En el estudio de Radio Nacional de España en Barcelona, Luis Rupérez brama, muge, vibra, suda, fuma un Celtas detrás de otro y, en suma, hace subir la temperatura hasta un nivel tal que el realizador, el técnico, Juan Ignacio y una chica rubia, con el cabello cardado y voluminoso, las cejas depiladas muy finas y colorete en las mejillas, que permanece sentada en una esquina con las piernas cruzadas, están prácticamente sudando.
En el programa de hoy, el periodista alterna el autobombo con la petición de paciencia.
—Queridos radioyentes, son innumerables las cartas que afluyen a nuestra redacción, hasta sesenta y setenta nos llegan cada día, en solicitud de ayuda para conseguir noticias de un ser querido. Éxitos recientes como el reencuentro de Josefina Iglesias con su familia en Málaga abonan nuestra buena labor. Rinomicina le busca. Barcelona llama a España ha montado una perfecta organización para atender a todas y cada una de las demandas —le guiña un ojo a Juan Ignacio—. Sólo pedimos un poco de paciencia, ya que la emisión semanal que se ofrece a treinta millones de españoles por el inigualable circuito de veinticinco emisoras nacionales y Radio Andorra no permite dar salida a la extraordinaria correspondencia que venimos recibiendo, con la rapidez que comprendemos desean quienes a nosotros acuden. Sólo pedimos un poquito de paciencia.
»Lo que tratamos hoy de hacer llegar al ánimo de cuantos nos escuchan es el agradecimiento de la casa patrocinadora, y de los hombres encargados de lanzar al éter los mensajes, por las frases alentadoras que de los cuatro puntos cardinales venimos recibiendo. Ellas nos animan a seguir investigando, realizando a veces muy difíciles diligencias, para que ésta sea una labor humanitaria y digna de afecto. Es emocionante comprobar cómo colaboran los oyentes para conseguir los éxitos que ya suma la tarea emprendida hace ocho semanas. Y todo ello con el bello afán de reunir a personas que, por azares de la vida, quedaron separadas y sin noticias.
Musiquilla de fondo.
—Nuestra invitada de esta noche se llama Herminia Sagarra. Tiene dieciocho años y se ha educado en Francia. —Tapando el micrófono—. Acérquese, Herminia. Cuente su historia, que arranca, como tantas otras, en los difíciles días de nuestra guerra de Liberación.
La chica habla con voz segura y leve acento francés.
—Mis padres salieron del país en la guerra, y yo nací en Francia. Pero supe por mi madre que en Barcelona había quedado una hermana mía, fruto de una anterior relación que ella había tenido, llamada Luisa. Durante la guerra fue internada en un centro hospitalario, y quedó luego en poder de una señora llamada Paca que era esposa de un bombero barcelonés. Yo he venido de Francia a buscarla.
—¿Cuánto tiempo lleva detrás de su pista?
—¡Ufff! Varios meses. Al principio vine con mis ahorros, ahora que los he gastado vivo en una pensión y me gano la vida dando clases de francés en una academia. Pero no desfalleceré hasta encontrarla.
—Gracias, Herminia, y ahora, queridos oyentes de toda España, ya saben, cualquiera que tenga una pista que pueda conducir al reencuentro de las dos hermanas, que nos llame a Radio Nacional de España, Rinomicina le busca, teléfono de Barcelona 2325960, o al de la revista Por Qué, 2073925.
»Y ahora pasemos a los mensajes de hoy. Atención, Barcelona; atención, Albi (Francia). María Garriga Novell busca a Ernesto Cabot Garriga, nacido en Sabadell el 22 de noviembre de 1930. Ernesto desapareció a los dos años de edad junto con unas tías suyas con las que estaba pasando una temporada.
»Atención, Bilbao. María Luisa Gutiérrez Aguinaga no ha visto a su padre desde hace veinte años. Entonces Marisa tenía ocho y él le dijo: “Cuando seas mayor te llevaré de cantinera a mi Regimiento”. Así pues, atención, Manuel Gutiérrez Prieto, Manuel o Ángel, ya que en la Legión se impuso este nuevo nombre; su hija Marisa ya tiene veintiocho años y le pide que cumpla su promesa, llevándosela de cantinera…
»Atención, Valencia. Un sacerdote de Cullera nos transmite el siguiente mensaje de una madre, doña Gabina Serrano Torres. Desde hace varias semanas esta señora no tiene noticias de su hijo José Lara Serrano, de dieciocho años de edad. Doña Gabina ruega a su hijo, dondequiera que se halle, que le escriba para calmar su ansiedad.
»Atención, Zaragoza. Nos escribe Roberto Aznar Ribas, ebanista, de sesenta y siete años de edad, nacido en la calle del Coso, número 198. A los seis años marchó a Cuba con su madre y, al fallecer ésta, cuando él tenía quince años, regresó a España e ingresó en el Asilo Naval, de la Barceloneta, del que salió para trabajar en un barco de la Compañía Trasatlántica. Recuerda que es sobrino de un cabo de cañón llamado Esteban Ribas García y que su madrina, en el día de la Primera Comunión, fue la señora marquesa de Comillas. El ebanista de hoy, marinero de tantos años, sólo tiene dos ilusiones: saber quién fue su padre, o quién es, y visitar a la Virgen del Pilar en su templo.
»Atención, Marruecos español. Tenemos la desgarrada petición de una madre con el eco que llega de un lejano pasado. “El corazón me dice que mi marido vive, pese a que no sé nada de él desde el año 1921. Desapareció en la retirada de Dar-Drius (Marruecos). Era maestro herrador del Regimiento de Ingenieros y se llamaba Antonio Lizcano Ruiz. Tenía veintisiete años de edad. El Mundo Gráfico publicó la fotografía que les envío. En nombre de mi hijo, nacido cinco meses después de la desaparición de su padre, y en el mío propio les pido por favor que me ayuden.”
Al acabar el programa, la invitada Herminia Sagarra se ha despedido entre lágrimas y Luis Rupérez, con el enésimo Celtas en la boca, se apresta a salir disparado hacia alguno de sus pluriempleos.
