
—Contemplar la vida desde la Historia. El sexo desde el poder. Recuerdo que uno de nuestros lemas era «Cambiar la Historia como pedían Marx y Evita y cambiar la vida como pedía Rimbaud».
La pareja se emplea a fondo.
—¡Qué hermoso!
Güelmes le acompaña hasta la puerta, pero no tiene tiempo de abrirla. Irrumpe el volumen del hombre gordo que Carvalho conoció en el avión. Hay perplejidad en el rostro del gordo e indignación contenida en el de Güelmes.
—Perdón, nadie me dijo…
Carvalho tiende una mano al hombre gordo.
—¿Qué tal los altramuces, o los lupines?
El otro parece extrañado.
—¿Me habla a mí?
—Los altramuces. El avión. ¿Recuerda?
El gordo finge, entre extrañado y poco a poco indignado.
—¿Y a mí qué me dice de los lupines?
Un rostro largo pero gordezuelo, respaldado por una calvicie frontal pronunciada, aunque a medio cráneo crezca la peluca canosa, con una coleta terminal, no muy limpia. Arrugas en el rostro. Un pendiente en una oreja. El teléfono parece contaminado por la grasa que impregna el cabello amontonado sobre la oreja.
—Pignatari, yo mismo.
El hombre escucha, tapa el teléfono móvil con una mano y se vuelve hacia la derecha. Raúl Tourón hace solitarios sobre una mesa metálica, en el interior de una barraca. Más allá de la ventana, juncales y nubes de mosquitos sobre las márgenes del río. Pignatari informa con voz sofocada:
—¡Es el gallego! ¡Tu primo!
Raúl borra a su primo de cualquier posible consideración dando un manotazo en el aire. Prosigue su juego, aunque destina el mismo ojo correspondiente al oído más cercano a Pignatari a la media conversación que percibe.
—Es posible que pueda ayudarle. Esta noche actúo en Barracas. Pignatari Rock. Lo espero después del espectáculo.
Ya colgado el teléfono, Pignatari piensa en lo que ha oído y en lo que va a decir.
—Tendrías que hablar con el gallego ese.
—No me fío.
—¿Cómo se te puede ocurrir que tu viejo vaya a mandarte un anzuelo para hacerte picar?
—¿Cómo sé que lo envía mi padre? Además, que lo envíe mi padre tampoco es ninguna garantía.
—Alma estuvo en contacto con el viejo. ¿Tampoco te fías de Alma? ¿Ni del viejo?
Raúl detiene el solitario para decidir si confía o no confía en Alma y en su padre. Pero no lo decide. Pignatari ha llenado una palangana con agua volcada de un bidón, se quita la camisa, se enjabona las manos, la cara, los sobacos, se enjuaga con el agua de la palangana y se seca con una toalla usada tras acercarla a la nariz y frenar el impulso de rechazarla. Raúl ha observado todos sus gestos y las miradas se encuentran.
—¿Te sorprende tanta pobreza?
—Mi capacidad de sorpresa ya no es lo que era.
—Para mí el rock es una ética, y el rock de protesta exige vivir entre los que protestan.
Raúl abarca con una mirada giratoria todo lo que hay en la barraca y lo que se presiente en el exterior.
—¿Y acá quién protesta?
—Nadie. Pero tendrían que protestar. Vos sabes que la conciencia externa es necesaria para que las capas populares sean conscientes de la explotación que padecen.
—El rock sólo se baila. Ni siquiera los corridos han conseguido convocar la revolución.
—Yo podría vivir como un burgués acomodado; entonces, ¿qué canciones tendría derecho a componer?
—El lumpen no exige que sus ídolos vivan en la miseria. Al contrario, le gusta que lleguen en un Mercedes a los conciertos o a los partidos de fútbol. Fíjate en el caso de Maradona.
—Ese lumpen no me interesa.
Parsimoniosamente, Pignatari se pone una camisa de seda roja con lunares negros, un chaleco de piel claveteado, también ceñidos pantalones de cuero, botas camperas grises repujadas con adornos de plata y espuelas. De una caja de cartón saca un tupé frontal que le cubre la calvicie delantera y empalma con el cabello canoso natural y su cometa coleta. Se mira en un espejo y cuando se vuelve cree ver tristeza en los ojos de Raúl. Pignatari nada dice. Toma la guitarra eléctrica que reposa en una silla vieja y rota.
—Lo más prudente es que vengas en la camioneta. Podes hacerte pasar por un miembro del equipo. Esos tipos de las motos pueden volver.
Raúl obedece en silencio. El mismo en el que permanecerá durante el recorrido hacia la granja de pollos abandonada de Barracas donde Pignatari va a dar el concierto. Allí le aguarda el resto del conjunto, algo más joven que Pignatari pero ninguno menor de cuarenta años. Hay precisión profesional en sus gestos cansados, hasta que cogen los instrumentos y se excitan entre ellos con los acordes del calentamiento. Luego, desde el escenario, escudriñarán el público mediado, participante entre la burla y una cierta fascinación de sucursal musical. Gritos cuando termina la actuación. Quieren más. Reclaman una canción concreta. El cantante está fatigado, pero consiente. Empieza la canción. Es un rock dedicado a una niña: Eva María. Un rock triunfal, escrito antes, no mucho antes del diluvio, que humedece los ojos de Raúl, circulante entre el público con un cesto de alambre lleno de cervezas.
Eva por Eva,
Estrella María,
la niña brilla,
Eva María.
Eva María
matará a la CÍA
con un cañón
de artillería.
Pignatari suda. No hay suficientes aplausos para el segundo bis y salta del escenario a la platea para presumir de una elasticidad que le arranca un silenciado gemido y crujir de rodillas. Una libreta y un bolígrafo. Firma un autógrafo. Guiña un ojo en dirección al vendedor de cervezas, Raúl, que se le acerca.
—¿Es definitivo? ¿No pensás sumarte a la reunión con tu primo?
—Ya voy a ver.
Una muchacha le impide el paso. También le tiende un papel, temblorosamente, y un bolígrafo.
—Es para mi madre.
Pignatari sonríe autocompasivo. Sale del local y en el descampado total que le acoge aún parece más pequeño y desolado el puestecillo donde se venden sus LP, sus casetes. Lo atiende un vendedor joven, mal vestido, poco convencido de que es un vendedor.
—¿Cómo fue hoy?
—Como siempre.
—Es decir, mal.
Consulta la hora en su reloj policrómico de plástico. Aún tiene tiempo, pero el cuerpo le pide relajación después del miedo escénico, y la roulotte le aguarda como si fuera toda ella una alcoba, una patria. Pignatari va a entrar confiado y cansadamente. Dos corpulentos hombres insectos o dos insectos homínidos le aguardan. Dos motoristas. Uno le coge por el chaleco de cuero claveteado. El otro le golpea con una mano protegida por un puño de hierro. Pignatari no tiene tiempo de cubrirse mientras todos los objetos que alberga la roulotte se convierten en cosas blandas que saltan por los aires o se derrumban hasta formar un ambiente semirroto, en el que ocupa un primer plano el rostro ensangrentado, cuarteado, tumefacto de Pignatari. Pero o no grita o sus gritos no pueden escucharse porque alguien ha puesto a todo volumen la canción de Pignatari.
Eva por Eva,
Estrella María,
la niña brilla,
Eva María.
Ultima expresión viva de Pignatari entre la agonía y el terror. Los motoristas no expresan emoción alguna. Jadean y machacan con una contundencia de muerte. Uno de ellos golpea sin preguntar nada. El otro también pega pero no es un hombre unidimensional y conserva cierta capacidad de curiosidad.
—¿Dónde está Raúl Tourón?
Pignatari trata de decir algo pero ya no puede. Se le cae la cabeza sobre el pecho. Los motoristas se detienen. Uno de ellos le aplica el dorso de una mano llena de anillos de castigo sobre la arteria del cuello.
—Nos pasamos.
—Nos llenamos las manos de mierda para nada.
Pega una patada blanda pero despectiva al cuerpo de Pignatari, que decide desmoronarse.
Dos coches de policía con la luz de reclamo intermitente. Curiosos que se disputan la primera fila en el semicírculo que rodea la roulotte. Pascuali se enmarca en la puerta. Lleva el asco en la cara. Vladimiro le pregunta:
—¿Y ahora qué hacemos?
—Velarlo, Vladimiro, velarlo.
En la última fila del público mirón, Raúl parece a la vez fascinado y asustado y su susto se acrecienta cuando a su lado suena la voz de Carvalho que, sin mirarle, le habla por la comisura de los labios.
—Raúl. No te asustes. Me envía tu padre. Alma. Norman. Nos había citado Pignatari. Soy tu primo Pepe.
