Unos cuarenta minutos después, Fanny regresaba al cuarto de estar y se reclinaba en la tumbona, envuelta en un albornoz de felpa blanco. Tenía el pelo mojado, los pies descalzos y los ojos cerrados. Pasó rugiendo un avión. Adrian, también vestido con un albornoz de felpa blanco y con chancletas de goma, cruzó la puerta de la cocina y entró en la habitación portando una bandeja con un cartón de zumo de naranja y dos vasos. Mientras depositaba la bandeja en la mesa miró a Fanny.
—¿Cómo se siente?
—En la gloria —dijo Fanny, abriendo los ojos—. Soy una conversa.
—Bien —dijo Adrian, y llenó dos vasos de zumo de naranja.
—Tenía toda la razón —dijo Fanny—. Es mucho más cómodo desnuda.
Adrian sonrió complacido.
—Ahora debería beber algo para recuperar el líquido que ha perdido —dijo. Le tendió un vaso de zumo.
—Gracias —dijo ella, sentándose en la tumbona para beber—. ¿Cómo se inició usted?
—En un congreso de escritores en el centro de Finlandia, hace años. Nos dieron a escoger entre dos excursiones: una visita guiada de la ciudad, que parecía tan apetecible como Milton Keynes, o una sauna de vapor tradicional en un lago cercano. Escogí la sauna de humo.
—¿Qué es eso?
Fanny alargó una mano para encender la grabadora.
Adrian se inclinó hacia el pequeño aparato y anunció, con una formalidad impostada: «Una sauna de humo.» Continuó con voz normal.
—Calientan la cabina con un fuego de leña y después la dejan llenarse de humo. Luego abren una trampilla en el tejado lo suficientemente grande como para que el humo se escape, pero no el calor. Cuando entras, hay un olor delicioso a madera quemada. Las paredes y los bancos están cubiertos de hollín, y enseguida tú también. El calor es tremendo. El sudor te chorrea por el cuerpo.
—Abriendo estrías en el hollín.
—Exactamente. Todos aquellos escritores famosos apretujados dentro de la cabina, cadera contra cadera, parecían salvajes con pinturas de guerra y olían a costillas a la brasa.
—¿Hombres y mujeres juntos?
—No, los finlandeses, sorprendentemente, fueron muy púdicos al respecto. No es lo que se espera de los escandinavos. Las mujeres tuvieron una sesión aparte y después fuimos con ellas a tomar unas salchichas con cerveza.
—Debió de ser divertido.
—Sí, lo fue. Y otro día hubo un partido de fútbol entre escritores finlandeses y el resto del mundo, que se jugó a la luz del sol de medianoche.
—¿Quién ganó?
—Nosotros, 3-2. Recuerdo que Graham Swift resultó ser un líbero bastante bueno.
—¿Todavía va a esos viajes literarios pagados? —preguntó Fanny.
—Ya no me invitan —dijo él.
—En comparación, debe de ser bastante aburrido estar empantanado en una casa de campo debajo de las rutas de vuelo de Gatwick.
—En absoluto —dijo Adrian—. Para mí es una fuente de profunda satisfacción pensar que ya nunca tendré que formar parte de esas masas convulsas en las terminales de los aeropuertos. Sobre todo en esta época del año.
—Ya sé, me horroriza. Pero necesito las vacaciones.
—¿Qué tipo de vacaciones?
—Convencionales. Me gusta tumbarme al sol al lado de una piscina, con un montón de periódicos a mano y muchos cócteles fríos. Este año vamos a Turquía. ¿Y ustedes?
—Ya no hacemos vacaciones así —dijo Adrian.
—¡No toman vacaciones!
—Sabe, es sorprendente la cantidad de cosas de las que uno puede prescindir cuando lo intenta. Vacaciones en el extranjero. Coches nuevos. Ropa nueva. Segunda residencia. Ganar y gastar. La verdad es que no es una forma de vivir.
—¿Renunció a todo eso cuando dejó de escribir novelas?
—Así es. Se llama «minimizar». Leí un artículo sobre eso.
—Es un fenómeno bastante reciente —dijo Fanny.
—Fuimos pioneros.
