El lunes de la semana siguiente, alrededor del mediodía, Adrian esperaba la llegada de Fanny Tarrant. Estaba solo en casa. El fotógrafo del Sentinel había llegado temprano, y después de tomar numerosas fotos se había ido, dejando que Adrian volviera a colocar en su sitio los muebles que había movido. Todo había transcurrido según el plan trazado la semana anterior. Adrian había informado a su agente, Geoffrey, de que Fanny Tarrant estaba interesada en entrevistarle, y Geoffrey había hablado con Fanny y arreglado los detalles. Peter Reeves, director del Sunday Chronicle, aleccionado por Sam, había llamado a Adrian y le había expresado su gran interés por una semblanza de la «entrevistadora odiosa». Adrian había recibido un fax de Sam en el que le daba su dirección y sus números de contacto en Los Ángeles, y le preguntaba si había habido algún progreso, pero Adrian no le había contestado. Le dijo a Eleanor que iba a esperar a ver cómo salía la entrevista con Fanny Tarrant antes de comprometerse a seguir adelante con el plan de Sam. Eleanor dijo que no quería oír hablar del asunto. Se las arregló para pasar el día de la entrevista con su sobrina Rosemary, que vivía en East Grinstead, y se fue un poco antes de la hora acordada, en silencio y con cara de censura. No bien se hubo apagado el ruido áspero del tubo de escape oxidado del Peugeot, Adrian oyó aproximarse el zumbido del motor diesel del taxi en que llegaba Fanny. Retiró el CD de Händel que había puesto a volumen bajo en la cadena de alta fidelidad y puso la cinta en posición de grabado por medio de un pequeño micrófono instalado en las estanterías. El timbre sonó exactamente cuando acababa de colocarlo.
Adrian abrió la puerta a una chica joven y atractiva, de veintimuchos o treinta y pocos, de pelo corto y rubio, arreglado en una peluquería cara. Vestía con elegancia, llevaba una minifalda y una chaqueta de buen corte, y en la mano sostenía un maletín delgado de piel negra.
—¿La señorita Tarrant? —dijo.
—Sí.
Ella sonrió levemente, como sorprendida por algo, tal vez la formalidad con que Adrian la abordaba.
—Entre, por favor.
La condujo al cuarto de estar.
—¿Era su mujer la que salía por la entrada cuando mi taxi iba a entrar? —dijo. Su acento delataba su buena educación.
—Sí. Se ha ido a East Grinstead a ver a su sobrina.
—Qué lástima. Esperaba conocerla.
—Es lo que ella quería evitar —dijo Adrian.
—Ah, ¿y eso por qué?
—Lee sus artículos —dijo Adrian—. ¿Quiere sentarse? —Fanny prefirió la tumbona. Adrian se sentó en el sillón que estaba enfrente—. Recuerda especialmente el del historiador de arte —dijo—. Un Sir no sé cuántos, de apellido compuesto.
—¿Sir Robert Digby-Sisson?
—Ese mismo —dijo Adrian—. Usted hizo un comentario negativo sobre las uñas de Lady Digby-Sisson.
—¿Su mujer se muerde las uñas? —preguntó Fanny en un tono de interrogación neutral.
—No —dijo Adrian—. Simplemente no quería correr el riesgo de aparecer en su artículo de una forma análogamente desdeñosa.
—Da la impresión de que ella no aprueba que usted haga esta entrevista —dijo Fanny.
—No, no lo aprueba —dijo Adrian.
Fanny abrió su maletín y sacó un bloc de notas y una pequeña grabadora Sony.
—¿Le importa que use esto? —dijo, levantando el aparato.
—En absoluto. Mientras no le importe que yo también utilice una.
—Por supuesto que no —dijo Fanny. Comprobó que la grabadora tenía una cinta puesta, la encendió y la puso en una mesita situada entre ambos—. ¿Quiere poner en marcha la suya? —preguntó.
—Ya está encendida —dijo, y señaló con un gesto la estantería.
—Ah, ya veo. Está un poco lejos.
—Tiene un micrófono muy sensible. Se activa con la voz. Estoy seguro de que la suya es igual de buena.
—De última generación —contestó ella—. ¿Por qué quiere grabar la entrevista?
