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¿Que si conoce a Tona Viladomiu? La pregunta de Pladevall le ha hecho gracia. La mejor amiga de su mujer, a la que en los últimos tiempos habían tenido que sacar de varios líos. La bellísima y desgraciada Tona. ¿Qué tiene que ver con su jefe? Es más, ¿no resulta un tanto sospechosa esa pregunta lanzada en el último momento, como al desgaire? ¿Resultaría excesivamente maquiavélico sospechar que albergaba desde el principio la intención de sonsacarle? ¿El capitán de empresa Casimiro Pladevall, el empresario en auge del momento? Descarta de momento la hipótesis.

A Juan Ignacio se la presentaron durante un intenso verano, que acabó siendo decisivo para él, en la segunda mitad de los años cuarenta. Cierto amigo común, Toñito Rivera, le había convencido para acompañarle a las fiestas de Barets de Mar. Esta localidad del Maresme se enorgullecía de su luminosidad mediterránea, su vistoso puerto pesquero y las decorativas casas de indianos que dan el tono del paseo marítimo y la riera, esa arteria central que en los pueblos catalanes de la costa canaliza hasta el mar las aguas rebeldes que en días de tempestad desbordan riachuelos y acequias de las montañas próximas, y acaban precipitándose en la playa con verdadera violencia.

Toñito instaló a Juan Ignacio unos días en su casa y le presentó a los chicos del grupo veraniego de Barets: Carlos Monteys, Paco Puig, Antonio Manubens, Ricardo Viladomiu… Todos estaban entre los veinte y los veinticinco años, varios hacían el servicio militar, sin edad para haber combatido en la Guerra Civil, pero hijos de vencedores o en todo caso de familias acomodadas más o menos simpatizantes con la situación, disfrutando de una amena juventud en aquellos años de crisis europea.

Y es que en Barets de Mar los veraneantes se divertían. Toñito, con aquella cabellera roja y espesa que se arremolinaba sobre la frente en forma de tupé picudo, era un bufón y eterno adolescente cuya principal preocupación en la vida se centraba en tramar cada día nuevas y originales gamberradas.

En las fiestas patronales de San Zenón, por ejemplo. Los amigos fueron a los puestos de la Riera a practicar el tiro al blanco. Ganó Paco Puig, y el gitano del puesto le premió con una botella de espumoso. Fueron a la escollera a celebrarlo, abrieron la botella y, cuando Puig dio el primer largo y profundo trago, lanzó la botella a un lado y se precipitó sobre el agua a verter lo que tenía en la boca y posiblemente en buena parte de su estómago.

—Esto no era champaña, ¡eran meados!

Toñito, Monteys y Viladomiu se partían de risa. A media tarde habían ido a la tienda y le habían comprado al gitano una de sus botellas. La habían vaciado primero y luego colmado con el producto de sus urgencias interiores. Por la noche, dejaron ganar a Paco en el tiro al blanco y luego le habían dado el cambiazo. ¡Así era Toñito, él lo había urdido todo!

Al día siguiente, la víctima del bromazo fue el propio Juan Ignacio, que hubiera debido sospechar lo que se cernía sobre su cabeza. Por la polvorienta Riera circulaban entonces numerosos animales de carga. Toñito y Paco le llevaron hasta la reja de un ventanal donde permanecían atados tres burros. Desataron a uno y le dieron la cuerda.

—Mira, tienes que llevárselo al recluta Miñana, que lo está esperando. Vive aquí al lado, en la calle Clavé, 27. Entras en la casa con el burro y si Miñana no está se lo dejas a la criada.

—¿Un burro en la casa? ¿Estáis locos?

—Lo está esperando, luego él ya lo llevará a su jardín, que es donde le ha hecho la casita, no te preocupes por eso —le insistió Toñito—. Se lo entregas y le das estas instrucciones —y le tendió un sobre.

—Haznos este favor, nosotros tenemos que ir al Club Náutico a preparar la verbena de esta noche —remataba Paco Puig.

Con poca convicción, se hizo cargo del equino. Tuvo que arrastrarlo con fuerza hasta la entrada de la casa, pero, una vez que la criada de la casa Miñana les abrió la puerta, el asno pareció espabilarse de pronto. Se abrió camino hasta el salón y allí empezó a mordisquear el tapete con puntillas de la mesa central, haciendo caer al suelo el jarrón que sostenía y que se hizo añicos. Al tiempo iba defecando sobre el suelo. La criada empezó a gritar, y en pocos segundos estaban en el salón chillando con ella la cocinera y un chófer que agarraba a Juan Ignacio del cuello. La escandalera iba in crescendo cuando bajó una joven de cabello castaño y rostro simpático, con un traje estampado.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.

