Mientras, enfundado en la elegante bata de color azul pálido, despacha doscientos gramos de jamón de York cortado muy finito «pero sin que llegue a romperse», Antonio Luna recapitula. En realidad no puede quejarse de que su suerte en Barcelona le haya sido demasiado adversa. Tan sólo el desastroso aterrizaje inicial, y algún patinazo… Es cierto que echa de menos su trabajo en la Seat, para el que estaba más preparado profesionalmente que para el que desempeña ahora. Pero la charcutería tiene sus ventajas: silenciosa, céntrica, variada en el aspecto humano, más… elegante, y Luna es sensible a estas cuestiones.
Sin embargo, ante sí mismo debe reconocer que le supo realmente mal cuando el encargado de planta le llamó a capítulo. No es que estemos descontentos con usted, Luna, al contrario, nos parece un joven sensato y responsable, por eso nos duele…
«¡¡¡Pero qué diablos pasa!!!», le hubiera gustado gritar al joven. No lo hizo, siguió escuchando a su superior con una actitud sensata y responsable.
Tras muchos circunloquios el encargado acabó cantando la razón verdadera.
—Todas esas conversaciones con Paco el del bigote… A él no podemos tocarle… todavía, tiene mucho peso dentro de la fábrica. Pero tú te has dejado engañar. Hablando y hablando con él en todos los ratos muertos. ¡Y seguro que de política!
—Bueno, éste, uff, verá…
Claro que hablaban de política. Y Antonio no puede expresar cuánto agradece a Paco el del bigote que le haya abierto los ojos. Que le haya hecho comprender que vive en un estado dictatorial, fruto de una victoria militar que nunca se molestó en articular el menor gesto de generosidad ni reconciliación con los vencidos. Y eso a alguien como él, que rastrea unos orígenes borrados por los acontecimientos de la contienda, le brinda claves que hasta ahora no había tenido en cuenta. Por primera vez ha entendido que vive en una sociedad dominada por las oligarquías, donde el ejército, la Falange, la Iglesia y los ricos imponen sus normas de juego al resto de la población. El Estado franquista no es la arcadia que algunos quieren vender, sino un sistema basado en las desigualdades.
—Paco es un comunista. Y cuando tengamos en la mano todos los datos que lo demuestran, que va a ser pronto, lo va a pasar muy mal, créeme. Esto te prohíbo que se lo digas a él. Contigo ya ha hecho labor de captación, no es la primera vez que ocurre, así que vamos a enviarte fuera de esta fábrica ahora que aún estás a tiempo de encarrilarte. ¡Estabas jugando con fuego y no lo sabías, chico!
El encargado le dirigió al jefe de personal. Le ponían en la calle, con dos meses de sueldo como indemnización y el firme consejo de que en adelante no se volviera a meter en líos. Era muy joven, no valía la pena que hipotecara su futuro profesional y, en suma, su vida entera por atender a los cantos de sirena de los profesionales del odio.
—Pero si yo no he hecho nada.
De momento, sólo de momento, no había hecho nada. Entre sus compañeros se habían recopilado abundantes testimonios de sus prolongadas conversaciones con Paco.
—Ahora que te vas puedes saberlo, la policía está tras sus pasos. Él es la manzana podrida que está contaminando todo el cesto.
Y en cuanto a Luna, prefieren apartarlo discretamente, con buenos modos, antes de que tengan motivos para hacerlo de una forma más drástica.
«Esto es una injusticia tremenda y un abuso», debió decir, pero no lo hizo, y tomó en cambio el sobre con el dinero. Antonio es un buen chico, poco conflictivo, en la fábrica deberían haberlo comprendido.
De vuelta a la pensión a una hora poco habitual, se confesó con la patrona, en parte para desahogarse, en parte para mentalizarla de cara a previsibles retrasos en el pago.
—Un chico espabilado y con buen aspecto como tú no debería tener grandes problemas para encontrar trabajo —afirma, y a continuación aconseja—: Busca en los anuncios de La Vanguardia.
Antonio Luna le hizo caso. Se sumergió durante una semana en las páginas de Clasificados del primer rotativo barcelonés. Hizo unas cuantas llamadas. Y al cabo de unos días ya estaba trabajando en Los Ángeles, la charcutería de la Rambla de Cataluña. El jefe, tras aprobar su aspecto aseado y su trato respetuoso y afable, le impartió un cursillo acelerado sobre las principales especialidades de la casa y le puso a trabajar de dependiente cara al público. A diferencia de su breve paso por el mercado de los Encantes, Luna se dio cuenta de que aquí sí servía. Porque ya no se trataba de convencer, con prisas y entre agobios, a usuarios escurridizos, de las bondades de un cuchillo de sierra. No. Aquí el dependiente simplemente tenía que interpretar de forma correcta los deseos de un comprador motivado, en un ambiente oxigenado y confortable.