—Para zanjar cualquier disputa que pudiera surgir acerca de lo que diga.
—Nada que objetar —respondió Fanny. Abrió el bloc de notas y sacó un bolígrafo del maletín. Miró a su alrededor—. Es agradable. ¿Hace mucho que viven aquí?
—Era nuestra casa de fin de semana —dijo Adrian—, aunque entonces era más pequeña. Cuando decidimos irnos de Londres, compramos la casa de al lado y derribamos el tabique medianero.
Fanny tomó algunas notas, evidentemente sobre los muebles y la decoración de la sala.
—¿Colecciona vasijas de cerámica? —preguntó—. Parece que hay muchas.
—Las ha hecho mi mujer —dijo Adrian—. Empezó a hacer cerámica cuando nos mudamos aquí.
—Llevan casados muchísimo tiempo, ¿no? —dijo mientras escribía.
—Supongo que sí. Según los parámetros actuales.
—¿Y tienen dos hijos?
—Ya crecidos, han volado del nido. ¿Usted está casada?
—No —dijo Fanny.
—Pero debe de tener un…, ¿cuál es el término correcto hoy en día?
—Compañero.
—Ah, sí —dijo Adrian—. ¿Cómo se llama?
—Creighton —dijo Fanny.
—¿Se deletrea…? —preguntó Adrian.
—C, r, e, i, g, h, t, o, n. —Fanny alzó la vista del bloc de notas—. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Y qué hace el señor Creighton?
—Creighton es su nombre de pila.
—¿De verdad? ¿Quiere decir que le bautizaron así?
—No sé muy bien si está bautizado.
—Ah, un pagano, ¿eh?
—Hay bastantes sueltos por ahí, ya sabe —dijo Fanny—. ¿Se definiría usted como cristiano?
—Bueno, voy a la iglesia parroquial en navidades y en la fiesta de la cosecha, esas cosas —dijo Adrian—. Hago un donativo para la reparación del tejado. Creo en la Iglesia de Inglaterra como institución. No estoy seguro sobre la doctrina. No creo que el pastor sea, por decirlo llanamente… ¿Y usted? —añadió.
—Me educaron como católica —dijo ella—, pero hace años que no voy a la iglesia.
—¿Por qué perdió la fe?
Fanny suspiró.
—Mire, esto va a llevar mucho tiempo si sigue haciéndome preguntas a mí.
Adrian sonrió dulcemente.
—Tengo todo el día.
—Está bien —dijo Fanny—. También yo. ¿Pero la señora Ludlow?
—No volverá hasta la noche.
—Ya veo —dijo Fanny—. Por cierto, ¿todo ha ido bien con Freddy? —Adrian puso una cara inexpresiva—. El fotógrafo.
—Ah, si. Muy bien, creo… Un oficio curioso, ese de la fotografía, ¿verdad?
—¿Qué tiene de curioso? —preguntó Fanny.
—Bueno, vienen a tu casa, te mueven todos los muebles… —Adrian, al advertir que un cuadro de la pared estaba torcido, se levantó y cruzó la habitación para ponerlo derecho—. Instalan las luces y los trípodes y las sombrillas y los aros de circo por toda la casa…
Fanny frunció el ceño.
—¿Aros de circo?
—Esas cosas plegables para reflejar la luz… Después te piden que te retuerzas en las posturas más artificiales y te hablan continuamente, como un peluquero, y no paran de decirte que no te pongas tan serio…
—¿Le ha dicho Freddy que no se pusiera serio?
—No, pero suelen hacerlo —dijo Adrian—. Quiero decir, lo hacían normalmente en los tiempos en que me fotografiaban para las solapas de los libros.
Volvió a sentarse en la butaca.
—Freddy no interfiere en las expresiones naturales de sus modelos —dijo Fanny—. Por eso es un retratista de primera.
—Un poco derrochador con los carretes, ¿no?
—Creo que el periódico puede permitírselo —dijo Fanny secamente.
—Sin duda. Pero ¿por qué hace tantas fotos de la misma cara?
