6

La concentración es intensa. En la minúscula redacción de la revista Por Qué, Luis Rupérez repasa pruebas de texto junto con el maquetista y el único redactor de la publicación, que por las tardes trabaja en el diario La Prensa. El primer número de Por Qué apareció hace pocas semanas. Rupérez la ha fundado con la intención explícita de competir con El Caso, semanario de sucesos que lleva más de ocho años publicándose con éxito en Madrid. Como elementos diferenciales aporta, además de su conocida energía, su propia popularidad incipiente, derivada de programas radiofónicos y columnas en la prensa local, así como sus buenos contactos en medios policiales. Confía en que la creciente demanda general de temas truculentos juegue a favor de la nueva empresa.

En el primer número marcó su filosofía: «Los sucesos que la actualidad nos trae se diluirían en el olvido, apenas leídos, si no plantearan el problema de averiguar lo que movió a su ocurrencia. Cada suceso —y por extensión, cada acontecimiento— tiene su «porqué». ¿Por qué el asesino armó su brazo? ¿Por qué se perpetró una agresión o un hurto? ¿Por qué tal o cual actitud humana ante un vulgar acontecimiento…?»

«Periodistas de calle, que es decir periodistas en continua acción y siempre en la avanzadilla informativa, les serviremos desde hoy, sin ánimo de espeluznar a nadie, la información veraz y completa y la silueta moral de los personajes de cada suceso.»

Veintiocho páginas en blanco, negro, rojo y sepia; con amplios reportajes a cargo de una red de colaboradores en las principales ciudades españolas —la mayoría viejos colegas de anteriores batallas periodísticas— y numerosas fotografías. Difusión inicial de diez mil ejemplares, a un precio de tres pesetas.

Mientras revisa las pruebas intenta componer mentalmente la portada. Los temas centrales van desfilando bajo su mirada nerviosa. Nueva captura de Juan Reynes, el torero, ladrón de torres de veraneo ya célebre a sus veintinueve años. Jugoso. Una cocinera de Vich podría ser la heredera del título y la fortuna de un aristócrata andaluz fallecido en 1928. Llamativo. El marido de Brigitte Bardot ingresado en un hospital, ¿será declarado inútil para el servicio militar? Justito. Un futbolista juvenil muere al recibir un rodillazo…

Llega a la doble página de Rinomicina le busca. Mientras estaba buscando financiación para la revista surgió la propuesta de conducir el espacio radiofónico, y le faltó tiempo para proponer a los responsables de la empresa la vinculación entre el semanario y el programa. Habitualmente le dedican una página semanal con un caso destacado en la cabecera y varias historias menores reflejadas en pastillas de un párrafo. Pero cuando alguna de las peripecias ofrece verdadero potencial humano, Rupérez no duda en darle vuelo. Es el caso del despliegue que tiene entre las manos, y que el periodista vuelve a repasar:

¡Rinomicina le busca!…

Recepción apoteósica a la hija que recuperó a su madre

Josefina Iglesias —ahora Josefina Méndez— es acogida con fervor en Málaga.

Por Qué y Rinomicina le busca lograron el emocionante encuentro.

El lunes día 28, en los andenes de la estación de Barcelona Término, don Juan Ignacio Varela, representando a la firma Rinomicina, acompañaba a Josefina Iglesias, la joven que se suponía había nacido en Lora del Río (Sevilla) y que se hallaba trabajando en Barcelona. Josefina marchaba hacia Málaga, donde una madre creía haberla reconocido como la hija que perdiera hace veinticuatro años. La oyeron por la radio en diálogo con nuestro director Luis Rupérez, relatando sus recuerdos y sus señas personales. Veinticinco emisoras nacionales y Radio Andorra lanzaron a los vientos el mensaje de esperanza de esta joven andaluza. Y no tardó en llegar la respuesta: doña Ana Berrocal Fernández, desde Málaga, nos pedía ver a Josefina convencida de haber hallado a la que tanto llorara. Rinomicina le busca puso a disposición de estas personas que sufrían cuantos medios necesitaban para encontrarse. Y el encuentro se ha efectuado, como podrán ver leyendo el amplio y emocionante reportaje que nos envía nuestro corresponsal.

