Tona Viladomiu emerge lentamente de los abismos del sueño. Es cerca del mediodía y se nota muy pesada. Las pastillas de Somatarax, el barbitúrico que le recetó el doctor Berenguer, le permiten dormir —hasta que las empezó a consumir no pegaba ojo, a decir verdad son una bomba—, pero también la dejan sin energía y como apisonada. Entra luz por la persiana y oye el sonido de una puerta que se cierra: sin duda, Lola, su asistenta, ya lleva un rato poniendo en orden la casa.
Suena el teléfono. Con buen criterio, cuando tuvo que instalarse en este piso, se hizo colocar un aparato al lado de la cama. Es Luisa Mateu y al reconocer su voz sabe que la conversación la va a dejar aún más agotada. Luisa es una institución social barcelonesa. Casada con un tranquilo notario que le garantiza un nivel de vida acomodado y la deja hacer, tras poner cuatro hijos en el mundo Luisa necesita fijarse día a día algún objetivo en el que emplear su inagotable energía. De un tiempo a esta parte está detrás de cuanta iniciativa caritativa se cuece, que ella siempre consigue hacer apetecible combinándola con eventos sociales: encuentros, conferencias, tés benéficos, rallies de coches antiguos, subastas y hasta puestas de largo a las que consigue dar un realce, digamos altruista, asociándolas a recaudaciones de fondos para algún buen fin.
Cuando se produjo la desgracia de Tona Viladomiu, Luisa Mateu decidió apadrinarla contra viento y marea. Tona le está agradecida por ello. El momento no fue fácil, ya que, aunque en ciertos ámbitos se sabía con certeza que el marido de Tona era un perfecto canalla —pero nadie, realmente, hubiera imaginado que llegara al extremo que llegó—, en otros círculos se albergaban serias dudas en torno a la actuación de ella.
En todo caso, y fuese cual fuese el nivel exacto de su propia responsabilidad en cuanto había ocurrido, la cuestión es que Tona había quedado como una mujer suelta, sin marido —no exactamente separada, porque al parecer faltaban, o ni siquiera se habían empezado a discutir, ciertos requisitos legales; desde luego el matrimonio no estaba anulado por la Sacra Rota, de eso ni tan siquiera se había hablado—. Sin su hija (y esto era realmente lo terrible), Tona era vista como un elemento fuera de registro; presumiblemente, al menos en cierto grado, ligera de cascos, y por tanto peligrosa en un mundo social tan lleno de maridos adinerados, atractivos y simpáticos —y muy vigorosos— como el barcelonés de los primeros años sesenta.
Frente a esta generalizada percepción se había plantado enérgicamente Luisa Mateu, y con todo el vigor de su exuberante físico marcado por un visible, pero llevable, sobrepeso, había proclamado a los cuatro vientos: «No, os equivocáis, Tona Viladomiu no es una mujer fácil. Es la víctima de un malvado y por eso hay que ayudarla». Y a partir de ese momento la había incluido en cuanto comité pro lo que fuera había encontrado. Del Domund al Día del Cáncer, de la Cruz Roja a las Hermanitas del Desamparo, allí estaban las dos amigas presidiendo mesas, estampando banderitas en ojales masculinos o visitando hospitales.
Luisa Mateu no ha leído a Nietzsche y formalmente desconoce su aforismo «Lo que no mata, te hace más fuerte». Pero intuitivamente, y a lo largo de una prolongada experiencia vital, es una filosofía que tiene muy asimilada. Cada vez que se acerca a uno de esos lechos del dolor, sea en San Juan de Dios o en el Clínico, hable con niños condenados o con enfermos terminales, Luisa los alienta:
—Sé valiente, no te rindas, piensa que de todo esto saldrás más fuerte.
Y a veces resulta cierto, aunque no siempre su consejo sea comprendido, y en incontables ocasiones la acción implacable de la Parca deja sin ningún efecto sus palabras.
Tona sabe que también ella tendrá que oírle a su amiga la frase famosa, más pronto que tarde a lo largo de la conversación telefónica. Porque si algo distingue a Luisa Mateu es que cuenta con fuentes de información de primer orden. Ni la más insignificante hoja de árbol de un barrio residencial barcelonés se mueve sin que Luisa Mateu se entere. Y por supuesto se ha enterado de la terrible noche de El Cortijo y la Bodega Bohemia (que Tona, en estos momentos, está intentando olvidar), y sabe muy bien cómo acabó.
—Pero Tona, cariño, ¡qué suerte tuviste de que te llevaran inmediatamente a Urgencias! ¡Y de que te atendieran nada más llegar! ¿Tú sabes lo que ocurre con estas heridas en la cabeza? ¿Cómo pudiste ser tan descuidada y tan irresponsable? ¡Y a quién se le ocurre beber, cuando estás tomando esos medicamentos de nombre tan complicado!