—Para encontrar la que más dice del modelo. Las expresiones de la gente cambian constantemente, pero de forma tan sutil y rápida que no se sabe lo que ha salido hasta que se revela el carrete. —Hablaba con decisión, como si hubiera pensado antes sobre el tema—. Por eso las fotografías son más reveladoras que la vida real —dijo.
—Y las entrevistas —dijo Adrian—, ¿son también más reveladoras que la vida real?
—Las entrevistas son la vida real. Las mías, en todo caso.
—¡Oh, vamos! —protestó Adrian.
—No me invento nada. Por eso utilizo una grabadora.
—Pero usted no transcribirá todo lo que digo, ¿verdad? Excluirá los trozos menos interesantes.
—Evidentemente —dijo Fanny—. De lo contrario sería demasiado largo y muy aburrido de leer.
—Pero usted falsifica una conversación si descarta una parte de ella —dijo Adrian—. Las partes insulsas, las dubitativas, las repeticiones, los silencios.
—Todavía no ha habido ningún silencio.
—Los habrá —dijo Adrian. Clavó la mirada en Fanny y la sostuvo sin pestañear.
—Está bien —dijo Fanny, después de que hubieran pasado medio minuto en silencio—. Lo admito. Una entrevista no es un registro exacto de la realidad. Es una selección. Una interpretación.
—Es un juego —dijo Adrian.
—¿Un juego?
—Un juego de dos jugadores —dijo Adrian—. La pregunta es: ¿cuáles son las reglas y cómo se gana? O se pierde, como puede ocurrir. —Sonrió cordialmente—. ¿Café? Ya está hecho. Hay un poco en la cocina.
—Gracias —dijo Fanny.
—¿Cómo lo toma?
—Solo. Sin azúcar.
—Muy juicioso —dijo Adrian, mientras se dirigía a la cocina.
Fanny permaneció sentada hasta que él volvió con dos tazas de café en una bandeja.
—En realidad —dijo Fanny, como si la conversación no se hubiera interrumpido—, yo no lo veo como un juego. Lo veo como una transacción. Un trueque. El entrevistador obtiene material. El entrevistado obtiene publicidad.
—Pero yo no quiero publicidad —dijo Adrian.
—Entonces, ¿por qué accedió a que le entrevistara?
—¿Por qué quería usted entrevistarme? —preguntó él.
—Yo he preguntado primero.
—De acuerdo. Sentía curiosidad.
—¿Curiosidad por qué?
—Por conocer la razón por la que quería entrevistarme.
Fanny reconoció con una sonrisa sardónica que le habían esquivado el golpe.
—Usted entrevista, en general, a celebridades —dijo Adrian—. Yo ya no lo soy desde hace años, si es que alguna vez lo fui. Entonces, ¿por qué yo?
—Yo también tengo curiosidad —dijo Fanny— por saber por qué ya no es usted famoso. Por qué dejó de escribir, por qué se alejó del mundo literario.
—Todavía publico libros —dijo Adrian.
—Sí, lo sé. Las antologías de Paragon. Cualquiera podría hacerlas.
—Bueno, no exactamente cualquiera —dijo él, con un leve tono de despecho—. Hay que saber leer. Hay que saber dónde buscar las cosas.
—Sabe, sus novelas fueron muy importantes para mí en una época.
—¿De veras?
—Leí El escondrijo cuando tenía quince años —dijo ella—. Era la primera vez que una novela moderna me emocionaba de verdad. Aún creo que se trata de la mejor descripción que se haya hecho de la adolescencia en la Inglaterra de posguerra.
—Bueno, gracias. Muchísimas gracias. —Adrian no pudo disimular el placer que le causaba el elogio—. Es una lectura obligatoria en el programa de bachillerato, ¿sabe? —dijo.
—Dios mío, qué deprimente —dijo Fanny.
—Oh, ¿por qué?
—Lo bueno de El escondrijo para mí era que no tenía obligación de leerla, no era un trabajo de la hora de estudio, no figuraba en el programa de examen. Era algo íntimo, secreto, subversivo.
—Sé lo que quiere decir —dijo él sonriendo.
—¿No puede hacer que dejen de enseñarlo?
—No creo que pueda —dijo Adrian—. De todas formas, los derechos de autor no me vienen mal.