Ahora la expresión de Raúl se ha transformado. Parece prepotente, dominar la situación.
—Mi querido Alan Parker, espero que algún día nos encontremos en circunstancias mejores. Recibirá mis noticias. Salude a Zully Moreno.
Carvalho asiente.
—Si veo a Zully Moreno la saludaré de tu parte. Pero creo que se retiró del cine hace años.
Duda si mirar a su primo. Cuando lo hace, Raúl ha desaparecido, pero la acometida de Pascuali le impide buscarlo.
—¿Casualidad?
—Tenía una cita con Pignatari.
—¿Cuándo llegó?
—Casi al mismo tiempo que la policía.
—¿Puede demostrarlo?
—No es un teorema.
Pascuali reclama la presencia de Vladimiro.
—Tómale declaración a este sujeto.
Puras ganas de molestar, piensa Carvalho mientras trata de distinguir a su primo entre los curiosos que son progresivamente disueltos por la policía. Vladimiro le insta a que se introduzca en uno de los coches, y ya los dos dentro, el policía respira molesto.
—¿Por qué se metió en este quilombo, gallego?
—Es mi oficio.
—Mi padre es gallego, vino después de aquella guerra y ahora no quiere salir de casa. Tiene miedo de que vuelvan Franco, Perón, Videla. ¡Qué sé yo! La política lo jode todo.
—Por eso se llama usted Vladimiro, su padre era leninista en el momento de bautizarle.
—No estoy bautizado.
—¿Hay muchos policías sin bautizar?
—Hay más policías sin bautizar que curas sin bautizar.
Vladimiro tiene sentido del humor. Pero se le va cuando saca un bloc del bolsillo de la chaqueta. No tiene en cambio bolígrafo. Carvalho le tiende el suyo.
—Vamos, dígame unas cuantas boludeces para salir del paso.
Vladimiro es humano. Carvalho se limita a contar que tenía una cita con Pignatari, que llegó a la hora acordada, pero que ya estaba armado el zafarrancho.
—La cita tenía por objetivo solicitar información sobre el paradero de don Raúl Tourón, primo de don José Carvalho y al parecer ubicado en Buenos Aires pero en un lugar desconocido.
Cubierto el expediente, Carvalho abandona el coche y ya con medio cuerpo fuera recibe un consejo del joven policía.
—No se meta en líos, paisano.
Tiene ganas de añadir algo pero no se atreve.
—¿Algo más?
Vladimiro mira hacia los cuatro puntos cardinales, y cuando comprueba que no puede ser escuchado, dice en voz baja y sofocada:
—Mi padre es primo lejano del tuyo. Yo soy Carvalho de tercero o cuarto apellido.
Le guiña un ojo y da por terminada la complicidad.
Veinticuatro horas después, cuando Carvalho se lo encuentra a la estela de Pascuali en el velatorio-entierro de Pignatari, Vladimiro vuelve a ser el mozarrón policía despectivo y receloso ante el gallego intruso. Pero todos ya están en otra secuencia, porque el cadáver reposa en su ataúd al fondo de una segunda sala, mientras en la primera dos viudas convencionales y tres hijos adolescentes no menos convencionales se reparten pésames y tristezas convencionales. No es el caso de Alma, derrumbada en un sofá, más íntimamente conmovida que los propios familiares. Norman trata de consolarla, consolarse, decir algo, no puede. Pero Alma sí puede.
—¿Te acordás? ¿Te acordás de la cajita de música que le grabó a Eva María con la canción que le dedicó?
Carvalho aparece distante. Desvía la mirada del grupo Alma-Norman a Font y Rius y Roberto, el investigador. Parecen discutir. Font y Rius masculla frases con los labios apretados y Carvalho cree oír:
—¿Se levantó la veda otra vez?
En cambio sí percibe nítida la respuesta de Roberto.
—Ya te dije que la vuelta de Raúl lo iba a complicar todo.
Incluso percibe el añadido, cuando sus ojos se encuentran con los de Roberto.
—Faltaba el detective nada más.
—Que se lo lleve a España de una puta vez.
Gentes rockeras cuarentañeras se arremolinan en torno de la puerta, quieren ver el cadáver, firmar a favor del cadáver, aplaudir al cadáver. Una locutora de radio habla con su grabadora de bolsillo como si fuera un apéndice imprescindible.
—Es tanta la expectación causada por el brutal asalto y muerte de la que fue principal figura del rock contestatario porteño, Pignatari, que llega en persona el secretario de Fomento, doctor Güelmes, para dar la despedida al que fue su amigo y destacado ciudadano.
Güelmes demuestra que sabe dominar la situación. Pasa entre los flashes, va directo a la viuda de más edad, la abraza emocionado, se seca una furtiva lágrima y se vuelve hacia la prensa dispuesto a la entrevista.
—Comprendan mi dolor. Respétenlo. Con Pignatari y otros amigos vivimos duros años de lucha, pero también de esperanza. Nosotros poníamos las palabras y él la música de la emancipación. Yo perdí al amigo, pero todos nosotros perdimos al músico. Muchas gracias.
Hace ademán de retirarse, pero sin esconder la oreja abierta a las preguntas. Muchas le llegan confusas. Una voz se impone sobre las otras.
—¿Se trata de un ajuste de cuentas que viene de los tiempos del Proceso?
—¿De qué cuentas me habla? Gracias a Menem, todas las cuentas están saldadas.
Brusco silencio que precede al mutis de Güelmes, que cruza una mirada con Carvalho. El detective la percibe como una mirada a la vez tensa e irónica.
—El señor Tourón quiere hablar con usted. ¿Se lo paso?
Font y Rius ha sido desconcertado por su propio dictáfono y tarda en recuperar el hilo y los sonidos.
—¿Qué dijo? ¿Quién me llama?
La voz del dictáfono repite lo dicho y con la misma entonación.
—Digo que el señor Tourón quiere hablar con usted. ¿Paso?
Font y Rius rumia la respuesta mientras mira hacia las cuatro esquinas de su despacho, como si de alguna de ellas le pudiera llegar una idea inspirada por alguien con el cerebro menos espeso que el suyo en este momento.
—Entreténgalo un momento, dele cualquier excusa para que no cuelgue.
Luego marca frenéticamente, con un frenesí de siquiatra desbordado por su propia sicosis, un número de teléfono. Respira profundo antes de hablar, como respiran los jugadores de baloncesto antes de lanzar los tiros libres.
—El biólogo trata de ponerse en contacto conmigo. Trataré de entretenerlo. Localiza la llamada.
Cuelga el teléfono y pulsa el dictáfono.
—Pásemelo.
El rostro de Font y Rius adopta una repentina sonrisa.
—¿Aló? ¿Aló? ¿Raúl, sos vos? ¿Dónde te metiste? ¿Aló? ¿Raúl? ¿Raúl Tourón?…
Se desconcierta ante el silencio. De pronto, del aparato telefónico empieza a emerger un sonido. Alguien está silbando la misma canción dedicada a Eva María interpretada en el concierto de Pignatari.
—¿Pero qué es esto? ¿Raúl? ¡Guacho! ¿Quién te crees que sos? ¡Raúl! Vení si sos hombre. ¿Desde dónde llamas?
Font y Rius vuelve a distanciar el teléfono con el rostro congestionado. Cuando se lo vuelve a pegar a la oreja, persiste la canción silbada. Se levanta airado mientras sigue insultando y la música le suena en la totalidad del cerebro, como si no fuera cosa de aquel débil silbido, sino de un desbordante hilo musical. De pronto, el silencio.
—¿Raúl? ¿Estás ahí? Perdóname si me calenté un poco, pero no me gusta que te hagas el misterioso. ¿Raúl? ¿Raúl?
El siquiatra contempla el teléfono como si se hubiera convertido en un trasto inservible y a la vez sospechoso. Lo cuelga. Revisa una agenda que ha sacado del bolsillo superior de su bata blanca, se decide y marca un número.
—¿Capitán? El cerco se estrecha. Nos está rodeando un hombre solo. Raúl se está poniendo pesado. Hay que hacer algo. Pero con todos los respetos, según lo que convenimos, no a su estilo.
Todos los dictáfonos son casi iguales. También las voces que transmiten, y a veces incluso se parecen las propuestas.
—El señor Raúl Tourón desea hablar con usted.
Güelmes se queda pensativo.
—¿Está aquí?
—No, señor. Al teléfono.
—Pásemelo.
Adopta una sonrisa tierna para que le salgan tiernas las voces y las remembranzas.
—Raúl. ¿Raulito?
No se oye respuesta alguna a tanta difícil ternura.
—¿Raulito? Soy yo. El carajo de Güelmes, como me llamabas, gallego.
