Unas dos semanas después, muy temprano por la mañana, Eleanor estaba sentada en la misma silla y casi en la misma actitud, salvo que tenía frente a ella, en la mesa, una taza con un centímetro de té frío en el fondo. Llevaba la bata encima del camisón. Era de día, pero estaba nublado, y una niebla húmeda se cernía sobre los campos. El paisaje, a través de las ventanas de la casa, parecía monocromo. Un gallo cantó a lo lejos. Eleanor se tensó al percibir el sonido de un coche que se acercaba a la casa. Giró lentamente para entrar en el sendero de entrada, y los neumáticos produjeron un crujido suave sobre la gravilla. El motor se apagó. La portezuela se cerró con un golpe tenue. Eleanor se precipitó al pasillo y descorrió el cerrojo de la puerta principal. Al abrirla, vio a Sam Sharp en el umbral.
—¡Dios mío! Tenías que ser tú, precisamente —dijo Eleanor.
—Es tempranísimo, ya sé, pero…
—Pasa —dijo ella, aunque no en un tono de jubilosa bienvenida.
Le condujo al cuarto de estar.
—Acabo de llegar de Los Ángeles, en el vuelo nocturno —dijo él. Llevaba un traje de lino arrugado, con una mancha de comida en la solapa, y estaba sin afeitar—. Pensé en recoger mi vasija, si estabais levantados. Y lo estáis.
—Dijiste que te ibas para un mes —dijo Eleanor.
—Cambié de planes. Pero, en fin, ¿cómo estáis? —Se inclinó hacia adelante para besar a Eleanor en la mejilla, pero ella se volvió y se sentó a la mesa del comedor.
—No quiero besarte, Sam.
Él estaba desconcertado.
—Oh. —Se pasó por el mentón el dorso de una mano—. ¿Te molesta la barba? ¿Mal aliento?
—Estoy enfadada contigo.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—Has metido en nuestra vida a esa serpiente venenosa llamada Fanny Tarrant.
Sam pareció sorprendido.
—¿Quieres decir que ha entrevistado a Adrian?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijo? ¿Escribió el artículo sobre ella?
—No, que yo sepa. Pero Fanny Tarrant escribió el suyo sobre él.
—Enséñamelo —dijo Sam.
—No lo tengo. Por eso me he levantado con los gallos. Estoy esperando que traigan la prensa del domingo.
—¿Cómo sabes que saldrá en el periódico de hoy?
—Lo anunciaban en el último dominical: Fanny Tarrant sigue a Adrian Ludlow hasta su escondrijo.
—Suena bien —dijo Sam—. Podría ser un artículo bonito.
—No lo será —dijo Eleanor.
—¿Cómo lo sabes?
—Es una larga historia. Trataré de abreviarla. Siéntate.
—¿Puedo tomar antes un café?
—No —contestó Eleanor.
—¿No? ¿Un «no» rotundo?
—¡Escucha, maldita sea! —dijo Eleanor.
Por fin penetró en el cráneo de Sam la idea de que algo serio había sucedido.
—Está bien, está bien —dijo, y se sentó dócilmente.
—Tu estúpido plan funcionó, hasta cierto punto. El agente de Adrian… —Eleanor se detuvo y miró fijamente a Sam—. ¿Dónde está tu peluquín? —dijo.
En la coronilla de Sam había un amplio calvero.
—Lo tiré a la basura —dijo Sam con cierta timidez.
—¿Por qué?
—En California era una pesadez. Se me caía cada vez que salía de la piscina… Sigue.
Eleanor le refirió cómo se había fijado la entrevista, a pesar de su oposición, y cómo ella había decidido ausentarse para no presenciarla.
—Pero volví a casa antes de lo previsto.
Hizo una pausa, recordando aquel momento.
—No me digas que les encontraste juntos en la cama —dijo Sam.
—No fue del todo la historia clásica —dijo Eleanor—, pero acababan de estar juntos en la sauna.
—¿En la sauna? ¿Quieres decir desnudos?
—Es lo que yo entiendo.
—¡Hostia! —dijo Sam, con un tono de sorpresa entreverada de envidia.
—Estaban repantigados en albornoz cuando entré. El de ella estaba caído sobre el hombro porque le estaba enseñando a él un tatuaje.
—¿Qué clase de tatuaje? —dijo Sam.
—¿Qué más da? —dijo Eleanor, irritada—. Una mariposa.
—«Flota como una mariposa, pica como una abeja.»
—Más bien como un escorpión. Debería tatuarse un aguijón de escorpión en el culo —dijo Eleanor—. En fin, no me hizo mucha gracia aquella escenita, aunque no pensé en serio que hubiera ocurrido algo más íntimo…
—Fuiste muy comprensiva —dijo Sam.
—Adrian es un fanático de la sauna, como sabes —dijo Eleanor—. Siempre hace proselitismo. Realmente no creo que intentase seducirla.
—¿Pero quizá ella sí intentó seducirle a él?
—Se me ocurrió pensarlo. Pero, de todas formas, mientras se estaban vistiendo, descubrí que Adrian había grabado la entrevista.
Eleanor contó lo que había oído que Adrian le contaba a Fanny.
Sam dio un brinco en su asiento.
—¡Dios mío! ¿Está loco?
—Dijo que eso no lo habían grabado.
—Ah, no lo grabaron —dijo Sam, relajándose un poco—, pero ¿tú te fías de ella?
—No. No sé. La cuestión es que él no tenía ningún derecho a contarle nada sobre mí, y no digamos algo tan privado como aquello.
—No, por supuesto que no, pero…
—Durante años he tolerado que incluyera detalles de mi vida privada en sus novelas. No es muy agradable, es… como ver tu ropa vieja, las cosas que pensabas que habías tirado, expuestas en el escaparate de una tienda de caridad. Pero me decía a mí misma que al menos nadie sabría que eran mías, porque Adrian había cambiado cosas y las había mezclado. Pero esto era diferente…
—Entiendo por qué te enfureciste, Ellie —dijo Sam—. Tenías todo el derecho a hacerlo. Pero, realmente, no hay que perder los estribos por lo que publique el periódico de hoy.
—No sabes lo que publica.
—Aun cuando Fanny haya utilizado la historia, no va a provocar olas. O sea que te acostaste con dos amigos, uno después de otro, hace treinta años. ¿Y qué? ¿A quién le importa?
Eleanor guardaba silencio.
—No le contó nada más, ¿verdad? —preguntó Sam con ansiedad—. Nada sobre él…
—No —dijo Eleanor.
—Gracias a Dios, menos mal —dijo él—. No debes preocuparte.
—No he acabado la historia. Mientras Fanny esperaba un taxi y Adrian iba a buscar el coche…
—¿Dónde estaba el coche?
—¿Pero qué importa dónde estaba el puñetero coche?
—Lo siento —dijo Sam—. Cuando uno es guionista, adquiere la costumbre de hacer esta clase de preguntas.