—…
—Lo sé, lo sé, bonita, soy consciente de que tu vida no es fácil. Pero cuando estés deprimida no dejes pasar las horas, llámame inmediatamente, o vente a dormir a casa si te notas inestable… Ya sabes que puedes contar conmigo para todo. Ahora bien, ¡lo que bajo ningún concepto debes hacer es seguir dando que hablar!, ¡salvo que quieras convertirte en una apestada social y una leprosa! Hay cosas que no se perdonan. En fin, la lección positiva es que después de este terrible episodio…
—¿Saldré reforzada?
—Eso es exactamente lo que quería decir, cariño, saldrás más fuerte para acabar de solucionar todos tus problemas.
—Eso me gustaría. Me siento muy desgraciada, Luisa —y Tona siente que sus ojos se llenan de lágrimas.
—¡Lo superarás! Pero tienes que prometérmelo: se acabaron las noches locas. Se acabaron los numeritos. Suerte tuviste la otra noche de que Elena movilizara a Juan Ignacio para que te rescatara. Si no cambias de actitud, va a llegar un momento en que nadie querrá verte y yo no podré hacer nada más por ti. De momento, lo que tienes que hacer es dar la cara. Te espero a comer en el Tenis Barcelona, tenemos el mercadillo de las Catequistas.
—¿Tú crees? Me da un poco de vergüenza. Si todo el mundo se ha enterado de lo de la otra noche…
—No se ha enterado todo el mundo. En realidad no lo sabe casi nadie. Me he enterado yo, porque yo me entero de todo. Y pienso que lo que te conviene es dejar de hacer tonterías y empezar a hacer algo que sirva de ayuda para los demás.
—Vale, allí estaré —se rinde Tona antes de colgar.
Se quita el camisón, que desliza lánguidamente sobre la cama, y ve ante el espejo un cuerpo firme, unos pechos erguidos, un trasero bien moldeado. Levanta el brazo izquierdo y se acaricia la fina axila, perfectamente depilada. Tona supo recuperarse bien de la maternidad, pero ahora tiene que lograr recuperarse también de los excesos. Y eso no va a ser tan fácil. Las intermitentes ojeras lo empiezan a constatar, y es consciente de que su rostro va perdiendo la luminosidad de la juventud. Se ha cambiado las braguitas y se está abrochando el sujetador gris perla —de Santacana, como toda la ropa interior que utiliza— cuando suena el teléfono de nuevo.
—¿Diga?
—Llevo varios días sufriendo por ti.
La voz profunda y algo autoritaria de Casimiro Pladevall siempre consigue agitarla.
—No me lo pareció precisamente la noche de El Cortijo. Al contrario, daba la impresión de que te sentías culpable por estar allí conmigo. Me parece que no tenemos nada de que hablar —dice ella. Y cuelga.
Se nota como desangrada. Va hasta el lavabo. Llena un vaso de agua y se toma la pastilla de Anafranil. Un antidepresivo tricíclico, le dijo Berenguer, te ayudará a remontar. Aunque le deja la boca reseca, más o menos suele hacerlo.
Las hermanas Catequistas figuran entre los elementos activos de la ciudad que Luisa Mateu ha decidido tutelar. Cuentan con una espaciosa sede en la Vía Augusta, que dentro de unos años acabarán vendiendo a buen precio a cierta constructora para que edifique allí pisos de lujo. Cuentan también —sobre todo— con varios orfanatos desperdigados en pequeñas y bonitas localidades de la provincia de Barcelona, donde los niños que acogen reciben educación y cobijo hasta que, al cumplir los dieciséis años, son reintegrados al universo exterior. Estos orfanatos originan un montón de gastos. Una vez al año, Luisa Mateu les organiza a las Catequistas un evento de recaudación: durante cinco días funciona un mercadillo donde se venden objetos, de valor muy variable, aportados por gente de la buena sociedad, y también, y esto suele resultar más interesante, productos, comerciales y promocionales, de las empresas de los maridos de las damas que forman parte del comité organizador y sus adláteres. Colonias, accesorios de automóvil, yogures y botes de cacao, polos de vestir, embutidos, máquinas de fotos. Durante esos cinco días, el mercadillo se convierte en el gran punto de encuentro de la élite barcelonesa, y su restaurante, El Rastrillo, regido igualmente por señoras bien que son amigas de Luisa, no da abasto.