Tras el eco de este programa, Rupérez había dudado si le valía la pena trasladarse personalmente a Andalucía para cubrir él mismo el reencuentro. Le gusta imaginar que el lector de Por Qué espera encontrar su firma cada semana al pie de algún gran artículo. Pero, en esta ocasión, perder dos días en el desplazamiento le complicaba demasiado el cierre del número. Por suerte cuenta en el Sur con un reportero de confianza.

Llegó a su hogar malacitano Pepita Iglesias y una amargura que duró veinticuatro años desapareció. Rinomicina la buscó y la encontró, y la ha devuelto al feliz hogar malagueño en el que una madre ha vertido diarias lágrimas por el recuerdo de su hija perdida. En la estación de Málaga, a las once menos cuarto —desde las diez de la noche los amplios andenes presentaban un aspecto animadísimo, tanto que más de un empleado de los servicios nocturnos preguntó qué pasaba para que hubiera tal expectación—, se congregaba medio barrio de la Trinidad, en una de cuyas calles, la denominada Calzada, habita Ana Berrocal Fernández, la madre que durante veinticuatro años ha suspirado por el recuerdo de una hija cuyo paradero —e incluso si vivía— desconocía totalmente.

La Trinidad es un barrio típico malagueño, habitado por familias modestas de excelente corazón y que han sentido íntimamente las penurias de los familiares de Pepita Iglesias. Como son generalmente apreciados en toda la barriada, cuando se tuvo noticias de que Rinomicina había encontrado a la hija perdida, hicieron del hogar de doña Ana un centro de visita diaria para interesar nuevos detalles del ser querido encontrado y del día venturoso de su reunión con su desconocida familia. Por eso no es exagerado decir que la mitad del populoso barrio estaba en la estación esperando a Pepita, a la desconocida, aunque apreciada, Pepita Iglesias.

Su madre había llegado ya, pero no había hecho acto de presencia en el andén. Permanecía en el coche de don Sebastián Martín Molina, representante en Málaga de Rinomicina, ocultando su impaciencia y nerviosismo. La acompañaban su hija, Esperanza Méndez Berrocal, el esposo de ésta, Francisco Quintana Trujillo, y uno de los hijos de este matrimonio.

Resultaba difícil charlar con la afligida y deprimida madre, porque entre lágrimas y suspiros difícilmente encontraba las palabras para expresar lo que quería decir. No obstante, llegamos hasta ella y le preguntamos.

—¿Había hecho antes diligencias para tratar de averiguar el paradero de su hija?

—Siempre lo intenté, pero parecía que se la había tragado la tierra. ¡Hija de mi alma! ¿Quién me había de decir que la tenía tan cerca?

—¿Creía que ya no la volvería a ver?

—Mucho me lo temía, sí señor. Pero Dios ha querido que todos mis sufrimientos hayan tenido su compensación al final y sólo Él sabe lo que agradezco a cuantos me han ayudado a vivir este momento feliz la dicha que me han proporcionado.

—¿Está segura de que la que llega es su hija?

—Sí, lo estoy. He visto sus fotografías y me consta que se trata de ella. Es el vivo retrato de mi Esperanza, como usted mismo podrá observar dentro de poco.

—¿Podría decirme qué siente en este momento?

—No, no podría decírselo, porque no encuentro las palabras. Una ansiedad muy grande, unos deseos locos de poder abrazarla, un sinvivir… Aunque siempre la he llorado mucho, ahora, al saber que vive y que pronto se reuniría conmigo, no he pegado ojo esperando este momento, pensando en su llegada, deseando el momento de estrecharla entre mis brazos. Estoy que no me puedo tener, créame, porque la excitación nerviosa es grandísima.

