A Juan Ignacio le ha llamado Jorge Vázquez para que pase a verle por Miramar y ahí está, franqueando la entrada del palacete, uno más de los construidos en Montjuich para la Exposición Universal de 1929, hoy cableado por todas partes y lleno de cámaras, micrófonos y útiles audiovisuales varios que acreditan su condición de centro de trabajo y de programas (algunos de gran éxito) de Televisión Española en Barcelona.
Vázquez le hace esperar unos pocos minutos en la antesala de su despacho de dirección. Miramar lleva apenas un par de años en funcionamiento y por ahora todo tiene un aire nuevo: el mobiliario, las lustrosas paredes, el suelo de linóleo, los teléfonos, incluso las jóvenes secretarias, que contrastan con sus veteranas colegas de la radio.
Vázquez es un hombre de mediana estatura y como comprimido: recio, fuerte, cabeza a tornillo sobre el tronco, embutido en un traje de grandes almacenes, arrugado y poco favorecedor. Pero todo él desprende potencia, es como un camión que visiblemente se pone en marcha. Hace levantar a Juan Ignacio y le invita a acompañarle por la «casa».
—Antes de que hablemos quiero enseñarte algo.
Atraviesan un pasillo repleto de gente ociosa parloteando a voz en grito, que enmudecen al ver a Vázquez, y dejan atrás las puertas de acceso a dos salas de maquillaje. Tras franquear un portalón de acero con un letrero que exige silencio («Podemos entrar, ¿ves esa luz piloto? Está verde»), se internan en el estudio, donde se entrecruzan una veintena de personas, en torno a dos voluminosas cámaras Philips y unos micrófonos de jirafa. Bajo una batería de focos, los responsables de atrezo dan los últimos toques a una joven vestida de novia con una corona sobre el liso cabello, a la que han sentado en un trono sobre una peana. El presentador se atusa el bigote y, en un rincón, una señora mayor vestida de negro escucha las indicaciones de una azafata.
—Ése es Eugenio, el realizador —señala Vázquez.
Eugenio imparte las últimas instrucciones, da un par de palmadas y vocifera:
—¿Preparado todo el mundo? Vamos a grabar el final.
Todo el mundo ocupa sus puestos y se hace el silencio. El presentador coge carrerilla.
—Y nuestra reina de hoy, Macarena Medina, va a tener una doble alegría. Primero, su regalo. ¿Qué pidió usted al escribir a Reina por un día, Macarena?
—Pues… una nevera.
—¿Por qué?
—Porque somos muchos de familia, mis padres, ocho hermanos y la abuela. Una nevera nos ayudará a conservar bien las comidas, sobre todo en verano.
—Pues bien, Macarena, aquí la tiene.
Suena una música y unos operarios depositan en mitad del plató un aparatoso modelo Kelvinator. La reina por un día se deshace en sollozos.
—Y ahora —sigue el presentador—, queremos que comparta este momento emocionante con una persona muy próxima a su corazón.
La azafata propina un delicado empujoncito a la anciana, que camina pesadamente hasta el centro del plató.
—¡Abuelita!
—¡Macarena, cariño, qué bonito es todo esto!
Ambas se abrazan entre llantos y más llantos mientras la intensidad de la música crece. Finalmente el presentador recupera el protagonismo.
—Y así acaba hoy nuestro programa de Reina por un día. Macarena Medina, esta hermosa joven extremeña, ha visto realizado su sueño: pasar dos días en Barcelona durmiendo en un magnífico hotel y comiendo en los mejores restaurantes, cenar con el torero, actor y poeta Mario Cabré, conseguir una nevera y compartir este maravilloso instante con una de las personas que más quiere, que es su abuelita. Estimados televidentes, nada nos hace más felices que contribuir a la felicidad ajena. ¡Hasta la próxima semana!
El presentador aguanta un rato la sonrisa hasta que el realizador, sentado frente al monitor con el pitillo colgando del labio, hace un gesto.
—Muy bien, ¡lo tenemos!
—¿Ha quedado bien? ¿Seguro? —pregunta el presentador.
—Estupendo, José Luis, estupendo, ¡un programa redondo! —se congratula el realizador.
