La casa de campo se alza sola al final de un camino con roderas de carros que se aparta de la carretera principal y se dirige al pueblo, a unos dos kilómetros. Es fácil pasar de largo el hueco entre los setos sin ver el pequeño letrero de madera pintado a mano, clavado en un poste, desvaído y erosionado por el tiempo, que lleva escrito el nombre «Ludlow», y sin darse cuenta, por lo tanto, de que conduce a una vivienda. Una ligera joroba del terreno y un hayedo ocultan la casa y sus dependencias desde la carretera.
No es uno de los parajes más pintorescos de Sussex, sino más bien una pequeña hondonada de terreno agrícola ligeramente descuidado y situado entre las carreteras principales de Londres a Brighton y Worthing. El aeropuerto de Gatwick está más cerca que los South Downs. La casa es bastante vieja, pero no tiene ninguna peculiaridad arquitectónica. Por su aspecto parece que en su origen estuviera formada por dos casas adosadas, probablemente ocupadas por braceros, que en una época más moderna fueron transformadas en una vivienda individual, al cabo de muchas mejoras y reformas. De hecho, la puerta principal está en uno de los lados de la casa, donde se ha trazado un camino de grava para aparcar coches; y donde una vez hubo puertas, la larga fachada tiene ventanas que dan a un agradable y sencillo jardín de césped, arbustos y arriates. En la parte de atrás se ha añadido una ampliación de una planta, que alberga una cocina moderna y un cuarto de ducha con azulejos blancos. Hay otras dependencias, que incluyen una tejavana que proporciona cobijo a un pequeño horno, y lo que a primera vista parece un cobertizo, si no fuera porque está construido con madera de buena calidad y tiene sólo, incrustado en la puerta, un ventanuco cuadrado, de cristal opaco oscuro.
—¿Sabias —dijo Adrian mientras leía la caja de cartón— que los cornflakes tienen un ochenta y cuatro por ciento de hidratos de carbono, del que el ocho por ciento son azúcares?
Eleanor, absorta en el periódico, no respondió. Adrian cogió otro paquete y lo escudriñó.
—Los All-Bran tienen sólo el cuarenta y seis por ciento de hidratos de carbono, pero el dieciocho por ciento de ellos son azúcares —dijo—. El dieciocho por ciento de cuarenta y seis, ¿es mejor o peor que el ocho por ciento de ochenta y cuatro?
Eleanor tampoco respondió. Adrian no parecía sorprendido ni enfadado. Cogió otro paquete.
—Los Shredded Wheat parecen los mejores. El sesenta y siete por ciento de hidratos de carbono, de los cuales menos del uno por ciento son azúcares. Y no tienen sal. Supongo que por eso no saben a nada.
Vertió una cantidad de Shredded Wheat en el tazón y luego leche semidesnatada.
Eran las nueve de la mañana de un domingo de verano de 1997. Adrian y Eleanor Ludlow estaban en la sala de estar de su casa de campo, en bata. Era una habitación amplia, cómoda, de techo bajo, con una mesa de comedor en un extremo y una zona de estar en el otro, donde había una chimenea. Ocupaban las paredes estanterías repletas de libros, que en algunos sitios parecían inclinarse hacia adentro: un efecto de la irregularidad de las paredes que hacía que la casa pareciera una cueva prehistórica civilizada. En los anaqueles, entre huecos, había vasijas de cerámica, jarras y cuencos con un diseño de aire familiar; y más objetos de esta clase llenaban mesas auxiliares de la estancia. Las estanterías también albergaban un equipo caro de alta fidelidad que a aquella hora permanecía silencioso, al igual que el mueble de la televisión, arrinconado en una esquina de la zona de estar. Adrian estaba sentado a la mesa del comedor. Eleanor había terminado el desayuno y leía los periódicos del domingo en el sofá. Seguía un método. A un lado tenía una pila ordenada de periódicos nuevos divididos en múltiples secciones; en el otro, un montón menos organizado de las secciones que ya había acabado. Llevaba puestos un par de guantes de algodón para evitar que la tinta le ensuciara las manos y le manchara la ropa.
—Una película inglesa está causando revuelo en Norteamérica —dijo. Leía la sección de cultura de la Sunday Gazette—. Trata de unos tipos que hacen striptease en Sheffield.
—Supongo que debe de tener una atracción exótica y perversa para los americanos —dijo Adrian—. No me imagino que eso interese aquí. ¿Qué más novedades nos depara el esforzado mundo artístico?
Eleanor recorría con la vista las páginas del periódico.
—Damien Hirst expone a un crítico de arte decapitado en un tanque de formol —dijo, y se corrigió al instante—. Oh, no, es una broma.
—Hoy en día es difícil saber qué es verdad —dijo Adrian.
—Y se está preparando una batalla por lo de la Royal Opera House.
—Suena todo tranquilizadoramente familiar.
Pasó un avión. La casa estaba a unos veintidós kilómetros del aeropuerto de Gatwick y bajo su ruta de vuelo principal. El ruido molestaba a veces a los visitantes, pero hacía tiempo que Adrian y Eleanor apenas lo oían.
—¿Qué viene en primera página? —preguntó Adrian.
Eleanor dejó la Gazette y cogió la sección de noticias del Sunday Sentinel.
—Algo aburrido —dijo—. Casi todo es de las vacaciones de Diana con Dodi Al Fayed.
—¡Pero si es lo mismo que el domingo pasado!
—Es el no va más de la historia tonta del momento —dijo Eleanor—. Un tabloide ha pagado un cuarto de millón de libras por las fotos en las que se besan en el yate.
—Con eso se podría comprar un Picasso —dijo Adrian—. Bueno, uno pequeño.
Eleanor abrió un poco más los ojos al mirar el pie de página.
—¡Madre mía! —exclamó.
—¿Qué pasa?
—Es increíble —dijo. Dejó las noticias y comenzó a buscar entre la pila de secciones sin leer del Sentinel.
—«Él se preguntó cuál podía ser la causa de semejante sorpresa» —dijo Adrian, que había sido novelista en su día—. ¿Ha renunciado Jeffry Archer[1] a su título de nobleza? ¿Ha viajado Richard Branson en uno de sus trenes? ¿Ha…?
—Aquí dice que hay una entrevista con Sam en el Sentinel Review —dijo Eleanor—. De Fanny Tarrant.
—Ah, ya —dijo Adrian.
Eleanor le miró sorprendida.
—¿Lo sabías?
—Bueno, algo. Esa mujer, Tarrant, me llamó para hablar del tema.