—Qué complicado es a veces este programa —le comenta, gabardina en mano, a Juan Ignacio—. Lo de esta chica, por ejemplo… A su hermana, la madre la deja en Barcelona durante la guerra, luego tuvo que exiliarse, posiblemente estaba muy comprometida… La que quedó en Barcelona es fruto de un enlace anterior, con lo que, o bien la tuvo de soltera, o bien estaba casada y se divorció durante la República, cuando el divorcio aún era legal en España, o bien la relación que mantiene ahora es adúltera… En fin, ¿cómo explicas todo esto sin que la censura se te eche encima? Hay que ser un maestro del circunloquio para contarlo y que encima el público lo entienda.
—Un maestro del circunloquio o un hombre bien visto como tú, Luis…
—¡Si supieras! ¡La de disgustos que me llevo cada semana a pesar de mis buenas relaciones y mi trayectoria de caballero mutilado de guerra! —Y Luis le enseña una vez más a Juan Ignacio los dos dedos que perdió a los diecisiete años, en la batalla del Ebro—. En fin, ¡la vida es lucha! Seguid filtrando bien las cartas, estamos arrasando. ¡Hasta el lunes! —El lunes después de comer es cuando Rupérez se acerca a la sede de Industrias Pladevall para preparar el programa.
Salen juntos a la calle. Una viejecita con un adolescente alto y obeso, con gruesas gafas y cara granujienta, les espera.
—Doña Dolores… —dice Rupérez.
—Le quería dar las gracias, don Luis; después de que radiara usted mi mensaje mi nieto volvió a casa. Lo que ustedes hacen no se paga con todo el oro del mundo.
—Estaba un poco confundido —murmura el chico.
—Y te habían echado del trabajo, ¿verdad?
—Sí, me sacaron del banco donde trabajaba, me daba vergüenza volver con la abuela… Estuve vagando y durmiendo por ahí.
—Sí, fuiste en tren hasta San Baudilio, luego andando hasta el puerto del Ordal, luego un coche te llevó a Vilafranca y de ahí en dirección a Tarragona, durmiendo en los campos. En Altafulla, el cura te dio dinero para que volvieras a casa, regresaste a Barcelona y estuviste unos días durmiendo en rellanos de escaleras. Hasta que fuiste a pedir trabajo a un carpintero que escuchaba nuestro programa y fue el que nos avisó a nosotros…
—¡Vaya memoria portentosa tiene usted, don Luis, no ha dejado ni un detalle! El chico llegó a casa hecho una pena, desnutrido y tan sucio que no nos podíamos acercar a él.
—Pero ahora ella me ha perdonado.
—Dame un abrazo, chaval. Y no me le des más sustos a esta pobre señora, ¿de acuerdo? Ahora a trabajar y seguir adelante, con virilidad, con reciedumbre. No te olvides nunca de que ella te necesita.
El muchacho asiente cabizbajo, con las manos metidas en los bolsillos.
Cobijado en un portal del Paseo de Gracia, un hombre alto levanta la vista de la novelita que está leyendo para clavarla en el locutor y el publicitario. Al día siguiente, apenas aterrizado en el despacho, su secretaria —Paquita— le pasa un recado con voz precavida.
—Han llamado de comisaría.
—¿De comisaría? —repite Juan Ignacio mecánicamente, como se hace siempre en estos casos.
—Sí, un tal comisario Martínez le quiere ver lo antes posible en la Jefatura de Policía de Vía Layetana. ¿Puede ser esta mañana?
—Hombre, cambiando algunas reuniones…
—Dice que si puede ser esta mañana mucho mejor.
Una hora más tarde franquea el umbral del siniestro e imponente edificio.
Martínez roza los cincuenta. Espigado, atractivo, de aspecto agradable, ojos verdes, muy moreno y sin canas, con el imprescindible bigotillo recortado. Le ofrece asiento en su despacho, oscuro y bastante pequeño pese a su rango en el escalafón (los comisarios ocupan la cúspide de la pirámide policial, por encima de los inspectores-jefe, inspectores, subinspectores y policías de a pie; hay pocos en cada ciudad, y los que operan en Barcelona se pueden contar con los dedos de una mano). De un colgador penden una gabardina y una funda sobaquera de pistola. En la pared, un crucifijo, un retrato del jefe del Estado y un calendario de Garajes David. Sobre el escritorio, un flexo que arroja poca luz, un montón de carpetas, un cenicero y el sobado ejemplar de una obra de M. L. Estefanía.
—¿Le gusta? —le pregunta al captar su mirada sobre la cubierta de El tropel de Oklahoma—. Yo soy un gran seguidor suyo por tres razones. Primero, me apasiona la literatura del Oeste y Estefanía es el mejor en este campo. Segundo, estas novelas se compran en el quiosco, y a mí las librerías, para qué le voy a engañar, me imponen un poco, siempre da la impresión de que el encargado te está mirando por encima del hombro. Tercero, el tamaño: son perfectas para llevarlas en el bolsillo, lo que permite usarlas para matar el rato cuando uno hace labores de vigilancia, como a menudo me ocurre a mí.
Juan Ignacio asiente con paciencia.
—Pero, en fin, no es éste el tema. Lo cierto es que estamos preocupados por su programa —le espeta.
—Eeeeehh…
—Semana tras semana, la mayoría de los casos que aparecen tienen que ver con desapariciones durante la Guerra Civil.
—¿Escuchó el de ayer? —Juan Ignacio se congratula de pronto del sumario del último programa—. Únicamente hubo una historia de las características que me comenta. Las demás eran búsquedas de lo más variado.
—Verá, tengo por costumbre hacer mis deberes y he ido apuntando cosillas de las diez emisiones que he escuchado hasta ahora. Además de los informes que me pasan, claro. Ya sabe usted que en cada ciudad tenemos unos escuchas que hacen el seguimiento de todo lo que se emite por la radio. Repasaremos algunas —el comisario saca de una carpeta una revista y unas hojas amarillas—. ¿Un pitillo? ¿Un coñac? Aquí intentamos estar bien provistos.