A Tona Viladomiu el taxi la deja en la puerta del Real Club de Tenis Barcelona, una institución con seis décadas de historia pero instalada desde hace sólo seis años en esta zona de Pedralbes, donde están levantando en los últimos tiempos, a ritmo acelerado, bloque tras bloque de pisos de lujo. Ella ha visitado algunos cuando estaban recién construidos, acompañando a amigas a punto de casarse o que le daban vueltas a la idea de cambiar de domicilio. Espacios de más de trescientos metros cuadrados, muy luminosos, de estilo funcional, con parquet en el suelo —en vez del mosaico característico de las viejas viviendas del Ensanche—. En edificios de cuatro o cinco plantas, con amplias porterías (y portero de servicio las veinticuatro horas), cuidado jardín y, en el caso de las construcciones más recientes —¡oh, maravilla!—, incluso piscina. Tona los ha frecuentado después cuando ya estaban habitados, en encuentros de amigos, sobre todo matrimonios jóvenes, que antes de la cena hacían entrar a saludar a los niños en pijama, transmitiendo una imagen entrañable de calidez y unidad familiar. Su propia vida —recuerda Tona— también fue un tiempo por esos derroteros hasta que las cosas se torcieron irremediablemente.
Pedralbes, en fin: una zona que crece dando albergue a los barceloneses más acomodados que ya no quieren instalarse en palacetes o grandes caserones —imponentes pero fríos y pesados y caros de mantener— como los de sus padres y sus abuelos, sino que aspiran a la comodidad y el confort que brinda el urbanismo moderno. Aunque, de momento, muy justa de servicios: no hay comercios ni transporte público cercano, y a las tatas y criadas hay que llevarlas en coche a todos lados. Una zona de baja densidad, cuya urbanización ha sido «movida por una mentalidad claramente elitista, con la idea de construir solamente pisos caros para preservar el barrio de clases sociales extrañas», según denunciarán unos años más tarde, no sin razón, algunos periodistas críticos de la ciudad. Tampoco hay vida profesional ni laboral, aunque ya se está preparando la ubicación allí de la escuela de negocios regentada por los jesuitas, Esade, que dará un poco de vidilla a las calles próximas. A la sombra del monasterio que constituye una de las joyas del gótico catalán, y de la gran cruz que preside la placita de la que arranca la Avenida Pearson, el nuevo Pedralbes inicia su expansión marcada por una arquitectura international style que rompe con el pasado e implica todo un presagio de prosperidad creciente.
Tona Viladomiu cruza el hall de la vieja casa pairal reformada como sede social del club de tenis y se dirige hacia las pistas. En ese arbolado y fresco espacio exterior se han instalado los puestos del rastrillo de las Catequistas. Para ser un día laborable resulta sorprendente la cantidad de público que la iniciativa ha reunido. Tona se siente observada, saluda a izquierda y derecha, busca con cierta ansiedad la cara regordeta de Luisa hasta que la localiza presidiendo una mesa de venta de ropa de mujer. Fulares con estampaciones francesas, jerséis shetland y pullovers en varios tonos…, hasta las habitualmente inencontrables medias acrílicas aparecen dispuestas y llamativas sobre la mesa. Todo ello donaciones de industriales o comerciales amigos.
—Tona, Tona —agita la mano con fuerza su amiga—, ¡vente para aquí con nosotras!
Cuando Tona se da cuenta de quién está con Luisa piensa en recular. Pero ya es tarde y prosigue hacia su amiga como impulsada por un motor imparable que alguien hubiera conectado a su columna vertebral.
—Tona, siéntate con nosotros, ya conoces a todo el mundo… Sisita Arimany, marquesa de Valderrobles, Tita Ponsatí…
Sisita y la marquesa son buenas mujeres, acaudaladas y aburridas. Tita es harina de otro costal, del marido ni se sabe y siempre está a la cuarta pregunta. Se cuenta de ella que en las donaciones del mercadillo siempre hace el mismo truco. Espera al final del día para asegurarse de que la hucha haya recibido una cantidad sustancial, desliza algo por la ranura y, cuando su supuesta aportación ya está dentro, se dirige a sus compañeras con cara de pasmo:
—Chicas, tengo un gran problema, he puesto un billete de mil cuando quería dejar uno de cien, ¿os importa darme el cambio?
Sus compañeras se ven obligadas a abrir la hucha y Tita se va a casa con novecientas pesetas, que según la leyenda le representan un beneficio neto, porque lo que ha echado es un billete de duro. Por suerte para ella siempre aparece en la recaudación el billete de mil dejado por algún donante generoso que hace plausible su engañifa.
Y, desgraciadamente para Tona, en la mesa petitoria hay una quinta persona.
Marta Nicolau…
Marta Nicolau, señora de Pladevall, la esposa de Casimiro. Aristocrática y distante. Elegantísima y estupenda. Con un vestido de sastre, chaqueta y falda hasta la rodilla en color miel, con toda certeza salido del taller de Pedro Rodríguez. Todo el mundo sabe que Marta es una de las mejores clientas del diseñador de moda entre la alta sociedad catalana.