—No me dijiste nada.
—Me olvidé —dijo Adrian—. No estabas, creo.
—¿Qué quería?
—Información sobre Sam —dijo Adrian.
—Espero que no le dieras ninguna.
—Le dije que no hablaría de mi amigo más antiguo a sus espaldas.
—No creo que debas —dijo Eleanor. Encontró el Sentinel Review y lo sacó de la pila—. Sobre todo tratándose de Fanny Tarrant. A hombres como Sam se los come para desayunar.
Adrian miraba la cucharada de Shredded Wheat, a medio camino de su boca.
—Bueno, no encontrará mucho azúcar en Sam —dijo.
—Sir Robert Digby-Sisson lloró al leer lo que Fanny Tarrant escribió sobre él —dijo Eleanor, mientras pasaba las páginas del suplemento.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Adrian.
—Lo decía otro periódico. Aquí está. Dios santo, qué fotografía más ridícula. Me temo lo peor. ¡Mira! —Eleanor desdobló el periódico para que Adrian viera la fotografía grande en color de Sam Sharp—. Lleva botas de montar. Pero si no monta. Ni siquiera tiene caballo.
—No son botas de montar, son botas de vaquero —dijo Adrian—. Las lleva cuando hace motocross.
—¡Motocross! ¿Pero cuándo se hará adulto? Además, en la foto no va en moto, está sentado delante del ordenador, y menuda pinta de imbécil tiene con botas de vaquero… Ay, no. Ay, no. Escucha esto —Eleanor empezó a leer el artículo en voz alta—. «A Samuel Sharp le ha ido muy bien, para ser el hijo del propietario de un estanco del Deptford profundo. Posee en Sussex una granja restaurada del siglo XVII, con cancha de tenis, foso y sesenta hectáreas de tierra cultivable que arrienda a los agricultores vecinos, porque está demasiado ocupado escribiendo lucrativos guiones de televisión como para trabajarlas él mismo. Sin embargo, uno puede apreciar que le complace su faceta agrícola por el modo en que se pasea por la propiedad con los vaqueros de Ralph Lauren metidos por dentro de sus botas de cowboy de tacón alto. En realidad, los tacones le sientan bien, porque es un poco corto de canilla. La estatura es uno de sus puntos flacos. “No se te ocurra preguntarle por su estatura”, me dijo un amigo suyo. “Ni por su peluquín”. Hasta entonces yo no sabía que usaba peluquín.» Un amigo —dijo Eleanor. Y añadió—: ¿Fuiste tú?
—Por supuesto que no —dijo Adrian—. ¿Dónde está la mermelada sin azúcar?
—Se ha acabado.
Adrian rezongó. Eleanor siguió leyendo en alto el periódico.
—«Naturalmente, esas zonas prohibidas espolearon mi curiosidad. Pasé la mayor parte del tiempo que estuvimos juntos de puntillas, intentando inspeccionar la cima de la cabeza de Samuel Sharp para hallar indicios del peluquín. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, se irguió para contrariarme, así que debíamos de parecer una pareja de bailarines de ballet haciendo ejercicios de calentamiento. Pero no había nadie para vernos. La señora Sharp se fue del rancho hace tres meses. Los rumores apuntan que se ha ido a vivir con el director de la última serie de televisión de su marido, La última fila, ganadora del BAFTA. Samuel Sharp se mostró más bien reservado cuando le pregunté sobre el asunto. “Laura y yo nos separamos de común acuerdo”; dijo. Dicho sea de paso, Laura es su mujer número dos, pues la número uno se fue hace unos años y se llevó con ella a sus dos hijos…” ¿Qué le importa eso a ella? ¿O a nadie? —comentó Eleanor, y siguió leyendo—. «Lo primero en lo que uno se fija en el estudio de Samuel Sharp es que está lleno de trofeos, títulos, menciones de distinciones y premios y fotos de prensa enmarcadas de Samuel Sharp, como el comedor de un restaurante italiano. Lo segundo en que nos fijamos es el espejo de cuerpo entero apoyado en una pared. “Es para dar a la habitación sensación de amplitud”; se explicó el escritor, pero no se puede evitar pensar en otra razón. Incluso cuando te habla su mirada se desliza hacia las lados, atraída de forma irresistible por el espejo. Cuando fui a ver a Samuel Sharp me preguntaba por qué habría tenido tan mala suerte en el matrimonio. Me marché pensando que sabía la razón: su insufrible vanidad…»
Eleanor miró a Adrian para ver su reacción. Él untaba una fina capa de mermelada en una tostada fría.
—Un poco duro —dijo Adrian.
—¡Duro! Es sádico —dijo Eleanor. Continuó leyendo en silencio para si misma durante unos instantes, emitiendo pequeños suspiros de consternación y risas ahogadas; luego volvió a hablar—: Oh, por Dios, escucha esto. «La publicidad de la BBC describe a la heroína del último telefilm de Samuel Sharp, Oscuridad, como una ninfómana. Le pregunté si alguna vez había conocido a alguna ninfómana. “Sí, no, bueno, depende de lo que entienda por ninfómana”, balbució. “He conocido mujeres que dejaban bastante claro que si yo las alentaba un poco, ya sabe, pero es difícil decir si era ninfomanía exactamente…” Creo que estaba dando a entender con delicadeza que es difícil para un chico atractivo como él saber si el empeño de sus amistades femeninas en abrirse de piernas se debe al temperamento de esas chicas o a su propio e irresistible sex appeal.»
Eleanor dejó el periódico.
—Sam se va a morir cuando lea esto —dijo.
—Yo diría que él se lo ha buscado —respondió Adrian.
—No eres muy comprensivo con tu mejor amigo —dijo ella.
—He dicho «mi amigo más antiguo».
—¿Quién es tu mejor amigo, entonces?
Adrian lo pensó un instante.
—Tú.
La declaración no conmovió a Eleanor.
—Aparte de mí.
—Creo que no tengo ninguno —dijo él—. Es una pena, pero no es un concepto que corresponda a la madurez.
Adrian había celebrado su cincuenta cumpleaños a principios de ese año. Eleanor era un par de años más joven. Unos treinta años antes, habían coincidido con Sam Sharp en una universidad de provincias. Los dos habían envejecido gracilmente. Adrian era alto y delgado, un poco encorvado, y una melena gris plateada le envolvía las orejas y el cuello. Eleanor todavía era una mujer atractiva y de buen ver incluso a aquellas horas de la mañana, antes de asearse y arreglarse. Una masa enmarañada de pelo hermoso, ondulado, discretamente teñido, recortaba una cara redonda, carnosa, de grandes ojos castaños y boca y mentón generosos. Conservaba los dientes y la figura.