—Y empezó en América.
—No, empezó aquí —dijo Adrian con firmeza—. ¿Dónde vive usted?
—En un loft, en Clerkenwell.
—Que comparte con Creighton?
—Sí.
—¿A qué se dedica?
—Es abogado.
—Ah. Así que Creighton sería útil si una de sus víctimas decidiera demandarla.
—Es un abogado de empresa —dijo Fanny—. Y me gustaría que no siguiera utilizando esa palabra.
—¿Creighton? —dijo Adrian.
—Víctimas. Las personas públicas deben estar preparadas para encajar algunos golpes. Y otras personas disfrutan viendo cómo las vapulean.
—Ah, entonces, ¿lo admite?
—Por supuesto, es la naturaleza humana. Cuando usted leyó mi artículo sobre Sam Sharp, ¿no sintió también, además de compasión, indignación y todo eso que debe sentir un amigo, un ramalazo de delicioso placer? Ahora diga la verdad. «Nada de disfraces. Nada de engaños.»
Se inclinó hacia adelante, muy atenta, y lo obligó a mirarla a los ojos.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo Adrian—. Lo admito.
Fanny se distendió y emitió un suspiro de satisfacción.
—Gracias.
—Pero qué terrible es admitir eso —dijo Adrian—. Cómo la odio por hacerme disfrutar del sufrimiento de mi amigo.
—Decir «sufrimiento» es valorar demasiado el magullado ego de Sam Sharp, ¿no le parece? —dijo Fanny.
—Para ser tan joven es usted muy cínica —dijo Adrian—. ¿No siente ni la más leve punzada de remordimiento cuando ve sus artículos impresos?
—No.
—Ahora diga la verdad —dijo él, imitando el tono inquisitorial de ella.
—¿Por qué debería sentir remordimientos? —dijo ella—. Realizo una valiosa función cultural.
—Oh. ¿Cuál es?
—Hay tanta publicidad en estos tiempos que la gente confunde el éxito con el logro auténtico. Yo les recuerdo la diferencia.
—¿Y eso implica reírse de sus peluquines y sus botas de vaquero?
—A veces, es la única forma de penetrar en su narcisismo. Su amigo el señor Sharp tiene cierto talento, pero no trabaja lo suficiente para perfeccionarlo. Escribe demasiado, y demasiado rápido. ¿Por qué?
—Tiene que mantener a una ex mujer. A dos ex mujeres.
—Cuanto más gana, más pensión tiene que pagar. No es la necesidad de dinero lo que le hace producir en exceso, es la pereza.
—¿Sam… perezoso?
—Sí. Al escupir guiones de su ordenador como si fueran coches que salen de una cadena de montaje, nunca se concede el tiempo de evaluar la calidad de lo que produce. Si tiene una mala crítica se encoge de hombros porque ya está trabajando en otro proyecto. La gente para la que trabaja no va a ofrecerle una crítica objetiva. Sólo les interesan los costes, las fechas de entrega y los niveles de audiencia. Aquí intervengo yo, para cuestionar la naturaleza de su «éxito». Gracias a los pinchazos que le infligí a su ego el otro día, su siguiente guión será un poco mejor de lo que de otro modo habría sido.
—Hummm —dijo Adrian.
—Parece escéptico —dijo Fanny.
—Bueno, Sam y yo nos conocemos desde hace mucho. Para cambiarle haría falta algo más que unos pinchazos.
—Fueron juntos a la universidad, ¿no es eso? —dijo Fanny.