Como contestación obtuvo un sonoro guirigay. La chica hizo callar a los empleados de la casa y se dirigió a él muy seria.

—¿Puedes decirme quién eres y qué estás haciendo aquí con este burro asqueroso?

Un azorado Juan Ignacio le tendió el sobre. La chica leyó en voz alta:

—A la atención del recluta Rafael Miñana. Ha sido usted asignado al arma de caballería. Por orden de la Capitanía General de Barcelona tiene la obligación de cuidar, alimentar y entretener a este integrante de nuestras fuerzas hasta su próxima incorporación a filas.

Cuando acabó la lectura, la hija del señor Miñana se reía a carcajadas.

—Pero si mi hermano no está… ¡Serán gamberros! Venga, vamos a limpiar rápido esto antes de que venga mi padre, se va a poner hecho una furia.

La relación con Elena había empezado.

Aquella tarde, en el Club Náutico, Elena le presentó a su amiga Tona, la hermana de Ricardo Viladomiu.

—¿Tú eres el del burro? —le preguntó—. ¡Qué bruto! ¿Cómo te dejaste engañar?

Vestía una blusa blanca y una falda azul cielo plisada. Con su belleza morena, su lunar en el mentón, su tipo perfecto, su sensualidad desafiante, Tona era posiblemente la chica más guapa del grupo de Barets. Pero el corazón de Juan Ignacio ya estaba asignado. Al día siguiente, durante una chocolatada en una colina próxima al pueblo, se las arregló para despistarse del grupo con Elena y a los pocos minutos la estaba besando junto a unos viñedos.

En los años que siguieron, Juan Ignacio y Elena Miñana asentaron su relación con ciertos altibajos, propios, sobre todo, del carácter curioso pero indeciso de él y de una prevención contra el compromiso derivada de la relación con sus padres. Ella, por su parte, no escatimó paciencia.

Para Juan Ignacio la afectividad constituía un territorio incómodo e inquietante. Su padre, un ingeniero que había trabajado para importantes empresas constructoras en los años anteriores a la Guerra Civil, era exageradamente reservado y frío; en los escasos ratos que pasaba con su hijo, lo trataba como si lo estuviera examinando. Puesto que era un niño sensible, esta situación le generaba una ansiedad que le costó mucho sacarse de encima. Tras los trastornos de la guerra, que habían pasado en la zona nacional tras escapar de Barcelona, el señor Varela se acomodó con dificultad al nuevo Régimen triunfante, sus personalidades y sus modalidades de contratación. Había vuelto con la salud maltrecha y el corazón delicado y en 1945 falleció súbitamente de un paro cardíaco.

Su madre, Elvira, era el polo opuesto: simpática, muy sociable (pero poco cálida en la distancia corta), devoradora de novelas y películas de Hollywood, bastante superficial. A su hijo le costaba hacerse escuchar por ella. Cuando su marido murió tuvieron que apretarse el cinturón, pero consiguieron mantener un ajustado tren de vida gracias a que Elvira había heredado unas posesiones en Tarragona, cuyos cultivos de avellana y oliva le proporcionaban cierta renta anual y de las que además vendía una parcela de cuando en cuando.

Por consejo materno estudió Derecho, pero no llegó a acabar la carrera. No le interesaban las materias ni tenía vocación para la abogacía, y los gruesos tomos de Administrativo pudieron definitivamente con su paciencia. Le gustaba relacionarse, le gustaba leer, le gustaba escribir, aunque tampoco tenía una firme vocación literaria. Su madre montó un gran drama cuando le comunicó la decisión de dejar la carrera, pero él se mostró inflexible.

Como hijo de viuda se las arregló para librarse del servicio militar y, gracias a un amigo de la facultad, encontró un primer trabajo en la Diputación de Barcelona. Era un empleo de funcionario en oficinas, donde no se sentía a gusto; además, por aquel entonces empezaba a desarrollar una cierta conciencia crítica y comprendió que formar parte del engranaje del Estado franquista, pesado, autoritario y notablemente irracional, no era lo suyo. Al cabo de un año lo dejó.