En aquel momento, oyeron el ruido de un coche que entraba en el camino de grava.
—¿Quién será? —dijo Eleanor.
Adrian se acercó a la ventana para mirar fuera, atisbando de reojo el aparcamiento.
—Es Sam —dijo.
—Ja, ja —dijo Eleanor con voz tranquila. Continuó leyendo la entrevista de Fanny Tarrant.
—¿Tiene un Range Rover verde, con matrícula SAM 1? —preguntó Adrian.
Eleanor se puso en pie de un salto y se dirigió a la ventana para mirar.
—Dios mío, es Sam —dijo. Corrió hacia la puerta, se paró, dio la vuelta y arrojó el Sentinel a las manos de Adrian—. Toma, esconde esto.
—¿Por qué? —dijo Adrian.
Sonó la campanilla de la puerta.
—A lo mejor todavía no lo ha visto.
—¿Dónde?
—En cualquier sitio.
La campanilla volvió a sonar, y Eleanor corrió al vestíbulo mientras se quitaba los guantes de algodón y los metía en los bolsillos de la bata. Adrian la oyó descorrer el cerrojo de la puerta, abrirla y gritar, fingiendo sorpresa:
—¡Sam! ¿Qué haces aquí a estas horas? Entra.
Adrian deslizó el suplemento del Sentinel debajo de un cojín del sofá. Después, pensándolo mejor, arrojó todos los demás periódicos debajo del sofá, fuera de la vista, en el preciso instante en que Eleanor volvía con Sam.
—Adrian, mira quién ha venido.
—Hola, compadre —dijo Sam. Cuanto más famoso se hacía, más recalcaba el acento de sus orígenes cockney[2], pero el saludo no reflejaba cordialidad y la sonrisa era forzada, como las que se intercambian los amigos en los funerales. Tenía en una mano un periódico doblado con el que se daba golpecitos en el muslo. Llevaba unos pantalones vaqueros limpios y bien planchados, una chaqueta de ante de corte recto y un polo de algodón, y cada una de las prendas ostentaba el nombre de un conocido diseñador. Sam no era tan bajo como Fanny Tarrant sugería, sólo un poco más de la media. Tenía la tez bronceada y arrugas debajo de los ojos; la nariz respingona y el labio superior saliente daban a sus facciones un aire algo simiesco.
—¡Sam! —dijo Adrian, imitando sin convicción el tono de sorpresa de Eleanor—. ¿Qué te trae por aquí un domingo por la mañana, tan temprano?
Avanzó hacia él con la mano abierta. Para estrecharla, Sam tuvo que pasarse el periódico de la mano derecha a la izquierda. Era un ejemplar del suplemento del Sentinel.
—Me voy a Los Ángeles desde Gatwick hoy —dijo Sam—. Pensé en pasar por aquí en el trayecto.
—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo Eleanor—. Hace siglos que no te vemos. ¿Has desayunado?
—Todo lo que me cabía en el estómago —contestó Sam.
—¿Quieres un café?
—Sí, me encantaría.
—Voy a prepararlo.
Eleanor cogió la cafetera.
—No te molestes —dijo Sam—. Éste está bien, me gusta templado. —Levantó el suplemento del Sentinel—. ¿Habéis visto esto?
—¿El qué? —dijo Eleanor.
—El Sentinel de hoy. ¿Habéis leído lo que esa cabrona de Fanny Tarrant ha escrito sobre mí? —Se sentó en el sofá, notó el periódico debajo del cojín y lo sacó—. Veo que sí —dijo.
—Yo lo he hojeado un poco —dijo Eleanor.
—¿Y tú? —le preguntó a Adrian.
—Ellie me ha leído alguna cosa —dijo.
Sam miró a Eleanor con expresión de reproche. Eleanor le acercó una taza de café.
—Sólo el principio.
—Luego no mejora —dijo Sam.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Adrian.
—Como si un ave rapaz biliosa se hubiera cagado sobre mí desde una gran altura —dijo Sam.
Adrian sonrió.
—Eso está bastante bien. ¿Se te acaba de ocurrir?
—Es una cita —dijo Sam.
—¿Ah, sí? —dijo Adrian—. ¿De dónde?
—De mi penúltima serie.
—Sam —dijo Eleanor—, ¿cómo se te pasó por la cabeza dejar que esa mujer te entrevistara? Seguro que has leído lo que escribe.
—Supongo…, no me acuerdo —contestó Sam—. Son tantos, con sus columnas y sus entrevistas…
—Pero ella es famosa —dijo Eleanor.
—No. Yo soy famoso —dijo Sam, señalándose el pecho con el dedo índice—. No hace tanto que anda por ahí como para haberse hecho famosa.
—Conocida, si quieres. Por ser grosera con la gente.
—Bueno, me llamó un día, se le caía la baba con La última fila. Daba la impresión de que le encantaba.
—¿Y tú te creíste el viejo truco? —dijo Eleanor.
—Lo sé, lo sé… Pero no se me ocurrió pensar que alguien que hacia comentarios tan inteligentes sobre mi trabajo pudiera escribir algo tan… —Sam meneó la cabeza con un gesto de incredulidad ante la perfidia de Fanny Tarrant—. También la invité a comer. Yo mismo preparé el almuerzo: sopa de berros casera, salmón frío con mayonesa, mayonesa de verdad, no de bote. Y una botella de Poully-Fuissé, cada caja cuesta ciento cincuenta libras.
—Pobre Sam —dijo Eleanor.
—Una desagradecida —dijo Adrian—. Después de lo de la mayonesa y todo eso.
—Supongo que te hará gracia —dijo Sam.
—No, no —dijo Adrian.
Sam lo miró con suspicacia.
—No —repitió Adrian, moviendo la cabeza de forma vigorosa. Pero le temblaban los labios.
—Voy a ponerme algo encima —dijo Eleanor—. ¿Puedes quedarte un rato, Sam?
—Una media hora.
—Oh, qué pena. No tardo nada. Hace mucho que no te vemos.
—No, he estado ocupadísimo últimamente. No he visto a nadie —dijo Sam.
—Excepto a Fanny Tarrant —dijo Adrian cuando Eleanor salía de la habitación.
—Eso era trabajo —contestó Sam—. No tienes por qué sentirte superior por el simple hecho de que ya no estés en el candelero y otros tengamos que seguir en la cresta de la ola.