Del teléfono emana como un efluvio de nostalgia loca la canción de Pignatari, silbada, silbada con una cierta emoción.
—Raúl. No salgas de donde estás. Raulito. Por los viejos tiempos, confiá en mí.
Sigue como única respuesta el silbido de la canción.
—Confiá en mí, no te movás. ¿Raúl?
El teléfono ya sólo emite el sonido del vacío de las ondas. Güelmes cuelga lentamente. Tiene los ojos llenos de preocupación cuando saca un número de teléfono del cajón de su mesa de despacho y marca personalmente el número del código exterior y sin transición el del destinatario de la llamada.
—Con el doctor Font y Rius, por favor. ¿No está? ¿Sabe usted a dónde fue?
La voz lo sabe y Güelmes se la saca de encima para poder hacer otra llamada que le urge como el agua le urge al fuego.
—Capitán. Se está complicando. Font y Rius está nervioso y va hacia Nueva Argentinidad para hablar con Roberto. Hijo de puta. Son hijos de puta, los dos. Pero no me lo toque a Raúl. No nos interesa dar que hablar.
El Capitán ha colgado.
Roberto contempla dedicadamente los movimientos de sus bichos. Va llamando por sus nombres a distintas parejas de roedores.
—Hermann y Dorotea, os veo muy bullangueros esta mañana. Yeltsin y Gorbi, que sea la última vez que os peleáis. Galtieri, Galtieri… ¿otra vez borrachito? Raúl, Raúl, ¿dónde te metes?
Con una varilla de vidrio trata de que el ratón salga de su escondrijo. Una sombra se cierne sobre él. Se vuelve.
—¿Vos?
Pero nada más podrá decir porque la barra de hierro cae sobre su cabeza, divide su cráneo y la habitación en dos hemisferios, hendida como una fruta insuficientemente tenaz la cabeza, y tiene mal caer el científico, aunque le detiene el derrumbamiento total el brazo, que se le queda dentro de una urna llena de ratas asustadas de momento, hasta que recuperan la pulsión de huida y saltan para mordisquear la mano del muerto. Alguien ha abierto la puerta del laboratorio y pregunta:
—¿Roberto? ¿Roberto?
Font y Rius trata de localizar al investigador.
—¿Roberto? ¿Roberto?
Font y Rius avanza prudentemente, como si temiera romper los aparatos de frágil cristal que le rodean o quisiera detener los excesivamente compulsivos movimientos de los ratones.
—¿Qué les pasa, ratas de mierda?
En la penumbra distingue el cuerpo de Roberto inclinado sobre una mesa de trabajo.
—Me parece que Raúl sabe lo del informe. ¿Roberto?
El cuerpo de Roberto no se mueve, y cuando se predispone para la alarma mediante un paso atrás, un motorista ocupa todo el panorama y le pega un puñetazo en la cara. Font y Rius se duele y trata de protegerse. El motorista queda ante él, prepotente. Se quita el casco y las gafas. Es el Capitán.
—No ha visto nada.
Alma se ha puesto las gafas, tiene varios libros sobre la mesa, reúne apuntes desperdigados, se enfrenta a un pequeño ordenador al que mueve, como buscándole un lugar predilecto. Suspira satisfecha por el orden que precede al trabajo, pero suena una llamada y va hacia la puerta del apartamento para abrirla de par en par. Va a decir algo, pero una mano le pone una toalla en la cara, tapándole incluso los ojos angustiados, tardíamente avisados. Cuando recupera el sentido se reconoce desnuda y atada a una silla, flanqueada por dos motoristas, enfrente una sábana iluminada. Detrás la sombra chinesca de alguien cómodamente sentado, excesiva su comodidad, amenazante. Los ojos de la mujer tratan de sustituir la inmovilidad del cuerpo. Se mueven enloquecidos por la estancia. No es posible distinguir nada. Una de las manos enguantadas de los motoristas mantiene un destornillador apuntando a su garganta. Suena una voz del otro lado de la sábana.
—¿Alma? ¿Te acordás de mi voz? ¡Soy el Capitán, Alma! Volvemos a encontrarnos. El mundo gira, gira y volvemos a encontrarnos. Lo preparamos todo para que podas olvidar fácilmente lo que está pasando. Y te desnudamos para que te acuerdes de lo que pasó. Vos tuviste suerte. Tu hermana murió. ¡Pobre Berta, tan segura de que estaba cambiando la Historia y perdió la vida! Vos, en cambio, unos meses de cárcel, un exilio dorado.
—¡Mi nena!
—¿Tu nena?
—Mi sobrina.
—Desaparecida, lamentable, pero seguro que estará en mejores manos que las tuyas o que las de su madre.
Alma trata de dirigir los ojos hacia su propio cuerpo, hacia el frío que siente en toda su piel, pero la punta del destornillador le marca el cuello y es inútil que sus ojos expresen ahora furia, impotencia.
—¿Dónde está Raúl Tourón?
Alma quiere decir algo, traga saliva, le cuesta hablar. Finalmente dice con la voz rota:
—No sé.
—Te creo, Alma. ¿Te acordás cómo llegamos a intimar? ¿Te acordás cuántas veces mi voz te consoló en aquellos momentos tan delicados? Te creo, Alma. ¿A lo mejor sabes qué busca Tourón? ¿A quién busca? ¿A su hija? ¿A mí? ¿Quién soy yo?
—No sé. ¡No sé!
Ha elevado el tono de su voz y el destornillador le pincha hasta hacer brotar una gota de sangre. Alma se muerde los labios y expulsa la desesperanza por los ojos.
—Te creo, Alma. Te creo. Siempre te creí. Pero no te olvides lo que voy a decirte. Si alguna vez Tourón se pone en contacto con vos, colgá de tu ventana la blusa que te sacamos, únicamente esa blusa. ¿De qué color es, Alma?
Alma trata de recordar el color. Una de las manos de los motoristas le pone ante los ojos la blusa.
—Azul. Azul claro. Azul celeste en un día claro. Azul cielo, el mismo azul del cielo que vas a ver dentro de unos momentos. Acordate bien, la blusa en la ventana. Eso es todo, Alma. Adiós. Hasta pronto.
Se esfuma la sombra chinesca y los ojos de Alma esperan que caiga la sábana y todo lo que representa. Una toalla vuelve a ocultarle la realidad, a sí misma.
Pascuali pasea la mirada morosamente por la expresión horrorizada de Font y Rius. El siquiatra padece una fugaz parálisis corporal que le impide retroceder, avanzar, pensar, hablar.
—Usted declaró que vino a buscar un informe. ¿A qué informe se refiere?
Font y Rius dirige su mirada en dirección a Pascuali, ahora detenido ante el obstáculo de las piernas del muerto que cuelgan desde la mesa, como compensadas por el peso de la cabeza y el brazo, introducidos en la gran urna de cristal llena de ratas de laboratorio.
—Es una vieja historia.
Pascuali medita, a punto de empezar a hablar, sin decidirse a hacerlo, esperando que Font y Rius salga de debajo del peso de la propia depresión, aplastado incluso por el aire de la estancia.
—Estamos solos. Puede hablar.
Font y Rius habla mansamente, todavía emocionado, pero poco a poco va adquiriendo serenidad.
—Todo ocurrió hace casi veinte años. Ya llevábamos un año de gobierno Militar, y lo que pareció un golpe reequilibrador más, estaba claro que era una «guerra sucia». Nos llegaban informes de las barbaridades que se cometían. Torturas. Desaparecidos. Yo permanecía al margen, pero mi mujer, mi cuñada, Raúl y Roberto se encargaron de redactar un informe muy minucioso sobre resistencia síquica y física ante el dolor y la coacción. En realidad fue la materia de su trabajo durante años. Lo sabían todo sobre el dolor en las ratas y redactaron una completa casuística de situaciones. Todas las variables posibles para poder hacer frente a los interrogatorios. El informe debía permanecer en riguroso secreto y, una vez memorizado, destruido. Se produjeron las detenciones de casi todos ellos. Yo estaba ahí aquella noche, el día en que allanaron el departamento de Raúl y Berta en La Recoleta. Pero Roberto y yo estábamos allí pasivamente.
—¿Y el informe?
—Alguien lo entregó a los milicos.
—¿Roberto?
—No sé. Nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba. Yo podría jurarle que no fui yo, pero pudo ser cada uno de nosotros, en un intento de comprar la libertad. La verdad es que todos los que constituíamos el núcleo del grupo de Berta Modotti nos salvamos, menos ella, que murió en el tiroteo. Y hay algo más.
No le pide Pascuali que lo diga, pero lo dice.
—Yo los ayudé a los milicos a interpretar los textos del informe.
—¿Y los demás no?