—Sí. La primera semana nos pusieron en el mismo grupo de tutoría. Nos hicimos inseparables. Compartíamos un piso, publicábamos una revista, escribíamos artículos para la revista, nos emborrachábamos juntos…
—Al final de una de sus novelas hay una escena en la que dos estudiantes se emborrachan después de los exámenes finales…
—Años mozos. —Adrian se rio al recordarlo—. Sí, éramos nosotros. Al salir de la asociación de estudiantes me encontré con Sam, que me esperaba tambaleándose en medio del campus, con una botella en la mano. Habíamos estado bebiendo toda la tarde, pero por alguna razón nos habíamos separado. Cuando me vio, se le iluminó la cara de alegría, trastabilló y trató de correr a mi encuentro. Pero estaba tan borracho que su cerebro pulverizó el mensaje que intentaba transmitir a sus piernas. En vez de correr hacia mí, avanzaron en sentido contrario, y echó a correr hacia atrás. Le vi en la cara el desconcierto y la alarma, como si estuviera siendo raptado por alguna fuerza invisible, pero cuanto más se esforzaba en correr hacia mí, más rápidamente corría hacia atrás, hasta que al final perdió el equilibrio y se cayó de espaldas sobre un parterre. Fue lo más gracioso que había visto en mi vida. —Adrian volvió a reírse—. Por lo menos eso me pareció en aquel momento —dijo, consciente de que a Fanny no le hacía tanta gracia.
—Sí, es gracioso en el libro —dijo ella—. Pero también triste. El héroe siente que es una… especie de…
—Presagio.
—Sí. Cómo van a distanciarse en los años siguientes.
—Es la ventaja de la visión retrospectiva —dijo Adrian—. No lo sentí entonces.
—Pero ¿qué pasó realmente? ¿Entre usted y Sam Sharp?
—Es inevitable. Esa clase de amistad es propia de la juventud. No sobrevive en la vida adulta. Nuestra vida empieza a diverger: emprendes carreras distintas, te casas, formas una familia…
—¿Diría que había un elemento homosexual en su amistad de la universidad? —dijo Fanny.
—¡Cielo santo, no! —enfatizó Adrian.
—No me refiero a algo abiertamente físico —dijo ella—, sino a una atracción homoerótica inconsciente.
—Rotundamente no —contestó Adrian.
—¿Por qué la sugerencia le molesta tanto? —dijo Fanny.
—Ah, escruto el dilema freudiano —dijo Adrian—. Sí significa sí, y no significa que estoy negando algo. Me temo que está usted talando el árbol que no es. Los dos estuvimos enamorados de Ellie la mayor parte del tiempo.
—¿Ellie?
—Mi mujer —dijo Adrian secamente. Dio la impresión de que se arrepentía de haber mencionado su nombre.
—Ah, ya veo —dijo Fanny—. ¡Ah, ya veo!. O sea que su mujer es la chica de Años mozos… ¿Cómo se llama, Fiona?
—No, no, Eleanor es una clase de persona totalmente diferente —dijo Adrian.
—¿Pero ocupaba la misma posición frente a usted y Sam que la que Fiona ocupa con los dos jóvenes de la novela?
—Hasta cierto punto —dijo Adrian.
—En el libro, en realidad comparten a Fiona durante un tiempo —dijo Fanny—. Ella se acuesta con los dos.
—Mire, preferiría no hablar más de esto, si no le importa —dijo Adrian.
—Creí que íbamos a conversar sobre la marcha —dijo Fanny.
—Por lo que a mí respecta, sí. Esto concierne a Ellie.
—¿Entonces ella se acostaba con los dos?
—No he dicho eso.
—Si ella no lo hubiera hecho, usted no estaría tan a la defensiva.
Adrian guardaba silencio, como cavilando si decir algo más.
—No, lo siento —dijo por fin, meneando la cabeza.
—A micrófono cerrado —dijo Fanny. Extendió la mano y apagó la grabadora.
—¿Para qué le sirve la información no grabada?
—Ya se lo he dicho, mi interés es más que exclusivamente profesional.
—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Yo he confiado en usted cuando he entrado en la sauna —dijo Fanny—. ¿Cómo lo sabía yo?
Adrian dudó unos instantes. Después dijo:
—De acuerdo, se lo contaré. Pero tiene que quedar estrictamente entre nosotros.
—Por supuesto.
Fanny levantó las rodillas por debajo del albornoz, como un niño que se dispone a escuchar un cuento.
—En segundo curso, Sam y yo escribimos una revista para el grupo de teatro, y Ellie se presentó para una audición. Nos enamoramos de ella los dos a la vez, y a ella también le gustamos. Los dos. Sam y yo no queríamos pelearnos por ella, así que adquirimos la costumbre de salir los tres juntos. La gente de nuestro grupo no comprendía del todo lo que había entre nosotros. Nos complacía dejar que adivinasen.