—¿«La cresta de la ola»? Me temo que todas esas reuniones de Hollywood te han corrompido el habla, Sam.
—El martes tengo una especialmente importante. Quiera Dios que nadie lleve el Dominical del Picadillo al estudio.
—Estate seguro de que alguien se lo enviará.
—Gracias por los ánimos.
—Es el mundo en que vivimos, Sam. O más bien el mundo en que tú vives.
—¿Qué mundo es?
—Un mundo dominado por los medios. La cultura del cotilleo.
—La cultura de la envidia, querrás decir —replicó Sam—. En este país hay gente que simplemente odia el éxito. Si trabajas de firme, te haces un nombre, ganas algún dinero, harán todo lo que esté en su mano para hundirte.
—Pero tú mismo te pones a su merced cuando aceptas que te entreviste gente de la calaña de Fanny Tarrant —dijo Adrian.
—Es fácil decir eso cuando nadie te lo ha pedido.
—Me lo han pedido —dijo Adrian.
Sam le miró con sorpresa.
—¿Quién, Fanny Tarrant? ¿Cuándo?
—Hace unas semanas.
—¿Y qué dijiste?
—Dije: «No, gracias.»
—¿Por qué quería entrevistarte?
—No soy un escritor completamente olvidado, ¿sabes? —contestó Adrian.
—Por supuesto que no, no quería decir eso.
Sam se quedó un momento sin saber qué decir.
—El escondrijo es lectura obligatoria en bachillerato.
—Como tiene que ser —dijo Sam, recuperando el aplomo—. Pero El escondrijo se publicó hace casi veinte años. Normalmente, los suplementos dominicales apuntan a cosas más calentitas. ¿Cuál era el gancho para Fanny Tarrant?
—¿Gancho?
—Sí, gancho. Por ejemplo —dijo Sam, como si se lo estuviera explicando a un niño—, el gancho de mi entrevista es la próxima emisión de Oscuridad.
—Ah, ya veo.
—Pero dudo que Fanny Tarrant te estuviera proponiendo concertar una entrevista sobre la antología de los Escritos sobre críquet de la colección Paragon. Ésa es la más reciente, ¿no?
—No, fue Testamentos y últimas voluntades —dijo Adrian—. En realidad no sé muy bien por qué me quería entrevistar. Era sólo un pretexto. Lo cierto es que me llamó para preguntarme algunas cosas sobre ti.
—Espero que no le dijeras nada.
—Por supuesto que no.
—Bueno, alguien lo hizo. Alguien le dijo que… —Sam no acabó la frase.
—¿Usas peluquín? —dijo Adrian. Luego, mientras Sam le miraba de forma acusadora, afirmó—: ¡No fui yo!
Sam pareció creerle.
—Si pudiera ponerle las manos encima, estrangularía a esa arpía.
—¿Por qué te enfureces tanto? —dijo Adrian—. Eso es exactamente lo que ella quiere. No le des la satisfacción. Ríete del asunto.
—No dirías eso si hubieras leído todo el artículo.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Adrian. Cogió el periódico de las manos de Sam, encontró la página en cuestión y empezó a leer en silencio. Al cabo de unos instantes, prorrumpió en una risa resoplante.
—Es muy ingeniosa, ¿eh?
—¿Te parece? —contestó Sam, con frialdad.
—¿Cómo es ella? —preguntó Adrian, y continuó leyendo.
—Atractiva pero frígida. Buenas piernas. No conseguí verle las tetas, estuvo con la chaqueta puesta todo el rato.
Adrian levantó la vista de la página y suspiró.
—Quiero decir sociológicamente.
—Ah… —Sam pensó unos instantes—. Chica de Essex con clase. Estudió en Basildon y luego literatura inglesa en Cambridge. Se considera una posfeminista.
—Conque si, ¿eh? —dijo Adrian. Leyó el periódico en voz alta: «Samuel Sharp dijo: “Nunca he entendido esa palabra”. Le dije que significaba que había asimilado el feminismo sin llegarme a obsesionar por él. Me replicó, con una sonrisa picara: “Ah, entonces yo también soy un posfeminista”. Le dije que el tratamiento que da a las mujeres en sus guiones lo hace difícil de creer. Esto le escoció un poco. “¿Qué quiere decir?” Le expliqué que había estado viendo vídeos de todos sus telefilms y series y que en todos, sin excepción, había escenas en las que las mujeres estaban desnudas y los hombres vestidos. El striptease mixto en La última fila, el artista del estudio en Pincelada, el quirófano en Temperatura alta, la escena del mirón en Muchas felicidades, la escena de la violación en Bajando los rápidos, la escena del mercado de esclavos en El doctor Livingstone, supongo…»
Adrian miró de soslayo a Sam un instante, que se inquietaba cada vez más a medida que avanzaba la lectura.
—Desde luego se lo tiene empollado, ¿eh?
—Ha elegido un elemento diminuto de mi obra y lo está inflando desmesuradamente —dijo Sam—. Cada una de esas escenas está justificada en su contexto.
Adrian continuó leyendo:
—«Y en su última película, Oscuridad, que él mismo ha dirigido…» ¿Es acertado dirigir uno mismo?
—¿Quién comprende mejor mi obra?
Adrian miró a Sam un instante, como si no encontrara las palabras, y luego prosiguió:
—«… hay una escena larga en la que una joven que camina desnuda por su apartamento prepara la comida para un hombre que está completamente vestido.»
—¡Pero es porque ella cree que es ciego! —dijo Sam.
—«¡Pero es porque ella cree que es ciego!» exclamó Samuel Sharp —dijo Adrian, leyendo el periódico—. Como si eso lo arreglara. Le dije: “Pero sabemos que no es ciego. ¿No contribuye eso precisamente a intensificar el morbo voyeuristico? ¿No es una fantasía de escolares ser invisibles en el vestuario de las chicas?” Los ojos de Samuel Sharp comenzaron a parpadear de refilón a una velocidad alarmante, en dirección al espejo de la pared.»
—Te puedes hacer una idea —dijo Sam—. Me ha hecho picadillo.
Alargó la mano para coger el periódico, pero Adrian continuó leyendo en alto. Parecía divertirse.
—«Le dije que me enteré de que había armado un escándalo porque no le permitieron la entrada en el plató durante la escena de la violación de Bajando los rápidos. Me dijo que era la actriz la que había armado aquel follón, como si nadie la hubiera visto en bragas antes. Le pregunté cómo se sentiría él si alguien le arrancara las bragas delante de un grupito de hombres silenciosos, absortos, manejando máquinas. Me contestó: “Tal vez los actores tengan que enseñar el culo de vez en cuando. Yo desnudo mi alma cada vez que pongo el dedo en el teclado”.»