—No me consta. Jamás entramos en detalles sobre nuestras experiencias personales en la Escuela de Mecánica de la Armada, porque fue ahí donde estuvimos.
—Nadie es perfecto. Todo el mundo tiene algo que esconder.
—Unos más que otros. De repente pensé que a lo mejor Raúl creyó que el responsable de la entrega fuera Roberto. Quería discutirlo con él.
—¿Desde 1977 no tuvieron tiempo de discutirlo?
Ha llegado el forense, y Pascuali invita a Font y Rius a que le siga. Pasan por un pasillo de curiosos y los ojos de Font y Rius, así como los de Pascuali, se detienen en los del director del centro Nueva Argentinidad. Pero así como la mirada de Font y Rius quisiera huir de aquel encuentro, la de Pascuali se ensimisma y busca en el archivo de la memoria el sentido de aquel rostro anguloso, de aquel personaje de mirar despreciativo. Llegan junto al coche de policía. Pascuali coge el teléfono.
—¿Central? Oficialicen la orden de búsqueda y captura de Raúl Tourón, como presunto autor del asesinato del doctor Roberto Amándola Labriola. Busquen fotos de archivo, las más recientes posibles.
—¿Fue Raúl?
Pascuali se vuelve hacia Font y Rius y masculla con un cierto desprecio:
—Si usted no ha visto al asesino, por el momento sí. Por el momento fue él. Es curioso, creí reconocer al director del centro. Me dijo que se llama Doñate.
Font y Rius no parece interesado.
A Alma le duele el exceso de luz que la envuelve. Cree ver un cielo azul sucio, inmensamente sucio, inmensamente azul. Abraza su cuerpo como si lo temiera desnudo. Pero está vestida, apresuradamente. La blusa mal puesta, sin medias, la falda desabrochada. Comprueba en sus brazos las huellas de las ligaduras. Se levanta del sofá, le da vueltas la cabeza y huele o paladea cloroformo. Allí está solitaria la silla a la que ha estado atada. Todo lo demás en su sitio: los libros, los apuntes. Llora entre el pánico y la alegría. Llaman a la puerta. Se muerde una mano para no gritar. Oye la voz de Carvalho.
—¿Alma? Soy yo. El gallego enmascarado.
Ríe entre las lágrimas y corre a abrir. Carvalho la tendrá que abrazar hasta que recupere el hilo de lo que quiere decirle, rotas las palabras, la respiración, los ojos perdidos por el espanto. Se sienta junto a ella en el sofá, la envuelve en otro abrazo en el que él pone compasión y ella deseo de protección.
—¿Me dirás de una vez por todas la verdad?
—La verdad no la sé. No me quedan verdades. Te puedo decir la mía. Te conté lo que pasó la noche del allanamiento. No. No fue como te lo conté. Cuando entraron estábamos cenando y laburando políticamente. Ante todo yo no soy Alma. Yo soy Berta.
Carvalho ni quiere ni puede evitar su estupefacción.
—Déjame hablar. Era Berta. Ahora no quiero serlo más. Traté de hacer frente a los que hicieron el allanamiento.
Y por sus ojos más internos pasa la secuencia que sus palabras transcriben interpretando distintos personajes: Raúl me gritó desde la otra habitación. ¡No te hagas la boluda! ¡Que nos matan! ¡La nena! Alma se levantó para agarrar a la bebita y una ráfaga de ametralladora la mató. No podía creérmelo. El cadáver de Alma, yo y Font y Rius, el marido de Alma, estábamos en el suelo, en la misma habitación. Mi cuñado me gritó. ¡Agarra a la nena y escapate por el baño! Di la vuelta al cadáver de Alma. Tenía la cara desfigurada. Mi cuñado insistía: ¡Escapate con la nena! Les voy a decir que la muerta sos vos. Salva a la nena. Rendite por la nena. ¡Yo me rindo! ¡No disparen! Me arrastré hacia la habitación en la que estaba mi bebé. Lo alcé entre mis brazos, seguía siendo una cosita delicada, perfumada, pero pesaba, pesaba mucho. Salí por la ventana a una escalera de incendios plegable que habíamos instalado muy disimuladamente, por si acaso. Bajé con el bebé en brazos. Pesaba mucho. ¡Pesaba tanto que tuve miedo de que se me cayera de los brazos! La calle estaba bloqueada por los milicos. Había luz en el departamento del portero. Entré. Cara a cara el portero y yo. Él me miró, miró a la nena, su gesto de contrariedad se transformó en uno de comprensión. Me empujó y me obligó a meterme en un ropero, pero todavía tuvo tiempo de decirme: Yo no vi nada. Si la encuentran, yo no vi nada. Lo demás se parece mucho a lo que te conté. Ahora soy Alma, con gusto. Es mi única posibilidad de combatir mi remordimiento. Tanto Alma como Raúl se metieron en aquello por culpa mía. Eva María, mi nena, es la única desaparecida real. Odio a Berta. Me odio a mí misma. Sé que no debería, pero me odio a mí misma cuando me recuerdo, tal como era.
—La memoria a veces no nos merece, a veces no la merecemos.
Alma se arroja en la patria que abarcan los brazos y el pecho de Carvalho. Por poco tiempo. Llaman a la puerta y es Carvalho el que abre para encontrarse a un socarrón Pascuali y a un preocupado, pero desafiante, Vladimiro.
Durante el trayecto hasta comisaría es Vladimiro quien da las órdenes, Pascuali ni les habla, tampoco ya en su feudo, pasando una y otra vez ante Carvalho sin mirarle, tampoco a Alma, ni a Font y Rius, sentados en bancos opuestos. Alma y Font y Rius tratan de decirse algo con las miradas. Es entonces cuando Pascuali les hace una seña para que le sigan. El despacho huele a muebles metálicos y a Ketchup. Pascuali los mira a todos de hito en hito, imbécil por imbécil, dice su mirada. Empuja a los demás policías con los ojos para que se vayan. Mantiene el silencio unos segundos cuando se queda solo y mastica lo que dice.
—Un asesinato. Un allanamiento seguido de secuestro en el propio domicilio. Una escena de película sadopolítica. ¿Qué me esconden? La historia.
De pronto Pascuali pega un puñetazo sobre la mesa.
—¡Estoy de su historia hasta los huevos! Por una parte un loco que busca recuperar su pasado, sus descubrimientos. Y llega en el peor momento, porque ninguno de ustedes le necesita.
Se levanta histérico. Se detiene ante Carvalho.
—Vos, metido de mierda, pone tierra de por medio, ándate de una vez y no nos compliques más las cosas.
Se enfrenta a Alma.
—Usted vayasé de paseo por la plaza de Mayo, como una viuda más, una viuda de la Historia. ¡Pero no me cause más problemas! Y en cuanto aparezca su cuñado me lo ponen a tiro, por su bien, por el de todos. ¿Quieren que empiece otra cacería?
Se queda unos minutos en silencio y finalmente estalla:
—¡Vayansé!
Cuando Font y Rius pasa ante él, masculla:
—¡Siquiatras!
—¿Qué tiempo hace en Barcelona, Biscuter? ¿Se han acabado las Olimpiadas? ¿Hace cinco años? Ya no sé ni en qué día vivo. ¿Ha llamado Charo? No. Estoy cocinando. Pues mira. Un plato argentino que nadie hace en Buenos Aires. Carbonada criolla. Como un estofado de vaca con maíz, boniatos, calabaza, melocotones. En fin. ¿La ciudad? Bien. Sigue llena de argentinos deprimidos.
Cuelga. Recupera desganadamente la carta que no termina de escribir. «Charo. ¿Qué sería para ti y para mí una solución normal? ¿Hay soluciones normales a partir de los cincuenta años o ya sólo queda el miedo a envejecer en soledad y sin dignidad…?».
Hace ademán de romper la carta. La respeta. La deja. Se va hacia la cocina. Tarda en asumir que allí está Alma, ante el puchero, concienzudamente vigilante.
—¿Todo va bien?
—¿Y esto es cocinar?
—¿Qué es entonces, si no?
—Se hace solo.
Carvalho descorcha una botella de vino.
—¿Ya lo abrís?
—Un excelente Cabernet Sauvignon mendocino, Clos de Nobles. Cuatro años. Que se oxigene. Pero tú eres de buena familia. Deberías saber estas cosas.
Luego, ante los restos de cena en los platos, Alma mira la copa de vino al trasluz.
—Algo aprendí esta noche. El vino hay que mirarlo, olerlo, paladearlo. Mis padres eran ricos, pero no me enseñaron estas cosas. No las sabían, probablemente. Hay ricos que no saben serlo. Mis padres no sabían serlo. Tampoco supieron ser padres de dos chicas montoneras. Pero cómo podemos hablar de vinos. ¿Qué habrá sido de Eva María? ¿Qué será de Raúl?