A Antonio Luna le interesan todas las facetas de su nueva ocupación, y, aunque se le ha dicho que su puesto está detrás del mostrador, aprovecha cuantas oportunidades tiene para echar un vistazo en el obrador y la cocina. Ha descubierto que, entre las exquisiteces que ofrece la charcutería, su preferida es la empanadilla de carne. Así que varias mañanas, antes de abrir, se ha situado junto a Eulogio, el cocinero, para observar cómo freía el picadillo animado por aceitunas verdes cortadas muy finas, lo distribuía sobre las matrices de masa, las cerraba, marcaba con un tenedor los bordes y, luego, con un pincel mojado en huevo, las pintaba. De allí iban al horno (y no a la sartén, que las deja mucho más grasientas) y al salir mostraban ese color albero con matices dorados que contribuían a hacerlas tan apetitosas.
¿Qué decir del delicioso huevo hilado? Eulogio pone a hervir agua y azúcar hasta que se forma almíbar. Luego deja caer encima la yema del huevo pasada por el hilador, para que hierva un minuto. Después los hilos se retiran y se pasan rápidamente por agua fría para que queden sueltos. ¡Una delicia! El jefe ha dicho a Antonio que se vende por kilos, sobre todo en Navidad.
Pero también hay fieles que lo consumen durante todo el año. Como el que acaba de entrar, el señor Varela, con quien el jefe se muestra obsequioso porque es un buen cliente, un vecino y un tipo simpático. Ha entrado en la charcutería llevando de la mano a un niño y una niña, de tres o cuatro años.
—Me pone, por favor, doscientos de ibérico, trescientos de jamón dulce muy finito, trescientos de manchego tierno para mi mujer… Y para los niños, ¿tú qué quieres, Sergio?
—Empanadillas de carne —dice el niño, moreno y de cara redonda.
—¿Y tú, Begoña?
—Un pastelillo de chocolate.
Luna sirve el pedido a los pequeños, que empiezan la deglución, muy concentrados, allí mismo.
—Me pone, también, dos botellas de Cune y dos de Ginebra Giró, por favor.
Antonio acaba de empaquetar el pedido en dos bolsas de asas y Varela y sus niños dejan la charcutería, tras un poco de conversación insustancial con el propietario, como siempre majestuosamente instalado tras la caja registradora.
Juan Ignacio se relaja viendo a los niños corriendo por la Rambla de Cataluña, tras haber acabado sus delicatessen. Los ve poco. Por las mañanas salen cuando él aún está acabando de acicalarse. Cuando llega a última hora, generalmente ya están acostados y apenas le da tiempo de darles el beso de las buenas noches o, si no está muy espeso, leerles unas páginas de algún cuento. Por suerte están en buenas manos, Elena es una madre entregada y la Tata, un bastión de eficacia y seguridad para sus hijos. Pero, orgulloso y feliz como se siente, en el fondo de su ser tampoco se considera una persona especialmente familiar. ¿O acaso no escribió a Elena durante su noviazgo que se consideraba enemigo «del matrimonio vulgar, con todo eso de estar en zapatillas junto a la chimenea, rodeado de niños que chillan y molestan, echar barriga e ir al cine los domingos por la tarde»?
Pues helo ahí envuelto —y bien envuelto— en uno de estos matrimonios, aunque hay que reconocer que Sergio y Begoña son monos, se portan bien y molestan poco. En cuanto a su mujer, sólo cosas positivas puede decir de ella, es cálida, responsable, solidaria con los proyectos de él, atenta, un amor. Se trata únicamente de que para Juan Ignacio el sentimiento familiar es algo ambivalente, la relación con su padre constituye un recuerdo disuasorio, y aún hoy le cuesta verse a sí mismo, a sus treinta y pocos años, en ese buen momento profesional de su vida, como un pater familias responsable y entregado. El espejo le devuelve a un tipo activo, con ganas de hacer cosas, poco convencional… Alguien a quien muchas mujeres —o eso le parece registrar— miran con simpatía e interés.