Juan Ignacio acepta la segunda oferta. El comisario vierte en dos vasitos deslucidos sendos chorros de una botella de Soberano que saca de un cajón.
—Bonito reportaje el del último Por Qué, ¿verdad? En el primer párrafo ya hablan de usted y de su empresa. Y luego viene toda esta historia de Josefina Méndez…
—Fue un acontecimiento, Málaga se volcó.
—Lo sabemos, lo sabemos. El reportaje lo explica muy bien. Aunque deja algunos puntos oscuros que no aclara. ¿Dónde está el padre de esa chica, el hombre que en la retirada de Motril la confió a unos desconocidos? ¿De qué huía? ¿Por qué la dejó?
Juan Ignacio no contesta y el comisario abre una libreta.
—Le recordaré otros casos. ¿Está listo?
»“En marzo de 1939, cuando las tropas nacionales iban aproximándose a la frontera francesa, el niño Jorge Cid Cuadras fue herido en el bombardeo de Besalú. Sólo hablaba catalán y tenía una señal en la nariz a causa de una caída en la escalera y una fresa junto al labio en la parte derecha de la boca. El bombardeo le produjo una herida en el muslo y otra en el riñón del mismo lado derecho, ambas de metralla. Fue llevado a La Junquera. Se hizo cargo de él una ambulancia que trasladaba heridos de guerra. El chófer y la enfermera que le puso una inyección para atenuar el dolor deben recordarlo. Si alguno de ellos escucha el programa, por favor, den noticias a su padre Manuel Cid García, residente en Lima, para quien esas noticias tienen importancia trascendental”.
—Sí, ese padre se desplazó hasta España buscando a su hijo y vino en persona a nuestro programa, llegó a ofrecernos dinero por colaborar en la búsqueda, una oferta que naturalmente declinamos. Lanzamos su llamamiento al aire pero desgraciadamente, y a diferencia de otros casos, no obtuvimos ninguna respuesta.
—Una historia terrible, ¿no? Estremece el corazón pensar en lo que ocurrió con ese niño y en las angustias de ese padre. Ahora bien, quien bombardeó Besalú fueron nuestras tropas, y si ese padre está en Lima desde entonces no será por su afección a Nuestra Cruzada, ¿verdad?
Le llama la atención hasta qué punto el discurso del comisario se solapa con las observaciones que le largó ayer Luis Rupérez.
—Oiga, comisario, que nosotros somos muy prudentes con toda esta información. La afección al Caudillo y al Régimen de nuestro locutor es conocida. Y en este programa lo único que nos mueve es ayudar a las personas que lo necesitan. Usted mismo ha podido ver que los reportajes de Por Qué vinculados al programa están escritos con exquisita prudencia y omitiendo todas las cuestiones que pudieran resultar lejanamente conflictivas desde el punto de vista político. Lo que nos interesa es el lado humano.
El comisario esboza una sonrisilla.
—Lo que les interesa, si he entendido bien cómo funciona todo esto, es obtener beneficios comerciales para su empresa so pretexto de un programa radiofónico, ¿cierto?
—Hombre, sí, hasta cierto punto ése es el primer motor, pero una vez puesto en marcha hay muchos más factores…
—Claro, claro, pero déjeme que siga. Escribe doña Miguela Peira desde San Carlos de la Rápita. De este pueblo salió en 1938 un hermano suyo llamado Agustín, que fue herido en la mano derecha durante la batalla del Segre, de resultas de lo cual el dedo anular quedó inutilizado. Estuvo recluido en el campo de concentración de Argelès (Francia), donde consta su entrada pero no su salida.
—Muy triste.
—Pues aquí viene uno aún peor. Escribe la que cree llamarse Asunción Guerra Vila. Fue separada de sus padres durante la trágica evacuación de los niños de Málaga y su provincia. En la odisea la recogieron unos soldados que la llevaron a Alicante y la dejaron en un bar del barrio de Benalúa, donde fue recogida y adoptada por un matrimonio, apiadado por la situación de aquella niña de dos años. La pequeña creció convencida de que eran sus padres reales, pero, cuando murieron, unas vecinas le contaron la verdad. Esta joven manda una foto en la que aparece con un lazo en el pelo y vestida de lunares, con cuatro o cinco años de edad. Dice que ahora está sola en el mundo y añora a unos padres que posiblemente existan y con los que podría rehacer su vida.
»En el mismo programa telefonea una señorita francesa en nombre del que cree llamarse Francisco Hernández Peinado, para que le ayuden a buscar a sus padres o familiares. Como únicos datos recuerda que llegó a Francia con tres o cuatro años de edad, procedente de una expedición de niños españoles que llevaba el nombre de Prat de Llobregat. En el papel constaba que su nombre era Paquito Hernández Peinado de Guadalajara. ¿Quiere que siga?
Juan Ignacio declina. Es muy consciente de que este tipo de demandas han constituido la primera fuente de historias interesantes para su programa. Casos claros, dramáticos y con alguna posibilidad de éxito, el objetivo más deseable a la hora de planificar una emisión. ¡Cómo iba a ser de otra manera, si la Guerra Civil generó la mayor cantidad de muertes y desapariciones del siglo XX español! Sabe también que no le conviene discutir demasiado, ni mucho menos ponerse chulo, con el por lo demás afable comisario.
—No es necesario. Verá, somos conscientes de que manejamos material delicado. Pero póngase en la piel de esas personas. ¿No agradecería que alguien le echase una mano en unas búsquedas que de otra forma resultarían imposibles? El milagro de la radio es ése, poner en comunicación a través del éter a hombres y mujeres muy separados en el espacio.