—Si no me echan del país le encontraré. ¿Tú crees que ha matado a Roberto?
Alma aleja la posibilidad con una mano.
—Eso es imposible. Raúl ha nacido para que le maten, no para matar.
Carvalho la está contemplando con una cierta ternura.
—¿Qué miras?
Carvalho no contesta. Alma distrae los ojos hacia la habitación de al lado, habla serenamente, sin sorna, sin crudeza.
—¿Estás acostumbrado a que las mujeres te agradezcan las cenas yéndose a la cama con vos?
Carvalho bebe vino y habla relajadamente.
—Si me lo propones no te diría que no. Pero de haber sabido que querías meterte en la cama te habría hecho otro menú. No combinas con la carbonada argentina.
—¿Y con qué combino yo?
—Espalda de ternera rellena, Wanda, por ejemplo.
—¿Y eso es comestible?
—Muy comestible.
—¿Y Charo? ¿Charo es comestible?
—¿Qué sabes tú de Charo?
Alma hace un gesto con la cabeza en dirección opuesta al dormitorio, hacia la carta inacabada de Carvalho.
—No pude resistir la tentación. La leí. Me gustan las cartas. Me gusta la literatura epistolar.
—Digamos que ha sido mi compañera sentimental.
—¿También es detective privado?
—No. Es puta.
Alma le mira entre la sorpresa y la ofensa. Está sorprendida por ella misma y ofendida en nombre de Charo.
—La verdad es la verdad. Tengo un alma marginal. Mi novia era una puta de teléfono. Mi asesor técnico, camarero, cocinero y secretario, un ladronzuelo de coches que se llama Biscuter. Mi confidente espiritual y gastronómico, un vecino, Fuster, que también es mi gestor. Gestor de lo poco que me puede gestar. Me gustan las familias imposibles. Detesto las posibles.
—¿Detestabas a tu padre y a tu madre?
—Detesto las familias posibles vivas. Me encantan las familias muertas.
Alma bebe ensimismada. Carvalho se apodera de la carta. Hace una bola de papel. Duda de qué hacer con ella. Finalmente va hacia la chimenea, pero se mete la bola en el bolsillo. Se predispone a encender el fuego. Alma contempla distendida sus movimientos hasta que ve que coge un libro y empieza a destrozarlo.
—Pero ¡pero!, ¡serás boludo!
Trata de levantarse para impedírselo. Ya es tarde. El libro arde y contagia a toda la pila de teas y leña.
—¿Estás loco? ¿Qué sos vos, un fascista? Los fascistas son los únicos que queman libros.
Carvalho se entrega a la comodidad de un sofá mientras enciende un puro.
—Es una vieja costumbre. Leí libros durante cuarenta años de mi vida y ahora los voy quemando porque apenas me enseñaron a vivir.
—Eso parece de Julio Iglesias.
Contempla a Carvalho y la hoguera, todavía alarmada.
—¿No habrás quemado a algún autor importante, no?
—Creo que se llamaba Ernesto Sábato. No se de qué iba. Me parece que el título era algo así como Tango. La canción de Buenos Aires.
Alma está al borde del ataque de ira.
—¡Pero si es precioso!
—Que se joda. El otro día quemé Adán Buenosayres.
—¿Me estás diciendo que vos te atreviste a quemar la novela de Marechal?
—No me importa de quién sea.
—¡Pero si es nuestro Ulises!
Alma está definitivamente indignada.
—Sos un puto fascista. ¡Un cocinero!
—La cultura no te enseña a vivir. Es sólo la máscara del miedo y la ignorancia. De la muerte. Tú ves una vaca en La Pampa…
—¿Tiene que ser en La Pampa?
—En cualquier parte. La matas. Te la comes cruda. Todos te señalarían: es un bárbaro, un salvaje. Ahora bien. Coges a la vaca, la matas, la troceas con sabiduría, la asas, la aderezas con chimichurri. Eso es cultura. El disimulo del canibalismo. El artificio del canibalismo.
—¿Entonces querés decir que la sinceridad es que nos comamos crudos unos a otros?
—No. Hay que autoengañarse. Pero lo cierto es que sí, que nos comemos crudos los unos a los otros. De vez en cuando quemo un libro, incluso un libro que me gusta.
Recita:
—¿Quién no teme perder lo que no ama?
—¿Quevedo?
—Quevedo, modificado por mí.
Tiende un papel a Alma.
—Un mensaje de Raúl. Lo encontré debajo de la puerta.
Alma coge el papel compulsivamente, lee su contenido en voz alta:
—«Primo, he recurrido a Güelmes. Estoy cansado de huir, y ya toco a Eva María, como Peter Pan tocaba las estrellas».
Alma deja de leer y levanta los ojos alarmada. Carvalho le ha puesto una mano en la cabeza y la obliga a volver la cara hacia él. Inician una aproximación de sus labios, pero Pascuali y cuatro policías ya están en la puerta y llaman y rompen el abrazo.
—El inevitable Pascuali.
Tres se precipitan sobre Carvalho, lo inmovilizan. Pascuali se queda de pie ante Alma.
—Basta de juegos. No quiero más muertes. Tengo que encontrar a su cuñado antes que no sé quién, pero seguro que si no lo encuentro yo lo va a pasar peor. He reconocido al director de Nueva Argentinidad y no me gusta jugar con fantasmas.
Carvalho ha conseguido desprenderse de la presa de los policías, pega un codazo en el hígado de uno de ellos y lanza una patada que no llega a alcanzar a otro. Pascuali amartilla la pistola y apunta a Carvalho al tiempo que inmoviliza a sus hombres con un ademán.
—Basta. Ya ha cumplido delante de la señora. Ahora cállese porque usted no sabe nada.
—Sé cómo encontrar a Raúl.
Alma y Pascuali le miran desconcertados.
—O lo esconde Güelmes o lo esconde Font y Rius. Un ministerio. Una clínica siquiátrica, lugares seguros.
Pascuali desconfía, pero no de Carvalho:
—En la Argentina los ministerios no son lugares seguros.
Carvalho apostilla:
—Y los ministros tampoco.
Tiende a Pascuali el papel con la misiva de Raúl.
Caminan pausadamente junto al río. La luna pone maquillajes de payaso sobre el rostro de Raúl alzado hacia el firmamento mientras recita:
Haber mirado
las antiguas estrellas
desde el banco de la sombra
haber mirado
esas luces dispersas
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones…
Se vuelve y contempla a su acompañante. Güelmes habla muy apaciblemente, como si se provocara ensueños y los ensueños las palabras.
—Las antiguas estrellas. Vos eras una estrella, Raúl, acordate de tu inteligencia, de nuestra admiración. Entonces yo era un estudiante de ciencias económicas, más militante que estudiante, y únicamente después en el exilio en los Estados Unidos me hice un nombre como economista. De síntesis. ¿Te acordás de mis análisis a lo Mandel o a lo Gunder Frank sobre la inevitabilidad de la caída del capitalismo? Un día se va a caer, estoy seguro, pero vos y yo no lo vamos a ver. Ahora soy un economista de síntesis. Un socioliberal. Social lunes, miércoles y viernes, liberal martes, jueves y sábado. Los domingos descanso. Crecí. Pero vos no creciste. ¿Qué buscas? ¿El recuerdo de un sentimiento? ¿O acaso estás buscando los derechos que te corresponden por tus descubrimientos sobre alimentación animal? Roberto y yo nos pusimos de acuerdo para comercializarlo, cuando yo volví del exilio y ocupé un puesto adecuado, vos habías desaparecido. Roberto figuraba como el descubridor de la fórmula y yo como el socio capitalista y a la vez, digamos, estatal.
Se detiene. Raúl parece no entender nada.
—Roberto ha muerto. Se puso demasiado nervioso, tu regreso, quería explicártelo todo. Tu cuñado Font y Rius también está en el ajo.
—¿Y Alma?
Güelmes sonríe y musita «¡Alma!» como si fuera un nombre inverosímil. Saca una pistola. Apunta a Raúl. De la sorpresa, Raúl pasa a reírse y a emitir unos gruñidos progresivos de rata, incluso diríase que su gesticulación es la de una rata amenazada, que frunce un hocico del que brotan hirsutos pelos blancos. Güelmes cree ver en él una superposición de rata gigantesca.
—¿Estás loco?
Apunta hacia Raúl. Pero sus ojos anuncian la solución real que ha preparado.
—Vos sí que estás loco. ¿Y sabes adónde van a parar los locos?