—¿Y qué había? —preguntó Fanny.
—Sexualmente, nada. Nos sentábamos a fumar hierba y algunas veces había una sesión de arrumacos á trois, pero nada más. Un día, Sam recibió un telegrama diciendo que su padre estaba gravemente enfermo y tuvo que volver corriendo a casa. Ellie y yo nos quedamos solos por primera vez. Una noche pillamos un colocón con una maría muy buena, y acabamos en mi cama. Cuando Sam volvió (su padre se había recuperado), pensamos que debíamos decírselo. Se puso furioso. Nos acusó de haberle traicionado, de haber destruido la relación maravillosa y única que teníamos los tres. Ellie y yo tratamos de explicarle que no había sido algo planeado, que había sucedido sin más, pero fue imposible calmarle. Hasta… —Adrian hizo una pausa.
—Hasta que Ellie se ofreció a dormir con él también —dijo Fanny.
—Sí. Dijo que entonces volveríamos a estar en igualdad de condiciones. Nunca olvidaré la cara de Sam cuando Ellie dijo eso… En realidad los dos estábamos estupefactos. Parecía un gesto tan magnánimo. Pareció que abolía de golpe la cuestión de los celos, de la posesión. Eran los años sesenta, ya sabe: creíamos que estábamos reinventando las relaciones sexuales. Así que la noche siguiente hice mutis por el foro y Ellie se fue a la cama con Sam. Ni él ni yo hablamos de ello después, y volvimos a ser un casto trío platónico. Pero claro que ya no era lo mismo. Habíamos comido la manzana, o al menos le habíamos dado un gran mordisco. Al final, Ellie tuvo que escoger entre los dos.
—En la novela —dijo Fanny—, la chica sigue acostándose con los dos hombres durante una buena temporada.
—Eso es todo inventado. Normalmente hay más sexo en la ficción que en la vida, ¿no lo ha observado? —dijo Adrian—. De todas maneras, después de mucha frustración, de experimentos infelices con otras relaciones y demás, Ellie me eligió a mí. En la novela, por supuesto, no se casa con ninguno de los dos, y todos siguen caminos diferentes.
Fanny esperó a ver si Adrian tenía algo que añadir, pero no lo hizo.
—Ha sido fascinante —dijo ella—. Gracias.
—Ahora creo que debería contarme algo igualmente… personal sobre usted —dijo él.
—¿Por qué?
—Parece lo justo.
—De acuerdo —dijo ella—. ¿Qué quiere saber?
—Pues… cuénteme lo del tatuaje.
Fanny se mostró un poco cohibida.
—¿Mi mariposa?
—No he podido evitar fijarme, hace un rato… —Adrian hizo un gesto en dirección a la sauna—. ¿Lo hizo por la chica de Essex que lucha por salirle de dentro?
—No. Lo hice para complacer a mi novio —dijo ella.
—¿Creighton?
—Oh, no, fue hace años —dijo ella—. Fue entre el bachillerato y la universidad. Aquel año me descontrolé un poco. Se llamaba Bruce. Era músico de rock, y estaba cubierto de tatuajes. Insistió en que me hiciera uno, y yo estaba tan loca por él que acepté. Es una lata. Por su culpa no puedo llevar vestidos sin mangas en verano.
—Oh, a mi me parece encantador. Es como si la mariposa se le acabara de posar en el hombro.
—Por desgracia, tiene las iniciales de Bruce inscritas en las alas.
—No me he fijado.
—Si la ven, suele ser un tedioso tema de conversación en los cócteles.
—Sí, comprendo que puede ser un poco embarazoso. ¿No se puede quitar?
—Sí, con un injerto de piel.
Se bajó el albornoz hasta la altura del hombro para mirar de reojo el tatuaje.
—No se ha borrado nada. Bruce me marcó de por vida, el jodido.
Adrian se acercó a Fanny para examinar el tatuaje.
—B.B. —dijo.
—Bruce Baxter.
—¿Le dolió?
—Fue un calvario.
—¿Y ahora?