—Claro, claro, yo también hice la guerra y soy muy consciente del horror que fue. Y precisamente por ello creo que todos los españoles de bien tenemos la obligación de que no vuelva a repetirse. Por eso me pregunto si es adecuado para la salud mental del país hurgar una y otra vez en aquellas heridas, y si un programa como el que ustedes están haciendo no se está convirtiendo en un punto de referencia, y no sé si también un vocero, para todos aquellos que, con ánimo partidista y revanchista, veinticinco años después del inicio de aquel triste conflicto, siguen atentando contra nuestra convivencia y contra la paz cimentada por nuestro Caudillo.
—¡Comisario! Usted ya lo debe de saber, el proyecto del programa pasó la censura, y los guiones son sometidos a ella y sellados rigurosamente cada semana en la delegación del Ministerio de Información y Turismo de las Ramblas. ¡No quiera ver en Rinomicina le busca intenciones que nos son completamente ajenas!
Martínez se ha levantado y, tras rodear la mesa, se coloca junto al visitante, posando una mano velluda sobre su hombro. Juan Ignacio da un respingo.
—Tranquilo, hombre, tranquilo, que no le voy a hacer nada. Mire, le hablaré con mucha franqueza. Ya sé que su programa tiene todos los vistos buenos y que el locutor es hombre de confianza, de hecho hemos colaborado con él en varias ocasiones en temas de sucesos. También sé que el patrocinador del programa, su jefe, el señor Pladevall, es un hombre bien visto, nosotros no nos metemos con los creadores de riqueza, aunque los orígenes no estén limpios como una patena.
—¿Por qué lo dice?
—¿No lo sabe? ¿De verdad ignora que su jefe despegó gracias al estraperlo? Se lo contaré. Pladevall heredó de sus padres una pequeña empresa de productos porcinos en la provincia de Gerona. Elaboraban fuet, chorizo, butifarra, longanizas, etcétera, y en aquellos primeros años de posguerra, con sus restricciones, tenían derecho a recibir cupos de cebada y trigo para los cerdos. Se inflaban los números, los contactos funcionaban y buena parte de esos cupos se revendían a estraperlistas, que los colocaban en el mercado negro. Como las cosas iban bien, Pladevall creó una pequeña industria farmacéutica adjunta, con la sangre de los cerdos se elaboraban sueros y vacunas para veterinarios. De nuevo se inflaban las cifras: más cupos y más negocio. Así arrancaron las Industrias Pladevall. Interesante, ¿no?
—No tenía ni idea —miente Juan Ignacio, a quien esta historia fue lo primero que le explicaron cuando entró a trabajar en el grupo.
—No, ¿verdad? —sonríe el policía—. Y ahora aquí están ustedes, una empresa modelo del Régimen, con este programa de radio que tiene tanto éxito. Y que no es una emisión de variedades, amable, con humor y canciones, de las que ayudan a soñar. Es un programa sobre desaparecidos, y tiene una potencial derivación política que nos parece preocupante. Vamos a seguirlo atentamente. Y ustedes van a intentar conducirlo de forma más compensada y que no todo sean dramones de la Guerra Civil. Por Luis no se preocupe, ya hemos hablado con él. Es a los patrocinadores a quienes queremos hacer llegar este mensaje. De la mejor manera posible.
Se concede un suspiro interior antes de despedirse del comisario. A partir de ahora tendrá que ir con pies de plomo.
En casa le explica el encuentro a Elena, mientras saborea una ginebra Giró con Fanta de limón, antes de sentarse a la larga mesa negra del comedor con ventanales sobre la Rambla de Cataluña.
—Me huele mal, van a por nosotros.
—Cálmate, Juan Ignacio, es sólo un aviso.
—Pero me lo han dado a mí para que lo transmita a la empresa. ¡Un comisario, nada menos! ¡Y en un tono que no admitía réplica! Me ha tratado bien, pero me gustaría saber cómo despacha a alguien que no vaya respaldado por Industrias Pladevall.
—¿Qué dice Rupérez?
—Le he llamado y se ha hecho un poco el sueco. Me ha dicho que a él simplemente le habían hecho alguna insinuación, pero sin tono de ordeno y mando. Asegura que podremos manejar la situación sin problemas, pero todo esto me preocupa mucho. Para empezar, el programa ni siquiera cuenta con unanimidad favorable en mi propia empresa. Si además tiene a las autoridades en contra…
—Lo que tiene es éxito, Juan Ignacio, éxito. Sacas de correo llenas, centralitas colapsadas, ¿no es eso lo que quiere la empresa, que el nombre de Rinomicina llegue a todos lados? Y lo que es más importante, estáis llevando a cabo una buena obra.
—Ése no es precisamente un argumento de peso en Industrias Pladevall.
—Pero sí que es un gran argumento para que te lo guardes en tu fuero interno y te acuerdes de por qué haces las cosas, mucha gente hace tiempo que lo ha olvidado y así les va.
—Este país está condenado, Elena, no saldremos nunca de las tinieblas.
—Saldremos, Juan Ignacio, saldremos. Vamos a comer.
A él le encanta cuando va vestida con ese pullover gris claro, falda a conjunto y, en el cuello, el discreto pero elegante collar de perlas que le regaló para el tercer aniversario. Presencia impecable, sensatez a toda prueba. Ésa es la mujer con la que se ha casado.
—Por cierto —interpela ella antes de empezar el consomé—, ¿cómo ha quedado lo de aquella carta que me impresionó tanto y que te recomendé? La del individuo al que su madre había depositado en un camión que arrancó de repente, y madre e hijo no se habían vuelto a ver…
—Se la pasé a Rupérez con sello de urgencia. Pero era un tema de pura Guerra Civil, me parece que habrá que demorarla unos cuantos programas.
—Ojalá no sea mucho, ese hombre se ha venido a Barcelona sólo para seguir esta pista.
—Como tantos otros, Elena, como tantos otros… Por cierto, ¿has sabido algo de Tona en los últimos días?