Adrian dejó de leer y miró a Sam.
—¿De verdad dijiste eso? «¿Yo desnudo mi alma cada vez que pongo el dedo en el teclado?»
—Probablemente —dijo Sam, un poco a la defensiva—. Pero el resto es una sarta de mentiras y tergiversaciones. Voy a escribir una carta al periódico.
—Escríbela, claro que sí, pero no la mandes —dijo Adrian, dejando el periódico.
—¿Por qué no?
—Sólo conseguirás parecer débil.
—Bueno, tengo que hacer algo.
Durante unos instantes los dos cavilaron sobre el asunto en silencio.
—Podrías poner a Fanny Tarrant en tu próxima serie de televisión, ligeramente disimulada, como una ninfómana furiosa —sugirió Adrian.
Sam negó con la cabeza.
—Lo he pensado. Nuestros asesores jurídicos no le darían luz verde.
—Entonces sólo te queda sonreír y sobrellevarlo.
Sam miró a Adrian.
—Sería más efectivo si el contraataque partiera de otra persona.
—Ah, no —dijo Adrian.
—¿Qué?
—¿Quieres que yo escriba una carta al Sentinel?
—No. Tengo una idea mejor —dijo Sam—. Imagínate que accedes a que Fanny Tarrant te entreviste.
—A mí me parece una idea pésima —dijo Adrian.
—No, escucha… ¿Recuerdas cómo embaucamos a aquel gacetillero de la prensa local en el sesenta y ocho? ¿Durante la gran huelga?
Adrian sonrió.
—¿Cómo podría olvidarlo? —Levantó el puño y recitó—: «El Consejo Revolucionario de Estudiantes exige la designación de los profesores por comités elegidos democráticamente que representen a todas los sectores de la universidad.»
—«Incluidos bedeles, cocineras y personal de limpieza» —dijo Sam—. No te olvides de ellos. —«Exigimos una autoevaluación del estudiante en lugar de exámenes.»
—«Camas dobles para los estudiantes que cohabiten en las residencias universitarias.»
—«Que fumar marihuana esté permitido en las tutorías.»
—Y él escribió todo esto como un corderito, se lo llevó y lo imprimieron en la primera página del Post.
Se rieron juntos, evocadoramente, hasta que Adrian cayó en la cuenta.
—¿No estarás sugiriendo que trate de embaucar a Fanny Tarrant? —dijo.
—¿Por qué no?
—¿Quieres decir que finja que soy un marido que pega a su mujer, pedófilo y drogadicto? ¿Y esperar que sea tan tonta como para publicarlo?
—Bueno, no tendría que ser tan morboso —dijo Sam.
Adrian meneó la cabeza.
—Esa mujer no es una reportera de provincias novata, Sam. No daría resultado.
—No, es posible que tengas razón —dijo Sam arrepentido. Frunció el entrecejo y adoptó una expresión concentrada—. Espera un poco —dijo. Su rostro se relajó—. ¡Espera! Supón que le concedes una entrevista sin más, pero utilizas la oportunidad para escribir en algún otro periódico una semblanza burlándote de ella.
—¿Qué? —exclamó Adrian.
—¿Te acuerdas de aquellos esbozos satíricos que solías escribir para la vieja revista? «El capellán campechano», «El vicecanciller perverso». Podrías hacer algo de ese estilo.
—¿«La entrevistadora odiosa»?
—Eso es. Mientras sea absolutamente evidente quién es el personaje, no tendríamos ningún problema en colocarlo. Hay mucha gente a la que le gustaría ver cómo le bajan los humos a Fanny Tarrant. Conozco a alguien del Chronicle que se prestaría gustoso.
—No lo dudo, Sam, pero…
Sam deambulaba por la habitación, absorto en la belleza de su idea.
—¡Devolvérsela a la arpía! ¡Entrevistarla cuando se piensa que te está entrevistando a ti! Escarbar en su pasado. Averiguar qué esconde dentro. ¿Por qué esa envidia? ¿Por qué esa maldad? Sacarlo todo a la luz. Darle a probar su propia medicina. ¿No sería genial?
—¿No crees que sospecharía si yo la llamara y le dijera que he cambiado de opinión?
—No. No tienes ni idea de lo arrogante que es esa gente. Creen que el mundo entero está ansioso porque ellos lo entrevisten.
—Ésa no fue la impresión que le di el otro día —dijo Adrian.
—Entonces haremos que en tu lugar la llame otra persona… —dijo Sam—. ¡Tu agente! La coartada perfecta: le mencionaste de pasada la invitación que te hizo Fanny y él te convenció de que accedieras.
—Bueno, seguro que a Geoffrey le encantaría volver a ver mi nombre en los periódicos, pero…
—¿Qué te decía yo? —exclamó Sam—. Podrías hacer un artículo espléndido, Adrian. Tejer todo ese ovillo sobre la cultura del cotilleo. Disfrutarías.
—Sólo hay un inconveniente en tu plan.
—¿Cuál? —preguntó Sam.
—Fanny Tarrant acabaría por pillarme.
Sam se calló un instante.
—No necesariamente —dijo al fin.
—¿No?
—No… No es siempre tan venenosa.
—Creí que no te acordabas de si habías leído sus artículos.
—Leí uno una vez, sobre alguien. ¿Quién era? —Frunció el ceño mientras trataba de acordarse.
—¿La Madre Teresa? —preguntó Adrian jocosamente.
—No, por Dios, fue sádica con la Madre Teresa —dijo Sam.
—¿La Madre Teresa le concedió una entrevista? —preguntó Adrian, incrédulo.
—No, fue en una de sus columnas diarias… Fanny Tarrant no puede soportar la idea de que alguien sea verdaderamente una buena persona y sumamente famosa.
—Bueno, eso me dejaría libre de sospecha, ciertamente —dijo Adrian.
—Mira —dijo Sam, serio—. Esa gente no se atreve a repartir palos continuamente, porque si no nadie volvería a dirigirles la palabra. De vez en cuando hacen una entrevista inofensiva para dar un poco de tregua. Apuesto a que te tiene en su lista como el siguiente tío cojonudo.
—¿Esperabas ocupar tú ese hueco? —dijo Adrian.
A juzgar por la expresión de Sam, Adrian había dado sagazmente en el clavo.