—Oh, ahora no siento nada —dijo ella.
—Es un trabajo finísimo, ¿sabe?
Adrian orilló con el dedo el contorno del tatuaje.
Era la primera vez que tocaba a Fanny, aparte del formal apretón de mano en la puerta de entrada, y fue un contacto íntimo, rayano en lo erótico. La súbita rigidez de ambos reveló que eran conscientes de la índole liminal del instante, pues estaban tan estáticos que podrían haber sido figuras esculpidas en un friso clásico. Adrian dejó que la yema de su dedo presionara ligeramente la piel de Fanny, mientras estudiaba la mariposa como un entomólogo curioso. Fanny centró su mirada en la punta de aquel dedo. No hablaron. Fue Eleanor la que habló.
—¿Interrumpo algo? —dijo desde la puerta de la cocina.
Adrian se volvió y se apartó de un brinco de la tumbona. Fanny se tapó el hombro con el albornoz y se levantó.
—¡Ellie! —exclamó Adrian—. Has vuelto temprano. No he oido el coche.
—No, se ha averiado justo a la salida del pueblo. He venido a campo traviesa.
—Te presento a Fanny Tarrant.
—Pensé que sería ella —dijo Eleanor.
—Hola —dijo Fanny.
Eleanor no le hizo el menor caso.
—Acabamos de tomar una sauna —dijo Adrian.
—Qué agradable —dijo Eleanor, con frialdad.
—¿Qué le pasa al coche? —dijo Adrian.
—No lo sé —dijo Eleanor—. Me parece que seguramente se ha quedado sin gasolina.
Fanny reprimió una sonrisa. Adrian captó su mirada y sonrió.
—¿He dicho algo gracioso? —preguntó Eleanor.
—No, sólo que…, no importa —dijo Adrian.
—Será mejor que me vista —dijo Fanny—. Disculpen.
Salió cruzando la puerta de la cocina.
—No te esperaba tan pronto —le dijo Adrian a Eleanor.
—Es evidente —dijo ella.
—¡Ellie! No seas tonta.
—Rosemary tenía una de sus migrañas y me he venido a casa pronto —dijo Ellie—. ¿Qué tal está desnuda?
—No sabría decirlo. En la sauna está bastante oscuro, como sabes.
—¿Y en la ducha?
—No me he duchado con ella. Me he quedado en la sauna después de que ella… —Adrian hizo un gesto de impaciencia—. No sé por qué me presto a este juego idiota. Voy a vestirme.
Dio unos pasos hacia la cocina, luego pareció cambiar de idea, salió al pasillo y subió la escalera. Eleanor permaneció un momento donde estaba, agarrada al borde de la mesa del comedor, pensando con el ceño fruncido. Luego deambuló lentamente por la habitación, como alguien que busca pistas. Vio la grabadora de Fanny en la mesa del café, la cogió y le dio la vuelta en las manos, como preguntándose lo que contenía. La pequeña grabadora no tenía altavoz. Miró al equipo de alta fidelidad que estaba en las estanterías. Tenía las luces encendidas. Eleanor se aproximó y pulsó el botón de play en el reproductor de casetes. De los altavoces emanó el silbido giratorio de una cinta en blanco. Apretó el botón de rebobinado durante unos segundos, después pulsó stop y play. Su propia voz sonó en los altavoces, seguida de la de Adrian y Fanny.
«… seguramente se ha quedado sin gasolina… ¿He dicho algo gracioso?»
«No, sólo que…, no importa.»
«Será mejor que me vista… Disculpen.»
Eleanor apretó el botón de rebobinado algunos segundos más. Paró la cinta y volvió a pulsar play.
«… músico de rock, y estaba cubierto de tatuajes. Insistió en que me hiciera uno, y yo estaba tan loca por él que acepté. Es una lata. Por su culpa no puedo llevar vestidos sin mangas en verano.»
«Oh, a mí me parece encantador. Es como si la mariposa se le acabara de posar en el hombro.»
Eleanor hizo una mueca y paró la cinta. Se alejó unos pasos del equipo de sonido, pero volvió para hacer otro intento. Esta vez dejó que la cinta se rebobinara más tiempo antes de pararla y apretar play. Oyó la voz de Adrian.