Fue entonces cuando su madre movió contactos y a través de una amiga que también lo era de la madre de Casimiro Pladevall le encontró un puesto en el entonces emergente grupo del industrial. Su larga relación con Elena se desarrolló en paralelo a la paulatina y discreta ascensión en el seno del grupo, hasta que le dieron responsabilidades de promoción y marketing en la división farmacéutica y cosmética. El mundo publicitario le gustó enseguida porque resultaba variado y porque combinaba la creatividad con las relaciones públicas y los aspectos prácticos de la vida. Por fin había encontrado su vocación.

En el período que siguió a su primer encuentro con Juan Ignacio, Tona Viladomiu llevó, por su parte, la relajada vida normal de una chica acomodada de la época, con ciertas inquietudes. Tras el preceptivo Servicio Social en las instalaciones de la sección femenina de Falange en el castillo de la Mota, tomó clases de pintura en una academia de la calle Puertaferrisa. Durante un tiempo salió con Félix Marqués, vástago de una importante familia de oftalmólogos. Félix era un joven serio, muy volcado en su carrera, y la relación con Tona, que era una vitalista, le aturulló un poco. Al cabo de un par de años lo dejaron, y él se fue a montar una de las clínicas familiares a Argentina, donde se convertiría en un especialista de referencia internacional como lo había sido su padre y como lo fue también su hermano, que se quedó en Barcelona.

Para reponerse de una ruptura que en realidad no le resultó especialmente traumática, Tona consiguió que su padre la enviara un año a Inglaterra. Y a la vuelta, como si tuviera prisa, inició inmediatamente su noviazgo con Marcos Feu.

Alto, con facciones casi infantiles, lampiño, a Marcos se le consideraba un hombre guapo. Buen deportista, jugador de tenis y de polo, esbelto y musculado. Sin ser desde luego un genio, tampoco era tonto: había estudiado, como Juan Ignacio, Derecho, pero no en el mismo curso, con lo que apenas se habían cruzado en la facultad. A diferencia de él, había acabado los estudios, y tenía un buen trabajo en una compañía internacional de seguros, donde se encargaba de importantes peritajes. Aunque le faltaba sentido del humor, transmitía una sólida sensación de seguridad en sí mismo. Pero era el hijo único de una madre muy dominante, de la que se decía que ya le había conseguido boicotear dos noviazgos, si bien en aquel momento nadie sospechaba entonces que esta circunstancia acarrearía con el tiempo todos los peligros y problemas que conllevó.

Cuando Marcos y Elena llevaban poco tiempo saliendo, la señora Feu tuvo un aparte con ella para intentar convencerla de que era demasiado joven para formalizar una relación. Estaba ya bastante decidida, y la estrategia no dio resultado.

Elena y Juan Ignacio se casaron a finales de mayo de 1955 en la iglesia de la Concepción de Barcelona, y dieron el banquete nupcial en La Rosaleda. Dos días después se celebraba el enlace de Tona y Marcos —los dos tan atractivos, ¡guapísimos!, una pareja que llamaba la atención— en la capilla de la finca de los Feu en Puigcerdá, que también abrió sus jardines para la comida nupcial. La noche anterior todo el grupo de Barets estuvo de juerga hasta altas horas en el hotel del Lago. Tona aguantó hasta que empezaba a amanecer; Marcos se había retirado a dormir apenas pasada la medianoche. No fue un buen augurio, como no lo fue, durante la jornada de la ceremonia, la actitud de la madre del cónyuge, primero excesivamente cariñosa con su vástago —tiempo después, cuando estalló la crisis, alguien aseguró que incluso había llegado a besarle en los labios— y al final del día directamente desgarrada por la separación, con lágrimas e hipidos abundantes. Tras la boda, Elena y Juan Ignacio cogieron el tren en La Tour de Carol, camino de la luna de miel en París.