—Me quedé sin gasolina justo a la salida del pueblo. Volví a casa a campo traviesa. Adrian llevó una lata de gasolina para el coche. ¿Satisfecho?
—Así que les sorprendiste en albornoz porque no oyeron llegar el coche. Ya ves: todo casa.
—Esto no es uno de tus guiones, Sam, sino mi vida.
—La mía también, por lo que parece —dijo Sam—. ¿Así que estabas…?
—¡Chss!
Eleanor levantó la mano.
—¿Qué?
Ella fue hasta la ventana y miró fuera.
—Nada. Me ha parecido oír la furgoneta del señor Barnes.
—¿Quién es el señor Barnes?
—El vendedor de periódicos.
Volvió a la mesa y se sentó de nuevo.
—¿Así que te quedaste sola con Fanny Tarrant?
—Sí. Yo estaba enfadada, disgustada. Ella dijo que Adrian le contó que había dejado de escribir novelas porque había decidido que no tenía nada nuevo que decir. Parecía tan satisfecha consigo misma por haber hecho aquel descubrimiento, y tan deslumbrada por Adrian, que me puse enferma. Por eso solté la verdadera razón de que dejase de escribir.
—¿Por qué lo dejó? —dijo Sam.
—Sencillamente porque no podía soportar que le recordaran continuamente que nada de lo que escribía era tan bueno como su primer libro.
—¿Te refieres a las críticas? Adrian siempre decía que nunca las leía.
—Todo mentira. Una mentira de la que fui cómplice. Pero no eran sólo las críticas. Cualquier desaire, real o imaginario, le desesperaba. Cuando Desde las profundidades no fue seleccionada para el Booker, prácticamente quería suicidarse.
—No tenía ni idea… —dijo Sam—. ¿Y le dijiste todo eso a Fanny Tarrant?
—Sí.
—¿Sin que lo grabara?
—No.
Sam torció el gesto.
—Dios mío.
—Yo estaba furiosa. No pensaba con claridad. No me di cuenta de que me estaba grabando hasta que apagó el aparato. Cuando Adrian volvió, después de que ella se fuese, le confesé lo que había hecho.
—¿Qué dijo él?
—No dijo nada —respondió Eleanor—. No me ha hablado desde entonces.
—¿De Fanny Tarrant?
—De nada. No me ha dirigido la palabra desde ese día, excepto cuando están presentes otras personas. En ese caso charla, sonríe, se ríe y me incluye en la conversación como si no hubiese pasado nada, pero en cuanto se va la gente, ya sean vecinos, o el pastor, o la asistenta, se queda callado como una piedra, no me escucha cuando le hablo y me deja notitas.
Eleanor buscó en el bolsillo de la bata y sacó un puñado de papelitos doblados y arrugados y los tiró sobre la mesa, delante de Sam. Él cogió uno, lo abrió y leyó: «Mañana necesitaré el coche entre las 11.30 y las 13 horas.» Sam miró a Eleanor.
—¿Por qué aceptas este disparate? ¿Por qué no te vas y le dejas que se cueza en su propio jugo?
—Supongo que porque me siento culpable. Por traicionar su secreto.
—No lo hiciste adrede.
—Sí, sí lo hice —dijo Eleanor, apesadumbrada—. Cambié de opinión, pero demasiado tarde.
—Bueno, fue culpa de él. Te provocó…, ¿dónde está ahora?
—Todavía está durmiendo, espero. Duerme en la habitación de invitados, se acuesta unas horas después que yo y se levanta tarde, para que no podamos desayunar juntos. A decir verdad, tampoco nos vemos en las demás comidas.
Sam meditó un momento. Luego dijo:
—Ellie, ven a casa conmigo. Ahora. Déjale una nota a él. Eso le devolverá a su sano juicio.
—No, gracias, Sam —dijo Eleanor.
—Le estás permitiendo que te trate como si fueras una criminal. Es absurdo.
—Lo sé, pero…
—Vístete, llena una bolsa, ven conmigo ahora mismo. Mientras duerme. Hazme caso. —Se levantó de un salto como para animarla—. Sin ataduras. A no ser que las quieras, por supuesto.
Eleanor sonrió.
—Gracias, Sam, pero no puedo.
—¿Por qué no?
—Si me fuera ahora, no volvería nunca. Sería el final.
—Tal vez hayas llegado al final de este matrimonio —dijo él.
—¡Oh, Sam, no quiero el divorcio! —exclamó Eleanor—. Toda la gente que conozco se ha divorciado. He visto lo que le pasa a la gente. Tú sabes lo que es. No quiero pasar por todo eso a estas alturas de mi vida no. En todo caso, debería haberlo hecho hace diez años.
—Pero si el matrimonio se ha agriado…
—No, desde que nos vinimos a vivir aquí las cosas mejoraron mucho —dijo Eleanor—. Adrian puede ser maravilloso cuando está de buen humor.
—Oh, ya lo sé.
—Y desde que dejó de escribir novelas ha estado de buen humor casi todo el tiempo. —Añadió—: O finge que lo está, que por lo que a mí respecta viene a ser lo mismo.
Su tono ronco desmintió su tentativa de frivolidad.
—¿Por qué te casaste con él, Ellie? —dijo Sam.
Eleanor dudó un instante, como alguien entre la espada y la pared. Luego soltó:
—Él era el padre —dijo.
—¿Qué?
—Cuando aborté.
Sam la miró atentamente.
—Dijiste que no sabías quién de nosotros era el padre.
—Pero sí lo sabía. Tomé precauciones cuando me acosté contigo.
—¿Pero no cuando te acostaste con Adrian? —dijo Sam.
Eleanor asintió. Sam levantó los brazos en el aire.
—¡Dios mío! ¿Por qué no lo dijiste entonces?
—Pensé que era lo mejor —dijo Eleanor—. Creí que los dos me apoyaríais, que eso nos mantendría unidos como un trío si ninguno de los dos sabíais quién era el padre. Ya sabes, como el cartucho vacío del pelotón de fusilamiento. —Tras un momento de reflexión, añadió—: O lo contrario.
—Yo…, yo…
Por una vez, Sam no encontraba palabras.
—Era muy joven y estaba muy confusa, aterrada. Lo único que quería era no quedarme embarazada. Pero después eso me deprimió mucho. Un día, cuando tú estabas con aquella beca en los Estados Unidos, le dije a Adrian que él era el padre. Al principio se quedó atónito, como tú. Pero al cabo de un rato me pidió que me casara con él.
—¿Para que, después de todo, pudieras tener hijos?
—Sí. Pero a veces me pregunto si el primer embarazo fue de una niña. Me habría gustado tener una niña.
—Podría haber salido como Fanny Tarrant —dijo Sam.
—No bromees con eso, Sam.
—¿Cómo tendría que reaccionar, si no? —preguntó Sam—. Podría enfurecerme, si lo prefieres.
—No, no te enfades.
—¡Ellie, por Dios! Me engañaste.
—Lo sé. Y estuvo mal. Lo siento.
—Y me dejaste que viviera engañado.