Marta Nicolau de Pladevall, que, tras la presentación de Luisa Mateu, esquiva ostensiblemente a Tona, se pone en pie y, sin despedirse, se dirige a otro grupo. Todas las de la mesa lo han notado. Tona Viladomiu coge aire. Sólo le faltaba esto.
—Tona, cariño, tú te ocuparás de las pulseras. ¿Verdad que son monas? Las ha cedido Bienpuesto, la boutique de la calle Aribau. ¡Venga, niñas, a vender! —estimula a las damas enjoyadas la infatigable Luisa Mateu.
Casimiro Pladevall ha hecho llamar a Juan Ignacio. Eso es atípico por dos motivos: Juan Ignacio no figura en el primer nivel directivo de las Industrias Pladevall, sino en el tercero o cuarto, y, además, el magnate raramente aparece por el edificio de la calle Rosellón, ya que sus oficinas modernas, el edificio que realmente constituye hoy su buque insignia, es el de la Diagonal esquina con Paseo de Gracia. Pero hoy se encuentra en Rosellón, en su despacho de la quinta planta.
Pladevall, aceitunado, pequeño, vivaz, con el bigotito recortado que le afila el rostro, el sempiterno traje cruzado a rayas, con fondo gris o marrón desvaído, que tal vez sentaría mejor a alguien de más estatura que la suya, lleva fumando un rato. Hay mucho humo en el ambiente y el cenicero está lleno de colillas. Su aparato telefónico incluye un soporte blanco con varias teclas de colores diferentes que se van iluminando. Pero Pladevall ha dicho a la secretaria que no le pasen llamadas e ignora esas señales.
Juan Ignacio está convencido de que el motivo de la llamada está relacionado con Rinomicina le busca. Se trata en estos momentos de la operación de marketing estrella de las Industrias Pladevall. Y ha sido una idea suya. ¿Le palmeará en la espalda o, movido por alguna extraña arbitrariedad, llamará al verdugo para que tome las medidas de su cuello? Imposible adelantar acontecimientos.
Pese a su físico anodino, Pladevall, como todos los grandes seductores, resulta imbatible en las distancias cortas. Con hombres y mujeres. Cuando vuelca su atención en alguien, esa persona se siente durante unos minutos depositaria de un gran privilegio. Eso no quita que, según es sabido en la empresa, pueda mostrarse luego muy exigente con los resultados. También, se dice (sobre todo en la radio macuto de la casa), muestra de cuando en cuando una faceta colérica y hasta despótica. Lo que sus colaboradores saben bien es que, cuando está amable, resulta encantador. Y, para grata constatación de Juan Ignacio, hoy despliega con generosidad sus encantos.
—Hombre, cuánto tiempo —en realidad raramente ha hablado a solas con él—. Hacía tiempo que tenía ganas de verte. ¿Cómo está tu madre? ¿Como siempre tan simpática? ¿Y tú, trabajas a gusto? ¿La relación con Sánchez Toldrá es buena? Un tipo muy serio, pero, demonios, muy consistente. Ya ves que el momento es expansionista, el Plan de Estabilización nos ha beneficiado mucho, la economía española está embalada y aquí, en Industrias Pladevall, vamos a tope. Es cierto que la peste porcina africana, que ha venido a través de Portugal, ha puesto en estado de alarma nuestros derivados del cerdo. Vaya cerdada, ¿verdad?
Juan Ignacio le ríe a su jefe, sin pasarse, el chiste malo.
—Pero tanto en productos cosméticos, como en textil, como en construcción, vamos a tope, por no hablar de las industrias gráficas, la metalúrgica y nuestra división bancaria… Por cierto, me han hablado muy bien de ese programa…
—¿Rinomicina le busca?
—Eso. La verdad es que aún no he tenido tiempo de escucharlo, pero lo haré pronto, ya sabes que creo firmemente en los nuevos medios de comunicación: radio, televisión, están subiendo en España y nosotros tenemos que acompañarlos en esa subida y hacerles cómplices nuestros; España no será un país moderno hasta que cuente con unos medios potentes e influyentes… ¿Has oído hablar de Servan Schreiber?
—¿El dueño de L’Express?
—Exacto, ese hombre se ha convertido en el gran árbitro de la política francesa con su revista, hace y deshace gobiernos. Es un gran proyanqui, como yo. Quiere sacarle a su país el polvo del costumbrismo y el provincianismo y ponerlo en órbita.
—Pero la situación es diferente, en Francia cuentan con libertad de prensa.
—En eso tienes razón, no te lo voy a discutir. Pero aquí en España las cosas tampoco son como en 1939. El Caudillo ha suavizado las formas de su gente más próxima, ha dado poder a los economistas y se van abriendo poco a poco espacios muy amplios de libertad. En fin, aún es pronto para concretar, quiero que sepas que contaré contigo cuando nos internemos por esas sendas.
Juan Ignacio se nota cada vez más desconcertado.