El grupo reunido en el plató empieza a disolverse entre comentarios informales que de pronto corta en seco una voz trémula.
—¡Perdone, atención, don Eugenio!
—¿Qué ocurre, Serafín?
—Que no hemos grabado —dice el operador de control, lívido.
—¿Que qué, que qué?
—Que no hemos grabado, la cinta no ha corrido. Ya le dije, don Eugenio, que había que probar más veces el magnetoscopio, que es nuevo.
—¡Serás animal! —brama el director—. ¡Es a ti a quien le toca probarlo! ¡A ver, que todo el mundo vuelva a sus puestos!
El equipo se pone de nuevo en marcha y todos los participantes son recolocados. La joven reina y su abuela no entienden nada.
—¿Qué pasa, qué pasa? —pregunta la joven.
—Yo no puedo más, que me traigan una silla —se queja la anciana.
El realizador se arma de paciencia.
—Miren, señoras, lo que hemos rodado antes no sirve. Hay que volver a empezar. Macarena: el presentador la interroga, le entregan la nevera y pasa a verla su abuela. Es muy importante que vuelvan a llorar con el mismo sentimiento que lo hacían antes.
—¡Llorar! Pero si no me quedan lágrimas. ¿Usted se cree que eso puede improvisarse? Yo antes lloraba porque estaba emocionada, ahora, si acaso, puedo reírme —dice la chica, con una insolencia que no pasa desapercibida.
—Yo estoy cansada, ¡que me lleven a casa! —machaca la abuela.
El realizador las mira, ahora muy serio.
—Escucha bien, jovencita, y usted también, señora. ¡Si no hay llantos, no hay nevera! Venga, todos a sus puestos, repetimos.
Macarena y su abuela se miran atónitas. De pronto el rostro de la señora parece iluminarse.
—Mira, niña, tengo una idea, ¿y si te pego un buen pellizco?…
—¿Qué te ha parecido? —pregunta Vázquez de vuelta al despacho de dirección.
—Conmovedor —responde Juan Ignacio.
—Es una idea simple. Nos escriben chicas jóvenes de toda España. Cada semana seleccionamos a una, vigilando que todas las provincias del país estén bien representadas al final de la temporada. Las llevas al peluquero, las pones guapas, las cubres de regalos, las haces felices… No hay nada negativo, es un programa amable.
—Alguna sorpresa habréis tenido.
—Alguna, claro, pero no de las explicables. Te lo cuento en confianza. Una vez mandamos al equipo a Bilbao, para que trajera a una chica que nos escribió que tenía seis hermanos pequeños, huerfanitos, de los que se había hecho cargo. Nuestros hombres la buscan por todo el barrio y por fin la encuentran. Resulta que se acababa de liar con un señor casado y había abandonado a los hermanitos. Y entonces, claro, no pudimos hacerla reina.
—Toda una pérdida para el prestigio vasco.
—Hemos tenido peticiones de todo tipo, divertidas y de llorar. Una señora ya madurita quería interpretar Don Juan Tenorio con Mario Cabré, ya sabes, nuestro famoso colaborador. La trajimos, le pusimos el hábito de doña Inés e hizo la escena del sofá con él. Una pobrecita de doce años, con leucemia, Luisita, vivía en el Raval y quería ser reina. Su madre nos dijo: «Se va a morir dentro de unos meses». La trajimos, la vestimos de terciopelo, le dimos la corona, muñecas… Todo muy emocionante, y un par de meses después de la emisión del programa falleció. En el tiempo que estuvo en el Clínico internada, todos los del equipo fuimos a verla.
Vázquez enciende un Ducados.
—Éxito hemos tenido muchísimo, en varios pueblos cambiaron la misa de seis de la tarde a las cinco para que pudiera vernos todo el mundo. En otros, el alcalde compraba una tele, y los vecinos se acercaban al ayuntamiento para ver el programa. Una farmacéutica gallega y su amiga, las dos sesentonas, nos escribieron pidiendo conocer el «Barcelona la Nuit». Las llevamos a Rancho Grande y a ver a Ethel Rojo, la vedette del Paralelo. A un niño de Málaga, hijo de un guardia civil que había muerto, le hacía ilusión vestirse él también el uniforme… Le encargamos un modelo pequeño y buscamos un retratista que le pintara, la madre tiene el cuadro colgado. A una alemana que había estado en España durante la guerra y quería dar las gracias a los señores que la habían acogido, le pusimos mantilla y peineta. Ya ves, cosas muy heterogéneas y muy sentimentales.