—Vamos, Adrian —dijo melosamente—. Somos colegas, hazlo por mí. ¡Por favor!
Y se arrodilló a sus pies en un gesto teatral.
Eleanor, que se había puesto un vestido holgado de algodón, entró en el cuarto.
—¿Qué se cuece aquí? —dijo sonriendo.
—Sam quiere desquitarse de Fanny Tarrant y me ha elegido a mí para la jugada.
Sam se levantó trabajosamente.
—Bueno, cuando Adrian me ha dicho que ella está deseando entrevistarle… —comenzó.
Eleanor miró fijamente a Adrian.
—¿Fanny Tarrant quiere entrevistarte a ti?
—Lo comentó cuando me llamó para hablarme de Sam.
—La idea es… —dijo Sam.
—Pero ¿por qué? —La atención de Eleanor seguía centrada en Adrian.
—No lo sé, seguramente sólo me estaba dando un poco de coba.
—La idea, sabes, es…
—La idea de Sam es… —medió Adrian.
—La idea es —dijo Sam— que Adrian accede a que ella le entreviste para luego escribir una semblanza satírica de Fanny Tarrant…, sin que ella lo sepa, claro.
Eleanor seguía con la mirada clavada en Adrian, mientras Sam peroraba y se frotaba las manos.
—Cuanto más lo pienso, más me gusta. Podría ser el comienzo de un género totalmente nuevo. Aparecen los gusanos. Los artistas les combaten. Dios sabe que ya era hora. Hace demasiado tiempo que esos niñatos gilipollas se han salido con la suya. ¿Por qué siempre tenemos que apretar los dientes y tomarlo deportivamente? ¿Por qué no, para variar, se la devolvemos? ¡Artistas del mundo, uníos! No tenemos nada que perder, salvo las reglas de Queensberry[3].
Dio un puñetazo en el aire.
—No seas tonto, Sam —dijo Eleanor como una madre a un niño sobreexcitado. Adrian recogió el suplemento del Sentinel y se encaminó sigilosamente hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Al retrete, si me das tu permiso —contestó Adrian.
Sam señaló el periódico que llevaba en la mano.
—¿Vas con eso?
—Algo para leer —dijo Adrian, cuando salía de la sala.
—¡Límpiate el culo con él! —gritó Sam a su espalda.
—Sam, ¿por qué te afecta tanto? —dijo Eleanor—. Es sólo un artículo estúpido escrito por una periodista estúpida.
—Pero toda la gente que conozco va a leerlo —dijo Sam, deambulando inquieto por la habitación—. En este mismo momento, se elevan como el humo de un sacrificio las risitas de mil mesas de desayuno en todo Londres y los condados limítrofes. —Cogió una vasija de cerámica—. Qué bonita. ¿La has hecho tú?
—Sí.
—¿La vendes?
—A ti no, Sam. Si la quieres, llévatela, es un regalo.
—Ni hablar. ¿Cien libras te parece un buen precio?
—Eso es muchísimo.
—Te daré setenta y cinco.
Sacó el talonario.
—Es muy generoso por tu parte. En realidad estoy empezando a vender piezas sueltas ahora. Es muy gratificante.
—Tienes un auténtico don. —Sam se sentó a la mesa para rellenar el talón—. Ellie, dime, ¿soy de verdad la mierda que esa cabrona ha descrito?
Eleanor fingió que tenía que pensarse la pregunta. Miró al techo y se acarició la barbilla.
—Bueno…
—Está bien, así que soy un poco vanidoso —dijo Sam—. ¡Pero tengo razones para serlo! Tres BAFTA, dos premios de la Royal Television Society, un Emmy, una Ninfa de Plata…
—¿Ninfa de Plata?
—En el Festival de Televisión de Montecarlo te dan una ninfa de plata. Un Zurullo de Oro de Luxemburgo…, por lo menos parece un zurullo. Toma.
Tendió el talón a Eleanor.
—Gracias, Sam.
—Y ahora que escribo películas de verdad, ¡a lo mejor gano un Oscar!
—¿De qué trata tu película? —preguntó Eleanor.
—De Florence Nightingale.
—¿Qué sabes tú de Florence Nightingale?
—Más que los productores, que es lo que importa. En realidad ya existe un guión. Quieren que lo reescriba.
—¿Habrá una escena de Florence Nightingale desnuda? —preguntó Eleanor.
—Búrlate, Ellie, pero me pagarán trescientos mil dólares por un mes de trabajo. Y tendré a mi disposición una casa con piscina en Beverly Hills.
—¡Dios santo!
—Pero ¿de qué me sirve el éxito si no tengo a nadie con quien compartirlo? —exclamó Sam, exagerando adrede su histrionismo—. Viviré más solo que la una en mi casa de campo lujosamente amueblada, atravesando la mullida alfombra para pasar de una habitación a otra, escuchando el tictac de los relojes, con la esperanza de que suene el teléfono.
—Acabas de decir que estabas demasiado ocupado para venir a vernos —señaló Eleanor.
—Estoy ocupado y solo. Es una dolencia muy conocida en esta época. Y de todos modos…
Las palabras de Sam fueron decayendo hasta el silencio.
—¿Qué?
—Es difícil decirlo, Ellie, pero, francamente, ahora me avergüenza encontrarme con Adrian. Recuerda cómo era en los viejos tiempos. Él escribía sus novelas, yo mis guiones. Solíamos contarnos cosas de cómo iba el trabajo. Ahora vengo aquí y parloteo sobre mis proyectos y él no tiene un carajo que decir a cambio. Es como sacar en tenis para un adversario sin brazos.
—A Adrian no le importa.
—Bueno, a mí sí. Me hace sentirme… jactancioso.
—Seguro que no, Sam —dijo Eleanor con sequedad.
—Está estancado. Los dos estáis estancados.
—No, no lo estamos —dijo Eleanor—. Yo tengo mi cerámica, Adrian sus antologías.
—Nunca vais a ningún sitio.
—Sí, salimos. Vamos a pasear a los Downs. O vamos en coche hasta el mar.
—No me refiero a paseos y excursiones —dijo Sam.
Eleanor empezó a recoger los papeles que estaban debajo del sofá y a ordenarlos en un montón.
—Si te refieres a estrenos, presentaciones, al Groucho y esas cosas… —dijo.
—Sí, me refiero a esas cosas.
—Hemos perdido el interés.
—Puede que Adrian haya perdido el interés —dijo Sam—. Tú no. Si no, ¿por qué compras todos esos dominicales?
Eleanor sonrió irónicamente.