Y también un profesional en auge. Rinomicina le busca está siendo un éxito. ESTÁ CAMBIANDO LA SOCIEDAD. Todo el mundo se lo dice, ha conseguido crear conciencia de un problema y brindar una ayuda real a personas que sin el programa no se hubieran reencontrado nunca con los suyos. La idea le pertenece, así que puede estar orgulloso, con una excusa comercial ha llevado a cabo una labor social.
Rinomicina le busca va a ir a más, y si saliera lo de la televisión… De momento no quiere pensar demasiado en ello, pero la tele es el futuro, le abriría muchas puertas… Quizás, en un futuro no muy lejano, podría dejar Industrias Pladevall, sus horarios y la gente indeseable como Monclús, para establecerse por su cuenta, tal vez con una pequeña agencia de publicidad en la calle Tuset, como las que están empezando a arrancar estos años. Y, con suerte, algún día, ganar dinero en serio.
Todo es posible, España se transforma, se trata únicamente de trabajar, trabajar, trabajar… Y, qué demonios, divertirse un poco. Tal vez bajando ligeramente el ritmo de bebida, muchas mañanas se está levantando con resaca, aunque su organismo, hoy por hoy, lo aguanta todo… «El destino, a quien quiere le empuja, a quien no, le arrastra», decían los clásicos. Es momento de dejarse empujar.
En su despacho, Pladevall está repasando distintas cuestiones del día a día. Las hilaturas de Anglés, con más de cincuenta mil husos en pleno funcionamiento; por este lado todo es positivo, los conflictos laborales que plantean recibirán soluciones rutinarias. Los polígonos de viviendas de Can Rita, a la salida de Barcelona por la Meridiana, eso ya constituye un proyecto más controvertido. El Colegio de Arquitectos se ha posicionado en contra, toda una bravata por su parte, considerando que Casimiro cuenta con el beneplácito del Ayuntamiento y el Gobierno Civil. Los del Colegio le acusan de densificar exageradamente el terreno, de no haber previsto adecuadamente los servicios —hay que decir que en la cuestión de los desagües y canalizaciones llevan cierta razón, quiere hablar muy en serio con el arquitecto al respecto— y, en general, de pasarse todas las normativas urbanísticas por el forro.
El empresario sabe que ganará esa batalla, las obras ya están en marcha en unos terrenos que compró hace diez años por cuatro duros y ahora se han revalorizado inmensamente, y a las autoridades les interesa que vayan rápido para trasladar allí a varios miles de habitantes de un área de barracas próxima al río Besós. En su última visita a Barcelona, algún inconsciente programó que la comitiva del Caudillo pasara cerca de esa zona. A pesar de los esfuerzos de un sudoroso alcalde por distraerle con cháchara insustancial cuando ya estaban al lado, Franco vio la aglomeración de destartalados habitáculos por la ventanilla del Mercedes y preguntó qué era aquello. Tras recibir las apresuradas y poco convincentes explicaciones del edil, señaló escuetamente con su vocecita: «Todo esto tiene que desaparecer, denles viviendas dignas». Franco no repite las cosas dos veces y ahora hay una prisa enorme por acabar el polígono, no sea que, en cualquier próxima visita oficial, se interese por saber cómo ha evolucionado el asunto.
Y ahora Pladevall tiene a Higinio Bufalá al teléfono. Por otro tema.
—¿Casimiro? Te llamo porque el notario ha vuelto de Miami. Quería convocar una reunión para darnos el parte de sus pesquisas. ¿Que te lo adelante? Pues mira, dice que todo está completamente en orden, las tierras son magníficas, se entrevistó con el concejal del ayuntamiento y ve una buena oportunidad de negocio, habría que hacerlo todo a través del New York City Bank, pero eso no es problema, transferimos el dinero y ellos lo organizan con su sucursal de Miami. En suma, aconseja entrar sin dudarlo en el proyecto. Hay que crear allí una sociedad limitada, que no es difícil, y él mismo ha pedido que le dejemos quedarse con una pequeña participación en ella. Sí, yo creo que podemos dar luz verde total a la propuesta de Roca-Genís y respaldarla…
Otro buen negocio en marcha. Enciende un pitillo, satisfecho. Inmediatamente sufre un ataque de tos. Esto del tabaco un día le matará, suspira. Eso y ciertas inquietudes relativas a su vida privada.