—Hombre, gracias, Casimiro… Será un honor colaborar en cuanto me sea posible.
—Pero no te he hecho llamar por eso sino por otra cosa. Tú sabes que mi hobby es el teatro, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Pues acabo de terminar una nueva obra. Me ha ayudado a escribirla Jorge Lucas, el periodista, pero la idea y la estructura son totalmente mías. Quiero estrenarla en París, ya sabes que soy accionista del Théâtre de l’Indépendance. La protagonizará mi amigo el actor Óscar Figole, que domina el francés y además interpreta a un chileno que vive en la capital francesa. Para el resto de papeles contaremos con actores de allí.
—Caray, felicidades, Casimiro.
—Aunque la obra me gusta, me preocupa mucho que tenga un buen pulido final. Mi problema, Juan Ignacio, es que en este terreno cuento con pocos interlocutores. Soy un hombre de negocios y a mi alrededor sólo oigo hablar de dinero. En esta misma empresa, por ejemplo, tienes que buscar con lupa para encontrar a alguien con un mínimo de sensibilidad cultural. Los personajes como tú son rara avis entre nosotros.
En todo ello Juan Ignacio está de acuerdo.
—En fin, que quiero que le eches un vistazo —Pladevall le brinda un voluminoso sobre—. Agradeceré cualquier comentario por crítico que sea; es más, te pido que seas crítico, porque lo que me interesa es saber dónde flojea para mejorarla.
—Puedes contar conmigo, aunque estoy seguro de que tu comedia no necesitará muchos retoques —adula innoblemente ahora el publicitario.
—¡No te demores mucho, si es posible! Y a ver si nos seguimos viendo. Aunque ya sé que por cuestiones laborales lamentablemente no nos toca despachar juntos con frecuencia, me va bien hablar contigo porque me brindas un punto de vista diferente, más humanístico, y eso a mí me resulta tan necesario como el respirar. ¡Venga, hasta pronto!
Ya ha emprendido el camino hacia la doble puerta de recio nogal cuando escucha de nuevo al magnate.
—Ah, sí, por cierto, Juan Ignacio.
Se da la vuelta.
—Una cosa, una tontería que hace tiempo que quería preguntarte, tú conoces bien a Tona Viladomiu, ¿verdad?
Casimiro Pladevall tiene el Fiat 2300 esperándole en la puerta de las oficinas.
—A casa Bufalá —ordena al chófer.
Demetrio pone el coche en marcha sin decir una palabra, con esa discreción que le caracteriza. Discreción y delicadeza, una cierta elegancia que a Pladevall le fascinó desde el primer momento y es una de las razones de que lleve tanto tiempo a su lado. Porque Casimiro, hombre de tantas virtudes y méritos, es consciente de que tiene también algún defecto importante. Como éste: se cansa de la gente. Le gusta que a su alrededor el personal vaya rotando. Y necesita percibir en su entorno notas de originalidad o incluso de extravagancia. Le atraen los comportamientos diferentes, sin su estímulo a él también le resultaría difícil poner en juego cada día las enormes dosis de creatividad y empuje que se requieren para capitanear un grupo de empresas del que dependen ya más de dos mil personas. Especialmente en una época como la actual, en este momento de la historia de España en que el gobierno de Franco está lanzando continuas señales de apertura, que equivalen a otras tantas oportunidades para hombres de negocios audaces y capaces de mantener el equilibrio en el cambiante mapa de los repartos de poder e influencias de las distintas familias del Régimen.
A Casimiro le gusta que a su alrededor el personal vaya renovándose y sin embargo el chófer Demetrio, silencioso, discreto y elegante, lleva ya cerca de siete años a su lado. Pero en los últimos tiempos ha detectado algo que le inquieta profundamente. Un par de veces ha encontrado a su hijo Max y a Demetrio cuchicheando entre risas en alguna esquina de la casa del Turó Park. También ha captado las miradas de complicidad que se han cruzado en algunas ocasiones. Max, por el momento, no está cumpliendo las expectativas. Renunció a seguir su sugerencia de estudiar Ciencias Empresariales o alguna ingeniería, y se matriculó en cambio en la Escuela de Artes y Oficios de Barcelona, pero no da la impresión de que vaya demasiado a clase ni de que mantenga el vigor, la disciplina y la tensión interior necesarios para convertirse en un «verdadero artista», una categoría que Casimiro respeta. Su madre, por supuesto, le defiende, aunque sin comprometerse demasiado con su causa, a su estilo más bien gélido. En fin, Casimiro está perplejo. ¿Qué demonios se traerán entre manos su hijo y el chófer?