Las dos parejas tuvieron niños pronto: los Varela a Sergio y Begoña, los Feu a Inés. Pero los primeros no tardaron en detectar alguna grieta en el matrimonio de los segundos. Marcos ya no era el gallardo capitán del equipo de polo; había engordado —o mejor, se había ido inflando, y las mejillas parecían fundirse con una incipiente papada— y sus entradas en la frente empezaban a revelarse como una imparable calvicie. En cuanto a Tona, mantenía su belleza pero se la veía permanentemente inquieta, como si no pudiera relajarse ni un segundo. Había dejado de ser la Tona soberana del grupo de Barets para convertirse en una criatura extrañamente desconcertada. La esperanza de marcar distancias, una vez casados, con la señora Feu, habían resultado vanas. Aquella dominante matrona interfería constantemente en su vida diaria. Aleccionaba severamente a Tona e imponía a la cocinera los menús que consideraba adecuados para su hijo. Cuando Marcos enfermaba —por ejemplo, de una gripe que se le complicó bastante— se refugiaba para recibir cuidados en la casa paterna, dejando a Tona e Inés en el domicilio conyugal. La pareja empezó a discutir bastante a menudo y, después de sobrellevar algunas veladas no precisamente balsámicas, Elena y Juan Ignacio empezaron a replantearse la oportunidad de verles tan asiduamente.

Pero aquella noche, a las nueve y media, el Buick Super verde y blanco de Marcos estaba aparcado en el chaflán de debajo de casa. Elena y Juan Ignacio se despidieron de la tata, entraron un momento en el cuarto de los niños para darles un beso silencioso y poco después se dirigían hacia un local del barrio de Gracia, uno de aquellos restaurantes populares que frecuentaban.

A Marcos ya se le notaba algo bebido, lo que hacía presagiar lo peor, y durante el trayecto se embarcó en una larga consideración sobre «lo poco que trabajaba la gente», a partir de sus observaciones de aquella mañana en el despacho (los sábados aún se trabajaba media jornada). Estaba indignado porque alguien, que tenía que pasarle determinado expediente, no se había presentado en la oficina, y su mujer había telefoneado para decir que estaba enfermo. Según Marcos, todo aquello era «puro cuento». En cuanto a Tona, en el asiento contiguo, permanecía silenciosa, con la cara larga y algo ausente.

El restaurante Tudela, siempre atestado, con sus manteles a cuadros y su laberíntica distribución, no es un lugar silencioso. Todos los comensales parecían expresarse a pleno pulmón. Sentados en una de las mesas del altillo, ante los primeros platos, Marcos continuaba machacando sus tesis y daba rápida cuenta de la primera botella de vino secundado por Tona, que también bebía rápido.

—En este país —decía— hace falta mano dura, porque está lleno de vagos. Necesitamos un gobierno fuerte.

—¿Aún más fuerte? —preguntó Juan Ignacio.

—¡Mucho más fuerte! ¡Un Hitler es lo que necesitaríamos!

—No digas tonterías, Marcos, por favor —intervino Tona.

Él se volvió hacia ella, irritado.

—Sólo los tontos dicen tonterías.

—Tona, ¿fuiste a Curra a ver los vestiditos que te dije? —cortó Elena.

Curra era una tienda de ropa infantil que la mujer de Juan Ignacio visitaba a menudo.

—Pasé anteayer por la tarde, de vuelta de la facultad.

—Porque ahora estudia, ¿sabéis? Claro, como le sobra el tiempo en casa —intentó ironizar Marcos.

—No empecemos —replicó ella.

—Como le sobran horas, y no hay que ocuparse de la niña, ni preparar la comida de su marido, porque para eso contamos con una chica de servicio, pues ella puede irse cada día un rato a la universidad a perder el tiempo.

—¿Y qué quieres, que pase el día en casa y me convierta en una arpía doméstica que sólo sabe controlar las vidas de los demás y meterse donde no le llaman?

—¿Por quién lo dices?

—Por nadie.

—Mira, como empieces otra vez a criticar a mi madre voy a perder la paciencia.

—¡Dong! Tiempo —bramó Juan Ignacio—. Chicos, es noche de sábado, hemos salido para divertirnos y, además, los trapos sucios se lavan en casa.

—Eso, divirtámonos —dijo Tona, y vació su vaso de un trago—. Hoy me siento TREMENDAMENTE divertida.

Elena y su marido cruzaron una mirada.

—Tan divertida que quiero empezar a reírme lo antes posible. ¡Camarero, otra botella! —solicitó sin éxito, porque en el barullo del Tudela captar la atención del servicio era tarea ímproba.

—¿No has bebido suficiente? —inquirió Marcos.

—¿Me vas a dar lecciones? ¿Pretendes dármelas —alzó la voz— cuando tú te has liquidado dos martinis antes de salir de casa como quien bebe agua? ¡Anda y que te zurzan!

—Haz lo que te dé la gana. Por mí como si te ahogas en vino barato —sentenció Marcos.