A Antonio Luna le pasa el tiempo rápidamente con su nuevo trabajo, en la cadena de montaje del Seat 600. Gracias a los primeros jornales ha dejado el Somorrostro y se ha instalado en una pensión de la calle Sepúlveda, donde duerme de un tirón y puede asearse a fondo cada día. Además, desde allí lo tiene fácil para coger en la Gran Vía el autobús que le lleva a la Zona Franca. En los escasos ratos que le quedan libres, da vueltas y más vueltas al motivo que le ha traído hasta Barcelona: encontrar a su madre. El problema es que, si trabaja, no dispone de tiempo que dedicar a esta cuestión, y si no trabaja tampoco cuenta con la tranquilidad mental necesaria, porque la preocupación por el día a día le devora. Tras enviar la carta al programa de radio, del que no ha recibido respuesta, no sabe a qué otras puertas llamar. En la comisaría, a la que acudió cuando pudo acreditar su ocupación laboral, se lo han quitado de en medio. No podemos ayudarle y además nadie quiere acordarse de los años de la guerra, le dijeron. Fue un día a la Secretaría de Acción Social del arzobispado. Una señora de mediana edad y aspecto de matrona le escuchó con atención y le explicó que en su organismo no podían hacer nada por él. Fue ella quien le recomendó que escribiera a Rinomicina le busca.
En el comedor de la Seat, Paco el del bigote ha vuelto a abordarle en varias ocasiones.
—¡Pues claro que nadie quiere ayudarte a buscar a tu madre! ¿Y sabes por qué? Porque las instituciones y la policía están al servicio del orden establecido, que es el de los vencedores de la guerra. No han sabido portarse bien ni con los suyos, fíjate cuánto mutilado circula por ahí sin un lugar donde caerse muerto. Pues mucho menos con los vencidos. Lo de este país no fue una guerra civil como la de los americanos en la época de Lincoln, amigo. Aquí no hubo ni reconciliación ni clemencia para el perdedor, y al día siguiente todos unidos al trabajo y a tirar adelante el país, como hicieron ellos. Aquí, a los vencidos, que los zurzan, si no algo mucho peor. ¡Vae victis!, que decían los romanos. ¡Ay de los vencidos! ¿No me dijiste que habías estado viviendo en el Somorrostro? Pues allí al ladito mismo, en el Campo de la Bota, siguieron fusilando condenados hasta 1945, el año en que la victoria de los aliados les obligó a mantener un poco las formas. Suerte de la Segunda Guerra Mundial, de no ser por ella aún tendríamos pelotones de ejecución a pleno rendimiento.
—No me interesa la política, Paco, sólo localizar a mi familia.
—¡Todo es política! ¿O crees que te encontrarías en esta situación si no fuera por ella?
Los domingos, Antonio Luna vagabundea por Barcelona. Vuelve bastante a menudo a las barracas de la playa, donde ha dejado amigos y donde siempre hay un plato para él en torno a una olla de cocido, y nunca falta un vaso de manzanilla cuando alguna de las niñas del barrio, con diez o doce años, se pone a taconear y batir palmas a ritmo vertiginoso, acompañada musicalmente por algún guitarrista de manos afiladas. Con el tío Andrés mantiene largas conversaciones mientras caminan juntos por la arena cubierta de colillas, malas hierbas y cascotes, con el sonido del rompiente reverberando en sus oídos.
—Tú estás obsesionado —le dice a Antonio— y las obsesiones no son buenas. ¿Quién te dice que tu madre es el ser maravilloso que esperas?
—Hombre, tío Andrés…
—A lo mejor las razones por las que tú te quedaste en el camión y ella fuera no son exactamente las que te imaginas. Y a lo mejor esa mujer ha cambiado. El tiempo apalea a las personas. Quizá vivirías más feliz olvidándote de todo este pasado…
Una de esas tardes de domingo barcelonés, amarillentas y tristes, Antonio Luna ve en el Paseo de Gracia, cerca de la Plaza de Cataluña, a Manolo de Torrelavega, el bribón con quien habló en el tren y que le tendió la trampa el día de su llegada a Barcelona.
—¡Al ladrón, al ladrón! —grita.
Pero nadie le hace caso y el personaje echa a correr, esfumándose en un abrir y cerrar de ojos y dejándole sumido en una renovada frustración.
Hoy la comida tiene lugar en Finisterre, el restaurante de la Diagonal con amplia terraza abierta en la confluencia con la calle Villarroel. Famoso por su pescado, su misma decoración en madera de guinea presenta abundantes guiños (brújulas, timones) al mundo marinero. Pero la temporada de caza ha empezado hace poco y ofrecen también jabalí y becadas, dos platos por los que Casimiro tiene debilidad. Se dice que el dueño del Finisterre tiene un trato especial con cazadores no profesionales, amantes de la caza que son amigos de amigos y abaten más piezas de las que pueden consumir en familia, para que le lleven a él su sobrante. Gracias a eso, al pescado fresco y a su buen servicio, su carta resulta imbatible en la ciudad.
El compañero de mesa es Víctor Artal, célebre periodista, del que se dice que a veces tartamudea porque sus pensamientos van tan rápido que las palabras no pueden seguirle. Alto y vigoroso, rubicundo, gesticula con sus anchas manos y mueve la cabezota como si estuviera a punto de embestir una puerta. Víctor descolló muy joven, durante los años de la República, como una prometedora figura que escribía en catalán para los diarios de la Lliga y en castellano mantenía algunas corresponsalías de la prensa de Madrid. Estuvo un tiempo en la capital de España siguiendo los debates parlamentarios y viajó por Europa lo suficiente para inquietarse con los fascismos en alza. Consiguió un éxito importante con su librito En el aire, donde narraba sus experiencias en un vuelo en zepelín durante nueve días entre Berlín y Buenos Aires; buena parte de su gracia radicaba en los tipismos de los pasajeros alemanes y bonaerenses, y en escenas como la de la paliza que la tripulación germana pegó a un pasajero al que habían sorprendido fumando (y que por tanto podía haber hecho volar el zepelín en pedacitos). En la Guerra Civil, Artal tuvo que optar entre sus raíces y vocación moderadamente conservadoras, y el antifascismo que había ido incubando en sus viajes. El conservadurismo se impuso al antifascismo y así hizo la guerra en el cuerpo de prensa del ejército franquista, elaborando textos de propaganda.