No hacía falta esta confesión de la madre, porque se apreciaba claramente en su rostro. Agotada, descompuesta, inquieta, doña Ana Berrocal Fernández pasó a una de las salas de la estación.

Allí estaba la hermana, Esperanza Méndez Berrocal, que tanto decían que se asemejaba a la desaparecida. No quería apartarse de la madre; pero, no obstante, conseguimos hacerle algunas preguntas.

—¿Es cierto que se parece usted a Pepita?

—Muchísimo. Por lo menos en las fotos que nos ha enviado, mucho.

—¿Podría decirnos lo que siente en este momento?

—Una felicidad grandísima.

—¿Esperaba que apareciera su hermana?

—Lo deseaba ardientemente, porque por ella he vertido muchas lágrimas.

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintinueve años. Le llevo dos años a Pepita, pero cuando desapareció sólo tenía cinco.

—Por lo tanto, ¿no podía reconocerla por la foto?

—No me acordaba de ella y, claro, como está muy cambiada… Pero cuando recibimos sus dos fotografías no dudé un momento que era mi hermana.

Esperanza está también nerviosa. Le preocupa su madre, que en poco tiempo se ha desmejorado mucho. Por eso preferimos charlar un rato, a la espera de que llegue el tren Taff, con Francisco Quintana Trujillo, marido de Esperanza y cuñado, por tanto, de Pepita, para que él nos cuente todo el proceso del feliz reencuentro.

—¿Usted encuentra parecido entre su mujer y Pepita?

—Y usted cuando la vea se lo encontrará. No cabe duda, es la hija de la señora Ana, que se perdió hace veinticuatro años durante la Guerra Civil, cuando su padre en Motril, en la huida, se la confió a unos señores que fueron los que la adoptaron, y luego no volvieron nunca más a dar noticias de la niña. Con ellos se fue a Lora del Río. Por lo que hemos sabido ha sido la Providencia la que, hace cuatro meses, hizo que Pepita se decidiera a irse a trabajar a Barcelona, para que así pudiéramos encontrarla, porque si continuara en Lora, donde tantos años vivió, a estas horas seguiría la angustia de la madre.

—¿Cómo fue el ponerse en contacto con ella?

—Pues por indicación de una vecina. Ella fue la que un día se presentó en casa de mi suegra y le dijo que en Barcelona había aparecido una muchacha que no tenía familia y que deseaba reunirse con ella. Esa señora sabía que mi suegra tenía una hija perdida hacía veinticuatro años y le recomendó que tratara de informarse por si era aquélla su hija.

—¿Y quién es esa señora?

—Esa que está ahí, y que ha venido también a ver a Pepita.

Rupérez aprueba en silencio. El corresponsal ha entrevistado a todos los familiares y testigos a su alcance. ¡Cuántos testimonios cruzados en una estación ferroviaria! Debió de acabar con un buen dolor de cabeza. Rupérez sabe muy bien lo complicado que resulta dialogar con personas en estado de shock emocional. La paciencia y mano izquierda que se necesita. Ve, por las fotos donde aparece su colaborador, que iba vestido muy correctamente, con americana y corbata; nada de informalidad ni de presentarse de cualquier manera. Seriedad y corrección, ésta es la única forma de que respeten a un periodista, sobre todo si es de sucesos. Las publicará para que el lector pueda constatar la mano detrás de la historia: una revista como la que están haciendo debe crear un clima de familiaridad entre quienes la elaboran y su público. Enciende un Celtas.

Hicimos un inciso en la conversación con Francisco Quintana y hablamos con doña Concepción Aragón, que es el nombre de la señora que recomendó a Ana Berrocal seguir la pista de su posible hija.

—¿Cómo se le ocurrió pensar en que pudiera ser la hija de Ana Berrocal?