—Trataba de engañarme a mí misma, Sam, de hacer como si nunca hubiera sucedido.
—He cometido demasiados errores graves en mi vida —dijo él sentidamente—. Podría haber prescindido de mi cincuenta por ciento de participación en éste.
—Lo siento, Sam —repitió Eleanor. Se acercó a él y le tocó el brazo—. Dime que me perdonas.
—Está bien. Te perdono —dijo él.
Eleanor le besó en la mejilla y se sentó en la tumbona.
—¿Cuánto tiempo más vas a aguantar que Adrian te trate como si no existieras? —preguntó Sam.
—No mucho más. Por terrible que sea el artículo de Fanny Tarrant, no será peor que esperar para leerlo. Tengo la sensación de que en cuanto conozcamos lo peor, se romperá el maleficio. Adrian me volverá a hablar y lo resolveremos.
—¿Y si no es así?
—Entonces te agradeceré que me prestes tu habitación de invitados —dijo ella con una débil sonrisa.
Sam se sentó en el sofá.
—¿Cuándo os suelen llegar los periódicos?
—Nunca se sabe. Todo depende de si Barnes los reparte él mismo en la furgoneta o si manda a su hijo en bicicleta. Antes he creído que tu coche era la furgoneta.
—¿Y si voy al pueblo a comprar el Sentinel?
—La tienda no estará abierta todavía.
—Habrá alguna abierta en alguna parte.
—No a estas horas de un domingo. Ni en kilómetros.
Permanecieron en silencio un rato.
—Es curioso —dijo Eleanor—, esto me recuerda aquellos domingos por la mañana en Londres, cuando esperábamos a que repartieran los periódicos al día siguiente de la publicación. Siempre me producía una sensación extraña de mareo, porque estabas en suspense, preguntándote si las críticas serían buenas, pero racionalmente sabías que la cuestión ya estaba resuelta; ya estaban impresos y era irreversible. Mucha gente los había leído ya. Odiaba esa sensación. Entonces podía ponerme en el lugar de Adrian.
—¿Quieres que me quede hasta que lleguen los periódicos? —dijo Sam—. ¿O prefieres estar sola?
—Quédate —dijo Eleanor.
—En ese caso, ¿puedo tomar un café?
Eleanor sonrió y se levantó.
—Claro. Por supuesto.
—Y necesito evacuar, como dicen los yanquis.
—Usa el retrete de detrás. Por aquí.
Eleanor llevó a Sam a la cocina. Un minuto o dos después, Adrian, con una camiseta y pantalones de chándal, bajó las escaleras y recorrió el pasillo hacia la puerta principal. Casi inmediatamente volvió sobre sus pasos y entró en la sala de estar. Miró alrededor como si buscara algo. Eleanor salió de la cocina con vajilla y cubiertos en una bandeja. Al ver a Adrian, se paró en seco.
—Si estás buscando los periódicos, todavía no han llegado —dijo.
Adrian no le prestó atención. Llegó hasta la pila de revistas que había junto a la chimenea y cogió un suplemento dominical viejo. Se sentó en un sillón y fingió leer.
Eleanor empezó a depositar en la mesa lo que había en la bandeja.
—Estoy haciendo café y tostadas —dijo—. ¿Quieres?
Adrian persistió en su mutismo.
—Ha venido Sam —dijo.
Adrian tuvo una reacción brusca y la miró.
—Está en el váter —dijo ella.
Adrian volvió a concentrarse en la revista.
—Se lo he contado todo —dijo Eleanor—, así que tú también podrías dejar este juego idiota.
Adrian tampoco le prestó atención. Ella depositó en la mesa con un golpe el último objeto de la bandeja y volvió a la cocina. Adrian dejó de simular que leía. Al cabo de un momento Sam salió de la cocina y entró en la sala.
—¡Adrian! Estás levantado —dijo, con una jovialidad ligeramente forzada.
Adrian le miró fríamente.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—He llegado de Los Ángeles esta mañana. He venido por aquí para ver si había suerte y podía recoger mi vasija.
Cruzó la habitación hasta la mesa provisional donde estaba expuesta la cerámica y la cogió.
—Se suponía que estarías fuera un mes.
—Cambio de planes —dijo Sam, girando la vasija entre las manos—. Un vidriado maravilloso.
—¿Quieres decir que el estudio te ha despedido?
—No, yo les he despedido a ellos —dijo Sam—. Por decirlo de algún modo.
Dejó la vasija en la mesa.
—¿Por decirlo de qué modo?
—Me largué. Decidí que no quería convertirme en una puta de Hollywood. Imagínate, yo sentado debajo de una sombrilla al borde de mi piscina privada en Beverly Hills, trabajando en el enésimo borrador de una escena de amor lésbico entre Florence Nightingale y una joven enfermera…
—¿Florence Nightingale era lesbiana? —preguntó Adrian.
—En esa película sí —dijo Sam—. De cualquier forma, allí me tenías dándole al portátil, cuando de repente me dije a mí mismo: ¿Qué hago malgastando mi tiempo en esta porquería? Quiero decir, seguro que ganaré mucho dinero con esto, pero ¿quién sabe si alguna vez se va a rodar, y si utilizarán mi texto si se rueda, y en definitiva a quién le importará dentro de diez años?
—Una experiencia como la del camino de Damasco —dijo Adrian.
—Así es —dijo Sam—. Siento que he vuelto a nacer.
—Y otra vez calvo, por lo que veo —dijo Adrian.
Sam pasó por alto la pulla.
—Me di cuenta de que corría el peligro de convertirme en una máquina de escribir.
Algo en esa metáfora pareció llamar la atención de Adrian.
—¿Es decir, que haciendo guiones como coches que salen de una cadena de montaje no te concedes el tiempo de valorar la calidad de lo que estás produciendo?
—Sí, exactamente.
—Vaya, vaya —dijo Adrian. Por fin parecía impresionado—. ¿Y qué vas a hacer al respecto?
—Tomarme uno o dos años sabáticos —dijo Sam—. Rechazar cualquier nueva propuesta de guión. Leer cosas serias y meditar. Quizás escriba una novela.
—¿Una novela?
—Sí. Siempre quise probar a escribir una.
—Es más difícil de lo que crees —dijo Adrian—. ¿Entonces no te brindarás a adaptar El escondrijo para la BBC?
—Eh…, no, de momento no —dijo Sam. Parecía un poco avergonzado—. Lo siento. Supongo que nuestro plan contra Fanny Tarrant ha fallado.
—Sí.
—¿Se puso en contacto contigo Peter Reeves, del Chronicle?
—Sí.
—¿No estaba interesado?
—Oh, sí —dijo Adrian—, pero lo peor que pude averiguar sobre Fanny Tarrant es que fue a un internado de monjas en lugar de a un instituto, que vive con un hombre que se llama Creighton, y que tiene una mariposa tatuada en el hombro con las iniciales de una ex estrella de rock en las alas. Admitirás que no es mucha munición para un artículo demoledor.
—He oído que tú si le diste alguna —dijo Sam.