Pladevall ha ido en taxi hasta el apartamento del Putxet y ha pasado allí la tarde con Tona. Tras una gratificante sesión amatoria en el dormitorio, están ahora bebiendo relajadamente un martini en el salón.
—Te noto raro, Casimiro, ¿qué te pasa?
Él no contesta.
Ella —vestida sólo con una sugerente combinación de seda— insiste. Finalmente Pladevall cede.
—No es nada concreto, son intuiciones, pero yo soy un hombre intuitivo y hago mucho caso de ellas.
La cuestión es que en las últimas semanas ha detectado, en el dúplex del parque Turó, dos o tres escenas difíciles de interpretar entre su hijo Max y el chófer. Cuchicheos que se interrumpen bruscamente al aparecer él, un sonrojo en el rostro de su hijo, el chófer y el chico inapropiadamente cogidos del brazo por el pasillo cuando piensan que nadie les ve…
—¿Y qué quieres decir con todo esto?
—Que algo pasa entre ellos. Algo que no es normal.
—¿Y eso te extraña? Llevando tú una doble vida, ¿te parece raro que los que te rodean tengan secretos?
Casimiro ha insistido en que salieran juntos a cenar fuera. En una actitud contradictoria característica, se queja de que recluirse con Tona en el apartamento le provoca claustrofobia, y a la vez se muestra muy cauteloso con los locales que le propone. Mantener una relación adúltera en esta Barcelona de principios de los años sesenta no es cosa fácil y acarrea aún notorias contradicciones y problemas logísticos. Tan sólo diez años más tarde, el panorama se habrá modificado sustancialmente, todas las barreras habrán caído y ser infiel al cónyuge pasará a constituir un hecho cotidiano, fácil, aceptado y hasta exigido en los círculos más sofisticados, tanto del establishment profranquista como de la izquierda acomodada. Se lo dijo una vez a Pladevall un extrovertido hombre de negocios estadounidense con quien tuvo algunos tratos: «La moral, y especialmente la moral conyugal, es para la clase media. Los pobres no se la pueden permitir, y los ricos no la necesitamos».
Esos tiempos de liberalización total aún no han llegado, de modo que Pladevall y Tona pasean su relación por rincones de sombra. Esta noche han ido a cenar a un restaurante para turistas entre palmeras, en la carretera de Castelldefels, donde la comida era pésima y las posibilidades de encontrarse a alguien conocido prácticamente nulas, y luego el industrial se la ha llevado a un cabaret de la calle Calabria, también fuera de circuito, un tanto sórdido, con una gran fuente de cristal a la entrada. Por una escalera se accede al sótano, donde una pequeña pista acoge a algunas parejas que bailan en la semioscuridad la música de una pequeña orquesta ubicada en una esquina. Pladevall empuja cariñosamente a Tona al centro y siguen un rato los acordes. Entre las otras parejas le parece ver un rostro conocido.
Se han sentado y Casimiro, tras los martinis del apartamento, el vino de la cena y la copa que ha bebido ahora, necesita ir al lavabo. Mientras le espera fumando un pitillo, Tona divisa a Ramiro Marmellá. Ha dejado a su pareja, una rubia teñida de formas opulentas que proclama a los cuatro vientos su condición profesional, y se acerca a ella.
—Caramba, Tona, y decías que no querías salir…
—Tú tampoco parece que tengas todos tus asuntos expuestos a la luz del día, ¿verdad?
—Ahora ya no me puedes decir que no. Te conozco y te he visto. Espero tu llamada.
—Vete a la mierda, y sal ahora mismo de aquí delante si no quieres que Casimiro te rompa la cara.
Ramiro se aparta con una sonrisa.
Cuando Pladevall vuelve del baño se la encuentra llorando y le pide que se la lleve rápidamente del cabaret. Camino de casa de ella, el empresario, que conduce el Seat 600, la ve demasiado alterada.
—Esto me supera, Casimiro. Los locales siniestros, todo este secretismo, pueden conmigo. Me gusta mucho estar contigo, pero no sé si soy capaz de mantener este tipo de vida. Quizá deberíamos dejarlo.
—¡No digas eso! ¡No te rindas tan rápido!
—Pues evitemos estos tapujos y veámonos tranquilamente en sitios normales.
—Dame tiempo. ¡Dame tiempo! Ya sabes que todo lo demás que quieras de mí, lo tendrás por adelantado.
—Entonces vas a tener que darme otra prueba de tu amor —murmura secándose una lágrima.
—¿A qué te refieres?
—Escucha…