Tras la victoria no le gustó lo que vio, ni cómo se administraba, de modo que se las arregló para conseguir una corresponsalía en Londres para un pool de periódicos españoles. Informó de la batalla de Inglaterra y el liderazgo de Churchill sin disimular sus simpatías, pese a la presión que recibía de la embajada española en Gran Bretaña y a la feroz censura a la que eran sometidos sus artículos en España. A partir de 1943, hasta los más franquistas se dieron cuenta de que Hitler no iba a resultar vencedor en el apocalipsis que había desencadenado, y los textos de Artal pudieron leerse cada vez más íntegros, honrando a su autor y a los medios informativos que lo habían mantenido en su puesto. Al acabar la guerra fue condecorado por los británicos; los maldicientes dijeron que no tanto por lo que había hecho públicamente en prensa, como por lo realizado, con mucho más sigilo, para los servicios de información de Su Majestad.
Tras este episodio pasó diez años girando por el mundo, en corresponsalías diversas y en trabajos de documentación y asesoría en el área hispanoamericana que le encargaban desde la ONU, donde siempre mantuvo útiles contactos. Nunca dejó de pasar una buena temporada cada año en España, lo que le permitió seguir el pulso del país. Cultivó excelentes relaciones con los sucesivos ministros de Información y Turismo y era muy halagado por los embajadores del régimen franquista en el extranjero, lo que hace pensar que bajo mano debió de rendirles también algunos servicios en la mejora de la imagen de la dictadura ante opiniones públicas como la estadounidense. En suma, Artal es un personaje tan ambiguo como inteligente y bien posicionado, con torrentes de información siempre útil, vasta curiosidad y ganas de hacer cosas. A Casimiro, que le conoce desde hace lustros, le cae bien. Hablan en catalán.
Los dos son hombres con apetito. Casimiro, tras detenido estudio de la carta, pide patatas soufflé y, en homenaje a la temporada, becada flambée. Artal, una ensalada primavera y un rape Costa Brava. Con el aperitivo comentan algunas banalidades y chismorreos políticos y cuando llega el primer plato, Pladevall va al grano.
—¡Me encanta esta cocina! —dice—. Bueno, tú dirás, Víctor.
Artal se limpia el labio superior con la servilleta, un tic innecesario porque lo tiene limpio.
—He estado siguiendo con mucha atención tu trayectoria —dice Artal—. Eres sin ninguna duda uno de los hombres con más futuro de la España actual.
—Gracias.
—Te has ido expandiendo de forma inteligente: laboratorios, industria alimentaria, construcción, hasta has conseguido controlar un banco, lo cual en los tiempos que corren ya es mérito. Te mueves bien en las altas esferas y, aunque no eres de la vieja guardia patricia que domina esta ciudad y que lleva generaciones acumulando laureles, tampoco eres un nuevo rico obsesionado únicamente por la pela.
—Si te crees que la pela no me importa ya te adelanto que estás en un tremendo error.
—A todos los ricos la pela os importa mucho, de otro modo ya no lo seríais. Pero tú tienes inquietudes, escribes obras de teatro, te interesa la política, ¿cierto?
Pladevall, divertido, aunque desde hace tiempo ya muy acostumbrado al incienso, no responde.
—Pero te falta una cosa —añade Artal, y guarda acto seguido un silencio efectista.
Pladevall espera sin decir nada.
—¿No me preguntas qué es?
—Dímelo tú.
—Te falta un medio de comunicación. En el mundo actual, la información es influencia y es vocación de futuro. Están sucediendo muchas cosas, en este país y en todo el mundo, y el público necesita, primero, que se las expliquen bien, y después que se las interpreten correctamente. Hay un espacio en la prensa española para que aparezcan nuevos medios ágiles, a la francesa, con corresponsales brillantes y nuevas firmas, con espíritu cosmopolita, que acompañen y a la vez tutelen los movimientos de la sociedad española hacia un concepto más moderno. Un medio de comunicación dará buena imagen a tus empresas, te brindará poder a ti, tendrás la satisfacción de estar contribuyendo al cambio y, si juegas bien tus cartas, no sólo no perderás dinero sino que te será rentable.
Pladevall esboza una sonrisilla.
—La verdad es que hace tiempo que doy vueltas al tema que me estás planteando. ¿Tú en qué piensas concretamente?
—En un nuevo diario en Barcelona que, si tuviera éxito (y no dudo que lo tendrá), podría propiciar muy rápidamente una edición en Madrid. En las dos ciudades ocurre lo mismo, hay un diario influyente y del establishment (en Barcelona, La Vanguardia, en Madrid, el ABC) con un sistema de trabajo tradicional, y sometidos a ingentes presiones por parte del poder. Los demás se encuentran muy lejos de tener su peso. Los periódicos del Movimiento, como Pueblo en la capital o La Prensa y la Soli aquí, sufren el estigma de su origen. Y los que quedan (el Ya en Madrid, El Correo o el Brusi en Barcelona) no presentan una mentalidad verdaderamente alternativa, ni se plantean hacer un periodismo diferente. Yo he pasado muchos años viviendo en el extranjero y creo que sí puedo plantearlo y conseguirlo. Con articulistas incisivos y reporteros que salgan a la calle a buscar las noticias en vez de sentarse a esperar que les llegue el parte oficial. ¡Hay que encontrar historias apasionantes, remover el panorama, zarandear a la opinión pública!
—¿Hablas de un diario de izquierdas? Ni tú ni yo lo somos. Al menos yo no lo soy.
—Hablo de un diario más arriesgado e interesante que los que hoy pueden leerse —Artal se limpia de nuevo el labio impoluto—. Con mentalidad abierta, no oficialista. Con una sensibilidad europea, atenta a la diversidad. Si las cosas fueran bien, con el tiempo podríamos ir pensando en introducir una o dos páginas de artículos de opinión en catalán, para rescatar autores que hoy se mantienen en silencio, y reconectar con el periodismo barcelonés de antes de la guerra.