—Touché.
—Si estuvieras casada conmigo, estarías en los periódicos, no sólo leyéndolos.
—Esta mañana esa perspectiva no parece demasiado alentadora —dijo ella.
—Ah. Bien —dijo Sam—. Touché. —Que le recordasen el artículo de Fanny Tarrant le sumió en el desánimo—. La muy puta —dijo. Después, tras una pausa, añadió—: ¿Por qué Adrian ha dejado de escribir?
—Sólo ha dejado de escribir novelas. Como si se hubiese retirado de ese oficio.
—Los escritores no se retiran. Nadie lo deja voluntariamente.
—Todavía escribe ensayo —dijo Eleanor.
—¿Te refieres a esas antologías? Es un trabajo de cortar y pegar.
—Tienen prólogo.
—Sí, tienen introducciones —dijo Sam—. Ellie, por amor de Dios, ¡Adrian Ludlow fue la esperanza blanca de la novela inglesa!
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Eleanor, como si cerrara firmemente un cajón abierto por descuido—. Sam, no me gusta hablar así contigo de Adrian, a sus espaldas.
Sam se acercó a ella por detrás sigilosamente y le rodeó la cintura con los brazos.
—Si fuéramos amantes sería más natural —dijo, medio en broma.
Eleanor se liberó ágilmente de su abrazo.
—¿Tratas de vengarte de Laura?
—La historia de Laura. Fue un error desde el principio.
—Siempre pensé que eras demasiado viejo para ella.
—No, ella era demasiado joven para mí —dijo Sam—. Pero tienes razón. Necesito una mujer madura.
—No tendrías que haberte separado de Georgina —dijo Eleanor.
—Querrás decir que Georgina no tendría que haberse separado de mí.
Sam frunció el ceño ante aquella evocación de su primera mujer.
—Me pregunto si fue Georgina la que le habló a esa zorra de mí…
Se detuvo en mitad de la frase.
—¿Peluquín? —comentó Eleanor. Sam parecía mortificado—. Lo siento, Sam, no debería pincharte. Hoy no.
Le dio un beso conciliatorio en la mejilla. Él la rodeó con los brazos y la besó en los labios. Ella se dejó hacer, pero le apartó al cabo de un momento.
—No, Sam.
—¿Por qué no?
—Me estás utilizando para aplacar tu ego herido.
—No.
—Sí. No hay otra mujer disponible a estas horas de una mañana de domingo.
—Ellie, no pasa un día sin que piense que ojalá te hubieras casado conmigo en lugar de con Adrian.
—Mentiroso.
—¡Es verdad!
—Adrian me lo pidió, tú no.
—Pero él hizo trampa. En aquellos tiempos no creíamos en el matrimonio, ¿te acuerdas?
—Trato de no hacerlo.
—Íbamos a organizar una comuna.
Ella lanzó una carcajada breve y sarcástica.
—Menuda comuna habría sido, con dos escritores en ella.
—Pero Adrian vio que, secretamente, anhelabas las viejas seguridades burguesas. Seguro que hasta se arrodilló, ¿a que sí?
—Sam, no quiero hablar de aquellos tiempos —dijo Eleanor con vehemencia. Parecía casi enfadada.
—Está bien —dijo Sam, alzando los brazos, apaciguador.
—Deberías saber por qué —dijo Eleanor.
Adrian entró en la habitación desde el pasillo justo a tiempo para oír este comentario. Se había puesto un chándal y zapatillas de deporte, llevaba una toalla alrededor del cuello y sostenía en una mano el suplemento del Sentinel.
—¿Por qué que? —dijo.
—Nada —dijo Eleanor. Se apresuró a colocar los restos del desayuno en una bandeja.
Sam miró a Adrian de arriba abajo.
—¿Por qué te has puesto un chándal?
—Los domingos por la mañana suelo ir a correr un poco y después me meto en la sauna.
—No me digas que todavía te escaldas en ese cobertizo hediondo del jardín.
—Las instalaciones han mejorado mucho desde la última vez que las viste —dijo Adrian—. Es una pena que no tengas tiempo para acompañarme.
—Ni hablar. Las saunas me producen sarpullido.
—Qué pena —dijo Adrian—. Te vendría bien. Expulsar con el sudor del organismo el veneno de Fanny Tarrant.
—Adrian piensa que la sauna es una panacea universal —dijo Eleanor—. ¿Estás seguro de que no quieres más café recién hecho, Sam?
—Me encantaría un poco de zumo, si tenéis.
—Bien.
Eleanor llevó la bandeja cargada a la cocina. Adrian depositó en la mesa el suplemento del Sentinel.
—Bueno, ya lo he terminado —dijo.
—No te reprocho que desconfíes de ella —dijo Sam—. Pero si publicaras tu articulo a la vez que el de ella, le bajarías los humos.
—No tengo miedo de Fanny Tarrant —dijo Adrian.
—O, mejor aún, antes que el de ella —dijo Sam, sin hacer caso del comentario de Adrian, mientras seguía su propio hilo de pensamiento—. Puede que el Sentinel ni siquiera publicase su artículo sobre ti. Y de todos modos…
—Sam…
—De todos modos, las ventas de tus obras se dispararían, diga lo que diga sobre ti.
—En realidad mis ventas no van mal —dijo Adrian—. El escondrijo es…
—Lectura obligatoria en bachillerato. Sí, ya lo has dicho. Pero eso no va a hacerte rico, Adrian. Tampoco otra Antología de chorradas y muermos. Lo que necesitas es una serie de televisión y las reediciones de bolsillo que acarrearía. ¿Sabes lo que te digo? Voy a sugerir a la BBC que haga una serie basada en El escondrijo.
—Lo rechazaron hace años —dijo Adrian.
—Sí, pero esta vez yo me ofreceré a hacer el guión.
—Podrías haberte ofrecido antes.
Sam pareció algo incómodo.
—Está bien, supongo que podría haberlo hecho, pero ya sabes cómo son estas cosas. He estado tan ocupado…
—Sam, no tienes por qué intentar sobornarme.
—¡No lo hago! No lo estoy haciendo —protestó Sam—. Propondré El escondrijo a la BBC en cuanto vuelva de Estados Unidos, y lo haré tanto si decides tenderle esa celada a Fanny Tarrant como si no, palabra. Lo único que te pido es que te lo pienses. —Miró su reloj—. Dios, tengo que irme… Piénsatelo, ¿eh?
—Ya lo he pensado —dijo Adrian—. Lo haré.
Sam se le quedó mirando.
