Hay, en el origen de todo, una imagen borrosa. Transcurre el segundo año de la Guerra Civil española. Las baterías del ejército llamado nacional han intensificado su bombardeo sobre una ciudad que demora inútilmente la rendición. Muchos de sus habitantes han emprendido la huida por las estrechas y maltratadas carreteras que llevan hacia la costa o la montaña. Entre ellos, una madre que arrastra, como puede, dos niños pequeños que la siguen. Pasa un camión en cuya parte trasera se amontona un grupo de civiles. Se oyen explosiones a lo lejos. Un hombre le grita: «Suba, aquí aún hay sitio», y le tiende los brazos para coger al primero de los dos pequeños. El vehículo ralentiza su marcha. Unos bombarderos se aproximan por el cielo nublado. Más brazos se tienden para ayudar a subir a la mujer y al otro niño, que siguen al vehículo, ahora corriendo. Las bombas están cayendo cerca, el camión acelera. Desde la trasera gritan al conductor que se detenga, pero la situación se ha convertido en un infierno y los aviones ametrallan a coches y personas que huyen. El camión aumenta la velocidad, los ocupantes de la trasera se tiran al suelo, allí cerca está muriendo mucha gente. La madre queda en tierra, con los brazos en el aire y sólo uno de sus hijos con ella. El camión sale de escena.
Entre los centenares de cartas que han llegado en las últimas semanas a la empresa de Juan Ignacio, dirigidas al programa Rinomicina le busca, hay una cuyo destino aún ignoramos. A medida que la correspondencia aparecía, el portero del inmueble, Romualdo, la ha ido introduciendo en unas sacas que Juanito, el botones, subía al tercer piso, donde están los despachos de Publicidad y Marketing de Rinomicina y de Caspolén. Cierta mañana, Juanito tropezó en la escalera con Angustias, una de las señoras de hacer faenas. Una de las sacas cayó al suelo y, como no estaba muy bien cerrada, su contenido se desparramó por el rellano. Juanito y Angustias fueron recogiendo las cartas una a una. Finalmente dieron por bueno el acopio, y el botones de quince años siguió con su itinerario. La misiva de Antonio Luna quedó en el suelo, escondida detrás de un inmenso cenicero de pie, y allí permaneció oculta.
Un par de días más tarde, Javier Boldú sale a fumar a la escalera para despejarse un rato y, cuando se inclina para apagar su Ducados, se le cae la pluma que lleva en el bolsillo de la camisa. Al agacharse entre maldiciones encuentra la carta. La recupera y, al ver en el encabezamiento que está dirigida al programa Rinomicina le busca, esboza una mueca de desprecio. Duda unos segundos si buscar o no la papelera más cercana y al final decide guardarla. Al acabar el pitillo va hasta el despacho que comparten Juan Ignacio y el dibujante Llansana, quienes se encuentran reunidos con Rocarons, discutiendo unos folletos de productos antianémicos y antidiabéticos.
—¡Eh, los del programa! A ver si tenéis más cuidado, estáis llenando todo el edificio con vuestros sobres… Pobres de los desesperados que confíen en vosotros, si lleváis sus casos con el mismo cuidado que estas cartas. Mirad lo que he encontrado detrás del cenicero.
—Gracias, Boldú, y ya que estás aquí, ¿te paso un paquete de correspondencia para que nos ayudes con la selección? —¿Es por la manía que le tiene, o realmente Juan Ignacio está advirtiendo que a su colega le huele mal el aliento?
—¿Yo? Como si no tuviera nada mejor que hacer. Me voy a trabajar, amiguitos, TRA-BA-JAR, un verbo que no se conjuga en vuestro diccionario.
—El trabajo tiene muchas caras —dice Rocarons—. Y como dice Dale Carnegie, hay que tratar honradamente de ver las cosas desde el punto de vista de las otras personas.
—Sobre todo de las que tienen futuro como vosotros. Abur, carnegianos —se despide Boldú enarcando esas cejas que marcan una espesa línea continua. Sí, es un aliento realmente fétido.
—Pues gracias, eminencia, no te hernies, y hasta la próxima. ¿Te la quedas tú, Llansana?