»Y estamos arrasando. Cada semana llegan centenares de cartas que nos colapsan, hasta el punto de que hemos tenido que alquilar un estudio fuera de Miramar, en el centro de Barcelona, sólo para ocuparnos de este programa.
—Conozco esa sensación.
—Ya lo sé. A vosotros os está pasando lo mismo con vuestra emisión sobre desaparecidos. Por eso te he pedido que vinieras, para plantearte una propuesta. Nos gustaría, de cara a la temporada que viene, adaptar vuestro programa a televisión. Estamos comprobando que estos espacios en los que el público participa, y que tienen una carga sentimental importante, son los que mejor funcionan.
—Pero el nuestro, como sabes, es un programa patrocinado.
—¡Mejor! En televisión, cada vez más, buscamos convenios con marcas señeras. Con la casa Nestlé ya tenemos varias iniciativas en marcha, están patrocinando Rin Tin Tin y vamos a hacer con ellos otro que será una bomba, importado de América, que se llama Ésta es su vida. Obviamente nuestros presupuestos no son los mismos que en la radio, porque en la tele se hace todo a lo grande y sale mucho más caro. Pero también el resultado es mucho más vistoso y con mayor impacto.
—Hummm… Tendré que consultarlo.
—Habla con tu empresa y dadle una vuelta a la idea. Yo estoy convencido de que, visto cómo está funcionando en radio, en Televisión Española Rinomicina le busca puede convertirse en el gran fenómeno. A Industrias Pladevall tiene que interesarle.
Al salir, Juan Ignacio esquiva a dos tipos vestidos de vaquero y a un indio comanche que están jugando a las cartas en una esquina.
En esta ceremonia de cruzamiento que tiene lugar en el parque de los marqueses de Ascó, en Argentona, Tona se siente un poco de más. Ella no pertenece a la Real Hermandad Catalana de la Santa Cruz, ni está demasiado familiarizada con sus ritos. Ha sido Luisa Mateu quien la ha arrastrado hasta aquí («porque tienes que dejarte ver, guapa y elegante»), y en realidad, curiosa como es Tona, tampoco le ha costado mucho dejarse convencer para venir a contemplar esta tradicional pero poco difundida recepción.
La mañana es espléndida, la atmósfera fresca y cristalina, y los castaños de Indias del Parque Ascó proyectan una suave sombra sobre los miembros de la hermandad mientras la brisa mece sus hojas. En la explanada se alinean una docena de jóvenes que van a ser investidos nuevos miembros. Ellos visten el preceptivo uniforme azul con entorchados y lucen el casco plateado con plumas de oca blanca (fastuoso, aunque a Tona le recuerda un poco al uniforme de gala de los guardias urbanos). Ellas llevan peineta y mantilla. Todos flanqueados por sus respectivos padrinos y madrinas, también uniformados y con emblemas de la orden. A una cincuentena de metros, en sillas de madera, contemplan la ceremonia familiares y amigos.
Ante la mesa dispuesta, el sacerdote lee el Diploma Patriarcal de la Hermandad y reza unas oraciones. A continuación, el Gran Maestre repasa —para Tona, de forma terriblemente lenta— los principales hitos de su historia, desde los privilegios otorgados por el rey Fernando el Católico. Tras sus palabras, los candidatos empiezan a desfilar. A los jóvenes, el Gran Maestre les propina dos leves golpes en cada hombro con un sable. A ellas, el sacerdote les brinda, para que la besen, la efigie de la Santa Cruz de oro incrustada de piedras preciosas, propiedad de la Hermandad desde, se dice, principios del siglo XVI. Después, todos los neófitos son investidos con la banda azul celeste.