—En el instituto teníamos un grupo —evocó Fanny—. Éramos como una sociedad secreta. Solíamos leer El escondrijo en alto y luego discutíamos sobre ella, no en plan de hacer crítica literaria, sino sobre quién nos gustaba más, Maggie o Steve o Alex, y sobre lo que les habría pasado después de que acabara la historia. Era como una religión. El escondrijo era nuestra Biblia.
Adrian la miró fijamente.
—Dios santo. ¿Cuánto duró aquello?
—Un trimestre entero. El tercer trimestre.
—Y después, en las vacaciones, ¿leyó otro libro y fundó con él una nueva religión?
—No, nunca hubo otro libro como El escondrijo —dijo ella—. De hecho, he traído mi ejemplar manoseado para que me lo firme, si no le importa.
—Por supuesto.
Fanny extrajo de su maletín una vieja edición de Penguin de El escondrijo, que tenía la cubierta manchada y páginas amarillentas, y se la tendió a Adrian. Éste escribió en la guarda: Para Fanny Tarrant, con los mejores deseos, Adrian Ludlow.
—Entonces, ¿estuvo en un internado? —dijo, mientras escribía.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Ha dicho «hora de estudio» en vez de «deberes».
Devolvió el libro a Fanny, que miró la dedicatoria.
—Gracias —dijo, y guardó el libro en el maletín.
—Creía que había ido a un instituto de Basildon —dijo Adrian.
—¿Quién le dijo eso? —preguntó ella.
—Sam Sharp.
—Me preguntaba cuándo saldría a relucir su nombre —dijo Fanny—. El problema con el señor Sharp es que no escucha lo que le dicen. Lo que le dije, en realidad, es que ojalá hubiese ido a un instituto de Basildon.
—¿Por qué?
—Habría sido una preparación mejor para el periodismo que un internado de monjas en Hampshire —contestó Fanny—. ¿Podemos volver a usted? ¿Por qué dejó de escribir ficción?
—Decidí que mi obra estaba completa. Que no tenía nada más que decir.
—¿Así, sin más? —dijo ella.
—Sin más —dijo él.
—¿No le preocupaba?
—Durante una temporada. Después empecé a disfrutarlo.
—¿Cómo?
—Es como cuando te quedas sin gasolina y el coche se para —dijo Adrian—. Al principio es irritante, pero al cabo de un rato acabas apreciando el silencio y la tranquilidad. Oyes cosas que no habías oído nunca porque las ahogaba el ruido del motor. Ves cosas que antes pasaban velozmente en una ráfaga borrosa.
—¿Alguna vez se ha quedado sin gasolina? —dijo Fanny.
—Ya que lo pregunta, no.
—Ya me parecía —dijo ella.
—Era una manera de hablar.
—¿No le molesta ver que sus coetáneos siguen escribiendo y publicando?
—Al contrario. Hay demasiados escritores que no tienen nada más que decir, pero insisten en repetirlo una y otra vez, libro tras libro, año tras año.
—¿En qué escritores está pensando? —preguntó ella.
—En los mismos que usted —contestó él.
Fanny adoptó una expresión divertida, pero escéptica.
—No me creo que tirara la toalla tan fácilmente —dijo.
Adrian aspiró profundamente.
—Quiere decir cómo pude renunciar a todas esas horas, largas y solitarias, que pasaba mirando a una página en blanco, o por la ventana, royendo la punta del bolígrafo, tratando de crear algo a partir de la nada, de otorgar vida a criaturas que antes no existían, darles nombres, padres, estudios, ropa, pertenencias…, teniendo que decidir si tienen los ojos azules o marrones, si tienen el pelo liso, ondulado o son calvos, ¡Dios, qué tedio! Y después el esfuerzo sobrehumano de tener que articular todo eso en palabras, palabras que parezcan frescas, palabras que no suenen como si las hubieras comprado de segunda mano al por mayor… Y después tener que idear cómo se mueven los personajes, cómo actúan, cómo interaccionan unos con otros de formas que parezcan simultáneamente interesantes, verosímiles, sorprendentes, divertidas y conmovedoras. —Utilizó un dedo para cada epíteto—. Es como jugar al ajedrez en tres dimensiones —dijo—. Un auténtico infierno. ¿Lo echaría usted de menos?