—Se la dio Eleanor.
—Oh, venga, Adrian, sé justo. Tú le contaste a Fanny Tarrant lo de nosotros tres en la universidad.
—Eso no se grabó.
—¿Pero por qué se lo contaste?
—Limitación de daños. Ella seguía el rastro…
—¿Y por qué la sauna?
Adrian guardó silencio un momento.
—No lo sé —dijo.
—¿No lo sabes? —repitió Sam.
—Fue una idea espontánea. Supongo que pensé que si la metía en una situación completamente inesperada, quizá revelase algo inesperado de sí misma —dijo Adrian.
—Te tomaste muy en serio la idea de la entrevista invertida, ¿verdad? —dijo Sam.
—Pareces sorprendido.
—Francamente, me asombra que hicieras eso. ¿Por qué no me lo dijiste?
Adrian no respondió.
—Como no supe nada, supuse que te lo habías pensado mejor. Lamento que no fuera así.
—¿Lo lamentas tú?
—Yo empecé todo el asunto. Me siento responsable.
—Entonces a lo mejor te gustaría resolverlo —dijo Adrian—. Apañártelas para comprar toda la edición del Sunday Sentinel de hoy e incinerarla. Ir de puerta en puerta por todo el país comprando a un precio irresistible los ejemplares que ya se hayan repartido. Administrar drogas inductoras de amnesia a los ciudadanos que ya hayan leído el artículo de Fanny Tarrant. —Miró su reloj—. Si yo fuera tú, me pondría ya en marcha. No tienes mucho tiempo.
—De acuerdo, no puedo reparar el daño ya hecho —dijo Sam—, pero a lo mejor puedo ayudarte a afrontarlo.
—Lo dudo muchísimo.
—Puedes prepararte psicológicamente. El miedo es tu peor enemigo.
—¿Por casualidad has hecho terapia durante tu estancia en California? —dijo Adrian.
—¿Qué es lo peor que Fanny Tarrant puede decir de ti? Que dejaste de escribir porque no podías soportar la crítica.
—¿Se supone que eso me hará sentirme mejor?
—Eso es lo peor que puede decir. ¿Puedes mirarlo de frente y aceptarlo?
—Ya que lo preguntas, no —dijo Adrian con amargura—. No, no puedo aceptarlo. No soporto la idea de que medio millón de personas sepan eso de mí. No puedo evitar mi debilidad, y me avergüenza, pero me las arreglé para guardármela para mi coleto durante veinte años.
Eleanor llegó de la cocina con una bandeja y la puso en la mesa del comedor.
—¡Ah, café y tostadas! —exclamó Adrian en un tono de voz totalmente distinto—. Sam, supongo que ya habrás tomado un desayuno con champán en algún punto sobre el mar de Irlanda, pero quizás quieras compartir nuestro humilde alimento. ¿Nos sentamos a la mesa, Ellie?
—Adrian, si sigues un minuto más con esa pose de anfitrión pomposo, te juro por Dios que te tiro la cafetera por encima —dijo Eleanor.
—No sé a qué te refieres, querida.
—Sam, sal de la habitación —dijo Eleanor.
—¿Qué?
—¡Haz lo que te digo! —dijo ella bruscamente—. Vete al pasillo y espera allí.
—¿Esperar a…?
—¡Vete!
Sam salió dócilmente de la habitación, entró en el pasillo y cerró la puerta tras él.
—O empiezas a hablarme como un ser humano normal o me voy ahora mismo, en este instante, este preciso momento —dijo Eleanor—. Sam me ha ofrecido su casa.
Adrian no dijo nada ni la miró. Unos segundos después, Eleanor se dirigió a la puerta. Tenía ya la mano en el pomo cuando Adrian habló, en voz baja.
—Está bien.
Eleanor se detuvo y se volvió.
—¿Has dicho algo?
—He dicho: «Está bien.»
—¿Está bien qué?
—Está bien, te hablaré como un ser humano normal. He hablado.
Eleanor volvió desde la puerta.
—¿Sabes? En realidad tenía la esperanza de que no lo hicieras —dijo—, para salir de aquí con la conciencia tranquila.
—Lo siento, Ellie —dijo Adrian.
—Te has comportado como un auténtico canalla estas dos últimas semanas.
—Lo sé.
—No es que yo quisiera venir a vivir aquí, Adrian. Yo no quería dejar mi trabajo en V y A, no quería perder el contacto con mis amigos, ni tener que prescindir del teatro, de las galerías de arte y de hacer compras cuando me apeteciera. Lo hice por ti. Para que estuvieras en paz. Para mantenerte cuerdo. ¿Y cómo me lo agradeces? Lo tiras todo por los aires sólo para satisfacer tu vanidad. Y cuando reacciono, tú…, tú…
Eleanor se desplomó en la silla que estaba más cerca y rompió a sollozar. La puerta del pasillo se abrió y apareció la cara preocupada de Sam. Adrian fue a consolar a Eleanor, pero Sam llegó primero y le apartó de un empellón.
—¿Ellie, qué pasa? —dijo, rodeándole los hombros con el brazo.
—¿Pero qué crees que estás haciendo? —dijo Adrian.
—¿Por qué está tan desconsolada?
—No es asunto tuyo —dijo Adrian. Trató de separar a Sam de Eleanor. Forcejearon un momento sin ninguna dignidad y luego se separaron y se miraron el uno al otro.
—¿Sabes?, a veces me cuesta creer que alguna vez hayamos sido amigos —dijo Sam.
—Por extraño que parezca, yo tengo el mismo problema —dijo Adrian.
—Te has convertido en un cretino fatuo, egoísta y altanero.
—Pues tú te has vuelto un gilipollas engreído, fanfarrón y sin principios. Fanny Tarrant se quedó corta.
—Espero con impaciencia a ver lo que va a decir de ti —dijo Sam.
Eleanor empezaba a reponerse mientras los dos hombres se miraban torvamente. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo de la bata y se sonó la nariz.
—¿Qué es eso de sin principios? —prosiguió Sam.
—En su día fuiste un dramaturgo prometedor. Vendiste tu alma a la televisión para obtener el éxito popular.
—Prefiero ser un éxito popular que un fracasado altruista. Tienes miedo de que ahora escriba una novela popular y de éxito, ¿verdad?
—La idea de que tú escribas una novela es tan grotesca…
—¡Callaos los dos! —dijo Eleanor. Alzó la mano en un ademán de pedir silencio. Ellos la obedecieron y oyeron el sonido de un vehículo que se aproximaba a la casa—. Abriré la puerta —dijo—. Tardan siglos en meter los periódicos por la ranura del buzón.
Salió al pasillo. Los dos hombres se sentaron a esperar que volviera.
Sam rompió el silencio.
—¿Qué tal está desnuda? —dijo.
—¡Oh, por el amor de Dios!
—No, me interesa.
—No me fijé especialmente.
—¡Anda, vamos, Adrian! ¿Me estás diciendo que convenciste a Fanny Tarrant de que se quitara la ropa interior y no te fijaste en el tamaño de las tetas o en la forma del culo? ¿Se afeita el vello púbico?