La Hermandad Catalana de la Santa Cruz es una de esas organizaciones menos definidas por quienes están en ellas que por a quién no dejan entrar. Como la Real y Militar Orden de la Merced, el Real Cuerpo de la Nobleza Catalana o la Orden del Santo Sepulcro, con los que comparte no pocos miembros, cuenta con mucha historia a sus espaldas y un presente más decorativo que activo. Para ingresar en la Real Hermandad se requiere la constatación documental de nobleza para ambos apellidos (o bien la demostración de que el candidato desciende directamente de… algún participante en las Cruzadas), además de «probada fe católica». Lo de la sangre noble se interpreta, cada vez más, en sentido amplio; no es necesario, digamos, que tu padre o tu abuelo tengan un título, pero sí que pueda demostrarse su relación directa con alguien ennoblecido. Y de ello se ocupa el propio Gran Maestre, un veterano genealogista que hace de esta actividad su modus vivendi.
Naturalmente, el telón de fondo actual de estas reuniones radica en su carácter nostálgico. Antes de la Guerra Civil, la Hermandad y otras órdenes similares agrupaban a la plana mayor de las fuerzas monárquicas, que con la excusa de sus actos religiosos y caritativos organizaban concurridas cenas y eventos sociales de afirmación aristocrática, en sintonía con las que llevaban a cabo asociaciones paralelas en los distintos territorios de España. A veces, el monarca o sus familiares se dejaban caer por alguno de estos eventos, que permitían, en suma, una extensión regional de esa máquina de relación social permanente que era la Corte madrileña.
Con la caída de Alfonso XIII en 1931, la Corte se sumió en la dispersión. Y tras la victoria franquista de 1939 nunca fue restablecida. Aunque el nuevo Régimen mantuvo los títulos nobiliarios, el papel social de la nobleza quedó desdibujado, especialmente fuera de Madrid (ya que en la capital poder lucir un título condal o un marquesado seguía abriendo muchísimas puertas). El activismo de los más concienciados ha permitido restablecer funciones y ceremonias sustitutorias de las que en su día dieron lustre a la aristocracia española, y que estaban basadas en el trato directo con el rey. Pero ya no son lo mismo.
En ello está la Hermandad de la Santa Cruz, que mantiene rituales de los viejos tiempos, apetecibles sobre todo, más que para los nobles con verdadero pedigree, para los lejanamente emparentados con la nobleza, hijos, nietos o bisnietos de segundones que ya no pueden aspirar a un título, pero buscan mantener el contacto con los representantes más ilustres —y afortunados— de su estamento, a través de una especie de club que les permite mantener la ilusión de pertenecer a la vieja élite.
Y con ello la Hermandad de la Santa Cruz se ha convertido —y en eso, no nos engañemos, radica su etéreo encanto— en una reliquia de los viejos tiempos, un recordatorio formalista de cuando la nobleza tuvo peso real en Cataluña, con sus grandes posesiones rurales y los palacios góticos en torno a la calle Montcada. ¿Fueron mejores aquellos tiempos? Para quienes disfrutaron a fondo de sus ventajas, sin ninguna duda. Hay quien aún goza de ellas: muchos nobles de la Hermandad siguen siendo terratenientes, varios de ellos conservan edificios palaciegos en el barrio antiguo de Barcelona. Para quienes no saborean el privilegio directo de ese estilo de vida, la Hermandad mantiene un reclamo de viejas formas, educadas y solemnes. Un dulce regusto a ancien régime que pasa suavemente por alto sus contradicciones y exclusiones, que de manera tan violenta hicieron acto de presencia en los años veinte, a modo de confrontación social armada, y luego, con el carácter definitivo de un ajuste de cuentas, en el estallido bélico de 1936.
Y ese aroma del pasado, tan aposentado, contagia un poco a todos los participantes. Pues, finalmente, ¿qué es el pasado si no ejerce un influjo real y casi diríamos físico sobre las personas de carne y hueso? ¿Qué es el pasado sino una estética y un repertorio de actitudes? Cuando, algún día, las órdenes nobiliarias comprendan todo esto, reorientarán su actividad hacia la defensa del patrimonio y la conservación arquitectónica. Pero aún no ha llegado ese momento, y por eso se dedican a las ceremonias autoconmemorativas y a la ingestión de canapés.
En los corrillos que se han creado tras la ceremonia, camareros uniformados pasan bebidas y aperitivos. El sexagenario pero aún apuesto barón de Marmellá, rodeado de otros caballeros cruzados más jóvenes, todos con las casacas y el casco emplumado, está contando uno de sus habituales chistes subidos de tono.