El vehículo cruza a buen ritmo el barrio de Horta camino de la mansión de Higinio Bufalá. La primera vez que estuvo allí no se lo podía creer. En plena Fuente de Fargas, zona lejana del centro pero bastante edificada ya, se ubica una finca de varias hectáreas presidida por un palacete de tres plantas. Como los muros que la rodean son altos, sólidos y sin fisuras, los vecinos de la zona probablemente no son del todo conscientes de que allí, a su lado, en medio de la ciudad de Barcelona, se alza una propiedad digna de un hacendado rural inglés. En sucesivas visitas Pladevall ha ido conociendo la historia. El edificio se lo encargó a principios de siglo el abuelo de Bufalá, primer hombre adinerado de la estirpe, a Enrique Sagnier, quien lo diseñó en la línea neoclásica, ecléctica y elegante que hizo de él un arquitecto mucho más cotizado por las buenas familias de Barcelona que sus brillantes, pero para algunos excesivamente barrocos, colegas del modernismo como Gaudí, Puig y Cadafalch o Doménech y Montaner. En aquella época, los terrenos aún eran baratos, con lo que el primer Bufalá se hizo propietario, en pocas pero drásticas operaciones, de una magnífica extensión. Alrededor del palacete dispuso un jardín y, colindante con él, los huertos de donde extraían parte de lo que se comía en la casa.
El segundo Bufalá, don Tomás, padre de Higinio —y su gran referente vital—, fue un eminente político y empresario. Hombre de la confianza del líder Francesc Cambó, estuvo a su lado en la Lliga, la agrupación catalanista conservadora, y en su época de mayor influencia coleccionó cargos en Barcelona y Madrid, incluido un ministerio. Enamorado de la posesión familiar, contrató al gran paisajista Rubió y Tudurí para ampliar y refinar la zona ajardinada, y encargó a la plana mayor de escultores de la época (Arnau, Clará, Gargallo…) un plantel de esculturas para que la ornaran. En los años veinte y treinta, la finca Bufalá era un pequeño paraíso que don Alfonso XIII gustaba de visitar cuando venía a la ciudad, y en cuyo interior se vivió con indisimulada inquietud la proclamación de la República y los tiempos que siguieron.
Tomás Bufalá, su mujer y sus hijos estaban de vacaciones en Suiza cuando estalló la Guerra Civil española. Decidido contrarrevolucionario como era, muy pronto se habían desplazado todos a Burgos, donde puso una parte de su importante fortuna —o, al menos, de la parte que había tenido la previsión de colocar en bancos helvéticos en años recientes— al servicio de la causa de los militares insurgentes. Bufalá se hizo rápidamente un hueco en el entorno del Caudillo, ocupó cargos de responsabilidad en la intendencia de la retaguardia franquista y, al volver a Barcelona, se vio de pronto convertido en uno de los hombres clave de la nueva situación.
Su casa, por supuesto, no salió indemne de la contienda. Requisada desde los primeros momentos de la revolución, fue designada sede del Ministerio de Guerra cuando el gobierno de la España republicana se instaló en Barcelona. Y precisamente por ello sufrió varios bombardeos de la aviación franquista. Si bien los desperfectos del edificio resultaron leves, el jardín había quedado totalmente destrozado.
Don Tomás, tras ocupar un tiempo la presidencia de la Diputación de Barcelona, reemprendió enérgicamente los negocios y la restauración de su querido palacete, que a su muerte, en 1950, ya lucía otra vez en todo su esplendor. En años posteriores, su hijo ensanchó las dos herencias. En el terreno de las actividades lucrativas, a las industrias de la piel, la constructora y la red de garajes por toda Cataluña que su padre había consolidado, Higinio sumó una próspera fábrica de pinturas, una cadena de salas cinematográficas y otros negocios menores. Pero la propiedad de Horta, incesantemente sometida a mejoras, constituye su norte y su gran empeño. Ha contratado como asesor al gran historiador del arte Ezequiel Vergés y cultiva el coleccionismo clásico en serio: el gran mosaico de las cuatro estaciones y los bustos de Cicerón y Tiberio, junto con las copias romanas del Discóbolo de Mirón y la Venus de Milo que ornan su jardín, representan el primer recordatorio de esta vertiente de sus actividades.
El coche de Casimiro Pladevall ha franqueado la doble verja negra que da acceso a la finca y se desplaza sobre el sendero de gravilla que lleva hasta la casa del propietario. Cuando llega, Higinio le está esperando en la puerta y, tras el abrazo inicial, le conduce a través del interior hacia la terraza. Casimiro ya no se impacta, como el primer día, con el Murillo y el Goya del salón principal, pero le sigue impresionando el refinamiento de su amigo, que, con su altura de metro noventa, sus trajes perfectos cortados en Savile Row, sus movimientos felinos de tenista, representa la encarnación del capitalista elegante de nuestro tiempo. A su lado, Casimiro no puede evitar sentirse siempre un tanto pequeño, basto y provinciano: todo un estímulo para la superación personal. Aunque no le gusta la grosería ni se acaba de identificar con la definición, algunas veces, humorísticamente, Casimiro se ve a sí mismo como el español del refrán: «Bajito, moreno y con cara de mala leche porque no le han dejado fornicar todo lo que hubiera querido».