Adrian no respondió. Miraba fijamente a Fanny Tarrant, que había aparecido en la puerta que daba al pasillo y estaba plantada en el umbral, detenida por la mención de su nombre.
—Seguro que sí —continuó Sam, reclinándose en la tumbona y cerrando los ojos, sin haber reparado en la presencia de Fanny—. Apuesto a que Fanny Tarrant se afeita religiosamente el contorno del bikini todos los viernes por la noche, y se deja sólo un mechón estrecho en el pubis, como un bigote vertical. ¿He acertado?
—¡No! Me lo afeito en forma de uve —dijo Fanny entrando en la habitación seguida de Eleanor.
Sam se levantó de un brinco. Miró boquiabierto a Fanny.
—¿Qué coño hace usted aquí? —dijo.
—Vengo de paso —dijo Fanny—, pero no esperaba encontrarle a usted, señor Sharp.
Fanny estaba pálida y tenía el pelo levemente revuelto, alborotado. Vestía ropa informal, una camiseta larga y pantalones a juego.
Eleanor parecía confundida y enfadada.
—¿La has invitado a venir? —le preguntó a Adrian.
—Por supuesto que no —dijo él.
—A lo mejor se dejó algo en la sauna —dijo Sam.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó Adrian a Fanny.
—Supongo que lo ha leído…, mi artículo sobre usted.
—No, los periódicos no han llegado aún.
—Oh. —Fanny pareció decepcionada—. Bueno, si yo fuera usted, no me molestaría en leerlo. No es muy agradable. El caso es que pasará desapercibido. —Miró con ansiedad a la mesa.
—¿Eso es café, por casualidad?
—¿Qué es todo esto? —dijo Eleanor—. Usted no es bienvenida en esta casa.
—Por decirlo suavemente —dijo Sam.
—Me muero de ganas de tomar café —dijo Fanny.
—Entonces tome una taza —dijo Eleanor—, pero no espere que se la sirva.
Fanny se dirigió ávidamente a la mesa y se sirvió una taza de café.
—¿Qué ha escrito sobre Adrian? —dijo Eleanor.
—¿No lo adivina? Mi ídolo de adolescencia que resultó que tiene pies de barro. El hombre que hizo desgraciada la vida de su familia por culpa de las malas críticas. El escritor que tuvo que salir de la cocina porque no soportaba el calor, pero que hacía como si hubiese perdido el interés por la cocina. —Adrian se puso tenso al escuchar eso. Fanny bebió el café y suspiró aliviada—. Dios, lo necesitaba.
—¿Eso es todo? —preguntó Eleanor. Fanny pareció sorprendida.
—¿Le parece poco?
—¿No hay nada… sobre nosotros cuando éramos estudiantes?
—Eso fue a micrófono cerrado. Por favor, ¿podría comer unas tostadas?
Eleanor se encogió de hombros, desconcertada.
—Sírvase usted misma.
—¿Podemos ofrecerle alguna cosa más? —preguntó Sam con sarcasmo—. ¿Le apetecen unos huevos? ¿Le gustan revueltos o fritos por un lado?
—No, con esto me basta —dijo Fanny atacando la tostada—. Creo que mi nivel de azúcar debe de estar bajo. He estado a punto de desmayarme en el coche.
—Mire, personalmente, me estoy cansando de este juego —dijo Sam—. Diga lo que tiene que decir y lárguese. O lárguese sin más.
Fanny les miró de uno en uno, luego miró la televisión, silenciosa en el rincón.
—Todavía no se han enterado, ¿verdad? —dijo.
—¿Enterarnos de qué? —preguntó Eleanor.
—Es extraño, es como si les mirase a través de una pared de cristal. Están en una zona horaria diferente. No lo saben.
—¿No sabemos qué? —dijo Adrian.
Alrededor de una hora y media antes, Fanny Tarrant estaba sentada en el asiento del copiloto de un turismo BMW 318 I rojo que conducía su compañero, Creighton Dale. Se dirigían al aeropuerto de Gatwick para embarcar en un vuelo charter de vacaciones con destino a Turquía. El coche circulaba por el carril central de la autopista de circunvalación de Londres a exactamente ciento doce kilómetros por hora. Como era abogado, Creighton obedecía escrupulosamente los límites de velocidad. Su carné de conducir estaba limpio y tenía intención de mantenerlo así. Cuando tenían prisa, Fanny cogía el volante, por si acaso les pillaban conduciendo a gran velocidad. Pero el tráfico era escaso en la M25 a aquella hora de la mañana de un domingo, y tenían tiempo de sobra.
Se habían levantado temprano en el apartamento de Clerkenwell, gracias a dos despertadores y una llamada de la compañía telefónica; se habían vestido, recogido las maletas hechas la noche anterior y el amanecer les sorprendió al este de Londres, bostezando y adormecidos por el breve sueño. Pero ahora, al pensar en las vacaciones, se les había levantado el estado de ánimo. Formaban una pareja atractiva, Fanny con su pelo rubio y grácil, y Creighton esbelto y de nariz aguileña, sedoso pelo castaño, cortado a cepillo, y parecían saberlo. En el estéreo del coche sonaba un CD a volumen bajo. Era de un grupo belga llamado Enigma, una mezcla de canto gregoriano y música de baile electrónica, cuyos ritmos seductores y sabor ligeramente sacrílego les gustaba a ambos.
—¿Has metido la cámara en la maleta? —preguntó Fanny.
—Sí, pero no tiene carrete —dijo Creighton—. Compraré algunos en el aeropuerto.
—Y yo quiero comprar el periódico de hoy —dijo Fanny.
—Creí que te ibas a olvidar de la prensa durante las dos próximas semanas —dijo Creighton.
—Es como el último pitillo antes de dejar de fumar —dijo Fanny.
—¿Qué tienes en el periódico?
—El «Diario», y mi entrevista con Adrian Ludlow.
—¿Adrian qué?
—Sí —suspiró Fanny—, me temo que es lo que mucha gente va a decir cuando abra el periódico: «¿Adrian qué?»
—¿Por qué le entrevistaste, entonces?
—Escribió un libro que una vez significó mucho para mí. El escondrijo.
—No lo conozco… Hace tiempo que no has entrevistado a una estrella de verdad, ¿no? ¿Empiezan a desconfiar de ti?
—Ellos no, su entorno —dijo Fanny—. Hoy en día, los relaciones públicas exigen dar el visto bueno a los entrevistadores, y cuando oyen mi nombre dicen que no. Mi única oportunidad es ingeniármelas para hablar directamente con el interesado. Tengo comprobado que muy poca gente rechaza una invitación directa para hablar de sí misma. Eso sí —añadió—; nunca había tenido que desvestirme para conseguir una historia.
—Oh, ¿Ludlow era el de la sauna?
—Sí.
—A mí me huele a viejo verde —dijo Creighton.