—Unos padres van a la ciudad a visitar a su hija, a la que hace tiempo que no ven. Ella les recibe en la estación. De camino a casa, su padre le pregunta a qué se dedica. «Soy prostituta, papá». El padre monta en cólera: «Parece mentira, en una familia como la nuestra, etcétera». Entre gritos y protestas llegan a la casa, que es toda una casaza. Una vez dentro, la chica se la va enseñando y les dice: «Pues mirad: este salón de cien metros cuadrados, y estos muebles, y esta cocina con electrodomésticos, todo está a vuestra disposición. Y también tengo un apartamento en Sitges, y un coche». «¿A qué decías que te dedicabas, cariño?» «Soy prostituta, papá». «¡Uf, menos mal, pensaba que habías dicho protestante!»
En torno al ingenioso los contertulios ríen.
—Es bueno, ¿verdad? ¡Prostituta no, pro-testan-te, dice el hombre, qué gracia! Pero perdonadme un momento, veo por ahí a una amiga.
Con la determinación de una bomba dirigida alemana, el barón se dirige hacia Tona, a quien Luisa Mateu ha dejado sola un rato.
—Hola, princesa, ¡qué alegría verte!
Tona se hace la sorprendida.
—Caramba, Ramiro, pareces un almirante.
—Sí, es bonito el uniforme, ¿verdad? —Marmellá le dedica una sonrisa cínica—. Tengo varios en el armario, uno por cada orden a la que pertenezco. Me encantaría enseñártelos todos.
—Gracias, pero nunca asisto a pases de moda privados.
—¿Qué vida llevas, Tona? Debe ser difícil para una separada como tú, en una sociedad como ésta, salir adelante. Con lo carca que es la gente. Y además, con lo que te hicieron, con lo que pasó con tu hija…
—Sí, fue duro, pero no es lo que diga la gente, sobre todo cierta gente, lo que me importa…
—Tú sabes, Tona, el aprecio que siempre te he tenido, y si cuando eras soltera no te lo expresé con suficiente claridad es por la diferencia de años que nos separa. Pero quiero que sepas que puedes contar conmigo.
—Te lo agradezco, Ramiro.
—Y si quieres podríamos confiarnos mutuamente nuestras penas, yo también llevo una vida complicada. ¿Puedo invitarte a cenar algún día?
Tona le mira fijamente.
—Aún es muy pronto para mí… No me veo muy capaz ni tengo el buen humor que mereces. Dejémoslo para dentro de un tiempo.
—Como quieras, princesa. Tú ya sabes cómo encontrarme.
De vuelta a casa, conduciendo su Seat 600 y fumando, Tona expresa su ira a Luisa Mateu, quien ocupa oronda y feliz el asiento del copiloto tras una mañana de contacto social total en la que se lo ha pasado de maravilla.
—Ese cretino de Marmellá ¡me ha tratado como a una fulana! ¡Ha dado por hecho que soy accesible y que estoy al alcance de cualquiera! ¡De cualquiera como él, nada menos!
—Tranquilízate, cariño, ha sido una mañana preciosa. ¡La finca es tan bonita! Y a mí, al menos, me encantan estos uniformes. Los de los hombres, digo, porque el atuendo femenino de la Real Hermandad, realmente, deja bastante que desear. ¡Es una pena que no quieran convertir estos cruzamientos en galas benéficas de pago, la gente se moriría por asistir! En cuanto a Marmellá, ve con cuidado con él. Ya sabes que consiguió desplumar a sus hermanos de la herencia familiar porque pudo arrancarle en vida al viejo barón todas las concesiones que quiso, y por eso ahora están todos en los tribunales. Es un hombre sin ética. Y dicen que un bígamo en la práctica, puesto que además de su familia de Barcelona, que ya no le sigue (has visto que en la ceremonia de hoy no estaban ni su mujer ni sus hijos), aseguran que tiene una segunda familia en Madrid, con otra esposa oficial y dos vástagos.
—¡Pero no por eso se está quieto!