—Yo estoy servido, Juan Ignacio, me están empezando a hacer chispas los ojos con todas estas cartas.
—¿Y tú, Rocarons?
—Yo tengo que ir a hacer la ronda de las farmacias.
—De acuerdo, es mía —y la desliza, una más, en la ya abultada cartera.
Pasada la medianoche, a Juan Ignacio le vence la somnolencia. En el salón, con la mesa de café cubierta de sobres abiertos y libretas donde van apuntando claves de trabajo, Elena y él llevan un buen rato repasando el correo del programa. Pero la falta habitual de sueño, el vino y el coñac de la cena le están pasando factura. Su mujer, en cambio, está estupenda, lozana y despierta como un búho.
—Me voy a dormir, sigo mañana.
—¿Ya? Pues yo estoy muy despejada. Dame más madera, me quedaré hasta tarde.
—Eres un ángel. En ti confío para que me recomiendes a san Pedro cuando me llegue el turno.
Juan Ignacio extrae de su maletín el último paquete, en el que figura la carta que ha estado un par de días olvidada en el suelo de la empresa, junto a un cenicero, y que el sulfúrico Boldú ha rescatado.
Antonio Luna es un hombre sin pasado. O al menos prefiere olvidarlo, pues sus recuerdos forman una especie de esfera blanquinosa y blanda, llena de poros que en algunos casos se han convertido en grandes agujeros.
Lo más estimulante de su peripecia vital ha tenido lugar en Barcelona, adonde vino no hace mucho dispuesto a rastrear sus orígenes.
Sabe que, cuando la guerra, fue llevado, con un grupo de niños refugiados de la zona republicana, a Suiza. Allí pasó dos años. Al acabar el conflicto se le repatrió, con sus grandes y perplejos ojazos de largas pestañas y su natural tranquilo y afectuoso, que le ganaban, de entrada, la buena disposición de cuantos se acercaban a él. Creció en el Hospicio de Santander y al cumplir dieciséis años fue devuelto a la calle, abriéndose ante sus ojos el ancho mundo. Trabajó en una fábrica de vidrio y luego en un taller automovilístico.
De los trescientos niños de los que constaba la expedición que retornó de Suiza, sólo veintidós habían quedado en aquel hospicio. Antonio no tenía, como sus compañeros, una placa identificativa, aunque sí algunos papeles que llevaba cuando su madre le subió al camión, y una memoria borrosa de algunos hechos previos a la separación de su progenitora. Esas memorias dirigirían sus pasos hacia Barcelona.
En el tren que le trajo hace algunos meses, con su maleta de cartón a cuestas, charló un buen rato con un joven de su edad, Manolo, de Torrelavega, rubio y desgarbado, con una verruga llena de pelos en el mentón. Le preguntó qué pensaba hacer en la capital catalana.
—Pues buscar trabajo.
—¿Y hasta que lo encuentres?
—Instalarme en una pensión barata. Tengo algún ahorrito para aguantar un tiempo.
—Yo te llevaré a un sitio que está bien. Conozco la ciudad. Pero ahora, al bajar, tienes que venir pegado a mí. Si no lo haces, te detendrán, te encerrarán unos días y te volverán a empaquetar en un tren camino del Norte.
—Pero ¿qué dices? ¿Cómo van a devolverme?
—Pues porque si no puedes enseñar un permiso de trabajo o una dirección en regla no quieren que te quedes. Son los del Servicio de Represión de las Barracas. Barcelona recibe mucha emigración, han crecido barrios enteros de chabolas en los últimos años y las autoridades decidieron poner coto. A la gente con pinta de pobre, como tú, que no puede enseñar esos papeles los internan en el Palacio de Misiones de Montjuich y luego, billete de vuelta al pueblo.
—Pero ¿eso es legal?
—Tú, niño, ¿en qué país te crees que vives?
Bajaron en la Estación del Norte y enseguida les paró una pareja de la Guardia Urbana. Manolo hizo un aparte con el que parecía mandar, le enseñó unos folios arrugados y rápidamente obtuvieron paso libre. Después fue a uno de los teléfonos públicos del recinto para hacer una llamada. «Es para que te vayan preparando un cuarto», le dijo a Antonio Luna. Se dirigieron a una parada de autobuses próxima. El que cogieron emprendió un largo trayecto, Luna calculó que de cerca de cuarenta minutos, con abundantes detenciones que se iban espaciando a medida que la trama urbana se hacía también menos densa. Finalmente el autobús se internó por una zona de descampados, y allí Manolo le indicó que debían descender.