—No, era un cielo —dijo Fanny—. Y totalmente inofensivo.
—Pero le has jodido, espero —dijo Creighton.
—Me parece que estás un poco celoso —dijo Fanny.
—Digamos, más bien, que receloso —dijo Creighton—. ¿Cómo era esa sauna?
—Un simple cobertizo de madera, muy pequeño, con una estufa en una esquina. Tenía bancos a dos alturas, había espacio para tres personas, cuatro apretujadas. No tenía ventanas. En el techo había una luz ámbar, tenue, y era como estar sentado dentro de un horno.
—¿Y estabais los dos desnudos?
—Yo al principio me envolví en una toalla, pero me la quité porque era muy incómoda.
—¿Y no intentó nada?
—No. Sólo hubo un momento en que… —La voz de Fanny se fue apagando a medida que recordaba.
Creighton apartó la mirada de la carretera y lanzó a Fanny una mirada rápida y penetrante.
—¿En que qué?
—Me tocó. No en la sauna…, después, cuando descansábamos, en albornoz. Yo estaba muy relajada, muy a gusto. Le estaba enseñando mi tatuaje, y él lo tocó con el dedo. De repente la atmósfera se volvió algo tirante. No sé lo que habría podido ocurrir si su mujer no hubiese entrado en aquel momento.
—¿Su mujer entró? ¡No me habías contado nada de eso!
—Creighton, sabes perfectamente que apenas hemos hablado de nada últimamente, que los dos hemos estado muy ocupados. No hemos hecho el amor desde hace siglos.
—Me propongo desquitarme durante estas dos semanas —dijo él—. Tengo intención de dejarte dolorida —Fanny sonrió complacida—. ¿Y qué dijo ella, la mujer?
—Al principio poca cosa. Pero cuando él salió unos minutos, me hizo una descripción bastante amarga de su vida conyugal con él. Pareció aliviarla.
—¿Así que a él le has jodido?
—Sí —dijo Fanny—. Supongo que le he jodido.
—Buena chica —dijo Creighton—. El CD se ha acabado. Pon otra cosa —dijo.
—A ver la radio —dijo Fanny—. Es la hora de las noticias.
—Otra vez noticias —dijo él.
Fanny pulsó el botón del estéreo que sintonizaba automáticamente con Radio 4, de la BBC. Un corresponsal hablaba por teléfono con alguien acerca de un accidente de coche. Transcurrió un par de minutos antes de que oyeran las palabras «París», «paparazzi» y «princesa Diana».
—¿Diana? —exclamó Fanny—. Dios mío, ¿qué habrá hecho ahora?
El corresponsal concluyó la conversación telefónica y dijo:
—Si acaba de conectar con nuestra emisora, ha sido confirmado oficialmente que la princesa de Gales ha muerto en un hospital en París, a las cuatro en punto de esta mañana, como consecuencia de las heridas…
Fanny, boquiabierta, apretó el brazo de Creighton, lo que hizo que el coche virara ligeramente.
—¿Diana muerta? No puedo creerlo.
—¡Chss! —dijo él—. Y suéltame el brazo.
Escucharon atentamente el resumen del noticiario.
—No puedo creerlo —dijo Fanny—. ¡Diana muerta! Y Dodi también.
—Y el conductor —dijo Creighton—. Ha debido de ser un choque fortísimo. —Levantó un poco el pie del pedal del acelerador, y la velocidad del coche descendió hasta los ciento diez kilómetros por hora.
—No puedo creerlo —dijo Fanny.
—Para de repetir eso —dijo Creighton.
—Es que es increíble.
—No tanto —dijo Creighton—. Si piensas en su conducta de estas últimas semanas. Había algo de locura, de temeridad en su modo de actuar. Tenía que acabar mal.
—Pero qué forma de morir —dijo Fanny.
—Sí, es un buen progreso en su carrera —dijo Creighton.
Fanny soltó una risita. Luego pareció levemente avergonzada de sí misma.
—¡Creighton! Eso es horrible.
—Pero cierto. Nadie se atreverá a criticarla más —dijo.
Fanny guardó un silencio pensativo durante unos instantes.
—Oh, mierda —dijo.
—¿Qué? —dijo Creighton.
—Hay algo sobre Diana en mi «Diario».
Creighton apartó la mirada de la carretera para mirar a Fanny.
—¿Qué?
—Algo no muy halagador.
—¿Cómo iba a serlo, si lo has escrito tú? —dijo él.
—Oh, mierda —dijo Fanny de nuevo—. ¿Qué impresión causará cuando los lectores se enteren de que está muerta?
—No creo que esta mañana seas la única periodista en esa situación —dijo Creighton.
—No por eso me siento mejor —dijo Fanny.
—Trataba de ayudar —dijo Creighton—. ¡Maldita sea! —exclamó, y golpeó el volante con un puño, contrariado.
—¿Qué pasa? —preguntó Fanny.
—Me he pasado la salida a la M23 —dijo. Apagó la radio.
—¡No la apagues! —gritó Fanny.
—Me distrae —dijo él—. Por su culpa he pasado de largo la salida.
—No importa —dijo Fanny—. Puedes dar la vuelta en la siguiente.
—Ya sé que puedo —dijo Creighton conteniendo a duras penas su irritación—. No me gusta equivocarme. Afortunadamente tenemos tiempo de sobra.
Aceleró de nuevo y puso el coche a ciento treinta kilómetros por hora.
Unos cuantos kilómetros más lejos, llegaron a una salida donde Creighton cambió de sentido en dirección al cruce con la M23. Se relajó visiblemente cuando estuvieron en la carretera correcta.
—Sólo hemos perdido veinte minutos —dijo. Fanny, que había estado callada y pensativa durante los últimos diez de esos veinte minutos, encendió la radio del coche.
Creighton pareció disgustado, pero no dijo nada. El corresponsal hablaba con un reportero que estaba ante las verjas del palacio de Kensington, donde la gente ya empezaba a congregarse, y algunos llevaban ramos de flores. El reportero les preguntaba por qué habían ido. Una mujer dijo: «Visitó el hospital donde estaba mi hijo. Tenía leucemia. Le cogió la mano y habló con él. Era una mujer encantadora.»
Fanny se echó a llorar. Creighton la miró, atónito.
—¿Qué te pasa? —dijo, y apagó otra vez la radio.
—No lo sé —dijo ella.
—De acuerdo, es triste, es una pena, pero tú no conocías a esa mujer. Ni siquiera te gustaba.
—Lo sé —dijo Fanny sonándose la nariz—. Es una estupidez, pero no puedo evitarlo.
—¿Tienes la regla?
—¡Oh, por favor, Creighton! —protestó Fanny—. ¿Es que me está prohibido tener sentimientos normales humanos? ¿Tiene que ser hormonal?
—Te sentirás mejor en cuanto lleguemos a Turquía —dijo él, tratando de animarla—. De hecho, en cuanto subamos al avión. Siempre digo que unas vacaciones empiezan con la primera bebida gratis que te sirven del carrito.