—Interesante… ¿Y la censura?
—Sumando tus contactos y los míos creo que podremos esquivarla, aunque no dejará de plantear problemas ocasionales, obviamente. Pero después de haber sorteado la de los años nazis, sinceramente no es un tema que me preocupe demasiado.
—Tu propuesta empieza a interesarme. Dame más detalles. Por ejemplo, ¿de cuánto dinero inicial estaríamos hablando?
Durante un rato, Artal y el industrial perfilan una primera panorámica del proyecto, con un Pladevall cada vez más animado. Parece que el veterano corresponsal le haya adivinado el pensamiento: es cierto que una entrada —triunfal— en el mundo informativo es lo que le falta para completar ese perfil de hombre de negocios dinámico y transformador en el que le gusta reconocerse. Sí, a lo Servan-Schreiber. Un diario en Barcelona, ¿por qué no? ¿Y quién mejor que el hábil, inteligente y sinuoso Artal para tutelarlo? El camarero les trae el milhojas gigante de crema catalana y las características crêpes del maître Casas que han pedido de postre y ambos se lanzan al ataque con ganas.
Pladevall ha despedido a Demetrio y ha parado un taxi para desplazarse hasta esa empinada calle en la colina del Putxet donde mantiene su apartamento secreto. Lo compró allí porque era un lugar discreto, pero ahora muchas veces se arrepiente de lo apartado y elevado —y por tanto incómodo— que resulta. Aunque es cierto que aquí existe poco riesgo de ser detectado por miradas indiscretas. Aparcado en la calle ve el Seat 600 azul pálido de Tona, y respira. Finalmente ella ha acudido.
Cuando acababa de adquirir este apartamento para poder desplegar libremente un ámbito de su vida privada que quería mantener en secreto a ojos de su esposa, se planteó cómo debía instalarlo. Pidió ayuda, con mucha discreción, a Paco Folgarolas, el decorador de la alta sociedad de Barcelona. Paco le pasó unos dibujos de espacios barrocos, con cortinas negras, sofás blancos, abundantes espejos y mesas doradas con candelabros que le horrorizaron, porque pensó que darían al lugar un aire de burdel veneciano, lo que probablemente no estaba muy lejos de la intención del veterano interiorista. El magnate buscaba algo menos recargado, así que hizo llamar al encargado de los stands de sus empresas en la Feria de Muestras y le pidió que se ocupara del asunto. Quedó encantado con el funcional resultado: un sofá y dos butacas de líneas rectas y tonos claros, un comedor con mesa de cristal y sillas de rejilla, un dormitorio discreto con una cama muy grande…
La fidelidad conyugal no es un valor en alza en el sector de la clase dirigente catalana en el que se mueve Pladevall habitualmente. De su propio padre solía decirse que el mismísimo día de su boda dejó el lecho de su querida para dirigirse al altar donde le esperaba la futura madre del magnate. Casimiro no es un hombre frívolo, pero el narcisismo y la curiosidad constituyen su talón de Aquiles.
Cuando empezó a cortejar a Marta Nicolau, ella no se lo puso nada fácil. En realidad aún estaba saliendo del marasmo. Mentalmente, seguía fiel a su gran amor de juventud, un pintor, primo segundo suyo, que había muerto en accidente de coche, cuando en compañía de dos amigos y colegas se dirigía en coche a Madrid para rendir ritual visita al Museo del Prado. Estaban preparando la boda y el shock fue tal que a Marta tuvieron que internarla. Habían pasado dos años de todo eso y le seguía costando hacer vida normal. Casimiro, que empezaba a brillar en el mundo de los negocios, echaba a faltar de forma cada vez más acuciante una compañera de trayecto. Marta era perfecta para él: de buena familia (mucho mejor que la suya), bella y distinguida —aunque distante—, rubricaría espléndidamente su ingreso en la oligarquía barcelonesa. Planteó su cortejo con atención casi paternal y grandes gestos: una diadema magnífica, bombardeos florales, cenas en el Ritz con la orquesta de Bernard Hilda tocando para ellos dos solos…
Marta no lo tenía muy claro porque no se había olvidado del pintor, pero sufrió una fuerte presión de su familia, que, interesada en que dejara atrás aquel episodio, veía en Pladevall a un buen candidato. Se casaron y tuvieron un hijo, pero al empresario le daba la impresión de que su esposa mantenía frente a él un acervo de reservas mentales que nunca llegaban a diluirse. En poco tiempo empezó a sentirse como el Joaquín Rius de Mariona Rebull, la novela de Ignacio Agustí, de tanto éxito por aquella época: el obseso del trabajo casado con una bella mujer que no le ama.
Durante cerca de ocho años se mantuvo voluntariosamente fiel a su esposa, pese a la insistencia de su círculo de amigos para que les secundara en sus francachelas. Como casi todos los de su generación, Casimiro se había hecho hombre a través del sexo mercenario, una experiencia de la que no guardaba buen recuerdo. Ya adulto e instalado en el sistema, procuró no frecuentar a las profesionales. En los últimos tiempos, y a medida que la relación con Marta se enfriaba más y más, empezó a constatar con estupor que resultaba atractivo para un buen número de mujeres, solteras o casadas con otros, que le enviaban claros mensajes de que estaban disponibles. En sus viajes al extranjero, algunos con su amigo el actor Óscar Figole, otros más utilitarios y aburridos, se había encontrado a sí mismo compartiendo lecho de la manera más fácil con atractivas y simpáticas señoras francesas, italianas o alemanas. En España, las cosas no surgían de una forma tan simple, pero poco a poco las oportunidades también se iban sucediendo.