Raúl trata de gruñir como una rata menos histérica y sigue gruñendo cuando sube al coche bajo el mandato de la pistola, hasta que se adapta a la situación y le desaparecen los gruñidos, como si fueran autónomos. Güelmes a su derecha, un desconocido a su izquierda, otro junto al chófer. El coche se detiene ante la clínica de Font y Rius, que los espera tras los ventanales reticulados, con el cigarrillo en la mano, deslumbrado por los faros del coche que detiene su morro al pie de la ventana. Font y Rius tira el cigarrillo y se predispone a recibirlos. El grupo humano pasa a su lado encabezado por Güelmes sin detenerse y es él quien lo sigue a remolque de sus espaldas indiferentes. Güelmes empuja más que conduce los pasos de Raúl. Font y Rius necesita que le reordenen el desorden de sus sentimientos.
—¿Vos crees que es una buena idea?
Güelmes ni se molesta en volver la cara.
—Las buenas ideas siempre son provisionales.
Varios miembros del grupo se quedan en el despacho de Font y Rius, que sigue tras los pasos de Güelmes y Raúl, reforzada la vigilancia del ingresado por dos enfermeros, ya metida la comitiva en los pasillos más secretos de la clínica. Un enfermero abre una puerta con brusquedad y el metal provoca una queja que se alarga por los corredores del laberinto. Raúl es arrojado dentro de una habitación blanca, muy iluminada. Le arrancan sus ropas ante la mirada impasible de Güelmes, sufridora de Font y Rius. Le ponen una camisa de fuerza. Raúl gruñe como una rata. Güelmes precede a Font y Rius en el regreso al despacho, le sudan las palmas de las manos y se las seca con un pañuelo. Pero al volver al despacho, Güelmes y Font y Rius descubren que el espacio ya no les pertenece. Dos motoristas montan guardia a ambos lados de la mesa. Adelantado el hombre gordo sentado y a contraluz el presidente de Nueva Argentinidad, no se le ve el rostro del todo, pero cuando suena su voz, a Font y Rius se le encogen los ojos y Güelmes traga saliva.
—¿Les parece que fue una buena idea?
Güelmes responde con una vacilante naturalidad.
—No lo podíamos matar. Lo está buscando demasiada gente.
La voz del hombre en la penumbra suena escéptica y parece hablar para sí mismo o para el gordo o los motoristas, no para Güelmes ni Font y Rius.
—No lo podían matar.
Pega un puñetazo contra la palma abierta de su mano y se sobresaltan Güelmes y Font y Rius. El gordo ríe.
—¿Y para eso me llaman? ¿Para decirme que no lo podían matar?
Font y Rius se atreve:
—Capitán. Ya ha muerto demasiada gente.
El gordo se vuelve hacia la figura oculta y atiende un bisbiseo que sólo él oye. Se pone en marcha y le siguen los dos motoristas. Cuando ha salido, el Capitán da un giro a la silla y se queda frente a Güelmes y Font y Rius.
—Queridos socios. Hacía tiempo que no teníamos una reunión de sociedad anónima. Siguen jugando con la muerte. Siguen sin ser profesionales. En una guerra la piedad hace más mal que bien. La piedad es peligrosa. Están en juego sus vidas y mi dinero, un dinero que tampoco es mío, que implica a financieros muy poderosos. Nueva Argentinidad puede ser el negocio de mi vida, de sus vidas, un negocio que puede joderse por culpa de un loco que no tiene ni pasado ni futuro.
Font y Rius parece empezar a entender qué va a pasar.
—¿Adónde fueron el gordo y esos dos matarifes? ¿Qué le van a hacer a Raúl?
El Capitán no se molesta en contestarle. Sigue con su discurso:
—¿De quién es esa novelita, La piedad peligrosa?
Pero Font y Rius da un salto y se cuelga desesperado de la señal de alarma. Suena con una estridencia insoportable, tanta que ha detenido el avance del gordo y los motoristas por los pasillos subterráneos de la clínica. El sonido lo ocupa todo. El gordo saca una pistola. Los motoristas llevan una mano a la vaina del cuchillo adosada a una pantorrilla. Se revuelven como buscando el origen del sonido, atemorizados, crispados, y la crispación aumenta cuando suena nítidamente un disparo que les llega desde el despacho. Corren hacia allí y desembocan en un escenario donde Font y Rius sigue colgado de la alarma con una mano y con la otra trata de contener la sangre que le sale de una cadera. Güelmes se acurruca en el suelo, protegiéndose el cuerpo con los brazos. Los pies del Capitán pasan a su lado. Güelmes se protege ahora la cabeza. Los pies del hombre se acercan a la ventana. El jardín está lleno de policías dirigidos por Pascuali. La alarma ha parado, pero ahora se escucha un vocerío aún más intenso. Cada loco se ha convertido en una señal de alarma y en bocas abiertas que gritan desde el convencimiento, la sorna, el miedo. Raúl permanece en un ángulo de la desnuda celda en su camisa de fuerza, incapacitado para taparse las orejas y defenderse del ruido. Se abre la puerta. Al otro lado, Pascuali con una pistola en la mano. Carvalho a poca distancia. El pasillo está lleno de policías. Carvalho se precipita sobre Raúl para comprobar su estado, secundado o impedido por dos enfermeros. A sus espaldas suena la voz del Capitán.
—Buen servicio, Pascuali.
Pascuali se vuelve y le saluda sorprendido pero con respeto. Lo evalúa como un hombre de unos cincuenta años, delgado, enjuto, frío, satisfecho.
—A sus órdenes, Capitán.
—No he querido perderme este brillante servicio. Quisiera interrogar personalmente al prisionero.
Carvalho observa al gordo y luego examina al Capitán.
—A usted le he visto en una fotografía.
—El Capitán… —trata de informar Pascuali, pero Carvalho no necesita esa información.
—El capitán Ranger, héroe de la guerra, de la guerra de las Malvinas.
Carvalho se interpone entre Raúl y el Capitán.
—Acabo de llamar a la embajada de España y envían a un emisario para ponerse a disposición de todos ustedes y, por descontado, de mi primo.
El Capitán no está convencido.
—¿Acaba de avisar? ¿Ya sabía que «eso» era su primo?
—¿Qué diferencia hay entre acabo de avisar o voy a avisar?
El Capitán se relaja, sonríe, da media vuelta, se abre camino entre la policía, pasa ante Alma y la saluda con una suave inclinación de cabeza. Dice al pasar en el suficiente tono para que sólo la mujer oiga sus palabras:
—Ya no tiene que guardar la blusa azul, Alma.
Alma contempla asustada cómo el Capitán se retira, ahora seguido de los motoristas y del hombre gordo. Dos camilleros se llevan a Font y Rius herido, supervisados por un Güelmes que ha recuperado toda su autoridad, toda su dignidad política. Pascuali está muy nervioso. Alma abatida. Carvalho habla por teléfono. Raúl ya sin camisa de fuerza mira a todo el mundo, su rostro refleja distintas expresiones hasta que llega a Alma y se le desencaja. Alma vuelve la cara. Carvalho deja caer el teléfono con parsimonia. A Pascuali le alarma la conmoción reflejada en el rostro de Raúl.
—¿Qué le pasa?
Güelmes está al quite.
—Es la emoción. Es la primera vez que ve a su cuñada. Y se parece tanto a su mujer.
Carvalho toma la iniciativa. Coge a Alma por un brazo y por la cabeza y la obliga a mirar a Raúl.
—Alma, mira, éste es Raúl. Raúl, ésta es Alma.
Raúl mira a Güelmes, a Alma, a Pascuali, a Carvalho. Finalmente sonríe y pregunta con dificultad:
—¿Qué tal, Alma?
Se acerca a ella, los rostros se aproximan para un beso protocolario, pero cuando los labios de Raúl se depositan sobre la mejilla de la mujer, de la piel emana toda una historia perdida, los ojos de él y de ella están llenos de dolor, se abrazan, se entregan los dos cuerpos a una fusión completa, más allá de la resistencia de las carnes y los esqueletos. Musitan. Eva María. Eva María.
Pascuali no quiere conmoverse.
—De acá no sale nadie sin decirme lo que necesito saber.
Güelmes parece tener una buena noche.
—Pregunte y le contestaremos.
—¿Quién disparó contra Font y Rius?
—Un accidente motivado por el nerviosismo al sonar la alarma.
Pascuali no retira el recelo que le merece la explicación de Güelmes.
—¿Por qué sonó la alarma? ¿Qué tiene que ver el Capitán con todos ustedes?
Güelmes sigue en racha.