—Ciertamente, cariño, no es Ramiro Marmellá hombre que deje escapar una buena presa. Por eso tú has estado bien enviándole delicadamente a tomar viento. Ya sé que resulta duro para ti verte en estas situaciones, pero créeme, te harán bien y a largo plazo…
—¿Me harán más fuerte?
—Exacto, cariño, tú me entiendes.
Mientras conduce, Tona medita que el acto de la Real Hermandad, al igual que la finca donde se ha desarrollado y la gente que lo poblaba con sus viejos títulos nobiliarios, es parte de otro mundo. Pero no de ese mundo moderno donde se fabrican Seat 600 como el que ella conduce ahora, en el que los hombres fuman Lucky Strike, beben whisky, hacen negocios y visten bien cortados trajes de tela de ojo de perdiz, y no uniformes de la época de la Restauración. Ese mundo dinámico y que mira hacia delante, creando riqueza, sin nostalgias por viejos resplandores. El mundo de Casimiro Pladevall.
De vuelta a casa llama a Casimiro. Al despacho.
—Te echo de menos.
—Pero menos de lo que yo te echo de menos a ti. ¿Nos vemos esta noche?
—¿Puedes escaparte?
—¿Quieres que me escape?
—¿Quieres que lo quiera?
—¡Basta, esto parece una comedia de boulevard! Hoy no puedo. Pero mañana paso a buscarte a las nueve.
—Hasta entonces te echaré de menos.
—Pero menos de lo que yo voy a echarte de menos a ti.
Tona no quiere quedarse sola en casa, así que hace una llamada telefónica y se autoinvita a cenar en casa de Juan Ignacio y Elena. Cuando llega, los niños ya están en la cama y reina la paz en el espacioso piso de la Rambla de Cataluña. Elena hace punto sentada en la butaca y Juan Ignacio prepara unos cócteles. Tona les entretiene un rato explicándoles la ceremonia de la Real Hermandad, aunque omite el episodio de Marmellá.
—Así, ¿estás bien? ¿Del todo bien? —pregunta Elena.
—Sí, la verdad es que empiezo a sentirme bastante normalizada… Dentro de lo anormal de mi vida. Aún me estoy medicando, y me parece que tengo para rato. Ya sabéis lo que os agradezco vuestro afecto, y a ti, Juan Ignacio, especialmente, que me rescataras aquella noche…
—¡Eh, que fui yo quien le envió! —protesta Elena.
—Claro, cariño, y nunca te lo agradeceré bastante.
—Y ahora —se interesa Juan Ignacio—, ¿hay alguna novedad en tu vida?
—¿Novedad? ¿A qué te refieres?
Juan Ignacio mira de soslayo a Elena.
—El otro día Casimiro Pladevall me estuvo interrogando sobre ti.
—¿Sobre mí? —se ruboriza ella.
—Tona, ¿te estás guardando algún secreto? —ataca Elena.
—Dame una copa.
Juan Ignacio le sirve una ginebra con limonada y se pone él otra, la segunda de la noche. Elena se mantiene con una copa de vino rosado fresco.
—Llegados a este punto —se rinde Tona—, veo que no voy a tener más remedio que confesar…
Ocurrió durante el verano. Primero fue en una fiesta que daban los Hartmann, en el castillo de Santaflorentina, junto a Canet de Mar. Cerca de trescientos invitados cenando al aire libre. Coincidieron en la misma mesa. Aunque él físicamente no es gran cosa se le veía muy elegante, tan moreno en agudo contraste con su smoking blanco, y además estuvo simpatiquísimo y dominó la conversación del grupo. Iba solo, su mujer no le había acompañado. Tras los cafés, la orquesta tocó en un ángulo del patio de armas, bajo las torres iluminadas, y se abrió el baile; en la bodega del sótano habían instalado un tablao flamenco. Tona y Casimiro iban encontrándose por esos espacios encantados.
Luego volvieron a coincidir en la Costa Brava. Tona estaba instalada unos días en casa de su tía Liliana, en Tamariu. Hubo una fiesta en el hostal La Gavina a la que acudieron todos los poderosos del veraneo catalán: los Samaranch, los Ventosa, los Castell, los Mateu, los Calviño, el subsecretario del Ministerio de Gobernación, Santiago Cruylles de Peratallada… Hay quien dice que en época estival, hasta que no llegaba Cruylles, no se distribuía la electricidad a las zonas residenciales de la Costa Brava.