En la soleada terraza, picoteando un aperitivo, están otras cuatro personas. Pese a su relativa juventud, Paco Salvans está desarrollando una gran carrera política. Crecido a la sombra de la Falange, que le acogió calurosamente durante la guerra cuando aún era casi un niño —y su talento propagandístico le salvó de ir al frente—, ha sido teniente de alcalde de Barcelona, lo que le ha favorecido para emprender múltiples y beneficiosos negocios. Minucioso, tremendamente avispado, posee una autoridad innata. Aunque casado con una heredera de carácter, también es un reputado seductor que ha mantenido affaires con varias mujeres de bandera.
Víctor Cardús sí hizo la guerra en primera línea, y aún tiene pesadillas por ello. Estuvo en el tercio de Montserrat, entró en Barcelona con las tropas del general Yagüe y pocos meses después reemprendía sus clases en la Facultad de Derecho, donde terminó la carrera al cabo de un par de años. Ha llevado casos de enorme relevancia, participó en el proceso de la Barcelona Traction y en los últimos tiempos se ha especializado en preparar el aterrizaje español de las grandes compañías internacionales que buscan abrir en el país nuevos mercados. Antes del 36, cuando acabó el Bachillerato, su padre le mandó un año a Inglaterra, y hoy día el hecho de ser uno de los contados abogados españoles que hablan bien inglés le está reportando claras ventajas. Es un hombre serio con pocas aristas, un family man —tiene seis hijos— de probidad contrastada.
Manolo Batallé, conde de Plegamans, es terrateniente y bon vivant, le gusta levantarse tarde, ir un rato a jugar a tenis al club Barcino o al Polo, comer bien y por la tarde pasar un rato con alguna de sus amantes. Su mujer le soporta porque es una santa y con sus hijos hace ya tiempo que la comunicación está bastante averiada. Pero Manolo ha heredado de una larga serie de ancestros enormes cantidades de terreno en áreas de expansión de Barcelona, y cuando se nota justo de líquido simplemente vende unas cuantas hectáreas de alguna de sus propiedades y sigue viviendo a lo grande hasta la próxima crisis.
El último invitado, que es a la vez el motivo de la reunión, se llama Alejandro Roca-Genís, viejo amigo de juventud de varios de los presentes. Alto, musculado, pelirrojo, con una sonrisa irresistible, vestido en elegante clave de sport con camisa azul Oxford con corbata y una chaqueta de tweed a cuadros que contrasta con los sobrios trajes del resto de los allí presentes, Alejandro va a ser la estrella de esta comida que reúne a un pequeño grupo de los hombres de poder barceloneses, cinco privilegiados que posiblemente no son conscientes de que están atravesando el mejor momento de sus vidas.
El anfitrión hace las presentaciones.
—Antes que nada, por supuesto, quiero agradeceros que hayáis aceptado esta invitación. Hace unas semanas, Alejandro me hizo una visita (al igual que vosotros, hacía años que no le veía), y trajo una propuesta que he pensado que puede ser beneficiosa para todos.
Roca-Genís toma la palabra. Simpático y modesto, resulta muy convincente.
—Hola a todos, os conozco desde hace mucho tiempo, aunque con Casimiro y con Batallé he tenido menos relación que con Higinio, Paco y Víctor. Como sabéis, me fui de Barcelona hace quince años. Había dejado los estudios, estaba en malas relaciones con mi padre, no tenía ni un duro y, además, la España de entonces ofrecía pocas perspectivas, o al menos eso me parecía a mí, aunque viéndoos a vosotros tengo que rectificar, porque está claro que os ha ido muy bien. En nuestra juventud varios de los aquí presentes me ayudasteis económicamente y, sobre todo, me brindasteis vuestra amistad, me abristeis vuestras casas y me invitasteis a vuestras fiestas, pese a que yo no podía corresponderos. ¡Recuerdo que más de una vez incluso me pagasteis a escote alguna de aquellas fantásticas cenas de Parellada, y las copas posteriores en Marfil o Gotarda!
—Es que eras muy simpático —le corta Higinio.
—Y vosotros muy generosos. Por eso me gustaría empezar esta reunión ofreciéndoos unos pequeños recuerdos.
Reparte unas cajitas forradas de terciopelo azul oscuro, en cuyo interior los comensales encuentran unos gemelos de oro con sus iniciales grabadas.
—Esto es para vosotros. Y esto, para vuestras esposas.
Les entrega otro saquito de terciopelo color burdeos. En el interior, un pequeño y precioso brillante.
—Caramba, Alejandro, esto es estilo —dice Batallé, y los demás se suman en un breve coro aprobatorio.