Se apearon en medio de un desierto urbano sin asfaltar, con hierbajos, piedras y algún perro descarriado. Muy de cuando en cuando se alzaba una farola con manchas de óxido, y a lo lejos se dibujaba la fachada de un alto edificio de color blanco roto, con estrechas ventanas apiñadas y algunas terrazas laterales con toldos verdes descoloridos. El edificio estaba aislado como un monolito en medio de un sendero de peregrinaje. A lo lejos, unos cañaverales ocultaban lo que posiblemente era un riachuelo.
Antonio Luna no supo de dónde habían salido, pero de pronto se vio rodeado de cinco muchachos jóvenes, de mala catadura, que le enseñaban el filo de sus navajas.
—Venga, chaval —dijo Manolo—, suelta esos ahorros.
—Pero…
Luna dejó caer la maleta de cartón e intentó echar a correr. Los amigos de Manolo le detuvieron sin esfuerzo y lo echaron al suelo entre puñetazos y patadas.
—¿Los sueltas o seguimos?
—Los suelto —balbuceó Luna, con la boca sanguinolenta.
Metió la mano bajo el cinturón y sacó de los calzoncillos un sobre con algunos centenares de pesetas, fruto del trabajo en el taller, que tendió al líder de la banda.
—Nos llevamos también la maleta. Y no se te ocurra ir con el cuento a la policía porque te encontraremos y lo pasarás mal. ¡Adiós, primo! —se despidió Manolo, mientras su corte emprendía el camino apiñada en torno a él.
Antonio Luna se quedó un rato en el suelo, dolorido bajo el fuerte sol del mediodía. Finalmente se levantó, sacudiéndose el polvo. El traje, su único traje, lo tenía maltrecho. Seguro que el cuerpo estaba también lleno de hematomas, allí donde le habían caído los puñetazos.
Visto lo que le había explicado en el tren su agresor, y la posterior amenaza, se abstuvo de acudir a comisaría. Por suerte, los asaltantes le habían dejado la documentación y en uno de sus bolsillos le quedaron algunas pesetas, pero aun así su aspecto no era el mejor para lanzarse a conquistar una gran urbe. Un mendigo con el que trabó conversación y compartió penalidades un rato le recomendó cierto comedor diocesano que estaba próximo. Por la tarde deambuló por la ciudad y bajó hacia el mar. Cuando empezó a oscurecer se quedó dormido en un banco.
El relente de la madrugada le despertó. Se hallaba en una plaza con mínimo arbolado y unos pequeños y polvorientos parterres, molido y fastidiado, en una ciudad que no conocía. Se incorporó dificultosamente. En el banco de al lado se sentaba un anciano de rostro moreno y barba muy blanca. Se miraron sin hablar durante un rato. El anciano extraía colillas de un cazo y las iba fumando, apurándolas hasta el final.
—¿Quieres una? —le ofreció finalmente.
Antonio Luna reprimió una mueca de asco y negó con la cabeza.
—Estás fatal. ¿Qué te han hecho?
Lo explicó.
—No tienes casa, ni ropa, ni dinero. Ven conmigo.
Luna dudó. Con un engaño durante su primer día en Barcelona ya había tenido suficiente. Pero el viejo parecía inofensivo. Claro que también su compañero de tren, Manolo, lo parecía. Y además ahora ya no quedaba nada que pudieran robarle.
—Soy el tío Andrés —dijo.
Anduvieron un buen rato en silencio. Primero entre bloques de edificios, luego atravesaron una zona de restaurantes, con las terrazas llenas de clientes, y finalmente, tras cruzar unas vías de tren y pasar una zona de desechos y maleza, Antonio Luna se dio cuenta de que habían llegado al mar. Una larguísima y sucia playa se extendía entre la escollera de un gran puerto y, muy a lo lejos, una curva del paisaje coronada por el conjunto fabril de tres chimeneas recortándose contra el horizonte. Continuaron caminando en dirección norte; seguía la proliferación de restaurantes, ahora simples chiringuitos de madera, con las sillas y las mesas dispuestas sobre la arena. Olía a paella. Dejaron a su izquierda un edificio rectangular e imponente.