Los esfuerzos combinados de Elena y Juan Ignacio no lograron remontar el alicaído espíritu de la cena, así que cuando terminó —tardía, trabajosamente, porque el camarero no se dio prisa ni en traer la nota ni en devolver luego el cambio—, y salieron camino de Rancho Grande, Juan Ignacio se sintió francamente aliviado.

El sótano de la calle Balmes ofrecía música y bebida hasta altas horas de la madrugada, conculcando cualquier reglamentación para espectáculos, y era el preferido de los personajes más divertidos y manirrotos de la ciudad. Desde monárquicos de buena familia como Pepón Buenatierra, a solteros del grupo de Barets, como Toñito Rivera o el hermano de Tona, pasando por un generoso «quién es quién» de la vida nocturna y pública barcelonesa, Rancho Grande reunía a un variado personal y era un útil propiciador de contactos empresariales tanto como de cacería sentimental. Alguna vez Juan Ignacio había visto allí al mismísimo Casimiro Pladevall, presidiendo la mejor mesa, rodeado de algunas de las fortunas más conspicuas de Barcelona, todos ellos sumergidos en champagne francés.

En aquel espacio tapizado de terciopelo carmesí, con iluminación velada y mesas redondas en torno a las cuales se generaba un intenso tráfico de asistentes, todos se conocían y se saludaban —con la excepción de algunas profesionales del amor de alto standing que circulaban por allí noche tras noche, y que finalmente también acababan por integrarse en la rueda de rostros reconocibles—, y, a partir de las dos de la mañana, las conversaciones ya eran propias de un jardín de infancia, porque casi todo el mundo estaba borracho en algún grado.

Se instalaron en una mesa lejos de la orquesta y pidieron champaña. Mientras las dos mujeres se iban al lavabo, Marcos y Juan Ignacio hablaban de trabajo.

—¿Qué tal por Seguros Heracles? —preguntó Varela.

—Psé —respondió Feu con una mueca—, aburrido como siempre. Tal como están las cosas no veo un futuro demasiado excitante en Barcelona. Pero —hizo una pausa— fuera de aquí ya es otro cantar.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes que mi compañía es internacional. Y en la oficina se habla mucho de nuevos planes para Hispanoamérica.

—¿Abrís sucursales allí?

—Parece bastante seguro que se establezca una filial en México, y tal vez otra en Perú. Son países que se están desarrollando y mis jefes en París huelen buenas oportunidades de negocio.

—¿A ti te interesa eso?

—Quién sabe —lanzó el humo de su cigarro hacia arriba, dejándolo deslizar hacia el techo siguiendo la línea marcada por su nariz y el despoblado entre sus cejas. Y añadió—: ¡Total, para lo que voy a hacer aquí! ¡Camarero, un whisky, por favor!

Marcos parecía lanzado a bañar en escocés su pesimismo, cuando las dos mujeres volvieron y Juan Ignacio arrastró a la suya a la pista de baile. Sonaba una canción popularizada por Sinatra y Elena estaba radiante. Por la pista evolucionaban algunos conocidos, y Varela les observaba de reojo sumido en una grata semimodorra.

Un alboroto en la mesa rompió su ensimismamiento. Marcos y Tona se estaban peleando a grito pelado, y un par de camareros revoloteaban por las proximidades con ánimo de intervención. Los Varela se acercaron rápidamente hasta el escenario del rifirrafe.

—¿Negarás que estuviste provocando a ese tipo? —vociferaba el marido.

—¡Estás loco! ¡No le había visto en mi vida! —se defendía Tona.

—Entonces, ¿por qué ha venido hasta aquí a rondarte?

—¡Y yo qué sé! ¡Porque le habré gustado, supongo!

—¡Exacto, supones bien! ¡Y porque le habrás dado a entender que eres lo que todo el mundo ve que eres!

—¿Y qué soy, si puede saberse?

—¡¡Una puta!!

El término inexorable había sido pronunciado. Tona, lívida, arrancó de una mesa una copa de champaña y la tiró a la cara de su cónyuge, que quedó chorreando. Y cuando él se iba a lanzar sobre ella, los dos camareros lo detuvieron y lo paralizaron, dando tiempo a Tona de precipitarse hacia la puerta. Elena salió tras sus pasos, mientras Juan Ignacio intentaba pacificar a Marcos y a los camareros, que prolongaban la bronca para entretenimiento y solaz de los demás clientes.