Fanny rumió en silencio unos instantes. Luego, en voz baja, dijo:
—No voy.
—¿Qué?
—No voy a Turquía.
—¿Qué estás diciendo?
—No pareces darte cuenta, Creighton, de que esto es lo máximo. Ha muerto la mujer más famosa del mundo. Es la historia más importante desde…, no sé, la muerte de Kennedy. El impacto va a ser… enorme. ¿Cómo reaccionará la familia real? ¿Cómo reaccionará el país? Va a ser la madre de todos los funerales. No puedo irme de Inglaterra ahora.
—¿Estás diciendo… cancelar las vacaciones?
—Sí.
—Perderemos el dinero.
—Mala pata.
—¡Pero si llevamos semanas, meses, esperando estas vacaciones! Los dos estamos agotados. ¡Necesitamos estas vacaciones, Fanny!
—Puedo esperar unas semanas más.
—¡Para mí no es tan fácil volver a organizar mi trabajo!
—Pues entonces vete solo —dijo Fanny.
—¿Solo?
—Sí. No me importa.
—¿No te importa? —dijo Creighton—. ¿Y yo qué? ¿Crees que me apetece pasar dos semanas solo en un hotel de Turquía?
—Seguro que conocerás gente estupenda —dijo Fanny.
—¿Ah, sí? La gente suele ir de vacaciones en parejas o en familia, por si no te has fijado. No van a trabar amistad con solteros solitarios.
—Nunca se sabe, a lo mejor encuentras una soltera sola —dijo Fanny, e inmediatamente pareció arrepentirse.
—¿Y no te importaría?
Fanny evitó su mirada, aunque él no cesaba de volver la cabeza y de mirarla furioso mientras hablaban.
—No, si practicaras el sexo seguro y no me contaras nada —dijo desafiante.
—No puedo creerlo —dijo Creighton—. Te has salido de tus casillas, Fanny. Estás poniendo en peligro nuestra relación.
—Lo siento, Creighton, pero no soporto la idea de tumbarme junto a una piscina en Turquía mientras aquí se está haciendo historia. Y de leerlo en periódicos con un atraso de dos días. Por supuesto, me gustaría que te quedaras conmigo, pero si tienes que ir, vete. No te lo reprocharé.
—Muy bien, me iré —dijo él.
—Muy bien, vete —dijo ella.
El resto del trayecto, sombríos, no despegaron los labios. Creighton fue a la terminal de vuelos internacionales, y paró delante de las puertas de cristal. Se apeó, dejó la llave puesta en el contacto y abrió el maletero. Fanny permaneció a su lado mientras él depositaba el equipaje en el suelo.
—Lo siento, Creighton —dijo en tono afligido—. Pásatelo bien.
Creighton se fue sin pronunciar una palabra. Las puertas de cristal se separaron y se cerraron tras él.
Fanny subió al coche y ajustó el asiento del conductor. Encendió el motor y la radio. «La familia real ha sido informada en Balmoral, donde pasan tradicionalmente las vacaciones de verano», dijo el periodista. «Tenemos entendido que el príncipe Carlos ha comunicado a sus hijos la muerte de su madre.» Al separarse del bordillo, Fanny se cruzó en el camino de una limusina cuyo conductor frenó en seco y tocó el claxon. Fanny aceleró para evitar la colisión inminente. Consternada, llorosa, escuchando la radio ávidamente, pasó de largo la salida que unía el aeropuerto con la M23 y se encontró circulando por una tranquila carretera secundaria. Conducía lentamente, escudriñando las señales a la vista para orientarse sobre dónde estaba.
—¿No sabemos qué? —dijo Adrian.
—Diana ha muerto —dijo Fanny.
—¿Qué Diana?
—Diana, la princesa de Gales.
—¿Qué? —dijo Eleanor.
—¿Cómo? —dijo Adrian.
Fanny les contó la carrera de coches por las calles de París, la persecución de los paparazzi, el túnel, la columna de hormigón, el choque mortal.
—¿Cuándo se supone que ha pasado? —dijo Sam.
—Esta mañana temprano.
—¿Está totalmente segura? ¿Lo han confirmado? —dijo Adrian.
—Oh, sí —dijo Fanny—. Lo hemos oído en la radio del coche, hace una hora o algo más.
—¿Hemos?
—Creighton y yo. Íbamos a Gatwick.
Adrian miró por la ventana.
—¿Creighton está con usted, entonces?
—No, se ha ido a Turquía solo.
—¿Ha cancelado sus vacaciones porque Diana ha muerto? —dijo Adrian.
—Sí —contestó Fanny—. Puede que también haya cancelado mi relación con Creighton, pero ni en sueños me iría del país en un momento como éste.
—¿Pero por qué ha venido aquí? —preguntó Adrian.
—Tengo dos artículos en el Sentinel de hoy —dijo Fanny—. La entrevista con usted y mi «Diario». Casi todo el «Diario» es sobre Diana.
Hizo una pausa, frunciendo los labios.
—Oh, vaya —dijo Sam en voz baja.
—Al oír la noticia, mi primera reacción ha sido asombro e incredulidad —dijo Fanny—. Luego me he acordado de mi artículo sobre Diana. He pensado en la gente que al levantarse se entera de la muerte de Diana y después abre el periódico y encuentra mis festivos sarcasmos sobre ella. He recordado cada palabra: «Quiere las dos cosas, ser la Virgen de los campos de minas y sentar en su regazo protector a niños mutilados, y ocupar las páginas centrales en las revistas rosas de Occidente, tumbada en la motora de Dodi con un traje de baño de piel de leopardo…»
—Precioso —dijo Sam—. Reconozco ese estilo.
—No soy la única periodista que lo ha señalado —dijo Fanny—, pero es algo que a nadie le gustaría ver con su firma esta mañana. Habría dado cualquier cosa por destruir ese artículo, pero era demasiado tarde, ya estaba impreso con todas sus letras y de camino, sin vuelta, hacia cientos de miles de hogares… La radio ha ido a las puertas del palacio de Kensington: ya hay gente allí fuera que deposita flores al lado de las verjas. El periodista ha hablado con una mujer a cuyo hijo Diana consoló en el hospital. Me he echado a llorar… Creighton ha pensado que yo no estaba en mis cabales… Hemos reñido a gritos porque yo me negaba a ir a Turquía… En el aeropuerto se ha ido sin despedirse, dejándome el coche. La verdad es que yo no estaba en un estado muy bueno para conducir, me he saltado la salida a la autopista y me he encontrado en una carretera secundaria. Me ha parecido más seguro seguirla. Oía la radio todo el rato, casi siempre las mismas noticias repetidas una y otra vez. No podía dejar de pensar en mi «Diario». El título era «La princesa quiere las dos cosas». Me he dicho a mí misma que por qué coño no iba a quererlas. ¿No nos gustaría a todos tenerlas, si pudiéramos? He pensado que era una estúpida ruindad haber dicho eso. Y luego —Fanny se dirigió a Adrian— he pensado en mi entrevista con usted en el mismo periódico…, he empezado a darle vueltas a eso en la cabeza, y también me ha parecido de lo más mezquino… Luego he visto una señal que indicaba la dirección a este pueblo… y la he seguido.