—Usted verá, un día vino mi nuera a casa y me dijo que había escuchado esa emisión en la que se había presentado una muchacha que deseaba encontrar su hogar. ¡Ah, me dije! ¿Y si fuera ésa la hija de Ana? Y ni corta ni perezosa me fui a decirle lo que tenía que hacer. Entonces, por mediación de Radio Juventud, hicieron las diligencias para ponerse en contacto con Barcelona y en poco tiempo recibieron las dos fotos que Pepita envió.

—¿Y qué impresión causaron las dos fotos? —preguntamos al hermano político de Pepita.

—Ya se puede usted figurar. La madre enseguida dijo que era su hija, que se parecía muchísimo a mi mujer y que deseaba abrazarla. Todos los que vimos las fotos coincidimos con la apreciación de la madre, porque el parecido, como podrá usted observar, es grandísimo.

—¿Quién fue, definitivamente, el que aseguró que Pepita Iglesias era la hija perdida de Ana Berrocal?

—Todos estábamos seguros, pero fue Ana Campano, su madrina, que vive en Huelín, quien dijo que no cabía la menor duda. Le enseñaron la foto y sin decirle nada le preguntaron: «¿Quién crees que es?». Y ella, sin dudarlo un solo momento, respondió: «Ésta es mi ahijada, tu hija, Ana». Antes de que la madre tuviera la convicción de que aquélla era su hija, la madrina lo aseguró. Mi suegra —dice Quintana— está muy torpe. Ha sufrido mucho y más aún en estos días.

—Y fotos de cuando Pepita era pequeña, ¿no han recibido?

—No, porque, aunque Pepita las pidió a Lora del Río, no le enviaron nada. Es más, de ese pueblo tenemos entendido que escribieron a Barcelona diciendo que no le hicieran caso, que nada de lo que había dicho era cierto. Menos mal que por aquellos días recibieron la carta de mi suegra y así se pudo mover definitivamente todo.

La conversación con Francisco Quintana quedó cortada por un toque de sirena: El Taff había rebasado ya la estación de Campanillas y dentro de breves minutos estaría en la capital. Los vecinos de Trinidad, en sus deseos de ver bien de cerca a Pepita Iglesias, obligaron a intervenir al policía armado de servicio, y la madre, con su hija Esperanza, salió de la sala de espera. Sabíamos que Pepita Iglesias vestía un abrigo rojo con botones blancos y la esperábamos en la ventanilla, pero la muchacha, impulsada por sus deseos de encontrarse lo más pronto posible entre los brazos de los que la han llorado veinticuatro años, no tuvo paciencia para aguardar a la detención del tren en el interior del vagón y venía casi en el estribo con una maleta, una bolsa y algunos periódicos —entre ellos Por Qué— con los que había matado la interminable espera de un viaje que, como después dijo, le pareció interminable.

Abriéndose paso al filo del Taff, don Sebastián Martín Molina se acercó a ella y le entregó un precioso ramo de flores, que Pepita recibió con una sonrisa. Después, madre e hija se estrecharon, vehementes, en un momento impresionante que, si al sexo débil, con su nutrida representación de futuras amigas de Pepita Iglesias, le hizo derramar abundantes lágrimas, al sexo fuerte lo llevó al borde de la debilidad y lo sumió en un momento de profunda emoción.

—¡Hija! —gritó la madre, cayendo desvanecida.

—¡Madre! —dijo Pepita abrazándola.

Esperanza Méndez Berrocal se fundió con ellas en un apretado abrazo. La única mujer que no lloraba era Pepita Iglesias, posiblemente porque todas sus lágrimas habían sido derramadas antes, en sus días tristes cuando, sola en el mundo, vivía con la ilusión de encontrar a la que le había dado el ser. Ciertamente Pepita es una chica encantadora, risueña, parece que cariñosa, y no es difícil de identificar por su gran parecido con su hermana Esperanza.

Uno, sobreponiéndose a la indescriptible emoción del momento —emoción que torpemente hemos tratado, sin conseguirlo, por supuesto, de reflejar—, hilvana difícilmente el diálogo con Pepita Iglesias, no sin antes tener que abrirse camino hacia ella a fuerza de utilizar las más rudas maneras por entre los vecinos que la rodean y la agasajan.