En algún momento ha tenido escrúpulos de conciencia, pero, también al igual que muchos de su quinta, considera estos devaneos desplegados con éxito ya en la madurez como una mínima revancha por las angustias de una adolescencia y una primera juventud marcadas por la guerra y, luego, por dos decenios de vida pública impregnados de la solemnidad del Régimen —por otra parte, en su opinión, tan beneficioso para el país— y la insufrible beatería de una Iglesia católica instalada en el poder. Como compensación a tanta España negra, tantos militares y tanto oficio de Semana Santa, resulta casi obligatorio para no asfixiarse jugar un poco al niño malo de cuando en cuando. Y también le sirve para liberar esa energía que él, hombre poco deportista, necesita ir proyectando para que la ansiedad no le consuma. ¿Acaso tiene la culpa de haber nacido con un cuerpo sano que para funcionar correctamente necesita concederse ciertas expansiones?
Pladevall no se ha excedido en sus escapatorias, mantiene la máxima discreción sobre su desarrollo y se ha ocupado muy bien de que no interfieran con su vida profesional y no supongan ninguna afrenta visible o pública para Marta, cuya inteligencia y displicente complicidad aprecia y agradece a su manera. Cuando se ha sentido demasiado culpable, ha intentado compensarla con regalos espectaculares y viajes de primera. Sospechaba que ella sospechaba, pero también creía que, mientras no le diera una prueba palpable que no pudiera ignorarse, ella preferiría no saber. Es más, la considera perfectamente capaz de tomarse la revancha —hay consenso general en que se trata de una mujer muy atractiva— y en su fuero interno es consciente de que, si alguna vez ocurre, no tendría por qué reprochárselo.
En otras palabras, a lo largo de los años Pladevall siempre ha conseguido mantener sus escapadas extraconyugales en lo que él considera un contexto de fair play y racionalidad. Pero todo este elaborado montaje mental ha empezado a tambalearse desde que hace pocos meses conoció a Tona.
Tona, que le está esperando fumando un cigarrillo Bisonte en el sofá de líneas rectas y tono claro del apartamento del Putxet.
—Estás maravillosa. Eres lo más bonito que ha hecho Dios después de Franco —galantea con ironía Casimiro.
—No sabía que ibas a venir al Club de Tenis —le dice ella antes de que le dé tiempo a sentarse—. Me gustó encontrarte. Aunque una vez allí me esquivaste un poco.
—¡Estaba mi mujer!
—Es igual, te había echado de menos desde aquella desagradable pelea. Mi vida es muy gris cuando no te veo. Y me supo mal colgarte el teléfono.
—Mejor no volvamos a hablar de la noche de El Cortijo. Yo sólo quería transmitirte que aunque estoy loco por ti —y sabes perfectamente que lo estoy— mi situación es difícil.
—¿Y qué pretendes? ¿Que me esconda? ¿Que me disfrace? ¿Tratarme como a una querida de palco del Liceo?
Aquí Tona ha hecho alusión a uno de los mitos familiares de la burguesía barcelonesa, que hacía de las queridas una institución aceptada y hasta fomentada. A principios del siglo XX los industriales emergentes iban con sus esposas legítimas al emporio de la ópera y observaban con los prismáticos otros palcos de mujeres sueltas. Un día, la esposa de uno de estos prohombres está escudriñando entre el público y le dice a su marido: «Mira, por ahí va Fulanita, la querida del industrial Gonyalons. La verdad, Josep, es que es mucho más guapa la nuestra». En el imaginario que acompaña a esta historia se supone que a muchas mujeres de la clase alta ya les iba bien que sus maridos, a quienes consideraban unos pelmazos, tuvieran una amante fija, para así no tener que aguantarlos ellas todo el día.
Pladevall evita esgrimir cumplidos tópicos, que con Tona regularmente le fallan. ¿Qué le atrae tanto de ella? Primero, que es guapísima (en un estilo moreno y más mediterráneo que su esposa). Segundo, su inteligencia, con un punto de extravagancia que la hace poco previsible. Tercero, su drama personal: le da un aire vulnerable, la hace interesante y le permite sentirse protector. Cuarto, que es muy elegante (aunque también su mujer lo es). Quinto (pero, si hemos de ser sinceros, tal vez segundo), su cuerpo, tan voluptuoso y seductor, con esa electricidad sexual que le vigoriza. Sexto, pese a todas las desgracias tiene sentido del humor (su mujer, no). Séptimo, es cariñosa (y aquí gana varios puntos frente a cero en la clasificación de Marta). Octavo: su genio. Incluso sedada es una sparring de primera.
—Tengo una sorpresa para ti. Sígueme.
—¿Al dormitorio? ¿Tan rápido?
Él la guía delicadamente cogiéndole la mano. A los pies de la cama, apoyado en la banqueta, descansa un paquete rectangular grande y fino.
—Ábrelo.
Ella inicia la apertura pero se encalla con una cinta de papel adhesivo. Casimiro busca en la cocina unas tijeras. Ella acaba la tarea y emite un «oh» de satisfacción.
—Eres un cielo, ¡me encanta!
Lo ha apoyado en la pared. Es el retrato que de Tona ha hecho Lajos Fehér, el afamado pintor húngaro afincado en Barcelona. A la velazqueña, sobre fondo neutro, una Tona vestida de beige, plasmada de medio cuerpo levemente ladeado respecto al observador, con el lacio y adorable cabello oscuro cayendo por el hombro, esboza la sonrisa triste que tanto ha dado que pensar a Casimiro en las últimas semanas. El escote pone perfectamente en valor el carnoso y respingón seno izquierdo. Un retrato precioso.
—¿Cómo lo hizo? No me conoce.
—Trabajó a partir de algunas fotos que le pasé del verano pasado. Y eso le animó a duplicar el precio, ya que habitualmente sólo acepta pintar del natural.
—Eres el personaje de los grandes detalles, Casimiro. Sólo que…
—¿Qué? —se hace eco él, alarmado.
—¿No crees que me ha retratado bastante gorda?
—Pero Tona… —balbucea Pladevall.
Durante unos segundos mantiene la seriedad ante la estupefacción del industrial. Luego inicia una sonrisa. Ambos ríen ahora a carcajadas.
—Es broma, es broma, ¡de verdad que me gusta muchísimo! Ven aquí, hombre encantador —dice ella atrayéndole firmemente con ambos brazos.