—Le nombramos presidente de Nueva Argentinidad, conviene estrechar los lazos entre la sociedad política, la civil y la militar para que no vuelvan a producirse trágicos malentendidos. Necesitamos que los héroes den significado a los buenos negocios. Todo es muy sencillo. Pascuali, no se complique la vida, ni el curriculum. Nueva Argentinidad se basa en descubrimientos que hace veinte años hicieron el amigo Tourón y su ayudante, Roberto, que en paz descanse. Sospecho que nuestro amigo Raúl querrá incorporarse a tan brillante equipo y recoger los frutos de su trabajo de entonces.
Güelmes se dirige significativamente a Raúl:
—Raúl. Bien venido a bordo. Vuelve a mandarnos el Capitán. La reconciliación nacional y familiar. Tu cuñado, yo, vos, socios. Todo queda en familia.
Raúl parece sonreír, pero cuando se acerca a Güelmes, de sus labios sale un gargajo al ralentí, parabólico va a parar a la pechera de Güelmes. Vladimiro y otro policía se hacen cargo de él y lo conducen hacia el coche celular. Carvalho y Pascuali caminan casi codo con codo. Carvalho está cansado, Pascuali aturdido. Han de pasar por delante del Capitán, el hombre gordo, los motoristas. Carvalho interroga a Pascuali.
—¿Quién es el Capitán?
—Un alto mando.
—¿De qué? ¿Desde cuándo?
Pascuali se encoge de hombros.
—De qué, no lo sé. Desde siempre. Para siempre. Por lo visto la mierda secreta del poder no desaparece nunca.
—Cuidado, Pascuali. Me va a salir algo anarquista.
Llegan a la altura del hombre gordo que parece proteger al Capitán. Carvalho le toca la tripa con el dorso de una mano.
—Cuidado con los altramuces.
El Capitán enfría con una mirada la ira de su lugarteniente.
La ambulancia se lleva a Font y Rius y a un furgón policial suben Alma, Raúl y Carvalho. Pascuali se sienta junto al conductor. Güelmes parte en un coche oficial. Pascuali ha vigilado que Raúl, Alma, Carvalho y dos policías pasen al interior del furgón. Lo cierra desde fuera. Luego se acomoda en la cabina junto al chófer. Da la orden de arrancar. Se pone en marcha. En el interior, Raúl y Alma meditabundos, pero con las manos rundidas. Carvalho los estudia. Los policías van con la ametralladora relajada entre las manos. Raúl levanta la cabeza, mira a Alma con ternura.
—¿Y la nena?
—Hice lo que pude, no hay pistas, el que se la quedó debe de ser un canalla muy poderoso.
—Ahora debe de tener casi veinte años.
—Diecinueve años, seis meses, cuatro días…
Raúl llora silenciosamente y de pronto pregunta a todos los presentes y a nadie:
—¿Por qué? ¿Por qué?
Raúl la acaricia todo lo que le permiten sus manos esposadas. Carvalho los sigue observando, con cara de póquer carvalhiano. Raúl musita, dirigiéndose a Alma:
—Gracias.
—¿Gracias, por qué?
—Por vivir.
De pronto Raúl empieza a chillar como una rata y a convulsionarse. Todos se impresionan, menos Carvalho. Los policías no saben qué hacer, pero por si acaso le apuntan con las ametralladoras. Alma se interpone entre las ametralladoras y Raúl.
—¿Quieren meterse esa pija en la bragueta, pedazo de boludos? ¿No ven que está enfermo?
Un policía toma la iniciativa de comunicarse con la cabina. Bajan la ventanilla. Aparece el rostro reticulado de Pascuali.
—¿Qué pasa ahí?
—A este piantao le ha dado un ataque.
—¡Mierda!
El coche frena. Carvalho y Raúl se miran. La mirada de Raúl es coherente, sus chillidos no. Ya detenido el furgón, segundos después se abre la puerta y enmarca en ella Pascuali, con los pies en la carretera, medio cuerpo asomado. Apenas si tiene tiempo de preguntar enfadado:
—¿Qué pasa aquí?
Raúl da un salto inesperado y se lanza al exterior, cayendo sobre Pascuali, que queda inerme bajo el peso del fugitivo. Cuando Pascuali recupera la vertical y echa mano de la pistola, Raúl corre en busca de los matorrales que separan la carretera de un bosque convertido en noche misma. Los policías apuntan con sus ametralladoras. Carvalho finge perder el equilibrio, cae sobre ellos y recibe un culatazo que le deja derribado y semiinconsciente en el suelo del furgón. Abre los ojos cuando nota la presencia de Alma inclinada sobre él. Desde los ojos de Carvalho caído, el rostro emocionado de Alma está muy cerca y pregunta algo. Carvalho no puede responder antes de perder el conocimiento.
Un policía acompaña a Carvalho hasta la puerta con irritada parsimonia. El detective desciende los escalones. Respira el aire libre de la noche y se palpa los esparadrapos que señalan el lugar de su herida. Empieza a caminar. Un coche se pone a su altura. Carvalho recela. Pero por la ventanilla se asoma Güelmes y le invita a subir. Una vez dentro, Carvalho se desparrama junto al excelentísimo señor secretario de Fomento.
—Me costó sacarlo. Tuve que usar toda mi influencia y mi sentido común. ¿Qué hizo usted? Al fin y al cabo impidió que la policía se metiera en un lío. ¡Ametrallar a un súbdito extranjero! ¡A un español! ¡El embajador se hubiera puesto hecho una fiera! ¡La ONU! ¡Amnesty! ¡La madre Teresa de Calcuta! ¡El juez Garzón! ¿No se llama Garzón ese juez español que quiere encarcelar a toda la Junta Militar del Proceso? ¿Y nuestra soberanía? Somos los dueños de nuestros torturadores y hemos decidido perdonarlos. ¿Para qué sirve la soberanía nacional si no, en estos tiempos de economía, política globalizadas?
—Los Estados sólo son los dueños de sus torturadores y de sus asesinos de Estado.
—Alguna atribución deben dejarnos. Pascuali es un buen funcionario, pero se toma lo de la profesionalidad demasiado a pecho. La Argentina tiene que recuperar su imagen democrática. ¿Alguna pregunta?
Carvalho se encoge de hombros.
—¿Tiene respuestas?
—Aquí dentro sí. Su palabra contra la mía. La última aclaración que hago. Guardamos el secreto de la sustitución de Alma por Berta. Primero únicamente lo sabía Font y Rius. Después, Pignatari, Norman. A Raúl no pudimos decírselo durante la detención, y después Alma, es decir, Berta, nos mandó a decir que era mejor que se fuera y empezara una nueva vida, en España. Berta, es decir, Alma, se sentía culpable de nuestra politización, era nuestro ídolo, nuestra chica, la capitana pirata. Mitos de juventud. ¡El que a los veinte años no es un idealista!
—Conozco ese rollo. ¿Y la traición? ¿Los negocios con el Capitán?
—Usted confunde traición con pragmatismo. Fue idea del Capitán. Durante los interrogatorios se dio cuenta del negocio. Era un héroe sucio y ahora quiere ser un rico limpio. Ahora es el respetable presidente de una fundación: Nueva Argentinidad. Ratas, vacas, hombres. Un nuevo humanismo. Engordar al hombre. El único humanismo posible. Además, explotar los descubrimientos de Raúl no era ningún crimen. Los tiempos han cambiado.
Güelmes sonríe y coge por un brazo a Carvalho.
—Déjeme decirlo una vez más y tome buena nota. El que a los veinte años no quiere cambiar el mundo es un hijo de puta, pero el que a los cuarenta años quiere seguir cambiándolo, ése es un gil…
El coche de Güelmes entrega a Carvalho a las puertas de San Telmo y el detective se orienta hasta llegar a la plaza Dorrego, al bar viejo y tanguista que Alma le ha indicado. Todo está como si Gardel se acabara de subir al vuelo de su muerte, y Alma sólo le deja merodear con la mirada las iconografías de las sentimentalidades muertas. Callejean luego por desfiladeros de antigüedades sobre las que Alma informa.
—Son los restos del naufragio de la burguesía más rica de América Latina. Empezaron a vendérselo todo cuando el peronismo levantó a los descamisados y finalmente acabaron de vendérselo cuando los militares desataron la inflación y la miseria.
Alma y Carvalho caminan algo distanciados. Ella juega a subir y bajar del canto de la acera siempre que se lo permiten los coches aparcados en las calles de San Telmo. Él contempla las estrellas.
—Desde mi casa de Vallvidrera me entretengo a veces mirando las estrellas. Si las veo bien es que estoy sereno, si las veo mal es que estoy borracho.
—¿Y la polución?
—En Vallvidrera no hay polución.
El juego de la acera intermitente le permite a Alma aplazar lo que quiere decir, pero finalmente se decide.
—Te debo una explicación.
—Ya has pagado todas tus deudas, ya has enterrado a todos tus muertos.
—Sos pura poesía.
—Los hay peores.