—Echaría de menos el resultado final —dijo ella—, la satisfacción de haber creado algo permanente. El efecto que surte sobre otras personas.
—Pero la mayor parte del tiempo no sabes cuál es el efecto. Escribir novelas es como meter mensajes en una botella tras otra y arrojarlas al mar en el reflujo de la marea sin la más remota idea de adónde las llevará la corriente ni de cómo serán interpretados. —Añadió—: Lo he hecho con botellas, por cierto.
—¿Y las críticas?
—¿Qué, si se puede saber? —dijo Adrian, después de dudar un instante.
—¿No le informan?
—Dicen mucho sobre el crítico. No demasiado sobre tu libro —contestó.
—Mi primer trabajo de periodista fue escribir críticas de cine para una guía del ocio —dijo ella—. No creo que revelase mucho de mi misma.
—Entonces, ¿no eran tan crueles como sus entrevistas? —dijo él.
Fanny se rio con displicencia.
—¿Crueles?
—Sir Robert Digby-Sisson pensó que usted era cruel. Según una publicación rival, lloró cuando leyó su entrevista con él.
—Lloró mientras concedía la entrevista —dijo ella—. Es un bebé grande y llorón. Se le saltan las lágrimas con el más mínimo pretexto. Cuando no estaba lloriqueando con el pañuelo intentaba meterme mano.
—No mencionó eso en su artículo —dijo Adrian.
—Lo hice, pero lo cortaron. Los abogados se pusieron nerviosos porque yo no tenía ningún testigo. Este trasto —señaló su grabadora— no registra el sonido de una rodilla cuando te la estrujan.
—También fue cruel con mi amigo Sam Sharp —dijo Adrian—. Se sintió muy dolido.
—Sobrevivirá —dijo Fanny.
—Sí, seguro que sí —dijo Adrian.
—Aunque admito que me sorprendió un poco que usted accediera a verme justo después de que apareciera ese artículo —dijo ella—. Pensé que podría tratarse de una trampa.
Adrian no pudo reprimir un respingo.
—¿Una trampa? ¿Qué clase de trampa?
—Pensé que tal vez el señor Sharp estaría acechando en algún lugar de la casa.
Adrian se rio de buena gana.
—Oh, no, Sam está en Los Ángeles. ¿Pero que creyó que le haría? ¿Agredirla?
—No sería la primera vez —dijo Fanny—. ¿Conoce a Brett Daniel?
—¿El actor?
—La semana después de que se publicara mi entrevista con él, derramó adrede un vaso de vino tinto sobre mi vestido en la recepción por el estreno de una película. A continuación me roció de vino blanco con la excusa de que limpiaría la mancha.
—La verdad es que la limpia… —dijo Adrian—. ¿Le demandó usted?
—Le envié la factura exorbitante de un vestido nuevo. Pero les dijo a todos sus compinches que cada penique mereció la pena.
—¿No estaría pensando, supongo, que Sam iba a abalanzarse sobre usted aquí, lanzándole vasos de vino? —dijo Adrian.
—Pensé que podría abalanzarse sobre mí lanzando insultos —contestó Fanny.
Adrian juntó las manos y apretó las puntas de los dedos contra su barbilla.
—¿No le molesta saber que la mayoría de sus entrevistados le odian después? —dijo.
—Forma parte del trabajo —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—Es un trabajo singular, al fin y al cabo, ¿no? Asesinar personajes.
—¿Me está tomando el pelo? —dijo ella.
—¡No, no! Pero debe admitir que sus entrevistas son por lo general bastante destructivas. ¿No es eso lo que sus lectores esperan de usted?
—Lo que esperan es buen periodismo —dijo Fanny—, y confío en que se lo ofrezco. ¿Qué opina de la generación más joven de novelistas ingleses?
—Procuro no pensar en ellos —dijo Adrian—. Pero ¿no me estará diciendo que todos esos lectores abrirían con ansiedad su página si a usted la anunciaran como Fanny Tarrant, la entrevistadora más encantadora de Inglaterra?
—No, no le estoy diciendo eso —dijo Fanny—. Estoy intentando, con alguna dificultad, entrevistarle.