En el aperitivo se le acercó Pladevall y le dio conversación un rato. A ella le pareció, de nuevo y más aún, brillante e ingenioso. Luego, después de la cena, la invitó a bailar. Ella era consciente de que la mujer de Casimiro esta vez sí rondaba por allí, pero él la tranquilizó, le dijo que también estaba bailando… con otro hombre; en aquella fiesta nadie sacaba a su pareja, una costumbre cada vez más extendida en estas fiestas veraniegas, entre los casados ya un poco veteranos de la clase alta catalana.
Al cabo de unos días, Pladevall la llama a Tamariu para invitarla a navegar con unos amigos. Tona —con cierta inquietud de fondo— acepta. Quedan en el puerto de Palamós y una vez en el barco, un Baghetto Minorca de veinte metros, elegante pero no terriblemente ostentoso, constata que no hay tales amigos. Navegan solos (es decir, solos con el patrón y el marinero), pasan un buen rato, beben champagne, avistan densos pinares sobre paredes rocosas, recónditas calitas y blancas construcciones pesqueras, y se bañan mar adentro. Rápida y fácilmente se crea un clima de intimidad. Tona le pregunta por su mujer y él le asegura que ha vuelto a Barcelona. Le cuenta también que aunque viven juntos hacen vidas separadas, cada uno tiene libertad de movimientos y, poniéndose un poco trascendente, le explica que el amor entre ellos se apagó hace mucho tiempo y que su esposa es una mujer «extraordinariamente fría y distante».
—¿Os dais cuenta? Estaba haciendo lo que Luisa Mateu se ha cansado de decirme que no debo hacer bajo ningún concepto, empezaba a flirtear con un hombre casado. Todo esto sois los primeros en saberlo, a Luisa no me he atrevido a decírselo.
Durante una semana salen a navegar cada mañana. La atracción física está en el aire: los cuerpos descubiertos y tostados, la belleza de Tona, con ese trabajado esplendor de la treintena; el desenfadado carisma de él, los inevitables roces, el efímero contacto de las pieles… El ambiente se va cargando. Hasta que ocurre lo inevitable, unos besos apasionados en cubierta y él le sugiere que bajen al amplio camarote de popa; ella, venciendo sus reticencias, si es que alguna quedaba, acepta.
—Me diréis que no hubiera debido hacerlo. Y es verdad. Pero Casimiro se mostró tan simpático y seductor, y, qué demonios, me sentía tan sola… —añade Tona bebiéndose de un trago el espirituoso.
—Y, una vez en Barcelona, ¿qué ha pasado?
—Pues que nos hemos seguido viendo, pero mal. Es una relación clandestina, generalmente él me lleva a esos sitios donde se lleva a las mujeres que no se quieren enseñar, con alguna rara excepción como aquella desgraciada salida a El Cortijo. Y eso a mí me pone de los nervios, por lo que discutimos mucho. Y yo luego me quedo planchada, como me ocurrió la noche, Juan Ignacio, en que me rescataste. Habíamos tenido una de nuestras rupturas y estaba hecha polvo. Casimiro me gusta mucho, me he dado cuenta de que le necesito.
—¿Qué piensas hacer? —acucia Elena.
—No lo sé. Aún es pronto para decidirlo. No tengo vocación de querida ni de mantenida ni de mujer en la sombra, así que por este lado vamos mal. Tampoco creo que pueda conseguir que abandone a su mujer, y, aunque lo consiguiera, ¿qué ganaríamos? En la España actual, sin divorcio, tan católica, nos tratarían como apestados, por mucho que él sea un magnate. No lo sé, quizá deba resignarme a que todo esto se convierta únicamente en un episodio…
—Tona, una cosa…
—Dime, Juan Ignacio.
—¿Eres consciente de que en estos momentos Pladevall no es sólo mi jefe, sino también el de tu marido?
—¿El de Marcos? ¿Pero qué dices?
—Industrias Pladevall compró hace unos meses toda la división hispanoamericana de Seguros Heracles. Probablemente, Marcos, en estos momentos, debe estar en espera de destino.
—Caramba, vaya sorpresa. Qué pequeño es el mundo…