«Pareció que abolía de golpe la cuestión de los celos, de la posesión. Eran los años sesenta, ya sabe: creíamos que estábamos reinventando las relaciones sexuales. Así que la noche siguiente hice mutis por el foro y Ellie se fue a la cama con Sam. Ni él ni yo hablamos de ello después, y…»
Con un movimiento brusco, Eleanor pulsó el botón de stop y cortó el sonido. Empezó a respirar rápidamente. Parecía conmocionada, y después enfadada. Había transcurrido cerca de un minuto. Entonces apareció Adrian en la puerta que daba al pasillo, vestido con ropa distinta de la que llevaba antes. Llevaba los pantalones metidos dentro de los calcetines.
—Voy en bicicleta a llevar una lata de gasolina para el coche y ver si arranca —dijo.
Eleanor, que estaba de espaldas, no le respondió.
—¿Dónde está exactamente? —preguntó él—. ¿A este lado del pueblo?
Como Eleanor seguía sin responderle, entró en la habitación.
—¿Ellie? —dijo con cierta impaciencia.
—¿Cómo has podido? —dijo ella.
—¿Qué?
Eleanor se volvió hacia él.
—Traicionarme de esta forma.
—¡Por el amor de Dios, Ellie, sólo ha sido una sauna! —dijo él—. No ha pasado nada.
—No estoy hablando de la maldita sauna —dijo Eleanor—. Me refiero a que le hayas hablado de mí, de mi vida privada.
—¿Qué quieres decir? —dijo él, pero su cara decía: «¿Cómo lo sabes?»
Eleanor apretó el botón de play del casete.
«… y volvimos a ser un casto trío platónico. Pero claro que ya no era lo mismo. Habíamos comido la manzana, o al menos le habíamos dado un gran mordisco. Al final, Ellie tuvo que escoger entre los dos.»
—Oh, mierda —dijo Adrian.
«En la novela…»
Adrian apagó el aparato.
—Eso no lo ha grabado —dijo.
Eleanor señaló el aparato.
—¡Está en el puñetero equipo!
—Quiero decir que ella ha apagado su grabadora durante este trozo. He olvidado que la mía seguía encendida.
—No me importa si estaba encendida o apagada —dijo Eleanor—. Le has contado a una extraña algo muy privado sobre mí, sobre mí, sin mi permiso.
—Lo siento, Ellie. Pero…
—Es indignante. Me cuesta creerlo.
—Ellie, escucha. Te contaré lo que ha pasado. He dejado escapar algo sobre nuestros días de estudiantes, cuando Sam y yo te conocimos, y ella se ha lanzado sobre esa presa como un rayo…
—¡Sorpresa, sorpresa!
—Pensé que sería mejor zanjar ese tema a micrófono cerrado. De ese modo no puede utilizar la información.
—¿Por qué habría de interesarle una información que no puede utilizar?
—Se lo he preguntado —dijo Adrian, recuperando un poco la compostura—. Resulta que en realidad es una admiradora…
—¡Ah, qué bonito! ¿Ha traído un libro para que se lo firmes?
—Pues mira, sí —dijo Adrian.
—¡Dios santo! ¡Eres tan tonto como Sam! —dijo Eleanor—. Los dos caéis ante la adulación femenina como un bebé al que le dan el pecho. Levantáis los ojos y venga, a chupar. —Adrian toleró esta acusación en silencio—. ¿Qué más le has contado «a micrófono cerrado»? —dijo Eleanor—. ¿Le has dicho que tuve un aborto?
Adrian pareció conmocionado y alarmado. Dirigió la mirada hacia la puerta de la cocina y bajó la voz.
—Por supuesto que no —susurró—. ¿Estás loca?
—No, pero creo que tú sí —dijo Eleanor—. ¿Y si lo averigua por su cuenta?
—No lo hará. No puede —dijo Adrian—. En cualquier caso, toda la historia de ti y de mí y de Sam está sellada. Me lo ha prometido.
—¿Y confías en ella?
—Sí —dijo él—. Confío en ella.