—Sus lectores no se rebajarían a leer en los tabloides las juergas eróticas que se corren futbolistas y estrellas del pop. Pero usted les proporciona el mismo género de placer de una manera más refinada, haciendo que los grandes y los buenos parezcan tontos.
—Lo hacen sin mi ayuda —contestó ella—. Yo sólo lo cuento.
—Dígame —dijo Adrian, en el tono de alguien que busca sinceramente que le ilustren—, cuando ha escrito una entrevista verdaderamente inmunda, como la de Sam…
—Oh, puedo ser mucho más repulsiva que eso —le cortó Fanny.
—No lo dudo —dijo Adrian con una sonrisa—. Pero cuando ha escrito un artículo como ése, y está publicado, ¿se imagina a la víctima leyéndolo? Quiero decir, ¿se imagina al bueno de Sam, por ejemplo, que se levanta el domingo por la mañana, va al vestíbulo en bata y zapatillas, recoge del felpudo el Sunday Sentinel se lo lleva a la cocina para leerlo con la primera taza de te, hojea las páginas del suplemento para encontrar su entrevista, sonríe al ver la foto de Freddy en color, a toda página, sentado delante de su Apple Mac, y después comienza a leer el texto, y se imagina lo súbitamente que se le borra la sonrisa de la cara cuando llega a la primera mofa, y después los fuertes latidos del corazón, el espasmo en los intestinos, la corriente de adrenalina en el torrente sanguíneo, al darse cuenta de que toda la entrevista es una burla, de que ha caído en una trampa verdaderamente bien tendida? Quiero decir, ¿se imagina todo eso? ¿Se deleita con ello? ¿Por eso hace este trabajo?
Por primera vez durante aquella mañana, Fanny pareció perder un poco la calma.
—¿Podríamos volver a la situación en la que soy yo la que pregunta? —dijo secamente.
—¿Por qué?
—Es la costumbre. El entrevistador hace las preguntas y el entrevistado las responde.
—Pero por eso la entrevista es un género tan artificial —dijo él—. No es un diálogo real. Es un interrogatorio.
—Bueno, el interrogatorio tiene sus funciones —dijo ella.
—¿Como cuáles?
—Como desvelar la verdad.
—Ah, la verdad… —dijo Adrian—. «¿Qué es la verdad?», dijo Pilatos, en tono de broma, y no se quedó a oír la respuesta. ¿Se le ha pasado por la cabeza que mis preguntas podrían revelar más que mis respuestas?
—Prefiero atenerme a mi propio método, gracias.
—¿Así que no va a citar la pregunta que le acabo de hacer?
—Todavía no tengo ni idea de lo que voy a citar —contestó Fanny, irritada.
—Supongo que primero tiene que escuchar toda la cinta —dijo Adrian.
—Me hacen una transcripción.
—¿Y luego la edita con un procesador de textos? —dijo él—. ¿O escribe el primer borrador a mano?
—Me está tomando el pelo, ¿verdad? —dijo ella.
—No, no —protestó Adrian.
—Eso está sacado directamente del manual para periodistas con pretensiones intelectuales —dijo Fanny—. Cien preguntas aburridas que preguntar a un autor. «¿Escribe algo todos los días? ¿Escribe con pluma o con ordenador? ¿Concibe la historia entera antes de empezar a trabajar?»
Adrian esbozó una sonrisa de asentimiento y dijo:
—¿Son sus novelas autobiográficas?
—No, ésa no es una pregunta aburrida —dijo Fanny.
—Bueno, yo solía dar una respuesta aburrida —dijo él—. «Mis novelas son una mezcla de experiencia personal, observación del prójimo e imaginación. Me gusta pensar que mis lectores no serán capaces de adivinar la diferencia, y en ocasiones yo tampoco estoy muy seguro.»
—Ésa tampoco es una respuesta aburrida —dijo Fanny, mientras tomaba una nota.
—¿Por qué toma notas si tiene una grabadora? —preguntó él—. ¿Toma precauciones? ¿Por si se acaban las pilas?
—La máquina graba sus palabras —dijo ella—, el bloc mis observaciones.
—Ah —dijo él—. ¿Puedo echar un vistazo?
Extendió la mano.