Cuando, algunas horas más tarde, regresaban en taxi a su casa, Juan Ignacio se sentía francamente deprimido. Estas explosiones de sordidez conyugal entre amigos parecían indicadores de la gran traición del mundo adulto: ¿acaso no estaban Marcos y Tona aparentemente diseñados para constituir la pareja perfecta? ¿Qué estaba ocurriendo?

Varios meses más tarde, un lunes de primavera sonó el teléfono en el piso de Rambla de Cataluña, y Elena atendió la llamada.

—Es Ricardo Viladomiu. Está en casa de Tona y dice que la ha encontrado completamente histérica. Que ha ocurrido algo espantoso. Le he dicho que ahora mismo iríamos para allí.

Media hora después entraban en el ático de los Feu en la calle Mandri. La criada abrió con expresión de perplejidad, anticipando el clima impropio que reinaba en el domicilio. El desorden era considerable: los almohadones de los sofás estaban desperdigados por el suelo de la casa, los ceniceros desbordados, la mayoría de objetos parecía encontrarse fuera de su sitio. Tona, sentada en una butaquita, lloriqueaba, fumaba y bebía coñac a grandes tragos. Ricardo iba del baño a la terraza y de la terraza a la cocina. Juntos parecían un perfecto ejemplo de ineficacia a la hora de afrontar una crisis.

Después de llorar un rato en brazos de Elena, Tona, de forma sumamente confusa, empezó a explicar su historia, que, con la ayuda de algunas aclaraciones de Ricardo, los Varela pudieron reconstruir casi al completo.

Marcos había abandonado el domicilio conyugal. Se llevó con él a su hija y ambos estaban en paradero desconocido. No había dejado ninguna nota de despedida. Tona se había enterado de la fuga cuando, al volver de pasar el fin de semana en la Costa Brava, encontró a su suegra en casa.

María Victoria de Feu le había dicho que no se preocupara, que la niña estaba bien, que las cosas podían arreglarse. Pero había extraído de una carpeta un montón de papeles que le hizo firmar. Tona pudo leerlos sólo por encima, pero le bastó para comprender que se trataba de una confesión de adulterio.

—¿Y por qué firmaste semejante cosa? —preguntó Juan Ignacio.

—Porque me dijo que era la única forma de conseguir que volviera a ver algún día a mi hija —contestó Tona entre hipidos—. Y porque me aseguró que un detective me había seguido y tenía todas las pruebas.

—Pero esta declaración no se te puede tener en cuenta. La firmaste bajo coacción, es un chantaje. No tiene valor legal. Y además es mentira, ¿no?

Tona hundió el rostro en el pañuelo, sollozando ruidosamente.

—Seamos prácticos —dijo Elena—. ¿Tu suegra no te dijo dónde estaban?

—No —respondió Tona—. Sólo me dijo que, si yo firmaba, encontraríamos una solución. Pero que tenía que esperar, que no moviera nada más porque Marcos estaba muy irritado conmigo.

—¿Irritado, por qué?

El matrimonio, explicó Tona, había sido invitado a pasar el fin de semana a la Costa Brava, a la finca de Luis Molins, un amigo de la pareja, que daba el sábado por la noche una gran fiesta. Marcos había declinado asistir por razones de trabajo, pero insistió mucho para que Tona acudiera. De modo que ella partió sola y se quedó en casa de Molins, hasta el lunes por la mañana, cuando bajó a primera hora a la ciudad.

—¿Y en la Costa Brava pasó algo especial?

Tona apuró su vaso.

—Luis me ha estado yendo detrás durante más de un año. Marcos lo sabía, de modo que me extrañó mucho que insistiera tanto para que yo fuera sola a la fiesta.

—¿Te quedaste todo el fin de semana?

—¡Marcos insistió! ¡Presionó a fondo! ¡Le llamé el domingo y me dijo que alargara la estancia, que disfrutara!

—¿Y allí pasó algo que pudiera ser utilizado contra ti?

—Si pasó algo —repuso Tona con frialdad— no hay forma humana de que mi marido pudiera saberlo.

—¿No te acostarías con Molins, verdad?

—¡Sí! ¡Claro que me acosté con Molins! ¡Marcos me lo puso en bandeja, insistiéndome para que subiera a Llafranch después de maltratarme y de insultarme constantemente durante meses! Me puso una trampa y yo he caído como una imbécil, ahora lo comprendo todo.

Intervino Elena:

—Todo esto es muy extraño, y no me gusta nada. Mejor que telefoneemos inmediatamente a tu suegra.