Fanny entró por la puerta de la cocina, vestida y arreglada como cuando llegó.
—Ah, aquí está —dijo Adrian. Eleanor dio la espalda a Fanny y se esforzó en recobrar la compostura. Adrian se encaminó hacia el vestíbulo.
—Voy a echar gasolina al coche. ¿En este lado del pueblo, has dicho, Ellie?
—Sí —dijo Ellie sin volverse.
—Si arranca puedo llevarla a la estación —le dijo Adrian a Fanny.
—Gracias, pero no hace falta que se moleste —dijo ella.
—No es ninguna molestia. Vuelvo enseguida.
Y antes de que Fanny pudiera detenerlo había salido de la habitación.
—No, por favor —Fanny le dijo mientras se iba; pero o bien él no la oyó o no quiso oírla. La puerta de entrada se cerró tras él. Fanny suspiró.
—En realidad, me he tomado la libertad de llamar a un taxi desde la cocina —le dijo a Eleanor.
Eleanor se volvió para hacerle frente.
—¿Qué tren va a coger?
—El primero que llegue.
Eleanor consultó su reloj.
—Acaba de perder uno. Va a tener que esperar casi una hora. A no ser que vaya en taxi hasta Gatwick.
—Eso haré. —Siguió un momento de silencio—. Esto es un poco violento —dijo Fanny.
—Sí —dijo Eleanor.
—Espero que no haya sacado conclusiones…
—¿Qué clase de conclusiones?
—Hemos tomado una sauna, eso es todo. No ha habido nada… sexual.
—¿No ve nada sexual en sentarse completamente desnuda con un desconocido en una cajita de madera? —dijo Eleanor.
—Me he sentido muy cómoda. No ha habido ningún contacto ni nada parecido.
—Me pareció que Adrian la tocaba cuando he entrado.
—Le estaba enseñando un tatuaje que tengo en el hombro.
—Ya veo. Bueno, es distinto que los grabados, supongo.
—Mire, lo siento. Pensándolo bien tal vez la sauna no haya sido una buena idea, pero de alguna forma él me ha desafiado, y no sé resistir a un desafío.
Fanny cruzó la habitación hasta la mesa del café y recogió la grabadora.
—¿Por qué ha venido? —dijo Eleanor.
—Para entrevistar a su marido.
—Sí, pero ¿por qué a él? Ya no es un autor conocido.
—Eso es lo que me interesaba. Quería averiguar por qué había dejado de escribir.
—¿Y lo ha averiguado?
—Creo que sí —dijo Fanny—. Me ha dicho que no tenía nada más que decir que justificase el arduo trabajo de elaborar una historia con la que expresarlo.
—¿De verdad le ha dicho eso? —preguntó Eleanor.
—No hay muchos escritores que sean tan humildes.
Eleanor emitió un sonido sin palabras cuyo significado era evidente. Fanny la miró con un repentino destello de interés. Eleanor, todavía inflamada por una cólera a duras penas reprimida, no advirtió su mirada.
—¿No está de acuerdo? —dijo Fanny.
—He pasado demasiadas horas tratando de ayudarle a sostener su amor propio.
Sin que Eleanor se diera cuenta, Fanny encendió la grabadora y permaneció con ella en la mano.
—Bueno —dijo, locuaz—. Virginia Woolf dice en alguna parte que lo peor de ser escritor es depender tanto del elogio.
—También es lo peor de estar casada con uno —dijo Eleanor—. Se enfurruñan si no te muestras entusiasmada por su trabajo, y si te entusiasmas piensan que tu reacción no cuenta.
—Y no cuenta, por supuesto —dijo Fanny sonriendo—. No tanto como las críticas.
—Adrian recibió críticas excelentes por su primer libro —dijo Eleanor—. Fue lo peor que le pudo pasar.
—¿Por qué?
—Creyó que volvería a suceder, el aluvión de reseñas fantásticas. No fue así, por supuesto. Cada novela era una prueba peor que la anterior. La tensión en casa era insoportable cuando se acercaba el día de la publicación. Por la mañana temprano se sentaba en la escalera en pijama y bata, esperando que llegara el periódico al buzón. Después, cuando yo me levantaba, me mandaba a buscar los otros diarios.