—No —contestó ella—. ¿Cuál es su primer recuerdo?
—Mi primer recuerdo…, hmm… —Pensó un momento—. En realidad es un falso recuerdo. Mirar fortalezas volantes en el cielo.
—¿Quiere decir bombarderos? —dijo Fanny.
—Si. B17 americanos. Era el mismísimo final de la guerra. Estaba sentado en mi cochecito de niño. Mi madre me había llevado a dar un paseo al parque; por aquel entonces, vivíamos en Kent, Faversham, y pasaban muchos aviones, pero aquélla debió de ser una incursión especialmente importante, el ataque de mil bombarderos volando en formación. Era un día claro y radiante. De repente, se oyó en el aire un zumbido potente, un rugido, como si en todo el cielo vibrara el sonido de un único motor gigante. La gente que estaba en el parque dejó lo que estaba haciendo y miró hacia arriba, cubriéndose los ojos. Rompí a llorar. Supongo que me asustó el ruido. Mi madre me dijo: «No pasa nada, Adrian, sólo son las fortalezas volantes.» Miré al cielo con los ojos entornados. Los aviones volaban demasiado alto, fuera del alcance de la vista, y lo único que se veía eran las estelas de vapor blanco, como trazos de tiza en el cielo azul. Pero de alguna manera me convencí de que los veía. Sólo que lo que pensaba que veía no eran aviones, sino fortalezas, edificios cuadrados, sólidos, con puentes levadizos y almenas y banderas ondeando, que navegaban mágicamente por el cielo. Alimenté esta idea durante años, hasta que fui al parvulario e hice un dibujo de mis fortalezas volantes, y la profesora se rio de mí cuando le expliqué lo que eran.
—Es una historia muy bonita —dijo Fanny.
—Gracias —dijo Adrian.
—Sólo que usted no nació hasta dos años después de que acabara la guerra —dijo ella.
—Totalmente cierto —dijo Adrian.
—Y ese recuerdo pertenece al héroe de su segunda novela.
—Cierto otra vez —dijo Adrian—. La estaba poniendo a prueba.
—Ya que he aprobado el examen, ¿tal vez podríamos dejarnos de juegos y seguir con la entrevista?
—¿Qué tal si antes comemos algo? —dijo él.
—¿Comer?
Fanny no parecía entusiasmada.
—Sí. Ellie nos ha dejado un poco de fiambre y ensalada en la nevera. Y podría abrir una lata de sopa.
—Normalmente no como al mediodía —dijo ella—, pero si tiene hambre, me sentaré con usted y picaré algo mientras seguimos hablando.
—¿No almuerza usted? —dijo Adrian—. Pero si Sam estaba particularmente ofendido porque usted le atacó después de haberse comido el delicioso salmón frío que le había preparado.
—La verdad es que él se comió la mayor parte —dijo Fanny—. Y se bebió casi todo el vino. Pero, por favor, si quiere comer, hágalo.
—No, da igual —dijo Adrian—. Muchas veces yo también me salto el almuerzo. Estoy a régimen. Me preocupo más por la salud desde que dejé de escribir novelas.
—Eso es interesante —dijo Fanny—. ¿A qué cree que se debe?
—Supongo que mientras perseguía la inmortalidad literaria no pensaba mucho en la mortalidad —contestó Adrian—. Cuando era novelista, tenía una pipa en la boca todo el día, tomaba desayunos con grasa, bebía en la cena una botella de vino casi entera y apenas hacía ejercicio. Ahora analizo todos los paquetes de comida en busca de aditivos, evito la sal y el azúcar, mido en unidades mi ingestión de alcohol y corro todos los días. Mi única licencia es la sauna.
—Yo no llamaría licencia a la sauna —dijo Fanny.
—Pero la sensación de después…, ¿no le parece eufórica? —dijo Adrian.
—La única vez que probé, me pareció horrible —dijo ella.
—¿Dónde fue eso? —preguntó Adrian.
—Oh…, en algún hotel de esos que llaman «complejo recreativo» —dijo ella.
—Supongo que se pondría un traje de baño.
—Por supuesto.