Tras la pausa, Roca-Genís ataca el núcleo de su explicación.
—Al dejar España —dice— estuve trabajando en México, después en Argentina, por último en Estados Unidos, donde me instalé en Miami. Es una ciudad con mucha vida y un clima estupendo, además de ofrecer grandes oportunidades para alguien ambicioso. Yo empecé en el negocio de la hostelería, primero monté un bar, luego un restaurante, luego un hotelito y ahora tengo una cadena de locales por todo el estado de Florida. En suma, no me ha ido mal.
Dos criados con uniforme gris han servido el primer plato (tosta holandesa, con huevo poché y salmón, a Casimiro le encanta).
—La cuestión es la siguiente. Tengo buenos contactos en el ayuntamiento de Miami y de hecho, bajo mano, estoy asociado con un concejal en algunos pequeños negocios. A través de él me he enterado de que está en fase de estudio, pero se aprobará con total certeza, un plan de recalificación de terrenos costeros para levantar un gran frente marítimo dedicado al ocio y al turismo. Es un sector en el que el estado de Florida siempre ha destacado, ya sabéis que lo llaman «sunshine state», el estado de la luz, pero ahora se quiere hacer un gran esfuerzo para afianzarlo como primer motor económico. El rumor aún no ha empezado a circular, esta operación tardará más de un año en producirse y mi amigo el councilman ha contactado con un grupo de pequeños propietarios de tierras que están dispuestos a desprenderse de ellas por muy poco dinero, ya que creen que es imposible sacarles rentabilidad.
Comentarios y otra pausa, mientras los criados traen un roast-beef con apetitosas patatas fritas.
—Lo que os quiero proponer es que invirtáis en esta operación. Se trata de comprar ahora estos terrenos y venderlos dentro de un año a alguna de las grandes compañías hoteleras americanas, Hilton, Sheraton o Hyatt, incluso Holiday Inn, con el plan de urbanización ya aprobado y los terrenos listos para crear el mayor complejo hotelero de Florida. Las autoridades del estado, que están en la ciudad de Tallahassee, apoyarán la operación. Se trata de un negocio redondo.
Los comensales se miran y el turno de preguntas se inicia. «¿Cómo estás tan seguro de que las compañías hoteleras se interesarán?» «¿Y si corre la voz antes de tiempo?» «¿Es de confianza tu socio en el ayuntamiento?» «¿De cuánto dinero estamos hablando?» Higinio da juego a unos y otros y Casimiro comprueba cómo su refinado amigo es capaz de dirigir una conversación compleja apenas con unos leves movimientos de cejas y algunas miradas.
Roca-Genís percibe claramente el interés real de los allí reunidos. Porque, tal como sin duda sabía o intuía al convocarles, todos comparten un problema parecido, que es el que inquieta a casi todos los españoles ricos. Absolutamente todos ellos han colocado dinero fuera del país. Mucho dinero. Los negocios les han ido viento en popa y tienen muy presente lo que ocurrió en el 36, cuando los rojos, en amplias zonas del país, se incautaron de propiedades privadas, buena parte de la actividad económica se colectivizó y únicamente quienes contaban con reservas al otro lado de la frontera pudieron pasar la guerra con relativo desahogo, si es que conseguían escapar del territorio republicano. España es un país inestable, nunca se sabe lo que va a ocurrir mañana y a las clases dirigentes les gusta contar con grandes cantidades a buen recaudo en Suiza o en Estados Unidos.
La cuestión es cómo hacer rentar ese dinero. Algunos bancos internacionales ofrecen intereses de hasta el diez por ciento, lo que no está mal. Sin embargo, para un hombre de negocios español de los primeros años sesenta se trata de un margen poco ambicioso, hay que aspirar a más, y lo que Alejandro propone a los notables reunidos en casa de Higinio es una operación especulativa que permita doblar en un año el capital invertido. Todo realizado en el extranjero, con dinero no declarado, por completo al margen de la normativa española. Que los hombres allí reunidos sean, con todos los matices que se quiera, hombres del sistema no implica que también sean tontos.
Cuando la comida concluye han llegado a un principio de acuerdo, cada uno de los reunidos aportará al proyecto diez millones de pesetas. Alejandro insiste en que, para que todos estén tranquilos, algún garante debería acompañarle a Florida para cerciorarse de la calidad de los terrenos y la correcta formulación de la operación. Convienen en que irá Víctor Cardús o, en su defecto, el notario Pujades, hombre de confianza de Salvans y gran experto en temas de propiedad inmobiliaria.
De nuevo en el coche, Casimiro sólo tiene una cosa en la cabeza: ver a Tona, tocar a Tona, enredarse entre sábanas con Tona, hacerse perdonar por Tona.
—Al Club de Tenis Barcelona —le dice al chófer.