—¿Qué quiere usted? —dijo Eleanor—. ¿Que la perdonemos?
—Me gustaría —dijo Fanny como si no lo esperara.
Miró a Adrian. Éste se encogió de hombros.
—Para lo que es…
—¡No! Adrian. No la perdones, Adrian —dijo Sam—. Que me aspen si yo pienso hacerlo.
—Oh, yo no pensaba en usted, señor Sharp —dijo Fanny—. No estoy segura de que sienta remordimiento por su entrevista.
—Pues menos mal, porque iba a decirle que se metiera su remordimiento por el culo —dijo Sam—. En mi vida había oído un lloriqueo de autocompasión tan repugnante.
Fanny lo pasó por alto.
—No tiene por qué sufrir por mi entrevista —le dijo a Adrian—, porque nadie va a leerla.
—¿Qué quiere decir?
—Hoy no leerá nadie los dominicales, aparte de las noticias sobre Diana. La gente verá la tele, escuchará la radio y esperará la prensa de mañana con la lengua fuera. Ahora sólo hay una historia que interesa a todo el mundo, y no es la mía sobre usted. A eso he venido, en realidad, a decírselo. Y ahora me marcho. Gracias por el desayuno.
Fanny salió de la habitación. Oyeron el sonido de la puerta que se cerraba tras ella y después el ruido del motor arrancando. Adrian fue a la ventana y miró afuera.
Eleanor rompió el silencio.
—Es increíble —dijo.
—¿La conversión de Fanny Tarrant en el camino a Gatwick? —dijo Sam.
—La muerte de Diana —dijo Eleanor.
—Ah —dijo Sam.
Oyeron el crujido de los neumáticos del coche sobre la gravilla mientras se alejaba. Adrian se apartó de la ventana.
—Es tan sumamente poético, ¿verdad? Como una tragedia griega. Uno no espera que la vida imite al arte tan fielmente.
—¿Poético? —dijo Eleanor—. ¿Quedar destrozado en un accidente de coche?
—Pero perseguida por paparazzi… Las furias de los medios de comunicación. Y muerta con su nuevo amante. Amor y muerte. Temible simetría.
—¿Tienes que convertirlo todo en literatura? —dijo Eleanor—. Por Dios, era una mujer de carne y hueso, en la flor de la vida. Y madre de dos niños.
—No sabía que pensaras tanto en ella —dijo Adrian.
—Pues no…, o no creía hacerlo —dijo Eleanor, pensativa—. Pero cuando nos lo ha dicho… —hizo un gesto en dirección de Fanny, ya alejada—, cuando ha dicho: «Diana ha muerto», he sentido una punzada, como si fuera alguien a quien conociera personalmente. Es extraño.
—Era una estrella —dijo Sam—. Tan sencillo como eso.
—Nada es tan sencillo como eso, Sam.
Eleanor encendió la televisión y se sentó en la tumbona, al lado de Sam. Era un aparato bastante viejo y tardó un ratito en encenderse.
—Que vea el acontecimiento como una tragedia griega no quiere decir que no me impresione —dijo Adrian—. De hecho, estoy más afectado de lo que hubiese creído. Quizá no tanto como Fanny Tarrant, pero aun así…
—¡Fanny Tarrant! No te habrás tragado lo de su acto de contrición, ¿verdad? —dijo Sam—. No pasará mucho tiempo sin que vuelva a su oficio de denigrar, junto con el resto de su tribu.
Mientras se volvía audible el sonido de las noticias de la televisión, Adrian se sentó a verla en la tumbona ocupada por Eleanor y Sam.
—No sé —dijo—. La muerte puede cambiar las cosas. Incluso la muerte de alguien a quien no has conocido, si es suficientemente…
—¿Poética? —dijo Sam.
—Pues sí —dijo Adrian—. «Suscitar piedad y miedo a fin de proporcionar un exutorio para tales emociones.»
—¡El bueno de Aristóteles! —dijo Sam—. ¿Qué haríamos sin él?
—Nos apena la víctima y tememos por nosotros mismos. Puede tener un potente efecto —dijo Adrian.
—Cállate, por favor —dijo Eleanor, que estaba sentada entre los dos—. No oigo lo que están diciendo.
El portavoz de una organización humanitaria hablaba con el corresponsal de la labor de la princesa en pro de las víctimas de las minas antipersona.
—¿Crees que estamos a punto de una catarsis nacional? —le dijo Sam a Adrian, reclinándose y hablando desde detrás de la espalda de Eleanor.
—No es descartable —dijo Adrian.
En la televisión mostraban material de archivo de Diana, vestida de safari, caminando sola por un sendero marcado en un terreno infestado de minas, pisando firme, un paso tras otro, y con la cabeza alta.
—Ya veremos… —dijo Sam—. Creo que voy a irme ya, Ellie. ¿Dónde está mi vasija?
Se levantó y miró alrededor.
—¡Oh, no te vayas, Sam! —dijo Eleanor—. Quédate.
—Bueno, no sé…
—Adrian —dijo Eleanor.
—¿Qué? —dijo Adrian.
—Dile a Sam que se quede.
—Quédate —dijo Adrian, sin despegar la vista de la pantalla.
—Tengo jet-lag —le dijo Sam a Eleanor—. Me voy a quedar dormido.
—Hay una cama en el cuarto de invitados —dijo ella.
—Creía que Adrian… —dio la impresión de que Sam parecía arrepentido de haber comenzado esta frase—… la estaba usando —murmuró.
Adrian se volvió para mirar a Sam.
—Siéntate, Sam —le dijo—. Quiero que te quedes.
—Bueno, de acuerdo.
Sam se sentó. Eleanor le apretó la mano. Vieron la televisión. El documental sobre las minas terminó. El comentarista hablaba a la cámara sentado en una silla giratoria.
—¿Está llorando? —dijo Sam, incrédulo—. ¡Creo que está llorando!
—Sí —dijo Eleanor.
—Es extraordinario —dijo Sam—. Realmente extraordinario.
—¿Ves? —dijo Adrian.
Ahora el locutor le preguntaba a un reportero apostado en el palacio de Kensington si la gente que depositaba flores mostraba alguna hostilidad hacia los fotógrafos de prensa que se habían desplazado hasta el lugar, puesto que se había divulgado el hecho de que había paparazzi implicados en el mortal accidente. El reportero confirmó que había habido cierta hostilidad. Una mujer le había gritado a un fotógrafo: «¿No os basta con lo que le habéis hecho?»
En la entrada se oyó el ruido que hizo la tapa del buzón al ser abierta y los periódicos al caer al suelo.
—Han llegado los periódicos —dijo Eleanor.
—¿Voy a buscarlos? —dijo Sam.
—No, déjalos —dijo Adrian, sin despegar los ojos del televisor.
Siguieron pendientes de las noticias.