—¡Pero si en la sauna no hay que llevar nada encima! —exclamó él con vehemencia—. Oprime el cuerpo, entorpece la transpiración. Es un despropósito.
—No tenía elección —dijo ella—. Era una sauna mixta, justo al lado de la piscina.
—Ya sé —dijo Adrian meneando la cabeza—. Apuesto a que estaba llena de gente que entraba chapoteando directamente desde la piscina y se sentaba a despedir nubes de vapor con cloro…
Fanny no lo negó.
—En serio, los ingleses no tienen ni idea de cómo se toma una sauna —dijo Adrian—. Dan ganas de llorar.
—¿Cómo hay que tomarla, entonces? —preguntó Fanny.
Adrian se inclinó hacia adelante en su butaca y habló con el fervor de un adepto.
—Primero, te das una ducha caliente. Después te secas. A continuación, mojas los pies y los tobillos en un baño caliente, para favorecer la circulación. Luego entras en la sauna, te sientas o te tumbas en un banco (cuanto más alto está más calor hace) durante diez o quince minutos, hasta que las gotas de sudor empiezan a cubrirte todo el cuerpo. Después te das una larga ducha fría, o te sumerges en un lago helado si hay alguno a mano, caminas un poco tomando el aire fresco y luego te envuelves en un albornoz y te relajas en algún sitio caliente. —Suspiró—. No hay nada igual.
Era evidente que Fanny estaba intrigada.
—¿Dónde hace eso? —preguntó.
—En el jardín de atrás —dijo él.
—¿Quiere decir que tiene aquí una sauna?
—Oh, sí —dijo él—. No hay lago, es una lástima, pero acabo de construir un anexo con ducha y una bañera para el baño frío. ¿Le gustaría verlo?
Hizo un gesto en dirección a la parte trasera de la casa.
—Más tarde, quizá —dijo Fanny.
Adrian la miró con el brillo de una idea en los ojos.
—En realidad… podría probarlo. Ya que no puedo ofrecerle un almuerzo, podríamos tomar una sauna.
Ahora le tocó a Fanny el turno de mirarle fijamente.
—¿Cómo dice? —dijo.
—Descubriría lo que es una auténtica sauna —dijo él.
—No, gracias.
—¿Por qué no?
—No suelo entrevistar a gente desnuda —dijo ella.
—Oh, en la sauna no se habla —dijo Adrian—. Se entra en comunión silenciosa con el calor. Después se puede hablar.
Fanny guardaba silencio. Miró a Adrian como si tratara de adivinarle el pensamiento.
—¿De qué tiene miedo? —dijo Adrian—. Es bastante difícil que me arriesgue a aparecer en el Sunday Sentinel como un maníaco sexual, ¿no cree?
—¿Sabe? Podría sacarle bastante partido a esa proposición —dijo ella.
—Sí, podría —dijo él—. «Adrian Ludlow me invitó a probar su sauna privada con la misma naturalidad con que se ofrece una bebida a una visita. Me aseguró que no necesitaría ponerme un traje de baño. Me disculpé y me fui.»
—No tengo ninguna intención de irme —dijo Fanny—. No he acabado la entrevista. Me quedan muchas preguntas por hacer.
—Olvídelas —dijo Adrian.
—¿Qué?
—Rómpalas. Empezaremos de nuevo después de una sauna. No una entrevista. Nada de preguntas y respuestas preparadas. Nada de disfraces. Sin engaños. Sin juegos. Sólo una conversación que sigue su propio curso. ¿Qué me dice?
Fanny le miró intensamente. Él no se amilanó.
—Le traeré un albornoz y una toalla y le enseñaré dónde cambiarse —dijo, y se levantó.
—¿Qué le hace pensar que he aceptado? —dijo ella.
—¿No lo ha hecho? —dijo él.
Fanny se puso en pie lentamente.
—Me pondré la toalla alrededor.
—Como quiera —dijo él.
Ella se entretuvo en coger la grabadora, apagarla y volverla a colocar en la mesa del café. Adrian mantenía abierta la puerta de la cocina.
—Es por aquí —dijo.
Fanny parecía haber tomado una decisión. Se enderezó, cruzó la habitación y salió por la puerta, sin mirar a Adrian. Él la siguió y cerró la puerta tras ellos.