—El hospital de infecciosos. Mejor no tener que entrar nunca.
Antonio Luna se encontró en una zona de barracas, hechas con ladrillos, madera y material de aluvión, y leves tejados de cañas, cuero-cartón y lona cubiertos con piedras, dispuestas en torno a callejuelas que llegaban casi hasta la orilla, donde se alineaban algunas barquitas de pescadores. Callejuelas en las que bullía la vida: decenas de niños sucios correteando y jugando, muchachas bailando al son de una guitarra, hombres con carros de mercancías, caballos y burros, cabras y otros animales moviéndose a su aire. Canalillos de aguas oscuras descendían hacia el mar.
—Esto —dijo el tío Andrés— es el Somorrostro. Llega hasta esas calderas —y señaló unas estructuras circulares, de la vecina fábrica de gas.
—El barrio —añadió— es pobre, y a veces se nos inundan las barracas y tenemos que ponerlo todo a secar, pero verás que entre nosotros siempre nos ayudamos. Mi abuelo fue uno de los primeros que se instaló. Aquí ha nacido la mejor bailaora de flamenco de todos los tiempos, que es Carmen Amaya y hoy vive en Nueva York. Te encontraremos un sitio. Pero primero tendrás que hablar con el tío Florencio y con el Viejo Pescador. Son los jefes de los dos grupos principales que estamos instalados aquí.
El tío Florencio era, como el tío Andrés, un gitano viejo, elegante y sentencioso. Lo encontraron sentado a una mesa, dispuesta en el exterior de una barraca, con un vaso de vino espeso, unas aceitunas aliñadas y una olla con caracoles.
—¿Qué quieres, chiquillo?
—¿Puedo quedarme a dormir por aquí? Me han robado y estoy sin un duro.
—Responde a esta pregunta: ¿cuál es el animal que de pequeño camina a cuatro patas, de adulto con dos y de viejo con tres?
Antonio Luna se quedó perplejo y meditó un rato sin que se le ocurriera nada.
—¿No lo sabes? El hombre, tontito, el hombre, que de niño se arrastra y de viejo necesita un bastón. Pero has sido prudente en no contestar. Ésta es una pregunta con trampa, y al primero que la respondió le arrancaron los ojos. Puedes quedarte con nosotros, el tío Manolo te colocará por algún lado. ¡Niño, música!
A su lado, un hombre de nariz afilada empezó a rasgar con sus larguísimas y negras uñas las cuerdas de una guitarra.
—Vamos a ver al Viejo Pescador —ordenó el tío Andrés—. Verás que es más directo que el tío Paco, que está muy orientado por los libros y las lecturas que ha hecho, aunque por fuera parezca analfabeto.
En el exterior de otra cabaña, en una zona ya lindante con la fábrica de gas, un anciano cosía una red de pescar.
—Don Antonio, este joven quiere quedarse con nosotros.
—¿Ah, sí? ¿Qué dice el tío Florencio?
—Lo ve bien.
—Pues para que yo también lo vea bien tendrá que escuchar una historia. Dime, ¿cuál crees que es el pez más grande que puede llegar a esta costa?
—¿Un delfín?
—No, amigo, no. ¡Una ballena! ¡La emperatriz de los mares! Cada diez o doce años una ballena vieja, un rorcual de los que rondan por el Mediterráneo o bien una ballena gris de las que habitan en aguas del Pacífico decide: «Quiero ir a morir a la Barceloneta». Se impulsa hasta el estrecho de Gibraltar, luego bordea hacia el noreste la costa española y después se acerca a nuestras playas, encalla en la del Somorrostro y muere feliz mientras los pescadores le rendimos homenaje levantando nuestros remos y los gitanos le cantan sus canciones de despedida.
—Caramba —musitó Antonio Luna.