—¿Por qué no los iba a buscar él mismo?
—Porque le gustaba aparentar ante los demás que no consideraba importante leer las reseñas, que esa tarea me la dejaba a mi. Y durante una temporada la asumí. A él le daba sólo una idea vaga de cómo eran: la del Observer era tirando a favorable, la del Telegraph elogiosa, y así todas. No le decía nada de las malas y las pésimas. Pero daba lo mismo, porque, cuando yo no estaba, cogía los periódicos del archivador y por el aire abatido con que daba vueltas por la casa yo sabía que había leído una mala.
—Debió de ser difícil vivir con él en aquella época.
—¡Difícil! Era jodidamente imposible. No me extraña que los chicos se fueran de casa en cuanto pudieron… Entre el calvario de la escritura y la cruz de la publicación había un período de unos tres meses en los que se comportaba como una persona normal. Después empezaba de nuevo todo el ciclo.
—¿Por qué abandonó después de Desde las profundidades?
—En la editorial estaban muy contentos con la obra, y algún idiota de la casa le metió a Adrian en la cabeza que iba a ganar el premio Booker y sabe Dios qué más. Cuando el libro salió, recibió la acogida habitual, una mezcla de críticas buenas, no tan buenas y algunas muy malas de jóvenes listillos que estaban labrándose un nombre. Y ni siquiera figuró en la lista de candidatos al Booker. Adrian sufrió una depresión profunda, que tuve que procurar ocultarle a su editor, a su agente, a sus amigos y a todo el mundo. Yo estaba al borde de mis fuerzas.
—¿Le amenazó con dejarle?
—Llegamos hasta ese punto. Pero él decidió que tampoco aguantaba más. Dijo que las novelas se habían acabado. Vendimos la casa de Londres y nos trasladamos aquí para empezar una nueva vida… Así que… Fue una solución, pero no se puede decir que heroica.
—Admito que estoy decepcionada —dijo Fanny.
—¿Por qué?
—En una época, él fue una especie de héroe para mí.
Eleanor miró intranquila a Fanny. Sonó el timbre de la entrada.
—Debe de ser mi taxi —dijo Fanny. Apagó la grabadora. Eleanor lo advirtió, alarmada.
—No me habrá grabado, ¿verdad?
—Sí —dijo Fanny, abriendo la cerradura de su maletín plano.
—No me ha pedido permiso.
—¿Eso cambia algo?
—No tiene derecho.
—No me ha dicho que fuese confidencial.
—Lo sé, pero… —balbució Eleanor.
—¿Pero qué? ¿Por qué me ha contado todo eso?
—Estaba disgustada.
—Estaba cabreada con su marido y me lo ha vendido.
Fanny guardó la grabadora en el maletín y lo cerró.
—Déme la cinta. O borre el trozo en que hablo.
Fanny meneó la cabeza.
—Lo siento. —El timbre volvió a sonar—. Tengo que irme.
Eleanor se adelantó para interceptarle el paso cuando Fanny se encaminaba al vestíbulo. Fanny se detuvo y se puso en guardia, con el maletín a su lado.
—Escuche, supongo que yo quería que usted supiese la verdad —dijo Eleanor—, pero no necesariamente que la publicara.
—¿Necesariamente? —repitió Fanny con sarcasmo.
—Por favor.
—Usted ya sabe cómo me gano la vida.
Las dos mujeres se sostuvieron la mirada unos segundos. Luego Eleanor dijo:
—Sí, destruye la vida de la gente. Primero los ablanda de forma despreciable a fuerza de alabanzas y luego se presenta en sus casas, y los encandila para que hagan confesiones espontáneas, y traiciona la confianza que depositan en usted y destroza su amor propio y aniquila su serenidad. Así se gana la vida.
El timbre volvió a sonar.
—Adiós —dijo Fanny, y se fue. Un momento después Eleanor oyó el portazo de la puerta de entrada. Se sentó en una silla ante la mesa del comedor y miró al espacio… o al futuro. Su ira se había disipado. Su semblante ahora sólo reflejaba remordimiento y aprensión.