Alma le coge por un brazo y le señala el rótulo que campea sobre un local iluminado: «Tango Amigo».
—El pequeño reino afortunado de Norman, de Norman Silverstein. Ya maduraste. Ya podes entrar.
Y es un impacto la nebulosa de luces y vapores, el más allá de cuerpos acodados a una barra o alienados contra un bajo escenario en el que un reflector ha delimitado el círculo en el que de un momento a otro brotará la magia. Carvalho y Alma avanzan entre el público. Un camarero los conduce hacia unas sillas reservadas muy próximas al pequeño escenario del fondo. Carvalho cuchichea al oído de Alma:
—¿Qué hace una rockera como tú en un sitio como éste?
Ella se echa a reír. Oscuridad en la sala. Demandas de silencio. El reflector marca un sol sobre el escenario en el que está Norman Silverstein, muy maquillado, tiene dibujada una sonrisa exagerada, un rictus, habla con voz de rictus, de histrión sin rienda alguna que contenga su verbalidad.
—¡Bien venidos a Buenos Aires! ¡Sabemos que vinieron porque para los extranjeros esta ciudad resulta barata y la Argentina está en venta!
Señala a gente del público.
—¡Y vos! ¡Y vos!
Detiene el dedo en Carvalho, al que señala el reflector.
—¡Y es que aquel que no está en venta es que no vale nada!
Se saca teatralmente el reloj de la muñeca.
—Este reloj me lo vendió mi abuelito, que era milico, y le marcó siempre, siempre, la hora de los golpes de Estado, los fusilamientos y los huevos pasados por agua o por la picana. Comprendan lo que significa venderlo para mí. Y no lo voy a vender ni por cien pesos, ni por un millón, ni por uno.
Se arrodilla lloroso.
—Les ruego que se lo lleven, que me lo quiten. A los argentinos nos gusta que nos quiten los relojes, los amores y las islas.
Cambia de tono bruscamente.
—A propósito, ¿qué saben ustedes de Buenos Aires?
Norman ha recuperado la arrogancia e interroga al público como si fuera un maestro de escuela.
—Vamos. Demuestren lo que saben. ¿Qué saben ustedes de Buenos Aires? Griten, proclamen ¡síííí! si identifican lo que les digo.
Redoble de tambor.
—¿Tango?
El público responde resignadamente.
—¡Sííííí!
—¿Maradona?
—¡Sííííí!
—¿Desaparecidos?
Parte del público consuman el sí como si respondieran a una pregunta banal, otros se dan cuenta del dramatismo de la pregunta y la respuesta y se contienen; poco a poco se hace un silencio respaldado por un suave redoble de tambor. Diríase que el batería tiembla.
—Desgraciadamente, querido y respetable público, Maradona tuvo problemas porque metía la nariz donde no debía, Maradona ya sólo cree en su familia y en Fidel Castro. ¡Ni siquiera cree en Menem! ¡Le pasa lo mismo que a Zulema!
Risas generales.
—Los desaparecidos. ¿Alguien vio alguna vez a un desaparecido? ¿Y si nadie ha visto a un desaparecido cómo puede asegurar que hubo desaparecidos?
Progresivo silencio e incomodidad, incluso algún cabezazo de disgusto entre los asistentes.
—Pero ¡nos queda el tango! ¡Siempre el tango! ¡Nosotros somos tango! ¡Y el tango es una mujer, esta noche el tango es una mujer que fue saludada por el Polaco, por el Gran Goyeneche, como la única nena que sabía cantarlos! ¡El tango es!
Marca con un brazo la aparición de la cantante.
—¡Adriana Várela!
Una mujer escotada y blanca. Enigmática y con las siete puertas y los seis sentidos bien puestos bajo la luna. Arranca la orquesta con el bandoneón por delante y la mujer se apodera de la escena de la que ha desaparecido Norman.
Buscás
las sombras de un recuerdo,
pisadas en la sangre
antigua como el sol.
Buscás
un animal herido
presa del destino
que ignora su dolor.
Pasá extranjero,
no hay piedad
para quien perdió
el tren del tiempo.
Huellas
en la ciudad doliente,
paisaje de entreguerras
entre el ser y el no ser.
Huellas
de un animal herido,
animal colectivo
en ciega obstinación.
Pasá extranjero,
no hay piedad
para quien perdió
el tren del tiempo.
Llegás
de una ciudad cansada,
con sus espejos rotos
fingiendo desamor.
Buscás
que acaso entre los restos
tu rostro sea el rostro
de un tiempo que murió.
La cantante saluda contenida, ritualista, los aplausos del público. Carvalho la contempla tan alelado como emocionado. Pascuali ha seguido la actuación desde la última fila. Desde allí ve cómo saluda Adriana Várela, da media vuelta y sale a la calle. Respira hondo Pascuali y mira las inevitables estrellas, las mismas constelaciones que Raúl degusta con la cabeza inclinada hacia atrás, mientras sus piernas corren junto a la vereda del río, en un ejercicio mecánico, que en él ya ha sustituido al andar. ¿Cuándo podrá volver a caminar como un hombre normal? Por la ventanilla del coche blindado los ojos del Capitán persiguen las mismas estrellas, indiferentes a la presencia y al habla continuada del conductor. Los faros encendidos apenas si precisan los desparramados límites del hombre gordo tras el volante, atento a las oscuridades de la carretera que le abren los faros, pero también de reojo a la impasibilidad tensa del Capitán sentado en el asiento trasero. Imperturbable. Mira las estrellas a través del cristal, y luego los ojos incisivos del jefe tratan de calcular cuánto recorrido les queda. El coche se detiene sobre la gravilla del jardín de una residencia aislada en el calvero de un bosque de eucaliptos. El Capitán baja. El gordo le ha abierto la puerta y se le cuadra militarmente.
—A sus órdenes, mi capitán.
El Capitán apenas le dedica un manotazo en el aire para que se relaje y se vaya.
—Mis respetos a doña María Asunción y a la piba.
Pero el Capitán se ha entregado a un andar estudiadamente elástico con el que llega ante la puerta de su casa, para abrirla sin necesidad de llave, ni de detener su avance, hasta encontrarse en un recibidor. Husmea el aire. Sus ojos van hacia una botella de whisky casi agotada, situada sobre una mesa, y tras el cristal de la botella, deformado, el rostro de una mujer que cabecea entre el sueño, el amodorramiento etílico y la necesidad de darse por enterada de que alguien ha entrado en casa. Trofeos de caza. Incluso los escasos libros estratégicamente situados en estanterías, decorativos, parecen trofeos de caza. También una bandera argentina, sobre ella la foto ampliada de un grupo de soldados sonrientes, en el fondo el mar, el mar de las Malvinas. El Capitán pasa junto a la mujer borracha que se mece en el balancín, con el retomado andar elástico, y escupe más que dice:
—¿Y la nena?
La mujer cabecea en dirección a las alturas. El Capitán sube los escalones de dos en dos. Desemboca ante una puerta. La abre. Una muchacha, duermen plácidamente sus veinte años. El Capitán la arropa. Todo su rostro impecable, cruel, frío se ha convertido en plastilina de ternura. La muchacha se remueve.
—Nada ni nadie nos separará.
El Capitán abre una caja de música. La cajita de Eva María, presente en el recuerdo de Alma, la música de Pignatari. El Capitán insinúa una caricia sobre su frente que no llega a ultimar y se acerca a la ventana para mirar las estrellas. Son las mismas estrellas que Carvalho percibe desde su apartamento. Arden los leños en la chimenea sobre las cenizas de Buenos Aires: un museo al aire libre de Léon Tenenbaum. Un Carvalho desvelado asomado a la ventana. Luego regresa a la mesa, toma un papel y lee en voz alta:
—«Querida Charo, en el momento de partir para Buenos Aires para un trabajo, empecé a escribirte para deshacer un equívoco. No fueron las cosas como tú creías, Charo. Tal vez deberíamos asumir que no somos unos muchachos y que nos jugamos la posibilidad de vivir o malvivir los últimos años que nos quedan, sin demasiada vejez. Charo, ¿qué sería para ti y para mí una solución normal? ¿Hay soluciones normales a partir de los cincuenta años o ya sólo queda el miedo a decaer, a envejecer sin dignidad y en soledad? Aquí todo ha terminado y todo puede volver a empezar en cualquier momento. En todo fin hay un principio como en cualquier parte, pero aún no he llegado a ningún lugar del que no quiera marcharme, y me da tanto miedo que me necesites como que te necesite. Quizá busque una excusa para quedarme un poco más aquí. Una excusa profesional. Encontrar a mi primo. Cobrar el trabajo. Pagar las deudas. Enterrar definitivamente a los muertos…».