—¿Qué?
—He intentado decírtelo. Lo he decidido cuando estaba en el retrete. Lo haré.
Eleanor, que transportaba una bandeja con una jarra de zumo de naranja y vasos, cruzó la puerta de la cocina justo a tiempo para oírlo, y se paró en seco.
—Oh —dijo Sam, al que el anuncio de Adrian había pillado desprevenido—. Bueno, ¡fantástico! —añadió. Miró con nerviosismo a Eleanor, que miraba a Adrian.
—¿Hacer qué? —preguntó.
Adrian sonrió sosamente, pero no respondió.
—Tengo que irme pitando, Ellie —dijo Sam—. Perdón por lo del zumo. —Se volvió hacia Adrian—. Llamaré por teléfono a Peter Reeves, del Chronicle, y le diré que se ponga en contacto contigo.
—Muy bien —dijo Adrian.
—Tenme al tanto de lo que haya. ¿Tienes e-mail?
—No —dijo Adrian—. Pero tenemos fax. Es el mismo número que el teléfono.
—Te mandaré por fax mis números de contacto cuando llegue a Los Ángeles —dijo Sam—. No hace falta que me acompañéis. Ciao.
Sam hizo a ambos un gesto de despedida con la mano y salió deprisa.
Eleanor no apartaba los ojos de Adrian.
—¿Hacer qué? —repitió.
Cuando Adrian abría la boca para contestar, Sam reapareció en la puerta que daba al pasillo.
—El quid está —le dijo a Adrian— en encontrar su punto débil, su talón de Aquiles, su secreto culpable.
—A lo mejor no tiene ninguno —dijo Adrian.
—Todo el mundo tiene alguno —dijo Sam.
Este comentario pareció causar un mayor impacto del pretendido. El mismo Sam rompió el silencio tenso que siguió.
—Esto…, adiós —dijo—. Ellie, recogeré la vasija cuando vuelva.
—¡Sam, espera un momento! —dijo Eleanor.
—Lo siento, tengo que irme pitando —dijo, y desapareció.
Oyeron el ruido del portazo que dio. Eleanor se volvió hacia Adrian.
—No me digas que has aceptado llevar a cabo esa idea de locos. No irás a permitir que Fanny Tarrant te entreviste.
—Si de verdad quiere ella —dijo Adrian.
—¿Estás loco?
—Creo que no.
—Has visto lo que le ha hecho a Sam. ¿Cómo te sentaría si te lo hiciera a ti?
—No me importaría.
—¿Ah, no, de verdad? ¿Qué te da tanta confianza?
—Que ya no compito. Estoy fuera del juego.
—¿Qué juego?
—El juego de la fama —dijo Adrian—. No tengo nada que perder. A diferencia de Sam, no me importa lo que Fanny Tarrant diga de mí.
—Así que piensas… De todas formas, ¿por qué tienes que librar tú las batallas de Sam?
—Dice que adaptará El escondrijo para la BBC —respondió Adrian.
—De ahí no saldrá nada —dijo Eleanor.
—Lo sé —dijo Adrian.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Si sale bien, habrá unos honorarios… El Chronicle paga bastante bien, creo. Podrías comprarte ese horno nuevo.
Eleanor hizo caso omiso de esa explicación.
—¿Por qué, Adrian?
Él dudó unos instantes antes de responder.
—Bueno, ¿no sabes que estoy un poco empantanado con el tema de mi siguiente antología?
—No, no lo sabía.
—Pues lo estoy. Hace un momento, cuando estaba en el váter, he tenido una idea: la Antología de entrevistas. Desde la antigüedad hasta nuestros días. Empezando por Sócrates y Ión de Éfeso y terminando con Fanny Tarrant y el escritor.
Eleanor parecía convencida sólo a medias.
—¿Incluirías la entrevista que te hiciera ella?
—Sería un toque novedoso, ¿no crees?
—¿Y si es tan repugnante como la de Sam?
—La convertiría en representativa. Y yo ganaría la reputación de poseer un gran espíritu deportivo.
—¿Y si ella te negara la autorización para publicarla?
—En ese caso tendría que utilizar mi artículo sobre ella —dijo Adrian—. De todas formas, la experiencia de ser entrevistado por Fanny Tarrant me sería muy útil a la hora de escribir mi introducción.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —dijo Eleanor—. Después de todo lo que hemos pasado.
Miró a su alrededor como si buscara a alguien a quien recurrir.
—Y ese «artículo» tuyo sobre ella…, ¿qué te hace pensar que puedes hacerlo? Nunca has escrito nada parecido.
—Sí lo he hecho. Esos esbozos de personajes en la vieja Rev…
—Adrian, ¡aquello eran cosas de estudiante!
—Pero era bueno.
Eleanor le miró fijamente.
—Ya sé de qué va todo esto —dijo.
—Ah, presiento un poco de psicoanálisis en el horizonte —dijo Adrian—. Espera que adopte una postura adecuada.
Se tendió en la tumbona.
A Eleanor no la amilanó esta burla.
—Estás tratando de volver a aquella edad de oro en la que tú y Sam erais amigos íntimos, no sólo viejos amigos. Cuando los dos teníais el mundo por delante.
—Sigue —dijo Adrian, mirando al techo.
—Cuando los dos estabais en igualdad de condiciones. O tal vez tú tenías algo de ventaja. La mayoría de la gente creía que era así. Pero ahora que Sam tiene tanto éxito, tú…
Eleanor buscaba la palabra apropiada.
—¿Soy un fracasado? —sugirió Adrian.
—Iba a decir que estás casi jubilado. Llámalo como quieras, pero ha afectado a vuestra relación. Te figuras que haciendo ese favor a Sam volverás a tener una buena relación con él.
—Una teoría ingeniosa —dijo Adrian, incorporándose—. Admito que siento un cosquilleo de expectación por el proyecto que no sentía desde hace muchísimo tiempo. Nunca me he divertido mucho escribiendo novelas.
—No hace falta que lo digas —dijo Eleanor.
Adrian echó un vistazo al reloj.
—Más vale que me vaya a correr ahora o no me dará tiempo de tomar una sauna antes de comer.
—Te arrepentirás.
—No. Te lo prometo.
Le dio un beso a Eleanor en la mejilla y se fue. Ella mantuvo un instante la mirada perdida, con expresión preocupada. Después se sentó a la mesa, desdobló el ejemplar del suplemento del Sentinel y empezó a leer el artículo de Fanny Tarrant desde el punto en el que la había interrumpido la visita de Sam Sharp.