—Pepita, es usted la única mujer que no ha derramado una lágrima.

—Ya para qué voy a llorar. Ni quiero que lloren ellos, porque son momentos de felicidad que no deben celebrarse con llantos.

—¿Se encuentra parecido con su hermana Esperanza?

—Todavía no tuve tiempo ni de mirarla.

—¿Es feliz?

—Como no pensé que se pudiera ser. Es el día más feliz de mi vida, y si me hubieran pedido la vida por vivir estos momentos no me habría importado darla.

—¿Será buena hija?

—Prometo hacerla muy feliz y compensarla sobradamente de los muchos sufrimientos que ha tenido.

—Y usted, señora —preguntamos a doña Ana Berrocal—, ¿qué nos puede decir?

—Que tengo mucha pena y mucha alegría.

—Ya no hay penas, sólo alegría, madre.

—¿Podría contarnos algo de su pasado, Pepita?

—El pasado no existe, ahora sólo interesa el presente. Ya le digo que no quiero penas, y recordar aquellos días de angustia y desolación supondría rememorar momentos tristes.

—Y usted, Esperanza, ¿qué podría decirnos?

—Pues que soy muy feliz porque me he encontrado con una hermana que no sabía que tenía. Siempre la quise muchísimo y ahora la querré aún más.

Pepita, serena, risueña, nos dice, mientras le hacen unas fotos:

—Me han retratado más que a unos novios. Quiero por mediación de su revista enviar un cariñoso y agradecido saludo a su director y prometerle que le enviaré fotos de este momento inolvidable.

No hubo tiempo para más. Pepita Iglesias, rebosando satisfacción y alegría, marchó hacia el barrio de Trinidad a conocer su casa, a vivir una vida nueva feliz, optimista, a conocer a los que hacía veinticuatro años esperaban, cada vez con menos esperanza, este feliz momento del encuentro.

Gracias a Rinomicina la felicidad inunda hoy un hogar malagueño en el que antes sólo anidó el desconsuelo y la tristeza, y la madre, tras escalar el calvario de veinticuatro años de amargura, ha encontrado un oasis de paz y de cariño en esa hija que ha nacido a la vida de la familia a los veintisiete años de edad.

Juan Cortés Jaén

Reportaje gráfico exclusivo para Por Qué de Ángel Martín.

PIES DE FOTO

1. Por Qué estuvo allí. Y las primeras palabras de la sonriente Pepita fueron para nuestro corresponsal en Málaga, Juan Cortés.

2. Las dos hermanas, Pepita y Esperanza, cuyo parecido puede comprobarse, posan junto a su madre.

3. El populoso y modesto barrio de la Trinidad quiso vivir estos momentos felices de su convecina Ana Berrocal. Y llenando los andenes de la estación obligaron a intervenir a la fuerza pública.

4. El primer abrazo. Un abrazo que Ana Berrocal venía guardando desde hace veinticuatro años y en el que se expresa la felicidad del momento.

5. La madre, embargada por la emoción, desfallece después de ver convertido en realidad el sueño de tantos años: tener a la hija amada entre sus brazos.

6. Pepita Iglesias expresa con su abierta sonrisa la satisfacción que le produce encontrar su hogar.

7. Durante largo rato, Ana Berrocal no se recuperó de su desvanecimiento. Todas sus fuerzas en esos momentos se concretaban en las palabras «¡Hija mía, hija mía!».

¡Impecable! Ojalá todos los colaboradores fueran como Juan Cortés, a quien apenas hay que editar porque sabe construir frases sin faltas de ortografía y con sujeto, verbo y predicado. Una virtud que desgraciadamente no abunda. Rupérez se vuelve al maquetista.

—Esta historia es buena. Vamos a hacer una llamada en portada con foto. Título: «Encuentra a su hija tras veinticuatro años de sufrimiento».