—¿Entiendes por qué es éste un barrio especial? En nuestras cabañas con suelo de tierra viven los gitanos y los pescadores, y muchos trabajadores de otros oficios, señoras de hacer faenas, vendimiadores que viajan por España y Francia cuando hay trabajo por hacer…, gente humilde pero toda ella de bien. Y ahora eres tú quien va a tener que hablar. Veo en tus ojos una fiebre. ¿Por qué has venido a Barcelona?
Luna dudó unos momentos.
—Busco a mi madre y a mi hermano. Los perdí de muy pequeño —manifiesta.
—Acércate un poco.
Antonio Luna dio unos pasos. El anciano le miró profundamente a los grandes ojazos de largas pestañas y sentenció:
—Es un fin noble. Los encontrarás.
Las primeras semanas de estancia en la ciudad, Antonio Luna ha trabajado en Los Encantes. Este mercado de viejo, con cerca de quinientos puestos, cuenta con siete siglos de existencia. En él puede encontrarse de todo: desde colchones hasta viejas medallas, desde baterías de cocina a brocantería, desde ropa interior a colecciones de tebeos o recipientes de cerámica, de primera, segunda o tercera mano. Los puestos abren de nueve a cinco, pero tres días por semana, antes de la apertura general, hay una subasta pública de antigüedades. A lo largo del día, el mercado de Los Encantes está instalado en el movimiento permanente y a su alrededor buscan sitio camiones, furgonetas, automóviles y carros y tartanas para poder movilizar las mercancías. Hay mucho gitano en Los Encantes y uno de ellos, el Julián, con su cabello rizado, su sombrero plano y su llamativo fular de colores al cuello, es el que ha empleado a Antonio Luna.
A Antonio le gusta la variedad pero también le marea un poco el perpetuo regateo. Y le asombra el pico de oro que gasta el Julián, gracias al cual, en su puesto de cuchillos de cocina y cuchillos jamoneros, las piezas se adjudican con rapidez fulminante. Pasan los días y comprueba que él resulta poco eficaz.
—Yo no sé si sirvo para esto, Julián, soy más lento en las cosas que tú, que eres una flecha.
—Pues, niño, si lo que quieres es trabajo pesado vete a la Seat.
—¿Qué es la Seat? —pregunta Antonio Luna con su mejor mirada de ingenuidad.
La Seat es la Sociedad Española de Automóviles de Turismo, empresa estatal emblema del régimen franquista y una de sus cartas de presentación nacional e internacional, ya que está participada por la compañía italiana de automoción Fiat. Fue fundada en 1950, cuando en España aún estaban vigentes las cartillas de racionamiento (que desaparecieron un año más tarde) y se instaló junto a Barcelona sobre todo por dos razones: por tratarse de un gran puerto mediterráneo, lo que facilitaba el movimiento y transporte de automóviles y de componentes, y por la importante mano de obra especializada, fruto de la industria auxiliar y de los talleres que el área barcelonesa ofrecía, dentro de una ya vieja tradición automovilística que había contado con marcas señeras como la Elizalde (bombardeada durante la Guerra Civil) o la Hispano-Suiza.
La apertura de la Seat abona un proceso de reconciliación del Régimen con Barcelona, tras varios años de mano dura para el territorio catalán, que se mantuvo republicano hasta casi el final de la contienda (Franco nunca perdonó al general Goded que, habiendo fracasado el alzamiento militar que lideraba en Barcelona, aceptara rendirse, con la consiguiente desmovilización de simpatizantes en las cuatro provincias catalanas. Para Franco las plazas sólo se abandonaban con los pies por delante).
En esta nueva etapa de acercamiento, siempre relativo —el uso de la lengua catalana, por ejemplo, sigue restringido al ámbito familiar y a manifestaciones culturales minoritarias—, la ciudad acoge en 1952 el Congreso Eucarístico Internacional, y aprueba en 1953 el Plan Comarcal que permitirá su expansión, abriendo el tejido industrial a otras áreas que acaban superando al textil, tradicional primera actividad productiva catalana.
Las instalaciones de Seat en la Zona Franca respiran modernidad, conforme al proyecto, racionalista y luminoso, del ingeniero militar Luis Villar Molina. Incluye dos grandes naves, una dedicada a las carrocerías y al montaje, y la segunda al taller mecánico. Al lado se alza el edificio de oficinas, proyectado por otro arquitecto de sensibilidad moderna, Miguel Fisac, que alberga dos plantas para las tareas jerárquico-administrativas y, en la baja, un gran vestíbulo con revestimientos de mármol para la venta al público. El propio jefe del Estado inauguró todas estas instalaciones en una de sus visitas a Barcelona.
A Antonio Luna le han colocado primero en la cadena de montaje del automóvil más veterano de la casa, el 1400 (cinco plazas, lujoso, con una cilindrada de 44 caballos, muy popular entre altos cargos y taxistas), donde trabajaba en el acoplamiento de carrocería. Pronto lo han pasado al del modelo en auge, el Seat 600, un utilitario de 585 kilos de peso que ha empezado a producirse en 1957 a partir de un diseño italiano y que, con una potencia de 21,4 caballos, se vende —y muy bien, hay colas de meses para conseguir alguno de los trescientos que salen diariamente de fábrica, salvo que se cuente con un buen enchufe— a 65 000 pesetas.
Con su mono bien ajustado, Antonio Luna trabaja contento, le gusta el aire a nuevo de la empresa y la eficacia y el ambiente productivo que impera en ella. Cobra un buen sueldecito —pronto la cabaña del Somorrostro será sólo un recuerdo— y se siente a gusto almorzando en los oxigenados comedores de la empresa, hechos de aluminio, cristal y ladrillo, con ventanales que dan a un jardín y un pequeño lago. Cerca de cuatrocientos operarios se alinean allí, en el «oasis», en el descanso de cada turno, y es el momento en que se hacen las confidencias…
—Uf, qué cansancio, no puedo más —resopla Paco el del bigote, un cuarentón que trabaja a unos metros en la cadena de montaje del Seat 600—. Con las horas que le echamos, parece mentira que nos den esta bazofia.
Y aparta de un manotazo el plato de judías.
—A mí me gusta —susurra Antonio Luna, que tras las apreturas de sus primeras semanas en Barcelona aún no se cree que haya conseguido entrar en una empresa donde cada día le alimentan copiosamente a bajo precio: un menú de seis pesetas, de los que la empresa aporta cuatro y el resto se lo descuentan de la nómina.
—Bazofia, créeme, ¡una porquería! ¿O te crees que los ingenieros y los encargados comen lo mismo que nosotros?
Luna se queda cavilando. No tiene ni idea de lo que comen los ingenieros y encargados.
—Ya te digo yo que no, compañero. Ellos tienen cartas especiales. Esta fábrica —añade bajando la voz— es como lo que hay fuera de ella, ¡una feria de injusticias! ¡Una cárcel! ¿Ya te han explicado lo que quiere decir Seat?
—Sociedad Española de Automóviles…
—¡No, bobo! Lo que de verdad quiere decir es «Siempre Estamos Apretando Tornillos». ¿Te has preguntado alguna vez por qué no dejan hablar a los trabajadores durante los turnos? ¿O por qué no puedes ayudar a alguien que no esté en tu mismo puesto de trabajo sin autorización?
A Antonio Luna no le gusta el giro que toma la conversación y se excusa para ir a buscar el postre.
—Te da miedo lo que digo, ¿verdad? Pero en el fondo estás de acuerdo. Veo en tus ojos que eres valiente y también te sublevan las injusticias. ¡Seguiremos hablando!
Cuando vuelve, Paco el del bigote ya no está en su mesa y Antonio Luna se dispone a comer la fruta, aliviado.
Elena se remueve en el sofá. Son cerca de las cuatro de la madrugada y hasta ahora ha estado leyendo esta larguísima carta de letra picuda y apretada —pero no descuidada—. La carta que cuenta la historia de Antonio Luna. Ordena dos pilas, una con las páginas leídas y otra con las que le quedan por leer. Mañana seguirá. Tira del cordoncito de la lámpara de pie y el salón queda a oscuras. Acostumbrada a moverse en la tiniebla como una gata, emprende el camino del dormitorio, donde Juan Ignacio ronca desde hace algunas horas. Ese coñac, ese maldito coñac.